El minueto de Gluck (I)


http://collections.mcny.org/Collection/%5B%22Opportunity%22%20theater%20still.%5D-24UFQEGFDQH.html

Es curioso, la oda está gustando mucho a los lectores digitales. Pero de la opinión que merece a quienes la han leído en el papel, no sabemos nada. Aventuremos una hipótesis. Supongamos a un incierto lector que, después de pagar dos euros (y no 1,50, que hubo que apoquinar precio de sábado en viernes) por el paquetito que trae la milonga nostálgica, se esté preguntando dónde estaba el escritor de odas cuando su periódico empezó a regalar lo que despachaba ese mismo día en los quioscos; dónde cuando a su periódico se le ocurrió a dar de balde la víspera lo que iba a vender al día siguiente; dónde, sin ir más lejos, la última noche electoral, cuando un colega de su periódico donaba graciosamente en una televisión el agudo comentario que escribió durante una pausa publicitaria, la muy meditada columna que se pudo leer gratis en internet antes de que el tertuliano levantase el culo de la silla para desaparecer de la pantalla y que pretendieron cobrar al día siguiente en la lonja. El improbable lector de nuestra hipótesis se siente ligeramente desconcertado; él diría que lo han mandado a que le ondulen con la permanén y vaya si le han ondulado. El bucle ha quedado perfecto: los estafadores le han colocado, previo pago, el discurso que justifica la estafa y que lo anima además a seguir dejándose estafar ¿con resignación? ¡No, alegremente! ¿Pero existe el «dinosaurio alegre en la víspera de la gran glaciación» al que parecía dirigirse el escritor de odas? ¿Dónde está ese bicho?, que preguntaría un Larra escéptico. El director del periódico responde que no sabe, que cuando él despertó de la siesta, el dinosaurio ya no estaba. Más que incierto, más que improbable, el lector loado, ese aristócrata convencido de que «el único sentido de la vida es desayunar un día más» mientras pasa las hojas de periódico, resulta inverosímil. Como nunca se ha visto a un periodista escribir para quimeras y demás monstruos mitológicos, cabe sospechar entonces que la oda fue concebida para el deleite de los lectores ciertos y probables, los digitales. Ellos acarician la oda o la bola, redonda, pequeña, suave, tan blanda por fuera, que se diría toda de algodón. Porque la nostalgia es una mentira de la memoria que parece algodonosa… a los que les sale gratis. Al lector que hubiera soltado los dos euros, si ese lector no fuese el absurdo desvarío de un delirante febril, el caso le parecería un fraude con escarnio y saldría corriendo a poner una denuncia en la comisaría más cercana o a prender fuego en Miguel Yuste.   

Para oda, la de Carner



Porque los periódicos de papel son ya una quimera, no tiene ninguna importancia que hoy, sábado glorioso, no se puedan comprar en el quiosco. El absentismo ni siquiera devuelve su significado al artículo que escribió Josep Carner, en 1926, en El Sol, sobre los lunes sin prensa matutina, aquellos desiertos informativos que creó un real decreto al obligar a los periodistas a santificar el domingo. Se titulaba «Un día sin diario»:

