Republicanos,
socialistas, anarquistas y Nakens, que encarnaba en sí mismo una categoría
política, tenían sus propios periódicos. Ya desde la cabecera declaraban su
bravura guerrillera (El Motín, por
ejemplo), su identidad proletaria (Solidaridad
obrera) o su enardecido anticlericalismo
(Las Dominicales del Libre Pensamiento se
titulaba una publicación en aquellos días en que no ir a misa el domingo era una
verdadera profanación y no una gracieta más bien sosa). Para terminar de asustar a los guardianes del orden, componían cintillos
con proclamas exaltadas del estilo «La sensatez es la virtud de los necios», «La
Iglesia esclava en el Estado libre», «Las religiones degradan y embrutecen», «Antes
que el carlismo, la anarquía» y «A la redención por la instrucción».
Además
de raudales de fervor revolucionario, aquellos periódicos poseían, según admitía
uno de ellos, «una sencillez que causa risa a los burdos materialistas».
Digámoslo sin adornos ni rodeos: eran hojas verdaderamente paupérrimas. Como
las vías de financiación clásicas se revelaban imposibles o insuficientes, terminaban,
en nombre del excelso ideal que profesaban, apelando a sus laicos parroquianos
que, con tacañería burguesa o escasa conciencia de clase, se resistían
ferozmente a rascarse el bolsillo. Los lectores que habían hecho el desembolso
se veían obligados a sufrir las quejas y el rapapolvo: «Al proletario más humilde –argumentaba un
periódico en 1893– le agrada la lectura de los periódicos, no es ajeno a la
discusión, y juzga, muchas veces con razonable criterio, a los hombres y a los
sucesos. Pero… ¿se podrá creer que el que en una francachela se malgasta casi
todas las semanas cuatro o cinco pesetas, no puede consagrar una al mes para
sostener un periódico de su comunión? Pues esto sucede, y lo sabemos por una triste
experiencia. Al proletario le agrada la lectura del periódico, pero quiere que
se lo den de balde». Otro, en 1901, abroncaba así al personal: «Sobre la educación y el
ahorro no hay concepto en este país de los toros y las tabernas, en que, para
sostener un periódico o una escuela, la
perra chica es un sacrificio imposible, aunque por otro lado se gastan en
copas muchas perras grandes con
detrimento del estómago de la familia».
De
manera que los toros, las tabernas y otros vicios consumían las perras que apetecían
para sí los periódicos. Argumentaban que no había obrero o menestral que no gastase
lo menos cinco céntimos por la mañana en «ese brebaje infernal llamado
aguardiente» y otros doce céntimos diarios en tabaco, papel y fósforos. «Supongamos
que el obrero no pueda abandonar tal costumbre, pero supongámosle también
animado del deseo de tomarse una privación en ese gasto diario de diez y siete
céntimos, suma, al parecer, insignificante. Pues bien, en vez de cinco céntimos
de aguardiente, tómese tres, que es el mínimum que dan en la tienda, y
economice también otros tres céntimos en el consumo de tabaco, de lo que
resulta que ahorra cinco céntimos diarios, o sea 1,50 pesetas al mes, o 18
pesetas anuales». Sólo había que seguir multiplicando: en veinticinco años, sin
contar los intereses devengados, el montante ascendería a 450 pesetas,
fabulosa cantidad que «ninguno o muy pocos de nuestros obreros ha visto reunida en toda su vida»
y que estaría a buen recaudo en la caja de ahorros de la agrupación obrera.
Estimando que esta tuviese diez mil afiliados… En fin, de la caja de previsión
y resistencia salía una utopía de subsidios, colegios, asilos, viviendas y ¡periódicos obreros! Realmente una utopía, porque «muchas faltas deben
corregirse para llegar al goce de los ideales de Carlos Marx».
Aquellos
viejos periódicos antisistema venían a advertir que España
vivía una emergencia democrática y mediática y que, en ese panorama, la información
independiente y no contaminada era un bien de primera necesidad. No utilizaban,
por supuesto, estas palabras; la facundia de la época era mucho más sugestiva:
«La
plutocracia hispana hace enormes esfuerzos para contradecir el artículo primero
de la Constitución –“España es una República de trabajadores”–, acaparando los
órganos de opinión y lanzándose desde ellos a la conquista íntegra de todos los
resortes del Poder. El cerco se va cerrando, especialmente para estrangular la
legislación social y reducir a la clase obrera a la servidumbre y miseria de
pasadas épocas. Natural es que un partido proletario pugne por ofrecer a las
masas obreras un diario capaz de competir técnicamente con las hojas
capitalistas que cada mañana ofrecen a la curiosidad popular no la verdad de
los hechos, sino su verdad, la verdad
en su mejor servicio. A falta de medios económicos, nuestra clase tiene armas
con que reñir y ganar esa batalla: negar su perra gorda a los diarios
negociantes de los burgueses. Hay que movilizar a millares de obreros para que
den vida al diario socialista. Hay que estimular la donación de cantidades para
ampliar y mejorar El Socialista. ¡Que
la prensa de Caco y Pluto no viva de la inconsciencia popular!».
De esta forma pedía El Socialista las pesetas que le permitiesen cambiar el chibalete y la minerva de Pablo Iglesias por una flamante rotativa. «Como tras su título no se agazapaban mercaderes ni empresarios, para tener su máquina el periódico –orgulloso de su limpia pobreza– no tenía más que un recurso: pedírsela a su público, trabajador y pobre también». El crowdfunding se llamaba entonces «suscripción pro-rotativa».
Los periódicos que hoy recurren a este sistema de financiación tienen nombres insípidos, carecen de ardor revolucionario y acusan además cierta desorientación ideológica, como demuestran cuando suplican el dinero con un discurso que hace un batiburrillo con Albert Camus y El Cholo. Pero, sobre todo, a las campañas que lanzan bajo el lema «Apadrina un periodista» [sic] les falta la cruda sinceridad que se estilaba antaño.
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