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Deogracias Gratis et Amore (V)


 

Las apariencias, y las fotos de estudio, engañan. La de arriba podría parecer la triste estampa del administrador de un periódico y, sin embargo, corresponde a una de sus víctimas: Luis Bonafoux. El cronista, con un pie en el estribo del tren que lo iba a llevar a París, se despide de Azorín quejándose de los miserables que pagaban tarde, mal o nunca:

«Me voy, querido amigo, con el alma contristada, fatigado, amargado de tanta estupidez, de tanta mala fe, de tanta miseria. En Madrid todo es pequeño y pobre. Los grandes periódicos pagan cinco duros por artículo; los duques fuman tabaco de a noventa. ¡Oh, qué España! […] Los redactores son lacayos: los que adulan al amo que da los quince o veinte duros mensuales –¡cuando no los diez!–. Para cobrar un artículo en Madrid hay que levantar acta notarial. Pide el industrial el artículo; se manda el artículo; se examina el artículo; duerme el artículo un par de meses; por fin se publica el artículo (quitándole lo fuerte, naturalmente; lo fuerte es el ingenio) y luego se va el autor tres, cuatro o cinco veces a ver al administrador, se discute el precio, se aplaza –¡todavía más! – el cobro… y por fin se cobra. Créame usted, mi estimado amigo. Esto es abominable. Un país donde la juventud escribe artículos por un café, es un país perdido».

Cit. por Azorín, en “Bonafoux en la estación”,
Vida nueva, núm. 83, 7 de enero de 1900

Los calzones de Bonafoux




Bonafoux vistió su genio y figura con la distinción estrafalaria que le dictaba una inmensa heterodoxia y una paupérrima cartera. Él mismo contó una anécdota de juventud, del tiempo en que vivió en Salamanca intentando terminar sus estudios, que permite hacerse una idea de su estrambótica facha y de la arrogancia con la que la paseaba:

«Para ir a Salamanca, debí empezar por vestir o de charro, que es el traje provinciano, o de cura, que es el traje nacional; pero no pensé en ello, y allá me fui con lo que usaba, un traje caqui, que tenía perspectivas de tela de jergón. Este traje, que ya había dado ‘el golpe’ en Madrid, causó una revolución callejera en Salamanca. Charros con bombachos, presbíteros con manteos y mozas con sayagüesas, iban procesionalmente detrás de mí, comentándome los zancajos.
   […] Casi me hallaba decidido a abandonar mi escandaloso traje, cuando en la concurrida calle de la Rúa empezaron a vocearme desde un balcón. Miré, y vi a unas guapas señoritas que entre risas y grititos decían:
   ―¡Vaya unos pantalones!... ¡Si parecen sacos de patatas!...
   Como no recuerdo haber disgustado, al menos a sabiendas, al bello sexo, miré hacia el balcón y llevándome las manos a la pretina dije a las señoritas:
   ―¿No les gustan?... ¿Quieren que me los quite?...
   Y como no contestaron, y el que calla otorga…, me los quité.
  Hubo gritos atroces, exclamaciones indignadas, huyeron despavoridas las señoritas del balcón, cerrando con violencia la cristalera, aunque sin dejar de mirar a través de los visillos, protestó un comerciante, gruñó un perro, y hasta un cura quiso morderme…
   Esta actitud mía, desconocida en el país, actitud que pudiera denominarse ‘de calzón quitao’, dio un resultado maravilloso. Nadie, desde entonces, volvió tomarme el pelo de la ropa. Moraleja: en España, dígase lo que se quiera, se pueden aclimatar toda clase de costumbres si el innovador y perseguido, tiene… el valor de sus calzones…».

Véase la foto de arriba, traída aquí como prueba de que Luis Bonafoux nunca perdió el valor de sus calzones. Lo mantuvo incluso cuando el tiempo desmintió su insolencia juvenil: en estos lares no se toleran las rebeldías indumentarias y mucho menos las desnudistas. Las señoritas hipócritas se escandalizan, los tenderos patalean, los perros policía gruñen, los clericanallas muerden y,  dígase lo que se quiera, a un periodista de apellido francés y pantalones de jerga inglesa no le queda otra que salir corriendo. Para evitar procesos judiciales, prendimientos y prisiones ―porque "en tierra de Weyler y Maura, mi casa es la cárcel pública"― se marchó a Francia. Allí, según la versión romántica que ofreció Blasco Ibáñez, no desentonaba en el paisaje urbano: "El ancho pantalón a cuadros, la corbata llamativa, la chistera de alas planas con cinta de terciopelo, le dan el aspecto de un original de los que pululan en el Barrio Latino". Pero la verdad es que su vida no fue la de un boulevardier: malvivió en el campo de Asnières escribiendo "a calzón quitao" e intentando remediar su miseria con los pocos francos que los hermanos Garnier le pagaban por la traducción de libros sobre velocípedos. Terminó muriendo en Londres. Dicen, y podría ser así, que fue enterrado en el cementerio de Kensal Green. No hay crónica de aquel día londinense en la prensa madrileña, que andaba ocupada en lo de siempre, en contar a las señoritas, tenderos, perros policías y curas que España era "una balsa de chufas".

