Durante
el segundo diluvio universal, el Palace se convirtió en un hospital donde el
doctor Manuel Bastos Ansart y otros cirujanos intentaban salvar las vidas
acribilladas por la metralla cainita. Muchos periodistas andaban entonces por
los Cerros Murrianos haciendo fotos y escribiendo reportajes para la épica y la
historia, pero hubo un reportero que creía que la guerra también era un
hospital en la retaguardia. Sus iniciales, R. M. G., presumiblemente las de
Rafael Martínez Gandía, aparecieron en marzo de 1937 al pie de una crónica que
relataba su visita al mismo hall que
tanto había frecuentado a la caza de frivolidades para henchir los ecos de
sociedad y rumores con los que trufar la gacetilla política. Ahora, sin
embargo, no flanquea la puerta de entrada un portero con librea verde, los comisionados
y comisionistas se han esfumado, Hearst ya no pasea su arrogancia de magnate
del ganchete de Marion Davies y tampoco puede verse encarnado el glamour en
blanco y negro de Norma Talmadge, Anna May Wong o Buster Keaton. Los antiguos
inquilinos del hotel han sido desalojados. El reportero ha de describir el
hospital, los heridos, el olor a yodoformo y los dedos de goma de los cirujanos
trabajando en la mesa de operaciones. Pero también sabe que si la crónica
aspira a desentrañar la naturaleza atroz de la guerra ha de superponer al
cuadro una visión anterior, la que todavía guarda su retina, la de los
personajes que, como borrosos fantasmas, son los únicos que pueden hablar de un
tiempo abruptamente cancelado. Resulta difícil imaginar este texto firmado por uno
de aquellos corresponsales extranjeros que, advirtiéndolo o no, cultivaron un
morboso pintoresquismo que desconocía el minuto anterior al inicio de la guerra.
Tal vez solo un reportero que sabía del contraste fulminante que ofreció de un
día para otro la rotonda del Palace podía titular “He
aquí la guerra” y escribir:
“El
Hospital Militar número I se encuentra instalado en lo que fue un lujoso hotel.
Puesto a hacer información, el reportero, tarde o temprano, en tiempo de paz o
en tiempo de guerra, vendrá a parar a este amplio hall por donde aún no hace mucho tiempo podía encontrarse a
Emiliano Iglesias con las manos atrás, los bigotes firmes y un puro enorme
entre los labios. El periodista, a falta de tema, no tenía más que darse una
vueltecita por el hall. Siempre
encontraba allí algo para llevar a las cuartillas. Los informadores políticos,
especialmente, cuando querían salirse de la monotonía del Congreso, llegaban a
este hall a buscar al personaje o
personajillo político del momento. Aquí, entre nosotros, la verdad es que los
políticos, ideologías aparte, siempre se han cuidado bastante bien. Pero no
eran sólo políticos lo que el reportero podía encontrar en el hotel. En el
hotel se hospedaban las estrellas de la pantalla en viaje turístico por España,
los hombres de negocios cuyas redes financieras se extienden por varios países,
las grandes figuras del boxeo… Sí; uno ha hablado aquí con Florelle, con Anna
May Wong y con Rosita Moreno. Aquí veníamos los reporteros a ver a Paulino
cuando aun no podríamos sospechar que con el tiempo se nos iba a hacer raqueté. Aquí, en estas mismas butacas,
donde ahora conversamos con el doctor Bastos, se sentaron Pamplinas, Norma Talmadge y Luis Alonso. Aquí, William R. Hearst,
el dueño de gran número de periódicos de los Estados Unidos, fue retratado
tomando el té con Marion Davies. Todo esto, a pesar del poco tiempo transcurrido,
está ya lejano, borroso. El hall
tiene ahora un aspecto completamente distinto. Pero el reportero que se estime
en algo hará bien en seguir visitándolo si busca historias que contar. Cada
herido de los que hay aquí tiene su novela. Aquí está el vienés que con la
pierna rota se arrastró desangrándose dos días por el campo hasta que pudo
llegar a las líneas de los combatientes del Frente Popular. Aquí está el
aviador que al incendiarse su aparato se arrojó, con la cara abrasada, con el
paracaídas, mientras en su dramático descenso las ametralladoras de los
aparatos rebeldes cantaban la canción de la muerte. La guerra, para comprender
toda la espantosa significación que tiene la palabra, hay que verla en el
frente; pero se ve aun mejor aquí, en las salas grandes que huelen a yodoformo,
en los ojos brillantes de los heridos con fiebre, en las piernas colgantes, en
los brazos inmóviles en sus cárceles de escayola, en los cráneos rotos y en los
hombres que andan con muletas, en los
ayes profundos de algún enfermo, en los cuerpos rígidos de los cloroformizados…
Todo esto es trágico, todo esto es horrible; pero todo esto es preciso. Todo
esto es la guerra.
