El tiempo es una mentira


"El mejor símbolo del tiempo es un símbolo español. Es el reloj del Ministerio de la Gobernación, en la Puerta del Sol, de Madrid. Allí, al dar las doce, una pesada bola cae sobre el reloj. Centenares de personas contemplan complacidas ese mazazo que la bola asesta cada día al tiempo exacto. Y el que sea una bola, y no un cubo, tiene también su explicación. Pues solemos llamar bola a una mentira. Y nada mejor que golpear con una mentira sólida, concreta, mecanizada, a esa otra gran mentira etérea, indefinible, abstracta, que es el tiempo".

La cita pertenece a un artículo que Eugenio Granell publicó en el diario dominicano La Nación un día de un mes de un año que no precisaré para, por una vez, no ceder a la superchería que nos disponemos a celebrar con doce uvas, frutas redondas que redondean la metáfora de la gran trola esférica. Sea la fiesta y que nadie se atragante.

Cartafolio veneciano (y XLX)

Aquí me gustaría colocar un cartellino como los que Carpaccio utilizaba para firmar sus lienzos. En aquellos papelitos desplegados, pero que conservaban las marcas en relieve de antiguas dobleces, él anotaba, junto a la fecha de ejecución de la obra, las leyendas: “CARPATHIUS”, “VICTORIS CARPATIO VENETI OPUS”, “VICTOR CARPATHIUS VENETUS PINXIT” o alguna otra variante. En ciertas ocasiones, se permitió la osadía de escribir: “VICTOR CARPATHIUS FINGEBAT” y “VICTOR CARPATHIUS FINXIT”. Pues bien, que mi cartellino diga

RIVUS FINXIT
MMIX

Cartafolio veneciano (XLIX)


A mi regreso, no sé bien si para engañar o alimentar la nostalgia, compré Vida veneciana, de William Dean Howells. Es el libro de impresiones de un viajero sentimental, capaz de rescatar, vivísima, la ciudad en la que residió entre 1861 y 1865. Resulta perfecto para mi estado de ánimo, más todavía cuando descubro que se terminó de imprimir el 14 de julio de 2009, exactamente el día en que llegué a Venecia y que fue también el del nonagésimo séptimo aniversario del desplome del Campanile de San Marcos. Una curiosità veneziana más, por otra parte, sin la menor importancia, porque, como bien escribió Howells, en Venecia “ayer y hoy son lo mismo”.

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“El que está en Venecia es el engañado que cree estar en Venecia. El que sueña con Venecia es el que está en Venecia”. Al regreso de mi viaje, la cita se convierte en un consuelo, no más que un triste y precario consuelo con el que arropo mis sueños venecianos.

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“Quien no la visto no cree lo que de ella se dice, y quien la ve apenas da crédito a lo que ve”, dijo sobre Venecia Luigi Grotto Cieco d`Hadria, en el discurso que pronunció en el acto de consagración de Luigi Mocenigo como Serenísimo Dux de Venecia el 23 de agosto de 1570. Cuento mi viaje a Venecia a quien no la ha visto, desplegando un catálogo de adjetivos que pretenden ser los más descriptivos, inspirados y convincentes sobre la belleza de la ciudad. Mi interlocutor me atiende con la misma atención descreída que los venecianos prestaron al fabuloso relato de su estancia en la corte de Kublai Khan que hizo Marco Polo, al que apodaron “Il Milion”, el de las mil mentiras. Supongo que le resultaría completamente indiferente el escepticismo de sus paisanos, como a mí. Porque sé que la belleza de Venecia es cierta, aunque resulte inverosímil, incluso para quienes la hemos contemplado con nuestros propios ojos.


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Antes del viaje a Venecia, todas las versiones de la ciudad eran bellas y ciertas. Después de Venecia, cuando hemos forjado nuestro criterio tras ver la ciudad con nuestros propios ojos, nuestra personal sensibilidad y nuestro particular temperamento, algunas versiones siguen conservando intacta su belleza, pero resultan más discutibles. Es el caso de la veduta de La Riva degli Schiavoni, en la que el fastuoso Bucintoro aguarda al dux y su comitiva, un lienzo de Leandro Bassano que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Madrid. Juzgamos que al pintor, como a algunos escritores, le fallan algunas perspectivas y se equivoca en ciertas proporciones. Luego están aquellas versiones que no sólo conservan su belleza, sino que aciertan a expresar lo que la propia experiencia, en el mejor de los casos, sólo intuyó difusamente. Así lo hace Marca de agua, de Joseph Brodsky, una lúcida y certera revelación de la verdad poética que encarna Venecia. El libro tiene imágenes de una potencia inolvidable, como la propia ciudad que las inspiró.

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Yo, como Marek, el protagonista de Una temporada en Venecia de Wlodzimierz Odojewski, no me decidía a visitar Venecia, a pesar de que en más de una ocasión estuve muy cerca de ella. Si desaproveché la oportunidad no fue por falta de interés o curiosidad. Al contrario, Venecia me atraía poderosamente y hasta me obsesionaba. Mi fascinación venía de muy lejos, aunque no pueda decir que me acompañase desde la infancia, como en el caso de Marek. Pero, de algún modo, igual que él, sentía miedo a ese viaje. Creía que supondría, inevitablemente, comparar la Venecia real con mi Venecia ideal. Me empeñaba en preservar la ciudad leída, imaginada y soñada. Cuando, por fin, decidí el viaje, no había vencido aquel miedo que ahora me resulta absurdo. He descubierto que, como no podría ser de otro modo, la Venecia real contiene mi Venecia ideal. Si fuese necesaria una declaración expresa, un atajo a tantos rodeos como he dado, diría: Venecia no sólo no abolió mi Venecia, sino que la fecundó más allá de lo que imaginar o soñar se pueda.

