Mostrando entradas con la etiqueta Wenceslao Fernández Flórez. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Wenceslao Fernández Flórez. Mostrar todas las entradas

Wenceslao Fernández Flórez y "O terror vermelho"



 


Wenceslao Fernández Flórez confesaba en el colofón a la primera edición de Una isla en la mar rojo que su escritura le había ocupado el mes de enero de 1939. «¿Únicamente un mes para rellenar las casi quinientas holandesas que afora esta larga novela, la más extensa indudablemente de las escritas por su autor?», se preguntó José-Carlos Mainer con un punto de incredulidad. Sí, un mes le pudo bastar perfectamente si se tiene en cuenta que reaprovechó una serie de textos anteriores publicados en el periódico lisboeta Diário de Notícias. Aquellas crónicas, más otras cinco inéditas, fueron recogidas poco después en el libro O terror vermelho (Lisboa, Emprêsa Nacional de Publicidade, 1938, trad. de José Augusto). El conjunto constituía un detallado relato de las peripecias vividas por Fernández Flórez en Madrid durante el primer año de la guerra civil: «Pela primeira vez na mina vida de escritor vou ser, eu propio, tema dos meus escritos, e reconheço que começo êste trabalho com a inquietação de quem aborda um assunto a que não está habituado». El escritor coruñés también había subrayado el acusado carácter autobiográfico de Una isla en el mar rojo: «No sé clasificar este libro. ¿Novela? Pero él es más bien hijo de mi memoria que de mi fantasía […]. Una fábula, en fin, que, ciertamente, no fatigó demasiado a la imaginación». Por su parte, la crítica ha reparado en la filiación periodística de la obra: para Eugenio G. de Nora, pertenece al «género intermedio de crónica»; para Andrés Trapiello, se trata de una «novela-reportaje». Sin embargo, ha pasado inadvertido hasta qué punto el contenido y el estilo de Una isla en el mar rojo son deudores de O terror vermelho, un libro poco conocido quizás porque nunca fue traducido al español ni incluido en las obras completas del autor editadas por Aguilar.

Si el abogado Ricardo, protagonista de Una isla en el mar rojo, huía de los milicianos que lo perseguían por haber ejercido la acusación en la causa contra los asesinos de un miembro de las Juventudes de Acción Popular, Wenceslao Fernández Flórez se sintió igualmente acosado: «Nos meus comentarios às sessões parlamentares [sus célebres Acotaciones de un oyente] tinha ferido muitas vaidades, fustigando aquêle rebanho de advogadotes e de viderinhos enfatuados. Não era precisa uma sagacidade excepcional para comprender todo o perigo que para mim representava uma visita dos que se dedicavam a purificar a sociedade com as suas pistolas». Al saber en peligro su vida, el periodista se procuró refugio en distintos domicilios y en las legaciones diplomáticas de Argentina y Holanda. Muy similar es el periplo por Madrid del protagonista de Una isla en el mar rojo. Muchas de las anécdotas y digresiones que aparecen en la novela constituyen una mera reelaboración de sucesos y reflexiones ya presentes en las crónicas portuguesas; además, no pocos de los pasajes de O terror vermelho fueron incorporados a la novela de forma íntegra y literal.

En ambas obras se encuentran referencias a la tensión expectante que imperaba en Madrid desde el asesinato de Calvo Sotelo; a la quema de iglesias; al temor a ser denunciado como fascista por el portero o el personal de servicio, y a la importancia que de pronto adquirió tener el carné de alguno de los partidos del Frente Popular o de algún sindicato, verdaderos salvaconductos en el Madrid en guerra. Las dos obras también comparten las descripciones de la inmediata modificación que sufrió el paisaje humano en las calle madrileñas, tomadas por milicianos que hacían ostentación de sus armas y que se bautizaban con nombres «que copiavam as devoções totémicas dos índios do cinema ou dos folhetins a fascículos, e esgotavam nessa nomenclatura a escala zoológica». Los saqueos realizados en nombre de la Unión de Hermanos Proletarios, la violación de archivos y bibliotecas personales, los registros, detenciones, el funcionamiento de las checas y los «paseos» ocupan muchas de las páginas de O terror vermelho y de Una isla en el mar rojo, así como los pormenores de la vida claustrofóbica de los asilados en las legaciones diplomáticas. Wenceslao Fernández Flórez se recordó incapaz de ocupar las horas de reclusión leyendo una semblanza histórica de María Antonieta que cayó en sus manos o escribiendo: «Era inútil que o filósofo quisesse aperfeiçoar as suas teorias, era inútil que o novelista tentasse tecer o enrêdo da su futura obra». Hasta los detalles más menudos son trasladados a la novela: Ricardo tampoco puede avanzar en la lectura de la biografía de la esposa de Luis XVI escrita por Stefan Zweig, inevitablemente turbadora en aquel contexto. 

