El "making of" de una crisis política






«El léxico informativo se antoja poco para relatar lo que pasa en el PSOE», escribió Lucía Méndez seguramente después de leer los periódicos del día anterior. Las negritas de los titulares gritaban palabras desusadas en la sección dedicada al convoluto político: «Sánchez desquicia al PSOE», «Sánchez lleva al PSOE al borde de la implosión», «Medio PSOE intenta poner fin a la “locura” de Sánchez», «Crujir de dientes en Ferraz», «Sánchez declara la guerra», «Rajoy, pendiente de que el PSOE liquide a Sánchez». De la letra pequeña, mejor ni hablar; baste con decir que en una misma pieza salieron a pasear juntos Corleone, Caín y Darwin. El verbo se desquicia, implosiona y enloquece para contar este sindiós, que es la derivada de una crisis sin orden ni concierto. Hay quien echa de menos un poco de «sentidiño», pero lo que falta es procedimiento. En cuanto se conoce el procedimiento, la semántica se relaja e incluso se puede escribir un comentario sosegado sobre la pauta. En 1920, cuando los problemas de gobernabilidad se llamaban crisis ministeriales, Anselmo Alarcón explicó para La Época «Cómo “se hace” una crisis». Pues se hacía sin desmesuras ni sobresaltos, y hasta era sabido con antelación qué iban a comer los periodistas que hacían guardia a las puertas de la política.



