“El desarrollo literario de Oliver
ofrece un acabado ejemplo de la suerte de calvario destinado a los
intelectuales pobres de la pobre España”.
Agustí Calvet, Gaziel
La
Vanguardia, 19 de diciembre
de 1923
“[…] en Oliver coexistieron dos
personalidades en cierto modo opuestas, ya que una de ellas no pudo prevalecer
sino a costa de la otra: el Oliver periodista, polemista, doctrinario político
y comentador de pasiones fugaces y el Oliver artista, poeta, historiador y
novelista, cantor y narrador de emociones más íntimas, más puras, y de más
sólidas realidades. El primero se impuso, gracias a ineludibles apremios de la
vida y contra la expresa vocación del escritor, al segundo. Esta imposición
lamentable representó, a mi juicio, una mengua desastrosa en el rendimiento que
eran capaces de dar las facultades capitales de Oliver, que quedaron casi
inéditas y como arrinconadas. […]
Miguel S. Oliver […] debió renunciar a
servirse plenamente de su virtud, de su fórmula y de su ‘máquina’ maravillosa,
para dedicarse a comentar el último discurso de don Antonio Maura o el último
escándalo parlamentario. ¡Esto es lo sensible, porque en esto –tengo de ello la
más firme convicción– hay una pérdida irreparable”.
Agustí Calvet, Gaziel
La
Vanguardia, 21 de
noviembre de 1924
“Como
todos los periodistas políticos, lamenta haber escrito más que Voltaire y no
haber dejado ni una línea para la posteridad”.
Jules
Renard
Diario, 1887-1910
“Todos los testimonios de su época, todos sus amigos, sus buenos compañero; y comentaristas, han dejado constancia de su calidad sedentaria, de la vocación de historiador, de la gracia de erudito, de la sensible, sosegada pasión de poeta, de la golosa y contemplativa calidad de mallorquín, de este hombre que, personalmente, fue encantador, raramente tierno en su humanidad corpulenta, en sus barbas solemnes, en su paso de hombre fatigado. Dio siempre la impresión de ser un puro intelectual, un hombre que no sentía la necesidad de acción. Y, sin embargo, Miguel S. Oliver luchó diariamente con las noticias, con las efemérides, con los hechos, con las Ideas, con los crispados personajes que se suceden tumultuosamente en el breve espacio de tiempo de cada veinticuatro horas. Estuvo en la brecha y produjo un gran periodismo, sin faltarle jamás el aliento, aunque en más de una vez se traslucía la inmensa nostalgia por los quehaceres intelectuales que le eran caros, por su paisaje natal, por la vida a la que renunció precisamente cuando llegó a su madurez. Y esta nostalgia son sus ensayos biográficos, sus estudios históricos, sus alusiones literarias, la erudición que, sin la menor pedantería, aparece en los momentos más livianos y coloquiales para confirmar una idea, para apoyar un razonamiento, para rematar un artículo. Toda su obra periodística transparenta este sacrificio la realidad cotidiana que Gaziel, uno de sus sucesores en la dirección del periódico —cuya muerte lamentamos precisamente estos días—, examina con un gran conocimiento de causa en su ensayo necrológico que escribió años más tarde.
Y sin
embargo, releyendo sus «Hojas del sábado» que aparecieron casi todas ellas en
estas páginas, no sabemos hasta qué punto la idea de Gaziel y de sus contemporáneos
no deja de ser romántica, es decir, no deja de ser una interpretación demasiado
sencilla, desenfocada por la proximidad. Cierto es que en toda la obra de
Miguel S. Oliver se tornasola esta nostalgia y se percibe este componente de
íntimo desasosiego del hombre que se entrega a una tarea agotadora, pero la
claridad de su exposición, la rotundidad de su estilo periodístico, el tremendo
y a la vez correctísimo desembarazo con que se instala en el tema y lo desenvuelve,
la sobrada maestría, nos hace pensar que, en este breve y efímero género que es
el gran artículo de periódico, Oliver hallaba unas muy puras compensaciones,
una satisfacción agridulce, pero satisfacción al fin y al cabo. Porque él fue
uno de estos periodistas, raros en su época y raros en todas las que han sido y
serán, que creía profundamente en su profesión y que sabía que nada es ocioso
ni viene sobrante en ella: ni la sensibilidad del poeta, ni la profundidad del
pensador, ni la erudición del historiador. En sus páginas sobre Larra
reivindica esta devoción por su oficio y este convencimiento de que un artículo
puede ser un género, no sólo eficaz sino decisivo en la formación de las ideas
y de los hombres. Y aquí vuelve a estar el hombre del siglo XVIII, el siglo
educador, formativo.
Posiblemente
al acabar muchos artículos, rodeado del humo de la infinidad de pitillos qué
encendía y no concluía, Oliver debía sentir durante unos momentos la sensación
de que había hecho algo necesario, rotundo y concluyente. Pudo sentir que
aquello que le parecía sacrificio no dejaba de ser un altísimo deber y que lo
cumplía con verdadera vocación. No olvidemos que en su momento era la prensa la
única fuerza espiritual que, por oficio, se ocupaba de la actualidad. Luego debían venir, pasados estos instantes de
felicidad, las nostalgias, la tristeza de una vida agobiante, la sensación de
que dilapidaba sus cualidades. Pero al día siguiente, de nuevo el artículo le
esperaba y él esperaba a su artículo: en todo cuanto queramos y lo era de una
manera magnífica, pero era también de una manera concluyente, tiránica consigo
mismo, un periodista, que es peculiar y delicadísimo oficio, todo exigencia.
Y fue
periodista en todas sus acepciones y, sobre todo, en la de la sinceridad y la
independencia. Tuvo, para escribir en el periódico, la mente clara, toda luz. Sin
el periodismo hubiera hecho quizá cosas de mayor ambición, pero posiblemente hubiera
dicho menos cosas de las que quería decir sobre, la vida que le rodeó. Y un
extraño imperativo obligaba a este hombre, espiritualmente del siglo XVIII, a ser
precisamente como fueron, de una manera auténtica, los hombres del siglo XVIII
francés que él admiraba: comprometidos, desiguales, espléndidos manirrotos que
ganan la inmortalidad por las obras que sus contemporáneos creían baladíes,
menores”.
Néstor Luján
La
Vanguardia, 3 de mayo
de 1964
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