Quizás una de las diferencias más notables entre la novela y las crónicas periodísticas es que algunas de las alusiones, de una virulenta animadversión, a personajes de la política republicana que figuraban en O terror vermelho desaparecen en la novela. Por ejemplo, son expurgados los durísimos comentarios dedicados a Ángel Galarza, Largo Caballero, García Atadell, Belarmino Tomás, García Oliver, y la alusión a Margarita Nelken, que destilaba una evidente inquina misógina, antisemita y xenófoba.

Para el lisboeta Diário de Notícias, una de las más entusiastas plataformas propagandísticas que los sublevados españoles encontraron en el Portugal de Oliveira Salazar, los artículos del periodista coruñés poseían un indudable valor. Wencesalo Fernández Flórez era perfectamente consciente de ello, pero prefería enfatizar la dimensión testimonial de sus crónicas: «Eu sou um homem que digo a verdade sem intenções ocultas, sem pensar que posma servir para um fim político, sou como o que apresenta a fotografia de um objecto». Resulta patente el esfuerzo de Fernández Flórez por ceñirse al relato de su propia peripecia y, desde luego, los juicios y exabruptos políticos no llegan a componer un análisis de las causas que condujeron a la contienda civil. De alguna manera él mismo lo había anticipado en vísperas del estallido de la guerra: en los artículos «Literatura política» y «El redactor de sucesos», publicados en abril de 1936 en ABC, se lamentaba de que hubiese terminado el tiempo de la crónica política y llegado la hora de la crónica de sucesos. Pero en la guerra no es posible ninguna forma de periodismo, tal vez ni siquiera la crónica de sucesos, porque cualquier intento quedará transformado en propaganda de atrocidades o confundido con ella. 

[Publicado en heraldodemadrid.net]

[«O terror vermelho y Una isla en el mar rojo: La guerra civil en la obra periodística y literaria de Wencesalo Fernández Flórez», texto íntegro de la intervención en el Congreso O home que quixo crear. Literatura, xornalismo e cinema na obra de Wenceslao Fernández Flórez, A Coruña y Cecebre, 20-21 octubre de 2016] 

Negocios, inmoralidades e hidropesías





Un periódico puede echar todas las cuentas que quiera, pero sabe que sólo hay tres formas de asegurar su supervivencia. La primera es de cajón: que tenga lectores. ¡Como si fuese tan fácil!, exclamaba en 1856 La Iberia:

«El hombre aprecia las cosas en razón de lo que le cuesta obtenerlas y los periódicos le cuestan poco; pero piensa por un momento, ¡oh suscriptor! Cuántas líneas hay en cada periódico; reflexiona que para que tú las leas hay que pagar:
redactores,
editores responsables,
cajistas,
correctores,
regentes,
maquinistas,
repartidores,
administradores,
escribientes,
portes de correo,
tinta,
papel,
apartado de correos,
máquinas,
material de imprenta,
plumas,
criados,
luces,
contribución,
casa,
descuento de giros,
suscripciones extranjeras,
corresponsales extranjeros,
comisionados, etc. etc.
[…] Y por última partida la paciencia, que tanto lugar ocupaba en las cuentas del gran capitán; y considerando todo esto te espantarás de que haya periódicos.
Para sostener un periódico es necesario tener más partido que para sublevar una provincia. Es necesario contar con cuatro o cinco mil personas que ofrezcan su óbolo, y en nuestros tiempos un maravedí se ofrece con más dificultad que la vida».