Cartafolio veneciano (XLVIII)


El embate de cada nueva invasión bárbara iba acompañado por el desplazamiento de poblaciones enteras que abandonaban sus casas y buscaban refugio en los cenagosos islotes de la laguna. Al cesar el peligro, regresaban a tierra firme; cuando la amenaza reaparecía, ellos volvían a las marismas. Así, hasta que se cansaron de aquella provisionalidad perpetua y, más que de ella, seguramente del miedo también perenne. Decidieron entonces instalarse de forma definitiva en aquellos parajes inhóspitos, pero seguros. Ese fue el origen de la ciudad que habrían de llamar Venecia. Como escribió Casiodoro, aquellos hombres vivieron “cual las Cícladas, sobre la superficie del agua”. Con el transcurrir de los siglos, podría decirse que fueron perdiendo la memoria de la vida en tierra. Lejos de ser exiliados nostálgicos, desarrollaron un sentimiento de orgullo aristocrático por vivir en el mar, por el mar y para el mar. Al mismo tiempo, fueron engendrando también una completa indiferencia hacia el continente e incluso hacia sus posesiones en él. En vísperas de abandonar Venecia, la vuelta a casa se me representa tan inverosímil como a los venecianos la existencia de terraferma.

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A los “viajeros superficiales, que encuentran muy bien Venecia para una semana”, Henry James les aconsejó: “Cuando hayas pedido la cuenta para marcharte, págala y quédate, y verás a la mañana siguiente que estás profundamente unido a Venecia”. Exactamente cuando se cumplía una semana de mi estancia, pedí la cuenta, la pagué y… me marché. Diré en mi descargo que fue muy a mi pesar. Por eso, no quisiera ser juzgada como una visitante superficial. Por otra parte, para saber que mi indisoluble unión a Venecia ya estaba sellada, no me hacía falta una ceremonia de esponsales con la novia del Adriático, ni tampoco la mañana de un octavo día.

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En Venecia jugué a adivinar si quienes arrastraban su maleta acababan de llegar o se disponían a abandonar la ciudad. Me parecía un ejercicio deductivo muy sencillo. A los primeros los delataba la fascinación maravillada, atónita y risueña que se dibujaba en sus caras ante la primera visión de la ciudad; a los segundos, no un presentimiento de futura nostalgia, sino la sombra de la nostalgia misma. Yo misma sentí ese dolor prematuro el día de la partida. Entonces, miré a Venecia por última vez. Sé que lo hice de idéntico modo que la primera, porque sentí lo mismo que entonces. Creo que conseguí engañar a aquel que -Venecia y sus espejos y sus duplicados- estuviese jugando al mismo juego que yo practiqué.

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Desentendiéndose del trabajo que les compete, los historiadores han renunciado a encontrar una frase con la que cerrar el relato de los más de mil años de historia de la Serenísima República. Como, no obstante, de alguna forma tenían que salir del brete, le traspasaron esa responsabilidad al último dogo veneciano. La frase elegida fue la que pronunció Ludovico Manin mientras se desprendía definitivamente del corno ducal y la cuffietta: “Tolè, questa no la dopera più” (“Llévatela; no volveré a necesitarla”). Es fácil advertir que, desde luego, no se trata de una frase a la altura del trascendental momento, ni del relumbrón que se le exige a una declaración para pasar a la historia. Pero no hay que juzgar por ella a Manin, que creía estar hablando a su ayuda de cámara y no a la posteridad. Dadas las circunstancias, es de suponer que tenía otras preocupaciones que le distrajeron de la tarea de sacar las castañas del fuego a los historiadores del futuro. Ni la dejadez de los historiadores, ni la inconsciencia de Ludovico Manin me sirven de ejemplo para elegir la frase con la que despedirme de los siete días en Venecia que han tenido la densidad de un milenio. Dadas mis pesarosas circunstancias, opto por el silencio.

Cartafolio veneciano (XLVII)


Palabras ajenas que robo sin tener conciencia de cometer un delito, porque ellas, hablando de nosotros, nos pertenecen: “Nuestros pasos recorrieron todas las calli; nuestra góndola surcó todos los canales”.

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No es necesario seguir robando palabras para intentar explicar nuestra Venecia, ni habría sido necesario este empeño de buscar palabras propias, porque todo está expresado en las que nos regalaron y que nos retrataron como “namorados moradores do contorno do Bovolo e entusiastas paseadores do laberinto tantas veces soñado, antes e despois, polas canles oníricas”.

Cartafolio veneciano (XLVI)


El hombre que empuja esforzadamente por los escalones de un puente un carro con la mercancía que despachará un bar, la embarcación que descarga las toallas inmaculadas y perfectamente planchadas antes de recoger los fardos embarullados de las que los huéspedes del hotel han utilizado, la lancha de los bomberos que atraviesa con urgencia el Gran Canal o la que porta un enorme mueble ropero con prudente parsimonia son rastros de la vida cotidiana en Venecia. Pero la imaginación romántica prefiere entretenerse haciendo conjeturas sobre la vida de quien habita esa habitación de Campo San Angelo y mantiene la luz encendida hasta altas horas de la madrugada. Y la misma imaginación no se acobarda a la hora de dar el vertiginoso salto de colocarse en el lugar del joven que vive en aquella sala de grandes ventanales que se asoman a Campo Santo Stefano.

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Anywhere out of the world. Venecia, out of the world and out of the time, es la aspiración que el spleen creía inalcanzable.

Cartafolio veneciano (XLV)


Venecia siempre vio sus calles animadas por los viajeros de las más diversas procedencias. No por casualidad en el capitel de una de las columnas del Palacio Ducal fueron labrados los rostros de un latino, un tártaro, un turco, un húngaro, un griego, un godo, un egipcio y un persa. Además, la toponimia de la ciudad todavía evoca la presencia de armenios, griegos, alemanes y eslavos. El origen multinacional de los turistas de hoy puede sorprender a los turistas, no a Venecia.

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Quienes despotrican contra la cantidad de turistas que hay en Venecia olvidan dos cosas: primera, que ellos forman parte del rebaño que dicen detestar; y segunda, que en el dédalo veneciano no hay ningún peligroso Minotauro, ni tampoco siquiera un perro pastor que les impida abandonar la grey para encontrar la calle vecina absolutamente desierta.

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En Venecia, el Reino de Oz aguarda al final del camino de baldosas amarillas o, lo que es lo mismo, del itinerario marcado por las constantes indicaciones Per Rialto y Per San Marco. Pero el visitante ha de recordar que no importa, que incluso es conveniente, dar un rodeo o extraviarse antes de descubrir las maravillas de Oz. Porque, como comprendieron finalmente Dorothy y sus compañeros, la magia y sus prodigios se producen durante el camino.

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Por cierto y aunque quede muy atrás el tema de los leones venecianos, en la fachada de la Scuola Grande di San Marco hay uno que es idéntico al león que acompañó a Dorothy, idéntico en todos sus detalles, sólo le falta el technicolor.