«Así se dice en el argot periodístico: hacer un fondo, hacer un suceso, hacer pasillos del Congreso… A lo mejor se oye en una redacción la voz del redactor jefe, que pregunta:
–Fulano, ¿qué escribe usted?
Y Fulano contesta, con la mayor naturalidad:
–Estoy haciendo un crimen.
Si la palabra hacer se interpretara en su justo significado, habría reporter de sucesos que tendría a su cargo más sangre que Barba Azul.
Y, pues ya queda explicado el título de este articulejo, vamos a contar al lector cómo “se hace” una crisis.
¿No habéis visto, al pasar por la calle Bailén, en días de movimiento político, un nutrido grupo que se agolpa ante la puerta del Príncipe, del Regio Alcázar? ¿No os habéis encontrado mil y mil veces en periódicos y revistas ilustradas con fotografías en que aparece tal o cual personaje, rodeado de ese mismo grupo? Claro que sí, y sabéis que los que lo integran son los representantes de la Prensa encargados de informaros de las grandes convulsiones de la política nacional.
Pero lo que, seguramente ignoráis, es cómo realizan esos periodistas su labor, y eso es lo que ahora vamos a contar, sin omitir ninguno de los detalles pintorescos que caracterizan esta información.
Un buen día, el jefe del Gobierno se decide a plantear al Rey la cuestión de confianza. Se viste un pulido traje de etiqueta, y arrellanándose en el cómodo automóvil presidencial se dirige a Palacio. Allí esperan ya los reporteros políticos, amparándose, si es verano, en la escasa sombra que proyectan las garitas de los centinelas, o arrecidos de frío si es invierno, sobre las losas del ancho portalón del Príncipe.
Cuando llega el presidente ya se han llevado los periodistas algún chasco. En más de una ocasión, al ver detenerse un automóvil cerca de ellos, han avanzado cuartillas y lápiz en ristre…, y en vez del primer ministro se han encontrado con un alto funcionario palatino o con el doctor de Cámara, que va a hacer su diaria visita a las personas Reales.
Por fin se detiene el auto presidencial.
–Señores, ¡qué expectación! ¡Y cuánto madrugan ustedes! Ahora no puedo decirles nada. Luego, a la salida, les informaré. No sería correcto decir nada antes de conferenciar con Su Majestad.
Palabra más o menos estas son las primeras que se estampan en los periódicos en el primer trámite de una crisis.
Nueva espera de los reporters, que algunos amenizan con rasgos de ingenio y buen humor, mientras los fotógrafos, “armados”, aguardan implacables la salida del personaje.
Alguno que ya ha sido gobernador, o director general, o subsecretario, y que aspira, naturalmente, a volver a sacrificarse, se aproxima al grupo. Pasaba casualmente por allí y le ha llamado la atención ver a tantos periodistas. Ni siquiera sabía que hubiera crisis. Sin embargo, se espera…
Rodeado de algunos periodistas, pocos, que gozan del privilegio de poder traspasar los umbrales del Regio Alcázar, aparece el presidente. Da la noticia de que le ha sido admitida la dimisión, y después de la inevitable fotografía en la que aparecen siempre las mismas caras, se dirige nuevamente a la Presidencia donde le esperan los demás ministros para conocer el resultado de la conferencia con el Soberano. Apenas parte el auto, los periodistas, en una carrera desenfrenada, se lanzan a la busca y captura de un teléfono para comunicar con sus respectivos periódicos.
Los establecimientos más cercanos, cuyos dueños tuvieron la imprevisión de instalar el teléfono, son tomados por asalto, y casi sin obtener permiso, el aparato funciona y funciona una y otra vez en honor de la Prensa. Los dueños acaban por sonreír resignados y algunos terminan agradeciendo la osadía reporteril. Así se han enterado antes que nadie del suceso político. Ya tienen tema para conversar con la parroquia.
El establecimiento más favorecido por los periodistas en estos casos es un café cercano a la plaza de Oriente y al que los informadores llaman, con frase gráfica, el café de las crisis. Las colas del tabaco, del aceite y del pan son una ridiculez al lado de las que forman los periodistas frente al teléfono.
Los dueños ponen el local a la entera disposición de los asaltantes, y estos agradecen la atención almorzando allí ese día –para lo cual tienen que turnarse con objeto de no dejar sola la puerta de Palacio– y haciendo un verdadero derroche de raciones de riñones, plato obligado, sin saber por qué, en día de crisis, y en el café de que hablamos.
Con ligeros intervalos van desfilando los personajes llamados a consulta. Unos hacen declaraciones, de las que ávidamente toman notas los periodistas. Otros dictan una nota, que hay que escribir apoyando las cuartillas en los muros de Palacio y sudando la gota gorda. Algunos han recibido el encargo de hacer determinadas gestiones cerca de otros personajes y no sueltan prenda. Pero los periodistas, con un certero instinto, acuden a tal o cual domicilio de donde sale a poco el reservado político, admirándose de la intuición de los informadores, a los que, indefectiblemente, encuentra después en todas las residencias adonde acude para cumplimentar la misión que el Rey le confiara.
El periodista, utilizando todos los medios de locomoción, se traslada de un lado a otro con pasmosa rapidez y sin que le pase inadvertido ninguno de los trabajos que se realizan en la tramitación del pacto político, por mucha que sea la reserva con que se lleven.
Algunas veces el Rey tiene la atención, que los periodistas agradecen profundamente, de advertir a estos que hasta tal hora o irá nadie a consulta, y que por lo tanto pueden descansar un rato abandonando Palacio.
La Central de Teléfono hierve en animación y en comentarios. En el amplio vestíbulo de ese Centro, al que, con verdadero acierto, llamó un ilustre periodista el chismóforo, político de todos los matices forman animados grupos, en todos los cuales se tiene la solución de la crisis con la distribución de carteras a gusto del que habla.
Periodista que entra es asediado a preguntas, a pesar de que todos saben el resultado.
Por fin llega uno de los que estaban a la puerta de Palacio. Lee la lista del nuevo Gobierno, y se produce una desbandada análoga a la de los periodistas en el Regio Alcázar. Pero ahora son otros los reporters: son los diputados y senadores que formaban los grupos y que salen disparados en busca de un teléfono para comunicar con sus jefes políticos que, en sus domicilios, esperan nerviosamente la noticia que les lleve la alegría del Poder o el desengaño de que es otro el elegido.
El cuadro que ofrece el Congreso es muy parecido. Los habituales al salón de conferencias y al buffet de la Cámara charlan por los codos, haciendo calendarios con arreglo a sus conveniencias, hasta que llega la lista grande –como humorísticamente se llama a la del Gobierno– y cuya lectura produce efectos diversos. Con ceño adusto y cara de pocos amigos la escucha el que deja el cargo por cambio de situación o por cese del personaje que le impuso, mientras la esperanza de una prebenda anima al resto de los que ven entrar a sus amigos a regir los destinos del país. Y también en el Congreso suenan durante largo rato los teléfonos próximos al archivo, comunicando incesantemente con los primates de la política.
Y, entretanto, en las redacciones se trabaja febrilmente. Con los apremios de las horas fijas de las ediciones y de los correos se da forma a las noticias que constantemente telefonean los reporters políticos, se preparan las biografías de los nuevos ministros, se hace el comentario que el nuevo Ministerio merece a la política que el periódico representa y se redactan las opiniones que la solución de la crisis ha merecido a los personajes que quedan en la oposición, a los que momentos antes ha visitado el redactor encargado de las interviews políticas.
Y todo ello velozmente, con extraordinaria rapidez, pugnando por acabar enseguida y ser el primer periódico que salga a la calle con la información más completa de la solución del pleito político.
Así “se hace” una crisis, lector. Con esa actividad y con ese entusiasmo realizan su labor periodistas y periódicos para que tú luego tranquilamente y mientras saboreas en la plácida sobremesa tu taza de café, leas los interesantes diálogos de políticos y periodistas y conozcan el nuevo rumbo que la sabiduría de la Corona marca a la vida de España».