«No puedo menos que simpatizar con el vejete cano, de ojos humildes y gestos minuciosos, que, una vez instalado en el tranvía, se ha sacado el diario del bolsillo, hoy, lunes, día en que no aparece ninguno, y ha empezado a desplegarlo. El diario no sólo mostraba las naturales dobleces de una vasta hoja de papel ya cuidadosamente guardada en un espacio reducido; revelaba también, a ojos experimentados, unas tenues arrugas, indicio de que el tal diario había sido leído con antelación. Lo había leído ayer, domingo, y lo volvía a leer hoy, lunes. Era preferible releer el diario del domingo a la brusca suspensión de una costumbre. Y eso que un diario pierde mucho a la segunda lectura. Sus temas se os angostan, su estilo pierde brillantez. Pero así como el fumador, en tiempo de carestía de tabaco, prefiere inhalar el humo pestilente de ciertos detritus a dejar de fumar, el hombre civilizado cree más tolerable que la falta de diario la reinspección abatida del diario de ayer. Hay personas que van cada lunes a la tienda del limpiabotas y allí intentan compensar la ausencia de diario hojeando un semanario humorístico, o uno de esos semanarios gráficos en que uno ve la decapitada cabeza de algún personaje ilustre o el aspecto de un banquete de elementos culturales o taurinos, en que cada comensal ofrece una mirada atónita, debida, más que a una súbita emoción, a la llamarada del magnesio. Pero ni caricaturas ni grabados les consuelan. Media un abismo entre auscultar la vida contemporánea y repasar muñecos. Algunos nostálgicos permanecen buena parte del lunes suspensos alrededor de los quioscos, sin humor de largarse, como esos enamorados románticos que, estando su amada de viaje, van a pasar ante su casa y miran, contra toda esperanza, la ventana. […]
[El lunes] al despertarme, experimento ya una opresión. Mi café con leche, sin el biombo posterior del diario, parece desamparado, en una especie de orfandad. Me siento un Robinson Crusoe, incomunicado con Europa y con el mundo en general. Porque yo pertenezco a la categoría de los mejores lectores de diarios: los que los exploran junto a la taza humeante, oyendo los gorjeos de las avecicas, acariciada por la brisa la mejilla recién rasurada. Es entonces cuando uno ve con más claridad el temperamento de Mr. Baldwin o los juegos sutiles de Briand. Me parecen inferiores, socialmente hablando, los que tienen a costumbre de leer el diario en el tranvía o en los bancos públicos. […] La combinación del café con leche y el diario es, a mi juicio, una inefable sonrisa de la civilización».

http://elpais.com/elpais/2016/03/24/opinion/1458834103_986123.html


Esta mañana, he vuelto a un periódico de ayer y he constatado, en contra del criterio de Carner, que algunas oraciones apologéticas no pierden nada en una segunda lectura, conservan completa, perfecta, intacta su hueca bobería. La oda sigue siendo hoy una elegía flácida a los zapateros, castañeras, dinosaurios y lectores de papeles periódicos, digna de envolver un bocadillo de sardinas. La única oda que puede medio salvar un género abominable es la que duda de su objeto. La de Carner discutía la superstición que encarnan los diarios:

«Hoy, lunes, untaba yo de mantequilla mis leves tostadas con el gesto inconsciente de quien esparce un bálsamo sobre una herida. Pero, de pronto, se me ha ocurrido una idea que, sin reanimarme del todo, me ha infundido alguna resignación. […] Ahora en los domingos nunca pasa nada. […] Ahora ya no son los periodistas los que descansan los domingos; son los acontecimientos».

Sólo una cosa más, Carner tampoco encontraba en los papelorios vespertinos del lunes motivo para la loa: «Nada más insulso que el diario del lunes en la noche, si uno no es adepto al balompié». 

La vara de medir



 
Aquel día de 1896, temprano, exactamente a las siete y treinta y cinco minutos de la mañana, el dueño de la fábrica de papel de Elsenthal se encontraba en el bosque de la localidad alemana para asistir a la tala de tres de los árboles. La hora fue consignada por el notario que lo acompañaba, convocado para dar fe del experimento que iba a realizarse. La precisión horaria resultaba imprescindible, porque de lo que se trataba era de saber qué tiempo mínimo se requería para cortar un árbol, dividirlo en trozos, reducirlo a pasta, hacer papel e imprimir con él un periódico. La gacetilla de un diario español dio cuenta del proceso: «Transportado el tronco a la fábrica, fue reducido acto seguido a pequeños trozos, descorchado y hecho astillas. Se hicieron pasar estas al desfibrado y a las pilas de mezcla, enviándose la pasta líquida a la máquina de hacer papel. A las nueve y treinta y cuatro minutos la primera hoja de papel estaba completamente concluida, durando la fabricación total una hora y cincuenta y nueve minutos. Expedido el papel a una imprenta, a las diez de la mañana salía el primer ejemplar del periódico, habiéndose invertido, por tanto, en el pasmoso tour de force industrial dos horas y veinticinco minutos». El titular prefería expresar en minutos la proeza: «Un árbol transformado en periódico en ciento cuarenta y cinco minutos». 

No se crea que la fiebre industrialista era exclusiva del papelero alemán. En 1911, El Liberal presumía de las bobinas de papel que tragaba a diario su rotativa.