Cartafolio veneciano (XLIV)


En Venecia el turista sentimental es siempre un frustrado, porque él querría ser original, pero no podrá serlo por más que lo pretenda. En estas circunstancias, al turista sentimental sólo le queda una solución: primero, abandonar su condición de turista e instalarse definitivamente en la ciudad; segundo y más importante, renunciar a ser un sentimental a la manera de Sterne y convertirse en uno de esos eruditos venecianos que uno imagina consumiendo sus horas y ganando dioptrías para su miopía con la lectura de legajos y mamotretos en la Biblioteca Marciana o, mejor, en la del Palazzo Querini-Stampalia, que tiene el horario perfecto para un erudito realmente entregado a su misión (no cierra hasta las doce de la noche). Si todavía queda un pequeño resquicio para la originalidad, sólo está a disposición de estos sabios que acumulan erudiciones venecianas. Lo que, después de un vistazo rápido a los fondos bibliográficos de las librerías Toletta y Goldoni, también comienzo a dudar. No sé si habrá algún tema relacionado con su historia, política, diplomacia, economía, arte, artesanía, música, arquitectura, literatura, leyendas, tradición naval, gastronomía, flora o fauna, por minúsculo e irrelevante que pueda parecer, que no haya dado lugar a sesudos estudios. Pero, insisto, el turista sentimental que realmente aspire a la originalidad no tiene más remedio que intentarlo. Ha de dar con un tema relativamente inédito y consagrarse a él en cuerpo y alma. Y aún así…

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Tengo la sensación de haber llegado demasiado tarde para cumplir mi vocación de erudita en Venecia, porque el tema del callejero que tanto me fascina ya lo agotó hace más de un siglo Giuseppe Tassini. Puestos a buscar una alternativa, creo que no me importaría emprender una magna investigación sobre esos minúsculos manicidi posata in legno que se muestran en una vitrina del Museo Civico Correr. Al parecer, estos taponcitos para botellas y frascos era un tipo de manufactura veneciana muy común en el siglo XVIII. Me quedé prendada de la minuciosidad con que fueron tallados y también de las imágenes representadas, mitológicas y bíblicas, según reza la pudibunda información del museo. Yo lo que vi en ellas fueron las escenas de sexo más explícitas que encontré en toda Venecia. Acabo de reparar que son piezas demasiado singulares como para que hayan pasado inadvertidas en una Venecia que si no esconde, tampoco hace alarde de la historia de sus Casanovas y sus cortesanas. Me temo que habrán dado lugar a varias generaciones de miopes y a unas cuantas toneladas de papel.

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La escritura sobre Venecia sólo admite dos puntos de vista: el competente, del sabio que ha entregado su vida a acumular erudiciones; y el amateur, del turista sentimental. A este último, por poca inteligencia y sentido del decoro que lo adornen, no le queda más remedio que reírse de sus ocurrencias.

Cartafolio veneciano (XLIII)


En Venecia, escribió Mauricio Wiesenthal, “siempre hay algo que uno debería ver y no ve; o que uno no quiere contarle a nadie”. Lo que Wiesenthal no quiere contar y no cuenta es dónde está la antiquísima iglesia –“el monumento mágico más maravilloso de Venecia”–, en cuyo interior encontró una solitaria columna verde. Quizás porque verdes son los ojos del monstruo de los celos, Wiesenthal se reserva celosamente esa información. A decir verdad, no es fácil oír hablar de esa columna, incluso Giulio Lorenzetti, en su monumental Venezia e il suo estuario, se olvida de ella. Así que fue el azar de un paseo el que me llevó hasta esa columna de mármol verde y capitel jónico, probablemente del siglo VI y traída por Alí Baba desde Bizancio. Es una de las que sujetan, a la derecha, la nave central de San Giacomo dall’Orio. La iglesia es, efectivamente, antiquísima, puesto que sus orígenes se remontan al siglo IX, y también muy hermosa. Su belleza es más tranquila y recoleta, menos grandilocuente, que la de otras iglesias venecianas, lo que seguramente ha contribuido a preservar el secreto de esa columna o, por lo menos, a provocar en el visitante la sensación de que acaba de realizar un fabuloso hallazgo. No voy a pedir disculpas a Wiesenthal por desvelar su secreto, porque no creo que haya traición. Al fin y al cabo, él no quiso confiármelo y, por otra parte, es un dudoso secreto éste del que ya habían hablado Ruskin y D’Annunzio, como he terminado por averiguar.

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El secreto de la columna verde que quería reservarse Wiesenthal denota un rasgo de esnobismo propio, no de las golondrinas como predica el título de su libro. Seamos indulgentes, es el tipo esnobismo al que ningún viajero sentimental es capaz de sustraerse, como bien advirtió Henry James: “La única desavenencia del turista sentimental con Venecia es que allí tiene demasiados competidores. Prefiere estar solo, ser original, tener, al menos para sí, el aire de realizar descubrimientos”.

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Destapar el esnobismo de Wiesenthal es, no lo discuto, otra modalidad de esnobismo.

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Si respeto mi compromiso de fidelidad a lo que fue mi viaje, he de admitir que yo también me di el aire de haber realizado un descubrimiento en Venecia, quizás menudo, pero descubrimiento al fin y al cabo. Era el secreto aquel de las calles Cafetier. Lo revelaría a su debido tiempo y sólo a un exclusivo círculo de iniciados en la religión del café. La ilusión me duró poco, exactamente hasta el momento en que leí, estando todavía en Venecia, un artículo de Roger Salas en la edición internacional del diario El País. En él decía, con vaguedad impropia en un periodista, que en Venecia había “un montón” de calles con el nombre Cafetier. Así que mi sensacional secreto venía cacareado en los papeles del día, por cierto, bajo un titular que delata a su autor como un típico esnob veneciano: “Guía secreta de la ciudad del agua”.

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Nuestra ignorancia es la que nos convence de que somos los únicos dueños de los secretos venecianos. Ya lo había dicho Henry James: “No queda nada por descubrir ni describir, y la actitud original es del todo imposible”. Y lo recordó Mary McCarthy: “Nada puede decirse aquí (incluida esta afirmación) que no se haya dicho ya”. De ahí el fenomenal chasco que se lleva aquella mujer, a la que se refirió McCarthy, cuando es informada de que la pequeña iglesia que cree haber descubierto, una joya recóndita que supone ignorada, no es otra que la celebérrima Santa Maria dei Miracoli. Sí, los esnobs resultamos ridículamente cómicos en el momento de ser desenmascarados.