En el escaparate







La invitación de Torcuato Luca de Tena
a incorporarse a ABC era todo un triunfo y, por si no fuésemos capaces de entenderlo bien, Fernández Flórez nos lo dejó explicado: «Como las condiciones en que hoy se logra el acceso a los periódicos y se consolida una firma son muy distintas, quizás mis más modernos colegas no puedan comprender con toda exactitud cuánto representó para mí aquel ofrecimiento y cómo me turbó el que ante mí se abriesen tan inesperadamente las doradas puertas de la más codiciable oportunidad. Apenas llevaba un año en Madrid [mentirijilla: eran más de dos años en la capital] y mi nombre era desconocido. Si cuando recibí el telefonema del insigne fundador de ABC no existiesen otros medios de comunicación entre la Corte y La Coruña, creo que hubiese emprendido el viaje a pie». A renglón seguido añade, y aquí queríamos llegar: «Era la tribuna más prestigiosa la que se me brindaba, el más potente altavoz, el escaparate más iluminado».

Así que el éxito era eso, cambiar el escaparate de una mueblería coruñesa por el de uno de los grandes periódicos madrileños. Si Wenceslao Fernández Flórez se había confesado un poco cohibido al contemplar su retrato expuesto en la Casa Tizón –«Verse así, en un escaparate, ante las miradas del gentío, entre una cama y un aparador, una hora y otra hora, es una cosa un poco azorante. Se da uno cuenta de que lo han de comentar tanto como al pintor que ha hecho la obra, y no puede sustraerse a cierta preocupación inquietante»–, ahora el escaparate de ABC lo intimida de forma abrumadora –«El fracaso podía ser tremendo e irremediable, y nunca escribí unas cuartillas con tanto miedo –casi inhibitorio– como las de mis primeras Acotaciones de un oyente, que tal fue el título que don José Cuartero les puso, porque, en mi desconcierto, no acertaba a proponer ninguno».

También Julio Camba se sintió espiado y evaluado por la curiosidad ajena cuando su retrato apareció en el mismo periódico que poco antes había informado sobre su sueldo. Lo dijo bromeando: «Y las muchachas lo miraban y decían: –Pues está bastante gordito. –Pero si este chico gana lo suficiente. ¡Como se administre bien!». No quedaba otra que acostumbrarse porque «esto de escribir artículos para periódicos es como trabajar en público. A mí me parece, cuando escribo, que escribo en un escaparate, como unas muchachas que escriben en unos escaparates de Londres para hacer la réclame de unas plumas estilográficas, y que todo el mundo me ve. Entonces me siento invadido por la vergüenza».