En 1917, El Imparcial calculaba los gastos de la casa en su medio siglo de vida: que si plumas y tinta, que si cuartillas, que si cinta telegráfica... Tropecientos de todo…





…y también, por supuesto, bobinas de papel, tantas que con ellas se podría haber envuelto España entera. Y Tovar dibujó una alegoría chiquitita del país a punto de ser enrollada por el rollo.




En 1930, Estampa explicaba a sus lectores el secreto del periodismo moderno:




Y Heraldo de Madrid alardeaba en 1935 de tirada enseñando los contadores de su tres rotativas. 501.999 ejemplares, decía la aritmética. No bastaron para atender la avidez de los lectores, precisaba la literatura fantástica del pie de foto, antes de añadir que hubo reventa en Sevilla y que se llegó a pagar una peseta por el periódico.
 


Todo elefantiásico, literalmente. En 1917, el Berliner Tageblatt, ante las dificultades ocasionadas por la guerra para encontrar medios de transporte, se sirvió de cuatro elefantes para llevar a sus talleres las bobinas de papel que exigía la tirada diaria.

Excelsior. Journal illustré quotidien (21-2-1917)

 

Ahora los periódicos de papel son quimeras; se vuelven digitales hoy o se volvieron digitales hace mucho –y así se lo recuerdan a los anunciantes despistados. Pero tienen todavía la imaginación ahormada en la aritmética del materialismo industrialista, y será por eso que no se les ocurre con qué épica emperifollar el algoritmo de la nueva vara de medir: el pincha-pincha que lo peta

http://nuevaredaccion.com/


Arqueología de las trincheras


http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/2006/11/30/pagina-13/53462002/pdf.html


 
El hombre de la fotografía es Albert Varoquier, un vecino de Massiges. En 2006 tenía 80 años y labraba la misma tierra que un siglo atrás estaba rajada por las trincheras del frente del Marne-Argonne. Lo que Albert muestra son algunos de los restos que la Primera Guerra Mundial dejó allí enterrados y que él fue exhumando durante las últimas décadas. Quim Roser toma la fotografía y el periodista Plàcid Garcia-Planas se demora en la enumeración de la quincalla en el reportaje que escribió para La Vanguardia, luego recogido en el libro La revancha del reportero: «Un paquete entero de cigarrillos alemanes, un montón de periscopios de cuatro metros de altura, incontables bombas de todos los tamaños, una trompeta chafada, decenas y decenas de fusiles oxidados, decenas y decenas de cascos medio carcomidos, muchas botellas, braseros de ambas trincheras para calentarse, […] todo tipo de picos, todo tipo de palas, un pedazo de bicicleta militar inglesa, un trozo de camilla, aparatos para vendar los brazos. Una armónica alemana…». Y unos párrafos después, todavía más: «Una bala clavada en la hebilla de un cinturón francés, una caja de betún alemán, el pincho de un casco alemán atravesado por una bala francesa, un peine francés para mostacho, un peine para mostacho alemán, una bala francesa atravesada por una bala alemana, una bala alemana atravesada por una bala francesa…». El «estómago de las trincheras» también vomitó «latas enteras con las pastillas de caldo en su interior, potes con sus granos de café, cajas de confitura que los alemanes robaron en Bélgica, latas intactas de kraben gelé, una lata de sardinas de la marca Clovis la Gauloise ¡con las sardinas –secas– todavía dentro!...».

Este amasijo de bártulos y cachivaches es lo que queda de la guerra en el mismo lugar en el que Gaziel vio morir, el 13 de septiembre de 1916, a las cinco y media de la tarde, a un soldado francés, a uno de tantos, a uno más de aquellos hombres tomados, también ellos, por morralla. Este revoltijo de plomo y herrumbre es, dice Garcia-Planas, «la chatarra de la historia», «las virutas de la hecatombe». Y en la chatarra ignorada por la historia es donde revuelve el periodismo para hablar de los hombres sin nombre, por ejemplo, de aquel poilu que va a morir buscando una salida en el laberinto de las trincheras. Gaziel pudo contar el azar absurdo de su muerte porque escribía a ras de suelo, ofreciendo la perspectiva opuesta a la «visión astral, fuera de geometría y de cronología» de Valle-Inclán en La media noche, un experimento que él mismo admitió fracasado. Garcia-Planas pudo, cien años después, en un ejercicio de arqueología, poner nombre al poilu: se llamaba Victor Guyon y está enterrado en el cementerio de Le Pont de Minaucourt.