Cartafolio veneciano (XLII)

Aquello de “Veneziani, poi Cristiani” (“Primero venecianos, después cristianos”) era, ni más ni menos, la forma que tenía la Serenísima República para referirse a la realpolitik que con astucia practicaba.

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Soy incapaz de juzgar severamente la reputación de poder ejercido con inclemente crueldad que la Serenísima República se ganó a pulso. Creo que esto se debe al modo en que Venecia adereza el relato de sus anales. Por ejemplo, se dice que el color rosado de dos de las columnas de la galería occidental del Palacio Ducal es el recuerdo desleído del rojo con que antaño fueron teñidas por la sangre de los ajusticiados que allí colgaron. Como cualquiera puede apreciar, las columnas siempre debieron tener ese color que las singulariza del resto. Entonces, el visitante se ríe de su ingenuidad por haber dado pábulo, siquiera por un instante, al cuento y se olvida de la sangre. En efecto, lo que da medida de la capacidad fabuladora de Venecia es su extraordinaria habilidad para convertir una historia tantas veces truculenta en inofensiva leyenda, en una anécdota para deleite del visitante.

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Venecia no tiene inconveniente en divulgar que fue el escenario de la desdicha o la muerte de algunos visitantes ilustres. No es sólo que sepa que esas historias no dañan su impecable imagen de destino turístico, incluso se diría que le hacen gracia. Sin embargo, guarda silencio sobre el episodio que podría figurar como el ejemplo de la más censurable falta de hospitalidad, si no fuese porque constituye, en realidad, uno de los terribles capítulos de la historia de la infamia universal. Se trata del relato de cómo Giovanni Mocenigo, después de invitar y acoger en su casa a Giordano Bruno, lo denunció a la Inquisición que, con el permiso de Venecia, finalmente lo condujo a la hoguera católica, apostólica y romana de Campo de’ Fiori.

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Entre las contadas representaciones artísticas de la siniestra figura del espía, tan bien conocida por Venecia, se cuenta una de las tallas de madera de Francesco Pianta que completan la decoración de la Scuola di San Rocco. Quizás no debiera extrañarnos que el personaje tuviese que aguardar al alambicado enmascaramiento del Barroco para merecer atención y ser cabalmente interpretado.

Cartafolio veneciano (XLI)


La Basílica de San Marcos, en particular, y Venecia, en general, pueden ser contempladas, tal y como hizo Mary McCarthy, como la cueva de Alí Baba que guarda el oro, la plata y los tesoros expoliados por la Serenísima República a lo largo de su historia. Esa visión es perfectamente compatible con la de Venecia como un inmenso collage. Así invita a hacerlo, ofreciéndose como metáfora, la Pala d’Oro de la Basílica, compuesta por sucesivas incrustaciones de piedras preciosas y esmaltes; y también el hermosísimo mosaico véneto-bizantino de los siglos XII y XIII, de la Catedral de Torcello, que representa el juicio universal y en el aparece integrado un fragmento de un mosaico pagano de época romana. También un collage resulta el cocodrilo –o dragón o lo que quiera que sea ese ejemplar único del bestiario veneciano– que acompaña a San Teodoro en una de las columnas monolíticas de la Piazzetta de San Marco. No es posible encaramarse a esa prodigiosa altura para ver el fantástico animal, ni tampoco hace falta, porque el original se conserva en el interior del Palacio Ducal, donde se aprecia cómoda y perfectamente que es el resultado de ensamblar fragmentos de distintas e ignoradas procedencias. Venecia es el collage que habría diseñado Alí Baba si, además de ladrón, fuese un artista.

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Alguien que disfruta provocándome, jugando a ejercer de desacreditador de Venecia, lee lo que acabo de escribir y se permite corregirme y decir que el cocodrilo de San Teodoro parece, más bien, el animal resultante del trabajo de corte y confección de un poco diestro doctor Frankenstein. No le hago ningún caso, porque sé que su escepticismo veneciano es una impostura, una máscara idéntica a la de tantos otros que, para no pasar por sentimentaloides, se esfuerzan en destapar los supuestos fraudes y falsificaciones de la ciudad. No merece la pena discutir con esos esnobs incapaces de rendirse sin condiciones a Venecia, porque, aunque no lo quieran admitir abiertamente, aman a Venecia tanto o más que nosotros.

Cartafolio veneciano (XL)


No soy muy original en el juicio. A mí no me gusta, como a casi nadie, la iglesia del Redentore, de Andrea Palladio. Ahora mismo no recuerdo quién dijo que su arquitectura era ártica; me parece exacto. Quizás esa iglesia en otra ciudad nos causaría otra impresión. Pero la exactitud de sus líneas tiradas con escuadra y cartabón y sus perfectas simetrías la hacen intolerable, inadecuada e incomprensible para Venecia, que se complace y nos complace en la diagonal, en lo oblicuo, en la curva. Véanse sus puentes, todos stortos aunque no se llamen así; la planta de la Piazza de San Marco, que no es un rectángulo perfecto como podría parecer en un primer golpe de vista; el plano del callejero de la ciudad, absolutamente enmarañado; sus campaniles inclinados; los meandros que dibuja la “z” del Gran Canal; la madera delicadamente retorcida de la forcola de las góndolas, o la espiral de la escalera de caracol del Palazzo Contarini del Bovolo. Venecia es sinuosa y el temperamento de Palladio, rectilíneo. Definitivamente, Venecia no era una ciudad para Palladio.

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Ya de vuelta en casa, revisando el mapa de Venecia, descubro que desde el arco que se abre al final de Ramo Minelli y que se asoma al canal del Rio de Verona, donde pasé tanto tiempo espiando el paso de las góndolas, veía constantemente la parte trasera del Palazzo Contarini del Bovolo. Me parece increíble. Lo cotejo con otro mapa de Venecia para confirmarlo y lo confirmo. Las vueltas y revueltas que di desde aquel lugar para llegar al palacio me habrían hecho jurar que estaba muchísimo más lejos. Esta experiencia diferida del laberinto veneciano me dio la justa medida de la extraordinaria desorientación que puede provocar la ciudad.