No parece una casualidad que Fernández Flórez y Camba, precisamente ellos dos, se confiesen apocados a la hora de exponerse en el escaparate. Fueron quizás los periodistas de su generación que más esfuerzos gastaron en forjar y cultivar su iconografía, perfectamente concertada con el personaje que escribía los artículos que ellos firmaban. Se desdoblaron en otro para esconder, como admitió Wenceslao, «el secreto de mi vulgarísima realidad». Hoy ya no se estilan estas puestas en escena entre articulistas, columnistas y demás folicularios. Nada de máscaras ni disfraces, el imperativo es la autenticidad. Pareciera que este naturalismo desacomplejado es el propio de los maniquís narcisistas que se encuentran felices en su pellejo y así, a pelo, se entregan a un exhibicionismo pornográfico en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches. En lunfardo, a estos tipos fatuos se les dice dublés. 


El simpático canotier




Se marchó a Madrid a principios de 1914. Podría parecer que su carrera en la capital arrancaba con buenos augurios. En cuanto llega, Wenceslao Fernández Flórez es reclamado para incorporarse a la redacción que fundó El Parlamentario, pero pasado poco tiempo no quería ni que le mentasen aquel antro y era oír el nombre del director, Luis Antón del Olmet, y poco menos que soltar el alarido ¡Vade retro, Satanás! mientras se persignaba tres veces. Deja el periódico y atiende las colaboraciones que le van saliendo aquí o allí, nada en firme, hasta que consigue colocarse como director de La Ilustración Española y Americana, una revista de mucha prosapia, pocos lectores y ningún futuro. El tiempo corre que vuela y así pasan dos años. En 1916 estaba claro que Madrid no se dejaba impresionar por el sombrero de ala ancha y que no se iba a rendir así como así al periodista provinciano, que, no obstante, tenía serias pretensiones, por ejemplo, veranear en un destino de postín como San Sebastián: «Y, naturalmente, “para ayuda de un viajecillo”, pensé en enviar crónicas desde allí; se las ofrecí a El Liberal; aceptaron».

Madrid en verano decía ser Baden-Baden, pero nadie se engañaba: «De San Sebastián a Santander –escribió Corpus Barga– se extendía el veraneo de primera». Las dos ciudades gozaban del prestigio petulante que les proporcionaba el hecho de ser las elegidas por la familia real para pasar los meses de estío. La prensa de la época acostumbraba a enviar a ellas a algún periodista, como los que hoy desembarcan con los calores propios de la estación en Palma de Mallorca, Marbella o Sotogrande. La misión era, según la describió Fernández Flórez, «escribir a propósito de un tema tan inconsútil como el veraneo», «patinar sobre las frívolas ocurrencias estivales»: «Se escribía acerca de la playa, de las puestas de sol, de las tertulias políticas… Era un rosario de bagatelas incesantemente pasado y repasado por todas las plumas». Aquella corresponsalía estival en San Sebastián era un caramelo envenenado. Obligaba a acatar un repertorio bien definido de convenciones temáticas y estilísticas; no parecía ofrecer, desde luego, demasiadas posibilidades a un periodista que tenía la ambición de destacarse.

Años después, Wenceslao recordó el brete: «Al llegar a San Sebastián me encuentro con que no me habían esperado a mí para descubrir el Cantábrico; todo estaba dicho ya. ¿Qué hacer? ¿Repetir lo que otros tantas veces dijeron antes que yo? Esta perspectiva me era desagradable». Tenía que encontrar una solución: «En aquel tiempo yo participaba del desdén español para la sonrisa y escribía con una cierta ampulosidad y una preocupación formal de que ya en mi adolescencia me había contagiado el “modernismo” en moda. Pero en presencia del trivial fenómeno del veraneo, vi cuánto había de ridículo en aquella competencia lírica de los cronistas frente a temas tan superficiales, y opté por aplicar a estos una expresión sin solemnidad, más divertida y punzante, caricatural, que yo reservaba para la conversación o para las epístolas, por juzgarla exenta de solemnidad literaria. Fueron aquellas crónicas las que me abrieron bruscamente el camino y las que me enseñaron el mío». No exageraba: los textos que envió durante el mes de agosto de 1916 a El Liberal tuvieron un éxito sensacional. Se lo confirmará la lluvia de propuestas laborales que recibe inmediatamente, entre todas, brilla la de Torcuato Luca de Tena que le ofrece ni más ni menos que sustituir a Azorín como cronista parlamentario de ABC. ¡Lo ha conseguido!