Como el público que tiene que aflojar la cartera lleva escondido desde los días de Larra, pasando por los de La Iberia y así hasta hoy mismo, al periódico quizás le pueda resultar mucho más fácil encontrar a un potentado:

«Lo primero que hace falta para sostener un periódico –decía La América en 1860– es una persona que quiera perder su dinero; prueba evidente de que el público no mantiene los periódicos. Hay algunas excepciones, muy pocas, de periódicos que se mantienen a sí propios, pero esto es siendo el propietario director al mismo tiempo y arruinándose tarde o temprano».



Si el periódico no cuenta con lectores ni con un padrino que invierta su capital a fondo perdido, le queda una tercera posibilidad: alistarse como condotiero o practicar cualquiera de los métodos mafiosos en boga, por ejemplo, el chantajismo rentable. Un moralista de la escuela francesa diría que de esa forma el periodismo termina en un coche fúnebre, pero un humorista gallego como Wenceslao Fernández Flórez prefería tomárselo con ironía en una entrevista que le hicieron 1919:

«–El periodismo español, ¿le parece a usted moral o inmoral?
–Absolutamente moral. A los periodistas españoles no les conviene venderse, porque no hay quien sepa comprarlos. La prueba de que no hay en España periodistas inmorales es que apenas se ve un periodista gordo.
–¡Hombre! Ahí tiene usted a Pérez Lugín.
–¡Bah! Pérez Lugín padece hidropesía».

Dicho esto, Fernández Flórez tomó el tranvía número 3 que lo llevaba a la redacción de ABC. Mientras, el único camino que pueden seguir los tratadistas que no deseen hacer humor o literatura a propósito de las novísimas narrativas gacetilleras y del noticierismo transmedia es el del rastro del dinero. Para saber algo de un periódico basta conocer quiénes son los lectores que sueltan los maravedíes o la cuantía de los reales que guarda el vellón del magnate o el holding de turno. Si las pistas se pierden y aparece un periodista gordo, el caso debe ser trasladado a un médico para que diagnostique si estamos ante un problema severo de retención de líquidos. Descartada esa posibilidad, la ciencia competente es la psicopatología criminal.  

En el escaparate







La invitación de Torcuato Luca de Tena
a incorporarse a ABC era todo un triunfo y, por si no fuésemos capaces de entenderlo bien, Fernández Flórez nos lo dejó explicado: «Como las condiciones en que hoy se logra el acceso a los periódicos y se consolida una firma son muy distintas, quizás mis más modernos colegas no puedan comprender con toda exactitud cuánto representó para mí aquel ofrecimiento y cómo me turbó el que ante mí se abriesen tan inesperadamente las doradas puertas de la más codiciable oportunidad. Apenas llevaba un año en Madrid [mentirijilla: eran más de dos años en la capital] y mi nombre era desconocido. Si cuando recibí el telefonema del insigne fundador de ABC no existiesen otros medios de comunicación entre la Corte y La Coruña, creo que hubiese emprendido el viaje a pie». A renglón seguido añade, y aquí queríamos llegar: «Era la tribuna más prestigiosa la que se me brindaba, el más potente altavoz, el escaparate más iluminado».

Así que el éxito era eso, cambiar el escaparate de una mueblería coruñesa por el de uno de los grandes periódicos madrileños. Si Wenceslao Fernández Flórez se había confesado un poco cohibido al contemplar su retrato expuesto en la Casa Tizón –«Verse así, en un escaparate, ante las miradas del gentío, entre una cama y un aparador, una hora y otra hora, es una cosa un poco azorante. Se da uno cuenta de que lo han de comentar tanto como al pintor que ha hecho la obra, y no puede sustraerse a cierta preocupación inquietante»–, ahora el escaparate de ABC lo intimida de forma abrumadora –«El fracaso podía ser tremendo e irremediable, y nunca escribí unas cuartillas con tanto miedo –casi inhibitorio– como las de mis primeras Acotaciones de un oyente, que tal fue el título que don José Cuartero les puso, porque, en mi desconcierto, no acertaba a proponer ninguno».

También Julio Camba se sintió espiado y evaluado por la curiosidad ajena cuando su retrato apareció en el mismo periódico que poco antes había informado sobre su sueldo. Lo dijo bromeando: «Y las muchachas lo miraban y decían: –Pues está bastante gordito. –Pero si este chico gana lo suficiente. ¡Como se administre bien!». No quedaba otra que acostumbrarse porque «esto de escribir artículos para periódicos es como trabajar en público. A mí me parece, cuando escribo, que escribo en un escaparate, como unas muchachas que escriben en unos escaparates de Londres para hacer la réclame de unas plumas estilográficas, y que todo el mundo me ve. Entonces me siento invadido por la vergüenza».