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No es que la propaganda no advierta que se repite, es que sabe que sólo alcanzará el éxito a través de la redundancia. Por eso el Palacio Ducal redunda en la redundancia de la grandeza de la Serenísima República.

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La sucesión de ventanas bajo arcos de medio punto de las Procuratie Vecchie es un momento de enajenación del Renacimiento que, en su delirio, aspira al infinito. Quién podría imaginar ese rapto de maravillosa locura en él, siempre tan medido y cabal, tan equilibrado y cuerdo.


Cartafolio veneciano (XXXIX)


El tópico es cierto: Venecia tiene la luz y los colores que pintaron Tiziano, Tintoretto y Canaletto. Así lo advierte el visitante que, no por ir avisado, deja de sorprenderse. Su asombro es idéntico al de otro viajero que, en ese mismo momento, estará alcanzando la magnífica revelación de que los cielos velazqueños son los de Madrid. No sé por qué nos desconcierta el descubrimiento de que los pintores no necesitaron inventar el cromatismo de sus lienzos. Tal vez porque parecen ser descabalgados de su condición de dioses todopoderosos trabajando en la génesis del mundo. Qué extraña es nuestra fe en la capacidad creadora del hombre y nuestro escepticismo sobre la potencia germinal de la naturaleza.

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En Betanzos encontraba Álvaro Cunqueiro “algo que es violeta y oro y como un color que fuese solamente luz” y que siempre le recordó las tintas de los últimos grandes pintores de Venecia. Para el escritor constituía un placer contemplar “en septiembre y por la vendimia ese colorido de la gran escuela veneciana –esas lentas tardes del Veronés, carmesí y oro, que luego se hacen vino fresco y frutal, de tal modo coloreado que nos podemos beber al Veronés y al Tintoretto-”. En cierta ocasión, en uno de sus artículos periodísticos, Cunqueiro dijo que se entretenía buscando parecidos europeos a los paisajes gallegos “como quien busca tres pies al gato”, por motivos “de vaga imaginación y todavía más vaga literatura”. Yo creo más bien que esa necesidad que sintió de ver vivos los colores de la pintura veneciana, más todavía, de bebérselos y comulgar con ellos, era el desahogo que encontraba su inmensa nostalgia veneciana.

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Si sería un achaque grave la nostalgia de Cunqueiro, que hasta los caneiros le parecían una fiesta veneciana…

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No tengo el propósito de adelantar acontecimientos y, menos que ninguno, mi regreso de la ciudad de los canales, pero he de reconocer que mi saudade veneciana convertirá un catamarán en un vaporetto y los cañones del Sil en el Gran Canal.

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La historia bíblica de Susana y el juicio de Daniel es uno de los temas recurrentes de la pintura veneciana. Invariablemente, la escena elegida para evocar el relato es aquella en que los viejos, escondidos en el jardín, acechan con lujuria a Susana mientras se baña. Los turistas somos esos viejos voyeurs espiando el baño de la hermosa y joven Venecia.

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Venecia puso extremo cuidado en evitar que sus dogos se convirtiesen en príncipes y su República, en una monarquía hereditaria. Para entender hasta qué punto el dogo era antes una figura simbólica que un poder efectivo, basta contemplar cualquiera de los retratos de los sucesores de Orso Ipato. Pueden parecer figuras patricias o aristocráticas, porque lo eran, pero ninguna de ellas aparece investida por el menor signo de dignidad mayestática o regia.

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Ignoro por completo si los estudios de Doppler explicaron la percepción engañosa que tenemos en ocasiones, cuando creemos oír por la derecha un tren que, en realidad, se aproxima a nosotros por la izquierda, o a la inversa. En cualquier caso, en Venecia yo experimenté esa sensación. Me pareció que el tren que oía aproximarse por la derecha era el de Tintoretto y en aquel sentido yo vigilaba. Resultó que el tren se acercaba por la izquierda y, desprevenida como estaba, me arrolló. Era el tren de Bellini y Carpaccio, quienes literalmente me arrollaron con su exquisita sensibilidad.

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Es extraño que sea precisamente Venecia la que conserve el retrato que hizo Giorgone de la vejez de aquella mujer con la advertencia Col tempo.


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Paolo Veronese cumplió el encargo, pero no al gusto de sus clientes. La última cena que pintó para decorar el convento dominico de Santi Giovanni e Paolo fue considerado absolutamente inapropiado por la Inquisición. En el lienzo aparecían hombres vestidos según la moda alemana y que, además, parecían estar borrachos, bufones, un apóstol usando un escarbadientes y un personaje sangrando por la nariz. Se había tomado demasiadas licencias para representar un momento crucial del relato de los Evangelios y se le pidió que rectificara el cuadro. Pero el pintor no retocó ni uno solo de los detalles irreverentes que tanto habían disgustado a los celosos guardianes de la ortodoxia. Se limitó a cambiar el título del cuadro por el de Banquete en casa de Leví, que es con el que todavía hoy se expone en la Accademia. No cabe duda de que la solución de El Veronés –sacrificar el título para salvar el cuadro– fue muy ingeniosa, pero no nos es válida a los periodistas. Sabemos que nuestros lectores no siempre contemplan el cuadro pintado por la crónica, sino que acostumbran a quedar satisfechos con el titular. Siendo así, no nos queda más remedio que poner toda la intención en nuestros títulos y, después, defenderlos con uñas y dientes ante la Inquisición.

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Imposible discernir si la luminosidad que inunda el vestíbulo del Palazzo Venier dei Leoni es la luz de Venecia que entra por los ventanales que dan a la terraza o sale del lienzo En la playa (El baño) de Picasso. Quizás sean las dos luces sumadas y confundidas. En cualquier caso, no imagino lugar en el mundo más adecuado para que ese cuadro sea mostrado y admirado.

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En realidad, no cabe imaginar mejor marco que Venecia –bizantina, gótica y renacentista– para toda la colección de arte contemporáneo de Peggy Guggenheim. Venecia es el contexto clásico en el que esas obras de vanguardia de principios del siglo XX alcanzan otra dimensión de su belleza. De un modo similar, no cabe imaginar una banda sonora más perfecta para contemplar la Piazzetta de San Marco al anochecer que la música de jazz de Charlie Parker interpretada por la orquesta del Caffè Chiogga. Sólo se me ocurre comparar ambas experiencias con la del descubrimiento de la belleza inédita que adquiere la escultura romana expuesta junto a la maquinaria hidroeléctrica de la Centrale Montemartini en la capital italiana. La belleza no entiende las distinciones escolares de estilos y épocas. La belleza es siempre congruente con la belleza.

