
No tuvo ella un pasado inmaculado y virginal, y el propio Vázquez Montalbán lo sabía bien: “El ariete de la libertad de informar –escribió– lo utilizó la burguesía para penetrar en la fortaleza del antiguo régimen y, una vez en el poder, se las ha ingeniado, a lo largo de cien años, para domesticar la información y convertirla en una técnica de dominio de la conciencia colectiva”. Efectivamente, la libertad fue utilizada sólo como ariete, como coartada que legitimó el discurso y las reivindicaciones de las revoluciones liberales contra el absolutismo. La falta de sinceridad con que fue izada la bandera de la libertad se hizo evidente cuando, tras el triunfo de esas revoluciones, los controles sobre lo publicado no desaparecieron. Es cierto que se borró de las disposiciones legales la infame evidencia de la censura previa, pero esto no significó una renuncia a otras estrategias, más o menos sutiles, más o menos manifiestas, que permitiesen mantener dócilmente domesticada la información.
La historia del poder informativo es, en el mejor de los casos, la historia de cómo los mecanismos de vigilancia se han ido sofisticando para cumplir su aspiración de hacerse invisibles. Y esa historia, triste o tristísima, es la que me toca relatar a futuros periodistas. En vísperas de un nuevo curso, mi trabajo me parece tan triste o más que esa historia. Continúo leyendo a Vázquez Montalbán, quien sostuvo que al periodista “sólo le queda una grandeza: forcejear con todos esos condicionamientos para recuperar, cotidianamente, la dignidad que le otorga la búsqueda de sus auténticas responsabilidades”. Entonces recuerdo que no soy una cínica: creo en la grandeza –muy modesta y nada grandilocuente- que puede haber en el ejercicio del periodismo. Recuerdo también que no faltan periodistas que fueron y son capaces de escribir páginas alegres en la triste historia de su profesión, que ellos son los que enseñan la dignidad y grandeza que puede haber en el envilecedor burdel.