A Fernández Flórez le gustaba mucho contar este cuento, que venía a ser como el segundo capítulo del mito de su nacimiento periodístico. En ninguna de sus versiones, se refiere al sombrero de ala ancha. No es extraño, porque ya había renunciado a él sustituyéndolo por un canotier. Calló esa concesión o quizás no. Quizás hablaba del simpático canotier con el que tuvo que cubrirse el periodista ameno y ligero para no desentonar en San Sebastián, cuando dijo: «Me resigné entonces a “echarlo a broma” y a describir el verano de un modo humorístico, claro está que sufriendo amargamente por tener que rebajarme así». Al verano siguiente, cuando regresó a San Sebastián ya como redactor de ABC, se fotografió con el canotier. La imagen ilustró una de sus crónicas. Aquí se puede ver mejor: la verdad, si estaba sufriendo amargamente por la humillación del sombrerito, no se le nota nada. 

El cuento de los dos sombreros


¿Cuántas veces tuvo la ocasión Wenceslao Fernández Flórez de contar el cuento del sombrero hongo que tuvo la prodigiosa facultad de investirlo como director de periódico? A saber, pero tuvieron que ser muchas, muchísimas. Repetido una vez y otra más, año tras año, el cuento de 1919 fue cambiando lenta e imperceptiblemente; primero quedaba suprimido un detalle, más tarde otro venía a sustituirlo; era incorporado un hallazgo casual y espontáneo o se ensayaban distintos desenlaces estudiando el efecto que creaban en el interlocutor. En fin, para 1933 la versión lucía así de apañada:

«A los veinte años –nos dice Fernández Flórez ofreciéndonos un cigarrillo aromático– era director del Diario de El Ferrol. Estaba yo entonces en La Coruña –mi pueblo natal– escribiendo en La Tierra de Galicia, cuando fui requerido para dirigir el repetido diario ferrolense. Este periódico tenía una gran importancia; por cierto, fue el primero que usó en España la telegrafía sin hilos.
A mi llegada, los primates del partido conservador se habían reunido para juzgarme. Confieso que la impresión que debí de causarles no sería muy satisfactoria. Yo era delgado como una cuña, y mi rostro resultaba completamente infantil.
Por aquella época llevaba yo un sombrero de anchas alas, inclinada una de ellas hacia un lado; era como una reminiscencia de mi romanticismo. Esta reminiscencia, que a mí me parecía de perlas, no debió de parecer tan bien a aquellos señores, porque lo primero que me indicaron fue la necesidad de cambiar mi sombrero –impropio de todo un señor director del Diario de El Ferrol -¡¡por un hongo!!... ¡Ya ve usted! ¡Un hongo!... Pero, en fin, no hubo más remedio que sufrir con resignación el calvario del hongo. Después, acto seguido, ¡a escribir un artículo de política!».

Wenceslao Fernández Flórez, en 1907


La verdad, como suele ser habitual, tiene mucho menos lustre. En 1907, que es la fecha de su llegada al Diario de El Ferrol, las fotos muestran a Wenceslao como un pipiolo convencional y relamido al que cabe imaginar calándose un sombrero hongo, sin que nadie tuviese que sugerírselo, para ganar los años y la distinción que requiere un director de periódico local –local, pero con servicio de telegrafía sin hilos. Entonces comprendió toda la importancia del sombrerismo. Si el hongo lo había convertido por arte de birlibirloque en periodista, él, que pronto se entregó a la ambición de dejar de escribir gacetillas al gusto de los primates ferrolanos, debía tocarse con un sombrero que gritase su voluntad de estilo. La primera noticia de su sombrero de ala ancha –y de las guías «tiesas e insolentes» de su bigote– es de finales de 1910, cuando está a punto de marcharse de O Ferrol para comenzar a trabajar en el periódico coruñés El Noroeste. Acaba de publicar el libro de cuentos La tristeza de la paz. La efigie al carboncillo del autor ilustraba la portada, en la que un comentarista echó en falta «ese algo, verdaderamente típico y característico cuando de retratar a Flórez se trata»: «su sombrero, su personalísimo e invariable sombrero grisáceo, con un ala caída y otra levantada, con el cual, los que solemos ver a Flórez en la calle, nos imaginamos que come, trabaja y duerme». Se había convertido en un hombre a un sombrero pegado; no a un sombrero cualquiera, a un sombrero de ala ancha que avisaba que cubría la notable cabeza de un escritor o, como él mismo decía con estilo sinuoso, las «reminiscencias de mi romanticismo». En 1919, cuando comenzaba el éxito de su carrera en Madrid, el cuento del hongo aún se atenía a cómo fueron las cosas. En 1933, cuando el periodista ya había conquistado un enorme éxito y el escritor había perdido el escrúpulo realista de la exactitud, el cuento lograba condensar con extraordinaria efectividad dramática distintos tiempos y el empeño, que mantendría siempre, por defender su vocación literaria, camuflada bajo un sombrero hongo o bajo la firma habitual en los periódicos.