Culos


José Nakens y Luis Bonafoux son los irreverentes periodistas rescatados por la editorial La Linterna Sorda en el lanzamiento de una nueva colección con nombre de inspiración larriana: Lo que no debe decirse. En el libro de Bonafoux, Bilis. Vómitos de tinta, se incluye el artículo “Trasero sagrado”. Nadie se deje engañar por el título: en el texto lo de menos son las caricias a la voluptuosa carnalidad del nalgatorio sagrado de Carolina Otero; lo que buscaba la víbora de Asnières era hincar sus dientes envenenados en el magro de otras posaderas.

“Dígase lo que se quiera, la historia de España en los últimos veinticinco años ha sido representada en Europa por el trasero de la Otero. La historia de su nalgatorio, zarandeándose en molinete por toda Europa, es la historia de la actualidad española. El europeo recuerda que todavía existe España cuando sigue con la vista el nalgatorio de la Otero, aprisionado en gasas que reflejan los colores de nuestra bandera, y al aplaudir el nalgatorio, aplaude el símbolo de lo único hermoso que da el país. Todavía tenemos nalgas alegres, flexibles y ondulantes… ¡Todavía hay Patria!
Esta bailarina puede decir que se ha pasado por entre las piernas toda nuestra historia contemporánea. Ella es la única personalidad que ha arrancado espontáneos y sinceros vivas a España en el extranjero.
El pueblo francés no conoce nuestros políticos ni nuestros literatos; pero conoce a la Otero. No hay un solo periódico francés que escriba a derechas los apellidos de nuestros grandes hombres; pero todos los periódicos franceses saben escribir Otero. Y la Otero, aunque tirada por los suelos, resulta ser la más alta personalidad española en Europa.
Pienso en ello recordando la anunciada boda de nuestra ilustre compatriota, porque ella merece, mucho más que los Cánovas, una estatua, y yo, que no apruebo la proyectada conmemoración de la guerra de la Independencia –cuyas batallas no fueron ganadas por nosotros, sino por los ingleses–, aprobaría que se dignificase la boda de la Otero con una procesión cívica en Madrid, figurando en ella lo más granado de la villa y corte. […]”.

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Todo parece indicar que Sixto Cámara podía perderse por un buen culo, pero el pellizco periodístico, Manuel Vázquez Montalbán lo daba en otro sitio.

“Cuando se sugirió al equipo de Triunfo que durante los cuatro meses de suspensión nos pasáramos a Hermano Lobo comprendimos que en la Resistencia pasaban cosas así, que en todas las resistencias el principio motor ha sido moral y más o menos siempre se ha parecido al ‘Pero se mueve’ del amigo Galileo Galilei, en paz descanse. Terminan ahora los cuatro meses de suspensión, día a día, a Triunfo nunca nadie le ha regalado nada y más de una vez le han quitado la cartera histórica en el tranvía del deseo, los triunfistas dejamos Hermano Lobo y volvemos a casa. Mientras empaqueto mi máquina de escribir, un pesadísima y vieja Continental portátil, mis holandesas y esa botella de aguardiente de pera que siempre me acompaña para entonarme en el país del desentono, pienso en mi curiosa condición de viajero por revistas que se cierran o se abren, pero siempre por revistas al borde del abismo, única forma decente de ejercer el periodismo y el matrimonio.
Recuerdo que en una época de paro forzoso, tras el cierre de la publicación en que trabajaba, un cierre que llegó de la mano de Fraga pocos meses antes de la promulgación de la Ley de Prensa, tuve que llevar mis bártulos profesionales a una revista dedicada a la mujer, en el sentido más convencional del término. Allí escribí sobre lencería fina, ropa interior de señora y unos cuantos elogios sentimentales, como el dedicado a las gordas, en el que trataba de dar salida a una escritura de supuesta calidad, más un servicio a mí mismo que a los lectores, pues entonces no me daba el presupuesto para aguardiente de pera y necesito tres litros de vino tinto para empezar a sentirme a gusto. Pues bien, la revista la teledirigía un anglosajón céltico, y cuando publiqué mi ‘Elogio sentimental de la gorda’, el anglosajón se saltó por encima la autoridad de la directora de la revista y me sometió a un hábil interrogatorio:
-¿Es usted un terrorista?
-¿Por qué?
-En la era de la Shrimpton o de Twiggy, usted escribe un ‘Elogio sentimental de la gorda’ que va a desorientar a nuestra clientela femenina.
-Hay gordas y gordas. Ya lo digo en el artículo. No se crea que a mí me gusta la Venus de Willendorf.
-Usted es un terrorista cultural.
-No, señor. Soy un resistente cultural. Que no es lo mismo.
-Siga con los temas de ropa interior y déjese de elogios a las gordas.
Al día siguiente le entregué a mi directora un artículo titulado ‘Elogio sentimental del culo’ y no volví a poner los pies en aquella revista.
-¿Y a qué culos se refería usted, don Sixto? –me pregunta Encarna, que ha asistido silenciosa a este monólogo en voz alta.
-Al de las gordas”.


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La sección El zoo el siglo XXI mejor se hubiese podido llamar “Los traseros de la trasera de El Mundo”, andando como anda siempre a la búsqueda de alguna precaria excusa periodística para colocar la foto de culos (y tetas); mientras, los culos eran la excusa de Bonafoux y Vázquez Montalbán para hacer periodismo. Sin duda, sensibilidades eróticas distintas.