No parece una casualidad que Fernández Flórez y Camba, precisamente ellos dos, se confiesen apocados a la hora de exponerse en el escaparate. Fueron quizás los periodistas de su generación que más esfuerzos gastaron en forjar y cultivar su iconografía, perfectamente concertada con el personaje que escribía los artículos que ellos firmaban. Se desdoblaron en otro para esconder, como admitió Wenceslao, «el secreto de mi vulgarísima realidad». Hoy ya no se estilan estas puestas en escena entre articulistas, columnistas y demás folicularios. Nada de máscaras ni disfraces, el imperativo es la autenticidad. Pareciera que este naturalismo desacomplejado es el propio de los maniquís narcisistas que se encuentran felices en su pellejo y así, a pelo, se entregan a un exhibicionismo pornográfico en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches. En lunfardo, a estos tipos fatuos se les dice dublés. 


El simpático canotier




Se marchó a Madrid a principios de 1914. Podría parecer que su carrera en la capital arrancaba con buenos augurios. En cuanto llega, Wenceslao Fernández Flórez es reclamado para incorporarse a la redacción que fundó El Parlamentario, pero pasado poco tiempo no quería ni que le mentasen aquel antro y era oír el nombre del director, Luis Antón del Olmet, y poco menos que soltar el alarido ¡Vade retro, Satanás! mientras se persignaba tres veces. Deja el periódico y atiende las colaboraciones que le van saliendo aquí o allí, nada en firme, hasta que consigue colocarse como director de La Ilustración Española y Americana, una revista de mucha prosapia, pocos lectores y ningún futuro. El tiempo corre que vuela y así pasan dos años. En 1916 estaba claro que Madrid no se dejaba impresionar por el sombrero de ala ancha y que no se iba a rendir así como así al periodista provinciano, que, no obstante, tenía serias pretensiones, por ejemplo, veranear en un destino de postín como San Sebastián: «Y, naturalmente, “para ayuda de un viajecillo”, pensé en enviar crónicas desde allí; se las ofrecí a El Liberal; aceptaron».

Madrid en verano decía ser Baden-Baden, pero nadie se engañaba: «De San Sebastián a Santander –escribió Corpus Barga– se extendía el veraneo de primera». Las dos ciudades gozaban del prestigio petulante que les proporcionaba el hecho de ser las elegidas por la familia real para pasar los meses de estío. La prensa de la época acostumbraba a enviar a ellas a algún periodista, como los que hoy desembarcan con los calores propios de la estación en Palma de Mallorca, Marbella o Sotogrande. La misión era, según la describió Fernández Flórez, «escribir a propósito de un tema tan inconsútil como el veraneo», «patinar sobre las frívolas ocurrencias estivales»: «Se escribía acerca de la playa, de las puestas de sol, de las tertulias políticas… Era un rosario de bagatelas incesantemente pasado y repasado por todas las plumas». Aquella corresponsalía estival en San Sebastián era un caramelo envenenado. Obligaba a acatar un repertorio bien definido de convenciones temáticas y estilísticas; no parecía ofrecer, desde luego, demasiadas posibilidades a un periodista que tenía la ambición de destacarse.

Años después, Wenceslao recordó el brete: «Al llegar a San Sebastián me encuentro con que no me habían esperado a mí para descubrir el Cantábrico; todo estaba dicho ya. ¿Qué hacer? ¿Repetir lo que otros tantas veces dijeron antes que yo? Esta perspectiva me era desagradable». Tenía que encontrar una solución: «En aquel tiempo yo participaba del desdén español para la sonrisa y escribía con una cierta ampulosidad y una preocupación formal de que ya en mi adolescencia me había contagiado el “modernismo” en moda. Pero en presencia del trivial fenómeno del veraneo, vi cuánto había de ridículo en aquella competencia lírica de los cronistas frente a temas tan superficiales, y opté por aplicar a estos una expresión sin solemnidad, más divertida y punzante, caricatural, que yo reservaba para la conversación o para las epístolas, por juzgarla exenta de solemnidad literaria. Fueron aquellas crónicas las que me abrieron bruscamente el camino y las que me enseñaron el mío». No exageraba: los textos que envió durante el mes de agosto de 1916 a El Liberal tuvieron un éxito sensacional. Se lo confirmará la lluvia de propuestas laborales que recibe inmediatamente, entre todas, brilla la de Torcuato Luca de Tena que le ofrece ni más ni menos que sustituir a Azorín como cronista parlamentario de ABC. ¡Lo ha conseguido!