Fernández Flórez, por Castelao (1912)


Wenceslao Fernández Flórez se mantendrá fiel a la imagen acuñada y se preocupará por darle publicidad. Por ejemplo, en las mismas páginas de El Noroeste se publica el dibujo que hizo de él Castelao en 1912 y, dos años después, la coruñesa Casa Tizón exhibe su retrato, obra de Saborit. No es ningún disparate imaginar al periodista dejándose caer, como quien no quiere la cosa, por la calle Real y espiando por el rabillo del ojo el cuadro colocado en el escaparate; ocurrió exactamente así y lo contó él mismo: «Mira uno a su propio retrato, al pasar, de reojo, y, en ese desdoblamiento de personalidad, parece ser aquel señor del sombrero gris de los bigotes erguidos y del vago airecillo impertinente, como alguien totalmente desligado de uno mismo». Ese extrañamiento es el que produce el acusado contraste entre la imagen pública, perfecto «motivo para una fantasía novelera» a lo Dumas en la que ni siquiera falta el «sombrero mosqueteril», y «el secreto de mi realidad vulgarísima». El periodista está encantado con su creación: «Yo me he encontrado muy bien». Ahora, sólo se trataba de perseverar y perseveró en Madrid.

Wenceslao Fernández Flórez, en 1917


Porque no se ha dicho, pero la Casa Tizón era una tienda de muebles y bazar, de ringorrango, que vendía hasta tapices de importación, pero una tienda, al fin y al cabo. No era ese el lugar que ambicionaba Wenceslao para su retrato. Y se mudó a Madrid. Muchos años después dijo: «Yo no tuve nada que aprender aquí. Venía hecho». Una vez más era verdad y era mentira. Cierto que paseó aquel figurín de grandes mostachos, gabán de estudiante y sombrero enfático por la villa y corte. Sirvió para llamar la atención, pero pronto le advirtieron que aquella facha estaba demodé: «Silueta dócil y tímida, aspecto de rebelde de provincias que se encuentra un poco desplazado en la real arrogancia de la Corte». 

Caricatura de Fresno


Al periodista no le quedó más remedio que ir acomodando su imagen a los gustos del tiempo y de la capital. Agachó el ala del sombrero y recortó los bigotes antañones. Y los caricaturistas le enseñaron que no necesitaba accesorios, que en el medio de la cara llevaba la marca que lo singularizaba: una soberbia napia ganchuda. En Madrid se convirtió en un escritor a una nariz pegado. Y así Cansinos Assens pudo escribir de él: “Yo contemplo curioso su rostro duro, de una rigidez marcial, agravada por esa nariz, aguda como un cuchillo torcido, que se la parte en dos, y me explico porqué el hombre se retrata siempre de perfil. ¡Es mucha nariz esa nariz! Es la tragedia del humorista, que lucha con ella como con un biombo, interpuesto entre él y su interlocutor».