Pero
nosotros hemos venido simplemente a visitar este Hospital modelo. A la puerta
ya se advierte la diferencia entre el hotel de ayer mismo y el de ahora. Ya no
está aquel portero de librea verde, que abría, ceremonioso, la portezuela de
los automóviles relucientes y caros para que descendieran las damas de finos
vestidos y los caballeros del cigarrillo rubio. Ahora, a la puerta, unas
cuantas mujeres, con los ojos abiertos a la ansiedad, esperan impacientes la
hora de entrar, el permiso para llegar junto a la cama del esposo, del hijo,
del hermano, del padre…
Del hall han desaparecido los hombres
correctamente vestidos y las mujeres rubias y extranjeras. Ahora lo llenan los
heridos convalecientes, que van de un lado a otro con sus pasos torpes, y los
médicos y enfermeras vestidas de blanco. En un rincón del hall come parte del personal auxiliar: cocido completo; es decir,
cocido con todo lo que tenían los cocidos de anteguerra: carne, tocino; bellos
recuerdos, en fin, que por un momento cobran tintes de realidad ante nuestros
ojos.
He
aquí al doctor Bastos. Alto, delgado, un poco calvo. ¿Cuántas horas está de servicio
don Manuel? La respuesta es bastante sencilla. Don Manuel está de servicio
continuamente. A cualquier hora del día o de la noche que se llegue al hotel se
le encontrará con la larga blusa todavía sin quitar. Lo mismo que el doctor
Gómez Ulla. Lo mismo que el doctor Valdovinos o el doctor D’Harcourt o el
doctor Moreno Barbarán, que es quien hace las veces de director en este
Hospital de Sangre.
-¿De
cuántas camas disponen ustedes, doctor?
-De
mil cien. Y ha habido veces que las hemos tenido todas ocupadas. Hoy, ya lo ve
usted, es un día tranquilo. Puede usted ver por las salas muchas camas vacías.
El
doctor Bastos tiene la bondad de mostrarnos la sala encomendada a su dirección.
Los heridos están clasificados. En una parte los que padecen fracturas del
cráneo; en otra, los que tienen heridas en la región abdominal; en otra, los
que sufren rotura del fémur… Hombres que trajeron aquí pálidos y desmayados
sobre una camilla, y que poco a poco renacen a la vida merced a la ciencia de
este doctor eminente, cuyo elogio siempre será inferior al de sus
merecimientos. El famoso cirujano ha llevado a cabo curas verdaderamente
sorprendentes, ha realizado operaciones maravillosas, ha arrancado de la muerte
presas que parecían inevitables.
-¡Don
Manuel! ¡Don Manuel!
A su
paso por entre la fila que forman las camas, los enfermos llaman a su salvador.
-¿Qué
te pasa, muchacho?
-¡Aquí,
don Manuel, aquí!
Don
Manuel examina rápido, da una orden, prodiga unas frases de consuelo y sigue
adelante. La mayor parte de los hombres que están aquí le deben algo más que la
vida. Le deben el poder seguir siendo útiles en la vida. En sus manos hábiles,
los huesos rotos han sido recompuestos, los cerebros siguen funcionando, y las
muletas no son para muchos sino ayuda transitoria mientras las piernas aprenden
otra vez a andar.
Un
ayudante le da un recado. El doctor Bastos abandona la sala y, seguido de
nosotros, llega al quirófano. Sobre la mesa, un hombre anestesiado. Tiene una
bala en el vientre. Rápidamente se prepara para operar. Coge el bisturí. Con
pulso seguro, traza un largo corte. El proyectil está pronto entre sus dedos de
goma. Todo ha sido cosa de pocos minutos.
-Sí
–nos explica–. En la guerra hay que proceder así. Un segundo de retraso puede
ser fatal. ¿Ve usted a mi compañero Gómez Ulla? Opera en el cráneo de ese otro
herido. Aun no hace ni un cuarto de hora que le entró la bala. Y ya se la están
sacando.
Y en
otra sala, otro cirujano ilustre, el doctor D’Harcourt, insensible al tiempo,
atento a su deber, trabaja como ellos.
Mientras,
el doctor Moreno Barbarán atiende a los mil y un problemas que le proporciona
la Dirección. Su trabajo es tan abrumador, que el doctor no se mueve de aquí
desde hace varios meses.
-No
salgo a la calle. No tengo tiempo. Aquí como y duermo. Además, ¿para qué voy a
salir? Mi puesto está aquí.
Hay,
además de los citados, catorce médicos,
la mayor parte militares, entre ellos el doctor Ricardo Couto, que lleva el
gabinete de Rayos X; don Miguel Campoy, que tiene a su cargo la farmacia, y don
Leopoldo Taladiz, jefe del laboratorio. Un verdadero batallón de auxiliares –practicantes,
enfermeras, camilleros– trabaja a sus órdenes.
Al
llegar un herido, se le desinfecta y se le hace la primera cura. Se le pone el
suero antitetánico y antigangrenoso, y luego pasa al pabellón que le
corresponda, o si hay que operarle, al quirófano.
-Por
las noches –me dice el director– se queda de guardia un equipo de médicos; pero
todos los demás tienen un salvaconducto para poder acudir a cualquier hora de
la noche que se les llame".
Crónica, 7 de marzo de
1937, pp. 1-3.
Fotografía: El doctor Bastos operando en el Hospital Militar número I, en la portada de la revista Crónica.
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