Cartafolio veneciano (XXXVIII)


Philippe Sollers escribió: “Venecia, ahí radica su secreto, es un amplificador. Si uno es feliz, lo será diez veces más; si es infeliz, cien veces más”. No sé si Venecia era la culpable de amplificar la infelicidad de aquel joven que había buscado aquel lugar ajeno a la procesión de turistas, un lateral de la iglesia de la Madonna dei Miracoli, para tocar con su acordeón una melodía con una lentitud más que triste, desesperada. Aquel gemido, un abismo de agonía, despedazó en lágrimas mi felicidad. La desdicha sigue existiendo, a pesar de Venecia e incluso en Venecia. (Si hubiesen escuchado aquella música, no condenarían este apunte, como lo están haciendo, por denotar un ñoño sentimentalismo; lo juzgarían inapropiadamente sobrio y frío).

Cartafolio veneciano (XXXVII)

Muy cerca de la entrada a la zona reservada a los pabellones de la Bienale, se encuentra el monumento a la partisana véneta. La figura está tumbada y medio inmersa en el agua de la laguna. Es una Venus naciendo y renaciendo de la espuma del mar.

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Las partisanas vénetas fueron hijas de Elena Cassandra Tarabotti, aquella mujer de la primera mitad del Settecento que ingresó por imperativo paterno en el convento de Sant’Anna en Castello. Aquellas paredes en la que la recluyeron no consiguieron aprisionar su indómita libertad para pensar y escribir. Suyos son los textos Tirannia paterna, Inferno monacale, Antisatira contra il lusso donnesco y Che le donne siano della spetie degli uomini. Todas las partisanas –las que fueron, las que somos y las que serán– constituyen la descendencia de Tarabotti y de tantas otras libérrimas donne veneziane.

Cartafolio veneciano (XXXVI)


A principios del siglo XVI, la comunidad judía fue segregada en un islote de Cannaregio. El lugar elegido fue aquel donde había tenido establecimiento una fundición, es decir, un ghetto, palabra veneciana que iba a ser adoptada por otros idiomas como también lo sería la política a la que aludía. Al caer la noche, los accesos a la isla eran cerrados y guardias cristianos vigilaban que la población no violase el confinamiento. Sólo al amanecer, al toque de la Marangona, las puertas se reabrían. Para hacer más claustrofóbica aquella reclusión, se decidió que las ventanas de los edificios que miraban al exterior del gueto fuesen cegadas. Era, sin duda, un añadido cruel a la política represiva, pero absolutamente coherente con ella. Quien dictó la orden sabía bien que contemplar Venecia es una forma de poseer la ciudad. Y eso era algo que, ni siquiera de forma simbólica, iba a ser tolerado a los habitantes del gueto.

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En contra de lo que indican los adjetivos, el Guetto Nuovo fue el primero en el que se asentaron los judíos. Sólo más tarde y ante el aumento de la población fue ocupado el Guetto Vecchio. Ahí está esa confusión de lo nuevo y lo viejo, de los tiempos y las edades, que le es tan querida a Venecia.

Cartafolio veneciano (XXXV)

Jean-Paul Sartre creyó descubrir en Venecia el capricho constante de la huida: “La verdadera Venecia, dondequiera que vayamos, la encontramos siempre en otro sitio. Para mí al menos, es así. Por general, me contento más bien con lo que tengo, pero en Venecia soy presa como de una locura envidiosa; si no me contuviera, estaría todo el tiempo en los puentes o en las góndolas buscando frenéticamente la Venecia secreta de la otra orilla”. Ningún reproche más injustificado se puede hacer a Venecia que ese de que la ciudad huye, se escapa o se esconde. No es cierta la inconstancia de Venecia, que se entrega -toda ella- en cualquiera de sus momentos y en cualquiera de sus rincones. La impaciencia ansiosa de Sartre no le concedía tiempo a Venecia para cruzar de orilla y llegar a él.

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No puedo estar más de acuerdo con José Ángel Valente, ni decirlo mejor que él:

“Para visitar una ciudad es necesario salir a su encuentro, buscarla, caminarla para ver esto o aquello; pero es más importante sentarse en algún lugar a propósito a esperarla, como se puede esperar a una muchacha. Esperarla tranquilamente, sin hacer nada, escuchando o mirando; al cabo, vendrá. Entonces es cuando uno empieza a sentirse bien, es decir, a sentirse un poco parte de ella, a conocerla. No hay cosa más estéril que el turismo exhaustivo, en pantalón corto y a grandes jornadas. Jamás se perderá así el sentido de la provisionalidad, de la ojeada transitoria, urgida siempre por lo que aún tiene que ver. El turista perfecto es el que ha olvidado los límites de su economía, por débil que sea, y de su tiempo. Sobre todo de su tiempo. El que no sea capaz de perder dos o tres horas diarias en nada, en tomarse un café o en sentarse en una esquina, volverá con las manos vacías”.

Así que pateé Venecia, gastando en San Marco, San Polo, Santa Croce, Dorsoduro, Cannaregio y Castello el esparto de mis alpargatas, hasta dejarlas completamente destrozadas, inservibles para dar un paso más. Porque, además, sentí la avaricia suprema del secreto de la ciudad y de las únicas fotos que no se borrarán de la memoria me senté en muchas ocasiones a esperar a Venecia. Ella vino a mí mientras admiraba el Gran Canal y el puente de Rialto desde la Riva del Vin, allí donde tienen un embarcadero las góndolas; una noche mientras tomaba un helado a los pies de la fachada de la Scuola Grande di San Rocco y en las escaleras de la iglesia de Santa Maria della Salute, justo cuando me incorporé después de haber tumbado todo el cuerpo en el mármol frío. Ahora bien, para esperar a Venecia, nada hay más a propósito que sus campi, por ejemplo, Campo Santa Margherita, alborotado por una festa di laurea, o Campo San Luca, donde el bar Torino ofrece la oportunidad de tomar un spritz al aperol mientras se espía el trajín del exterior. También atendí aquel mandamiento de perder el tiempo para ganar la ciudad a los pies del brocal del pozo que hay en el Campo dei Mori, en un rincón del Campo Ghetto Nuovo y en una terraza de Campo Santo Stefano. En todos esos lugares pude sentir que estaba en Venecia y no de paso por Venecia, creer la mentira de que yo formaba parte de la ciudad.


