Un
periódico puede echar todas las cuentas que quiera, pero sabe que sólo hay tres
formas de asegurar su supervivencia. La primera es de cajón: que tenga lectores.
¡Como si fuese tan fácil!, exclamaba en 1856 La
Iberia:
«El
hombre aprecia las cosas en razón de lo que le cuesta obtenerlas y los
periódicos le cuestan poco; pero piensa por un momento, ¡oh suscriptor! Cuántas
líneas hay en cada periódico; reflexiona que para que tú las leas hay que pagar:
redactores,
editores
responsables,
cajistas,
correctores,
regentes,
maquinistas,
repartidores,
administradores,
escribientes,
portes
de correo,
tinta,
papel,
apartado
de correos,
máquinas,
material
de imprenta,
plumas,
criados,
luces,
contribución,
casa,
descuento
de giros,
suscripciones
extranjeras,
corresponsales
extranjeros,
comisionados,
etc. etc.
[…] Y
por última partida la paciencia, que tanto lugar ocupaba en las cuentas del
gran capitán; y considerando todo esto te espantarás de que haya periódicos.
Para
sostener un periódico es necesario tener más partido que para sublevar una
provincia. Es necesario contar con cuatro o cinco mil personas que ofrezcan su
óbolo, y en nuestros tiempos un maravedí se ofrece con más dificultad que la vida».
Como
el público que tiene que aflojar la cartera lleva escondido desde los días de Larra,
pasando por los de La Iberia y así hasta
hoy mismo, al periódico quizás le pueda resultar mucho más fácil encontrar a un
potentado:
«Lo
primero que hace falta para sostener un periódico –decía La América en 1860– es una persona que quiera perder su dinero;
prueba evidente de que el público no mantiene los periódicos. Hay algunas
excepciones, muy pocas, de periódicos que se mantienen a sí propios, pero esto
es siendo el propietario director al mismo tiempo y arruinándose tarde o
temprano».
Si el periódico
no cuenta con lectores ni con un padrino que invierta su capital a fondo
perdido, le queda una tercera posibilidad: alistarse como condotiero o practicar cualquiera de los métodos mafiosos en boga, por ejemplo, el chantajismo rentable. Un moralista de la
escuela francesa diría que de esa forma el periodismo termina en un coche fúnebre, pero un humorista gallego como Wenceslao
Fernández Flórez prefería tomárselo con ironía en una entrevista que le
hicieron 1919:
«–El
periodismo español, ¿le parece a usted moral o inmoral?
–Absolutamente
moral. A los periodistas españoles no les conviene venderse, porque no hay
quien sepa comprarlos. La prueba de que no hay en España periodistas inmorales
es que apenas se ve un periodista gordo.
–¡Hombre!
Ahí tiene usted a Pérez Lugín.
–¡Bah!
Pérez Lugín padece hidropesía».
Dicho
esto, Fernández Flórez tomó el tranvía número 3 que lo llevaba a la
redacción de ABC. Mientras, el único camino
que pueden seguir los tratadistas que no deseen hacer humor o literatura a
propósito de las novísimas narrativas gacetilleras y del noticierismo transmedia
es el del rastro del dinero. Para saber algo de un periódico basta conocer
quiénes son los lectores que sueltan los maravedíes o la cuantía de los reales que guarda el vellón del magnate o el holding de turno. Si las pistas se
pierden y aparece un periodista gordo, el caso debe ser trasladado a un médico
para que diagnostique si estamos ante un problema severo de retención de
líquidos. Descartada esa posibilidad, la ciencia competente es la
psicopatología criminal.
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