A Fernández Flórez le gustaba mucho contar este cuento, que venía a ser como el segundo capítulo del mito de su nacimiento periodístico. En ninguna de sus versiones, se refiere al sombrero de ala ancha. No es extraño, porque ya había renunciado a él sustituyéndolo por un canotier. Calló esa concesión o quizás no. Quizás hablaba del simpático canotier con el que tuvo que cubrirse el periodista ameno y ligero para no desentonar en San Sebastián, cuando dijo: «Me resigné entonces a “echarlo a broma” y a describir el verano de un modo humorístico, claro está que sufriendo amargamente por tener que rebajarme así». Al verano siguiente, cuando regresó a San Sebastián ya como redactor de ABC, se fotografió con el canotier. La imagen ilustró una de sus crónicas. Aquí se puede ver mejor: la verdad, si estaba sufriendo amargamente por la humillación del sombrerito, no se le nota nada. 

El cuento de los dos sombreros


¿Cuántas veces tuvo la ocasión Wenceslao Fernández Flórez de contar el cuento del sombrero hongo que tuvo la prodigiosa facultad de investirlo como director de periódico? A saber, pero tuvieron que ser muchas, muchísimas. Repetido una vez y otra más, año tras año, el cuento de 1919 fue cambiando lenta e imperceptiblemente; primero quedaba suprimido un detalle, más tarde otro venía a sustituirlo; era incorporado un hallazgo casual y espontáneo o se ensayaban distintos desenlaces estudiando el efecto que creaban en el interlocutor. En fin, para 1933 la versión lucía así de apañada:

«A los veinte años –nos dice Fernández Flórez ofreciéndonos un cigarrillo aromático– era director del Diario de El Ferrol. Estaba yo entonces en La Coruña –mi pueblo natal– escribiendo en La Tierra de Galicia, cuando fui requerido para dirigir el repetido diario ferrolense. Este periódico tenía una gran importancia; por cierto, fue el primero que usó en España la telegrafía sin hilos.
A mi llegada, los primates del partido conservador se habían reunido para juzgarme. Confieso que la impresión que debí de causarles no sería muy satisfactoria. Yo era delgado como una cuña, y mi rostro resultaba completamente infantil.
Por aquella época llevaba yo un sombrero de anchas alas, inclinada una de ellas hacia un lado; era como una reminiscencia de mi romanticismo. Esta reminiscencia, que a mí me parecía de perlas, no debió de parecer tan bien a aquellos señores, porque lo primero que me indicaron fue la necesidad de cambiar mi sombrero –impropio de todo un señor director del Diario de El Ferrol -¡¡por un hongo!!... ¡Ya ve usted! ¡Un hongo!... Pero, en fin, no hubo más remedio que sufrir con resignación el calvario del hongo. Después, acto seguido, ¡a escribir un artículo de política!».