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Creí reconocer en la terraza del Rosa Salva, en Campo Santi Giovanni e Paolo, a José Luis Guerín. No podría asegurar si en verdad era él o tan sólo una ilusión creada por la curiosidad repentina de saber cómo sería su película sobre Venecia.

Cartafolio veneciano (XXXIV)


Cuentan que en cierta ocasión Fray Mauro el Cosmógrafo recibió en el convento de San Michele in Isola la visita de un senador. Tras contemplar en un mapa el pequeño puntito que representaba a Venecia en medio de la vasta extensión de los cinco continentes, ordenó al fraile: “Haz el mundo más pequeño y Venecia más grande”. El mapamundi que dibujase más fielmente mi imago mundi sería aquel que deseaba el senador.

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Fray Mauro no necesitó abandonar su retiro monástico para realizar magníficas cartas cosmográficas. Las crónicas explican que se servía de las informaciones que le facilitaban viajeros venecianos; la leyenda que sus trabajos reproducían los sueños del diablo que el fraile sabía concentrar y proyectar en las nubes que cubrían la isla de San Michele. Siempre son fascinantes los abundantes relatos venecianos que consideran la belleza y la perfección obra del diablo. Me pregunto si nacieron de la idea de que dios ya demostró su impericia con la creación del mundo.

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El visitante puede buscar la belleza de Venecia en los detalles y hasta alquilar escaleras y andamios, emulando a Ruskin, para acceder a los que se esconden en las alturas. Allí encaramado, tendrá la sensación de estar distrayendo su atención de la perfecta armonía con que se ensamblan esas piezas. Si las vedutas a vista de pájaro de la ciudad ejercen en él tan poderosa fascinación es precisamente porque le proporcionan la ilusión de que es posible captar y aprehender simultáneamente el detalle y el conjunto.

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Comparto la fascinación de Predrag Matvejevic por los mapas de Venecia (y envidio la sabiduría que atesora sobre ellos). Sus autores tenían tanto de meticulosos geógrafos dibujando una realidad física como de fabuladores inventándola, porque la perspectiva de la ciudad que mostraban es imposible y cualquiera otra que se le pareciera les fue imposible. La más hermosa Veduta di Venezia a volo d’uccello que conozco es obra de Jacopo De’Barbari y se exhibe en el Museo Civico Correr. Representa la ciudad en 1500 y lo hace con tal minuciosidad que el espectador puede caminar por sus calles y navegar por sus canales. Paseé por esta veduta como lo hice por la Venecia de cinco siglos después, sabiendo que ambas son realidad y fantasía, la ciudad y la utopía.

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Paul Morand tenía en la habitación que ocupaba en 1909 dos imágenes fetiches: una reproducción del planisferio que Fray Mauro realizó en 1457 y otra del plano de Venecia de 1500 de Barbari. Me maravilla descubrir que la fascinación de Paul Morand por esas dos obras haya encontrado, cien años después, un espejo en mi propia fascinación. La sorpresa se reconvierte en la súbita y alegre certeza de alguien que, dentro de cien años más, cultivará su amor –nuestro amor– por el mundo de Fray Mauro y por la ciudad de Barbari.

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La veduta prospettica de Jacopo De’Barbari me permitió poseer la ciudad de un modo imposible incluso desde lo alto del Campanile de San Marcos. La ciudad que se muestra desde allí –nuevo encontronazo con lo inverosímil– es una ciudad sin canales.

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Vista desde el campanile de San Marcos, Venecia es una ciudad apretujada y asfixiada que ha olvidado que necesita los campi y los canales para respirar.

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Venecia es el sueño del mundo. Y el mundo es el sueño de Venecia, como revela la sala de mapas del Palacio Ducal.

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Durante mucho tiempo, las rutas marítimas eran rutas celestes. Los marineros navegaban mirando al cielo, orientándose en sus singladuras gracias a las constelaciones. El globo terrestre y el globo celeste de Vincenzo Coronelli en la Biblioteca Marciana recuerdan que los venecianos surcaron los mares soñando con lejanas costas y mirando al cielo y las estrellas. Así fue literalmente para ellos el viaje, así es metafóricamente para nosotros.

Cartafolio veneciano (XXXIII)


Henry James admitió que había cierta insolencia en la pretensión de añadir algo nuevo a un tema, Venecia, al que resultaba evidente –ya cuando él escribía– que nada podía añadirse. Su coartada es a la que yo misma me aferro mientras persevero en la insolencia: “Considero que el amor al tema es suficiente justificación para escribir”.

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Escribir sobre Venecia es un intento de reconstruir la ciudad tal y como fue para nosotros. “Com’era, dov’era”. Pero es que eso sólo le fue dado hacerlo a Venecia con el Campanile de San Marcos.

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Habría que renunciar a seguir escribiendo sobre Venecia, porque esto se va pareciendo cada vez más a una diarrea. Pero no tengo a mano un frasco de Teriaca, una especie de bálsamo de Fierabrás que vendían en la ciudad durante la Edad Media. Es la endeble excusa que me doy, mientras me acuerdo, de repente y no por casualidad, de la estatua de Niccolò Tommaseo, en Campo Santo Stefano. El escultor hizo descansar el peso de la figura en una pila de libros, pero los colocó de forma tan desafortunada, que parecen, tal cual, una evacuación salida de su culo; una evacuación libresca, incontenible a pesar del escarnio público que ha bautizado el monumento como Il Cagalibri. No sé yo si el recuerdo de Niccolò Tommaseo actuará como eficaz sustitutivo de la Teriaca deteniendo estas cagadas.

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Escribir sobre Venecia es una forma de dejar constancia de que yo estuve allí. Es un modo que se pretende más civilizado, pero, en realidad, es igual de bárbaro, que el empleado por aquellos viajeros del siglo XIX que labraron un graffiti con su nombre y una fecha en algunas de las columnas del Palacio Ducal que hoy se conservan en el Museo dell’Opera.

