A un decímetro de distancia







«Me sucede lo contrario que a otros, y es que a medida que voy entrando en años, me va hastiando más y más cada vez la prensa informativa. Cada día aborrezco más las noticias y sobre todo eso que llaman actualidad. No me convencen eso de mirar un gran cuadro a un decímetro de distancia, ni eso de saber fragmentariamente como por grados un desarrollo histórico.

Apenas empezó la guerra ruso-japonesa renuncié a seguir su curso, diciéndome: “Cuando concluya, no faltará quien me la cuente ordenada y orgánicamente”, y me puse a leer una historia de la guerra de Transvaal. Que si Gapony está aquí, que si está allí, que si lo apresaron, que si se escapó… Dentro de un año –me dije– sabremos dónde está hoy.

Le voy cobrando verdadero asco al telégrafo, que comete más atropellos que los automóviles. Se sacrifica todo a la velocidad, y por el empeño de saber cuanto antes las cosas, las sabemos mal. En vez de mostrarnos los sucesos del día sub specie aeternitatis, en lo que tienen de permanente, nos enseñan las cosas más permanentes sub specie momenti, como meros sucesos. Y así se acaba por perder la noción de la perspectiva moral de la vida. Recibimos en montón, a granel, bajo los mismos títulos, noticias de los más diversos procesos sociales, sin que hayan pasado criba alguna.

Nada me descompone más que la sección telegráfica de un gran diario de información; aquello no son noticias, ni menos informaciones, en el verdadero sentido de estas palabras; no son sino la primera materia para elaborarlas.

Comprendo el desdén que Enrique David Thoreau sentía hacia la prensa diaria y aquella su ocurrencia de que se comprometía a redactar un número con un año de anticipación, sin más que dejar los huecos para los nombres y las fechas.

Nunca he podido resistir la lectura de una novela por entregas, y el “se continuará” me descompone siempre. Espero a que una obra se termine para leerla interrumpiendo la lectura donde me plazca o las vicisitudes de mi vida cotidiana me lo indiquen y no donde el ajuste del periódico me lo imponga.

Hay quien ha sostenido que la extensión y predominio que la prensa alcanza, es parte la más principal a darnos una visión cinematográfica e inorgánica del mundo y de la vida, y una de las causas de lo difícil que hoy se hace cobrar concepciones unitarias y de conjunto».

«Literatura al día»
Nuevo mundo, 7-IX-1905

El Quijote corregido





“La edición ha sido patrocinada por la Academia de la Lengua, según un mandato del Gobierno… hecho hace más de cien años”. Y este es el juicio que merecía el proyecto, exactamente cien años atrás, a Wenceslao Fernández Flórez:

«Se va a hacer una edición especial del Quijote. Una edición especial para señoras y señoritas y para los niños. El Sr. Dato ha comentado la noticia con los periodistas diciendo:
­—Ya ven ustedes. Mis niñas no han podido leer El Quijote.
Ahora le quitarán a la obra inmortal las escenas y los párrafos donde haya alguna crudeza, alguna de estas cosas que se llaman crudezas; quizás se ponga en su primera página el marchamo de la censura contemporánea, y las señoritas podrán comenzar a enterarse del libro de Cervantes.
Observen ustedes esta tendencia que hay ahora de modificar las obras literarias. Se ponen en prosa las leyendas de Zorrilla, se hacen reducciones sintéticas de La Eneida, se extracta la substancia de Los miserables. Un señor que lea cualquiera de estas transformaciones, ¿puede decirse enterado de la obra original?… Seguramente, no. Lo que se hace, quizás, es favorecer y facilitar la pedantería, sirviéndola como un índice de materias. No obstante, parecer ser esto del agrado del público, cuando las casas editoriales van concediendo una cada día más creciente preferencia a esta clase de publicaciones. Las bellas ediciones de las obras clásicas que hacía “La Lectura”, probablemente estarán durmiendo el sueño eterno en los escaparates de las librerías –en sus almacenes, más bien, porque de los escaparates habrán venido a echarlas los centenares de volúmenes que están publicando acerca de la guerra–. Este intento de difundir las obras clásicas, puras y simples, tal como han sido dadas a la luz por sus autores, parece que ha fracasado. Ahora se tiende, en el laboratorio de las casas editoriales, a formar compuestos y derivados.
¿Hasta qué punto hay derecho a semejantes mutilaciones, que privan de gran parte de su belleza a las obras originales?... La característica de la época en España es un santo y decidido horror a la lectura. No se lee. Y el que lee, no quiere cosas abstrusas ni voluminosas, prefiere lo frívolo y lo rápido. Sin embargo, se hace preciso cierto baño de cultura, saber hacer a tiempo una cita, sugerir una comparación, que tendrá tanto mayor mérito cuanto más añejo y olvidado sea el nombre invocado. Por esto esas gentes buscan lo que pudiéramos llamar epítomes de la literatura. Así como los grandes abogados se enteran muchas veces de los pleitos por las minutas que sus pasantes les hacen, el público, una gran parte del público, aspira a conocer las obras maestras, aquellas cuyo desconocimiento pudiera serle una tacha, por medio de esos extractos que ahora se están poniendo en boga.
—¡Oh! –se disculpan–. La vida de vértigo, los múltiples quehaceres…
Menos mal si todo esto quedase reducido a los pedantes. El pedante, al fin y al cabo, es poco dañino; se le conoce a simple vista y se puede huir de él. Pero ¡ay de nosotros si la mojigatería se decide a tomar más activa parte en el asunto y comienza también a servirnos condensaciones y a tamizarnos las lecturas! Hasta ahora no hacía más que poner su veto, y este veto tenía fuerza exclusivamente entre gentes de una escasa capacidad, admiradora de la ñoñería literaria, en cuyo cerebro las ideas de los grandes maestros había de caer, al fin, como la semilla en los arenales del Sahara. Nada se perdía en definitiva con que la mojigatería lanzase prohibiciones. Pero el que ahora se decida a empuñar las tijeras y hacer expurgos y tender velos… es para temblar.
¿Qué tendrá que ver –nos preguntamos nosotros– la moral con el arte?... Aún admitiendo la inmoralidad –no la inmoralidad ridícula que ellos creen ver, sino la verdadera y brutal inmoralidad de pensamientos, de teorías– aún admitiendo que esa inmoralidad exista en una obra, que no la lea quien no debe leerla, y en paz.
¿Quién será el que ahora se ponga a colaborar con Cervantes?... Temblamos al presumir el cónclave encargado de hacer las anunciadas modificaciones en la obra más gigantesca de la literatura nacional».

“El Quijote corregido”
Cit. por Alicia Longueira Moris, Wenceslao Fernández Flórez. Formación autodidacta de un cronista parlamentario (1885-1917), Madrid, Congreso de los diputados, 2014, pp. 443-444.