Wenceslao Fernández Flórez, en 1907


La verdad, como suele ser habitual, tiene mucho menos lustre. En 1907, que es la fecha de su llegada al Diario de El Ferrol, las fotos muestran a Wenceslao como un pipiolo convencional y relamido al que cabe imaginar calándose un sombrero hongo, sin que nadie tuviese que sugerírselo, para ganar los años y la distinción que requiere un director de periódico local –local, pero con servicio de telegrafía sin hilos. Entonces comprendió toda la importancia del sombrerismo. Si el hongo lo había convertido por arte de birlibirloque en periodista, él, que pronto se entregó a la ambición de dejar de escribir gacetillas al gusto de los primates ferrolanos, debía tocarse con un sombrero que gritase su voluntad de estilo. La primera noticia de su sombrero de ala ancha –y de las guías «tiesas e insolentes» de su bigote– es de finales de 1910, cuando está a punto de marcharse de O Ferrol para comenzar a trabajar en el periódico coruñés El Noroeste. Acaba de publicar el libro de cuentos La tristeza de la paz. La efigie al carboncillo del autor ilustraba la portada, en la que un comentarista echó en falta «ese algo, verdaderamente típico y característico cuando de retratar a Flórez se trata»: «su sombrero, su personalísimo e invariable sombrero grisáceo, con un ala caída y otra levantada, con el cual, los que solemos ver a Flórez en la calle, nos imaginamos que come, trabaja y duerme». Se había convertido en un hombre a un sombrero pegado; no a un sombrero cualquiera, a un sombrero de ala ancha que avisaba que cubría la notable cabeza de un escritor o, como él mismo decía con estilo sinuoso, las «reminiscencias de mi romanticismo». En 1919, cuando comenzaba el éxito de su carrera en Madrid, el cuento del hongo aún se atenía a cómo fueron las cosas. En 1933, cuando el periodista ya había conquistado un enorme éxito y el escritor había perdido el escrúpulo realista de la exactitud, el cuento lograba condensar con extraordinaria efectividad dramática distintos tiempos y el empeño, que mantendría siempre, por defender su vocación literaria, camuflada bajo un sombrero hongo o bajo la firma habitual en los periódicos.

Fernández Flórez, por Castelao (1912)


Wenceslao Fernández Flórez se mantendrá fiel a la imagen acuñada y se preocupará por darle publicidad. Por ejemplo, en las mismas páginas de El Noroeste se publica el dibujo que hizo de él Castelao en 1912 y, dos años después, la coruñesa Casa Tizón exhibe su retrato, obra de Saborit. No es ningún disparate imaginar al periodista dejándose caer, como quien no quiere la cosa, por la calle Real y espiando por el rabillo del ojo el cuadro colocado en el escaparate; ocurrió exactamente así y lo contó él mismo: «Mira uno a su propio retrato, al pasar, de reojo, y, en ese desdoblamiento de personalidad, parece ser aquel señor del sombrero gris de los bigotes erguidos y del vago airecillo impertinente, como alguien totalmente desligado de uno mismo». Ese extrañamiento es el que produce el acusado contraste entre la imagen pública, perfecto «motivo para una fantasía novelera» a lo Dumas en la que ni siquiera falta el «sombrero mosqueteril», y «el secreto de mi realidad vulgarísima». El periodista está encantado con su creación: «Yo me he encontrado muy bien». Ahora, sólo se trataba de perseverar y perseveró en Madrid.

Wenceslao Fernández Flórez, en 1917


Porque no se ha dicho, pero la Casa Tizón era una tienda de muebles y bazar, de ringorrango, que vendía hasta tapices de importación, pero una tienda, al fin y al cabo. No era ese el lugar que ambicionaba Wenceslao para su retrato. Y se mudó a Madrid. Muchos años después dijo: «Yo no tuve nada que aprender aquí. Venía hecho». Una vez más era verdad y era mentira. Cierto que paseó aquel figurín de grandes mostachos, gabán de estudiante y sombrero enfático por la villa y corte. Sirvió para llamar la atención, pero pronto le advirtieron que aquella facha estaba demodé: «Silueta dócil y tímida, aspecto de rebelde de provincias que se encuentra un poco desplazado en la real arrogancia de la Corte». 

Caricatura de Fresno


Al periodista no le quedó más remedio que ir acomodando su imagen a los gustos del tiempo y de la capital. Agachó el ala del sombrero y recortó los bigotes antañones. Y los caricaturistas le enseñaron que no necesitaba accesorios, que en el medio de la cara llevaba la marca que lo singularizaba: una soberbia napia ganchuda. En Madrid se convirtió en un escritor a una nariz pegado. Y así Cansinos Assens pudo escribir de él: “Yo contemplo curioso su rostro duro, de una rigidez marcial, agravada por esa nariz, aguda como un cuchillo torcido, que se la parte en dos, y me explico porqué el hombre se retrata siempre de perfil. ¡Es mucha nariz esa nariz! Es la tragedia del humorista, que lucha con ella como con un biombo, interpuesto entre él y su interlocutor».

De riguroso perfil, fotografiado por Antonio Portela