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Venecia despierta en cualquiera la vocación de la escritura, para definir el modo en que la ciudad impresiona la razón y el sentimiento; la vocación de la pintura, para dibujarla en sus detalles más menudos, y la vocación de la fotografía, para capturarla en el instante único. Por eso, en Venecia, los turistas no dejamos de escribir y pintarrajear en cuadernos y de tomar fotografías, sin importarnos lo más mínimo que la pericia profesional no acompañe a las repentinas y urgentes vocaciones.

Cartafolio veneciano (XXXII)

Nocturno de la Piazza de San Marco. La orquesta del Caffè Quadri toca el tema principal de la banda sonora de la película Titanic. Rigurosamente cierto. Todavía desconcertada, no sé si tengo que interpretar aquello como una muestra del sentido del humor veneciano o como el síntoma de un espíritu refractario a la superstición.

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Tenía entendido que la noche era uno de los grandes momentos de Venecia. Lamento discrepar. Venecia no me parece una de esas ciudades que ofrecen de madrugada secretos y encantos inéditos a la luz del día o que se reinventan en la oscuridad nocturna gracias a los efectos del alumbrado eléctrico, que aquí es muy precario. Así es que Venecia sigue siendo Venecia por la noche, con el grave inconveniente de que se la ve con dificultad.

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Toda la luz de Venecia se refugia al llegar la noche en las fachadas de la Iglesia y la Scuola Grande di San Rocco.

Cartafolio veneciano (XXXI)


Había una insólita megalomanía o tal vez sólo un modesto deseo de no desmerecer la belleza de Venecia en aquella farola que creía ser la luna.

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Cuando Ánxel Fole, mientras todavía estaba describiendo una escena o relatando una anécdota para su Cartafolio de Lugo, ya percibía el futuro escepticismo o incredulidad de sus lectores, lo intentaba atajar con el añadido final de una muletilla muy suya: “Rigurosamente histórico”. La fórmula, con ligeras variaciones, reaparece cuando el periodista no desea que su crónica retrospectiva pase por cuento o invención. Por un motivo muy similar, he sentido la necesidad de colocar la foto de la farola veneciana que pretendía ser la luna llena sobre la Basílica de San Marcos. No fuera a pensar alguien que intentaba hacer literatura.

Cartafolio veneciano (XXX)


He llegado a convencerme de que no hay casa o palacio en Venecia que no haya acogido, en algún momento de su historia, a un insigne huésped, tal es la profusión de placas en las fachadas que acreditan la estancia de un escritor, un pintor o un músico. Pero la más hermosa de todas es la que descubro mientras aguardo a que abra el Palazzo Vernier dei Leoni para ver la colección de arte reunida por Peggy Guggenheim. Muy cerca, en el muro del jardín del Palazzo Dario que mira al Campiello Barbaro, una inscripción recuerda que allí se alojó Henri de Régnier, quien “venezianamente visse e scrisse”. Sin duda alguna, el mayor reconocimiento que puede dispensar Venecia, a la que, es evidente, le trae al pairo lo que digan esos críticos que consideran la prosa de Régnier démodé.

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Christian Doppler, el matemático y físico austríaco que dio explicación al efecto que lleva su nombre, falleció en Venecia el 17 de marzo de 1853. Una placa en el número 4134 de la Riva degli Schiavoni lo recuerda. Se diría que Venecia le ha concedido la placa, reconocimiento que parece reservar en exclusiva para los artistas, porque advierte la sustancia poética de la materia de sus estudios.

[Imagen: Le Palais Dario, de Claude Monet (1908)].

Cartafolio veneciano (XXIX)


La Venecia que vi relucía bajo el sol y desbordaba alegría. No sé si un viaje en otra estación del año, en otoño o invierno, con acqua alta, corregiría esta impresión. Probablemente no. Al fin y al cabo, uno termina encontrando lo que busca. Por eso, los románticos del siglo XIX descubrieron en Venecia una ruina melancólica ahogándose. Por la misma razón, Corpus Barga, en el año 34 del siglo XX, al tener noticia de que las góndolas atravesaban la plaza de San Marcos inundada, en lugar de darse a sombrías elucubraciones, pidió urgentemente billete para el primer hidroavión con destino a Venecia: “Las gloriosas palomas de la plaza, ante el grave problema de no poder posarse en ella, estarán convirtiéndose en cisnes”.

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Los temas mitológicos siempre fueron del gusto de Venecia, como demuestra su arte. Es más, la ciudad inventó su propia mitología. Por eso, Venecia está en las mejores condiciones para saber apreciar esa imagen de las palomas convertidas en cisnes. Una fantástica y poética metamorfosis, que ni las de Ovidio. Sólo en Venecia podía Corpus Barga acertar a definirse de forma tan exacta: el más puro clasicismo combinado con el futurismo del hidroavión.

Cartafolio veneciano (XXVIII)


Los gondoleros resultan perfectamente creíbles porque asumen con absoluta seriedad su personaje. Pero si uno los espía con atenta dedicación descubrirá, en cierto momento, una fugaz sonrisa irónica, como la de unos actores que se rieran un poco de nuestra ingenuidad de espectadores crédulos y también de ellos mismos por haber llegado a olvidar que interpretan un papel. Del mismo modo, Venecia parece convencida de sí misma y nos convence. Embelesada ella y embelesados nosotros, de repente y sólo durante un instante, la ciudad se desdobla y esboza una sonrisa irónica. Es la sonrisa del ensueño que conserva el sentido de la realidad.

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La sonrisa franca y abierta de la estatua de Carlo Goldoni que ocupa el centro del Campo San Bartolomeo no es la sonrisa de Venecia, sino aquella otra, irónica e inteligente.

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En el último momento, cuando Venecia roza peligrosamente el engreimiento, recurre a una ironía descreída. Su belleza es mayor cuando advertimos que posee el sentido del humor y la inteligencia de no tomarse completamente en serio, ni a ella misma ni a nuestra devoción.

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El sentido del humor de Venecia, rápido y fugaz como un guiño, ha pasado, generalmente, inadvertido. No para Mary McCarthy que salpicó su Venecia observada con ejemplos del humor que hay en la Venecia improbable, inesperada e inverosímil, la que nos permite descubrir lo absurdos e insensatos que resultan los presupuestos de lo que llamamos sentido común en el contexto veneciano. Venecia, afirmó la escritora, es “un Liliput swiftiano”. Envidiable lucidez, la de McCarthy y la de Venecia.

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