De riguroso perfil, fotografiado por Antonio Portela



El hábito y el monje



Un enjambre periodístico de sombreros hongo rodea a Sagasta (1897)


Dice el runrún que el jefe italiano está escandalizado con las mangas de camisa y las camisetas, que quiere a sus periodistas debidamente trajeados. Sólo hay dos formas de entender la desiderata: o es un arrebato nostálgico de quien echa de menos el tiempo en que los plumillas eran conocidos, por su mucho vestir y poco ganar, como «proletarios de levita» o cree que el refranero tiene razón y que el hábito hace al monje. En el primer caso, el asunto es de índole sindical, similar al que se produjo en 1884 cuando se exigió a los informadores levita o chaqué y sombrero de copa para entrar al Congreso de los Diputados. Entonces Luis Taboada alzó la voz para protestar en nombre de sus desastrados compañeros de oficio: «La verdad es que somos muy pocos los que podemos soportar los gastos de vestuario y atrezzo». Si, en cambio, de lo que se trata es de componer el sapillo para que parezca bonillo, sólo podemos convenir y recordar el aleccionador ingreso de Wenceslao Fernández Flórez en el periodismo. Así lo contaba él mismo en una entrevista en 1919:

«Fui redactor-jefe de La Gaceta Minera e Industrial. Mis conocimientos de minería se limitaban a distinguir el carbón de cock de la leña… No conseguí muchos laureles en mi nuevo cargo, y, tras de unos meses en el Heraldo de Galicia, marché a dirigir El Diario Ferrolano. Tenía yo entonces veinte años, y era un muchachito pálido, flaco y diminuto. De La Coruña al Ferrol hay una travesía pésima, que yo hice en un barco rotulado El Mosquito. Los prohombres del partido, editores del diario que yo iba a dirigir, aguardaban mi llegada en la trastienda de una botica. Yo leí en los rostros de aquellos hombres una desoladora decepción. Mi penuria física, agigantada por las huellas de la travesía en El Mosquito influyó notablemente en contra de mis aptitudes periodísticas. “Este hombrecillo –pensaban– no tiene cara de director. Va a fracasar…”.
–Y ¿fracasó usted?
–¡Oh, no! Primeramente, adquirí un sombrero hongo. Esto ya daba a mi persona una respetabilidad. Y, para completar mi figura directorial, dejé crecer mis bigotes en unas proporciones alarmantes».

El hongo lo mismo componía el figurín de todo un señor director de periódico que la triste estampa de un empleado subalterno en un ignoto negociado ministerial. Ahí estaba el problema y también el del traje, a no ser el de corte italiano, claro.

Diputados de sombrero de copa y periodistas de sombrero hongo (1901)


Deogracias Gratis et Amore (XI)





«­En 1979, Vindicación Feminista naufragaba. El ninguneo, la indiferencia con que la revista era recibida por las instituciones y su escasa repercusión pública pusieron a Carmen Alcalde contra las cuerdas. José Ilario Font, fundador de revistas satíricas como Por favor, y director de Play-boy, le ofreció hacerse cargo de las deudas. A cambio, quería publicar un artículo en la revista y Carmen aceptó. El guasón artículo "Confesiones de un feminista" que, en tono de mofa, ridiculizaba a las feministas con el clásico ¿por qué casi todas las feministas quieren parecer feas? valoraba sus ideas de poco serias cuando se indignaban por el simple hecho de que desde las páginas de una revista una modelo esté mostrando su clítoris al tiempo que muestra la lengua, valiente tontería. A Montserrat [Roig] le faltó tiempo para saltar.
   El día 18 de julio escribió a Carmen Alcalde. Primero, le destacó que se había sorprendido de que un hombre publicase en la revista, cuando desde el principio habían decidido que solo publicarían mujeres. Le señaló que “el tono me ha parecido paternalista y trivial” y después “si vais a empezar a dejar que escriban hombres, ¿por qué le habéis elegido a él?”. Sabía que José Ilario se había prestado a salvar la revista. Pero el precio había sido demasiado alto. “Dado que yo me siento corresponsable de la revista y que tengo que ver mi nombre al lado de este ‘feminista’ masculino y exhibicionista frustrado, te agradecería que me pagaseis el artículo. Mi tolerancia en otras revistas solo es posible porque me pagan”».

Betsabé Garcia
Con otros ojos. La biografía de Montserrat Roig
(Roca Editorial, Barcelona, 2016, pp. 332-333)