Es frecuente encontrar en las crónicas de Plàcid Garcia-Planas los objetos que la guerra deja tirados en el suelo. Como «corresponsal de guerras muertas», detalló los desechos que guardaba el cobertizo de Albert Varoquier y describió el polvo, las telarañas y los restos de botellón en la tumba de Gavrilo Princip en Sarajevo. Como «corresponsal de guerras vivas», encontró el envoltorio plateado y abierto de un condón entre doce viejos tanques soviéticos en Kandahar o el póster roto anunciando en árabe perfumes para princesitas no muy lejos de donde asomaba el cráneo de un carnero. «¿Por qué en el fragor de las batallas siempre aparecen este tipo de objetos empeñados en subrayar el sinsentido humano?», se pregunta el reportero en Como un ángel sin permiso. No es eso lo que turba a algunos de sus lectores, sino el condón; incomodados, incluso escandalizados, dudan de la pertinencia del detalle en la crónica y se preguntan si cambia la percepción de la guerra. El reportero les contesta en el prólogo de Jazz en el despacho de Hitler: «El envoltorio abierto del condón, y la descripción de su lugar exacto en el mundo, no cambia la percepción de la guerra. Es parte de la guerra». Hace algunos años, Garcia-Planas expuso en el centro Arts Santa Mònica algunas piezas cobradas a la guerra, objetos de la colección que ha ido reuniendo en los escenarios de las guerras pasadas o contemporáneas que visitó, la chatarra arqueológica que explota en sus reportajes diseminando la metralla de la ironía o la paradoja.

No es de extrañar, entonces, que haya llamado la atención del periodista el libro Volver a las trincheras. Una arqueología de la guerra civil española, recientemente publicado por Alianza Editorial. El pasado domingo dedicaba dos páginas en su periódico a la obra de Alfredo González Ruibal, arqueólogo del CSIC, que enhebra un relato de lo que sucedió en distintos campos de batalla de la guerra civil y en algunos centros de represión de los primeros años del franquismo, como Castuera, a partir de las piezas recobradas en las excavaciones realizadas: cartuchos, casquillos, granadas, restos de todo tipo de munición, botones, calzado, hebillas, monedas, insignias, latas de sardinas, de atún, de leche condensada, vidrios de botellas de anís, jerez y vino, escudillas de rancho, envases de vitaminas y medicinas, cepillos de dientes y dentífrico Myrurgia, restos ilegibles de un periódico…


 
En la localidad leridana de Raïmat, el equipo de González Ruibal también desenterró el esqueleto de un soldado republicano, encontrado en la exacta posición en la que cayó abatido dentro de su trinchera. Sus restos y los de sus pertenencias permiten recuperar alguna información sobre él y sobre su muerte; los avatares de su exhumación, además, suscitan al historiador una reflexión crítica sobre la complicada ley catalana sobre restos humanos de la guerra civil: «Tan complicada que, al contrario que en la mayor parte de las comunidades autónomas, en Cataluña prácticamente no se han realizado exhumaciones. […] La Generalitat defiende su manejo del tema como una forma de evitar la manipulación (que, según ellos, se sufre en el resto del Estado). […] Para entender la actitud de la Generalitat, es conveniente recordar el carácter de la Guerra Civil en Cataluña. Aquí se produjeron, o reprodujeron, pequeñas guerras civiles que dividieron a la sociedad catalana entre nacionalistas españoles y catalanes, nacionalistas de derechas y de izquierdas, patronos y obreros, comunistas y anarquistas. Los asesinatos cometidos en zona republicana fueron escandalosamente elevados: más que duplicaron las ejecuciones llevadas a cabo bajo el régimen franquista. Es comprensible, que el Gobierno nacionalista no esté muy interesado en enzarzarse en polémicas que en última instancia pueden llevar a crear fisuras en la sociedad. En el fondo, su actitud es semejante a la de los conservadores en el resto de España».

González Ruibal añade que las leyes de memoria histórica no contemplan la posibilidad en la que se encontraba su equipo en 2011, la de localizar restos humanos en una excavación arqueológica. Según la legislación, que no distingue este caso y el de la exhumación de fosas de represaliados, estaban obligados a comunicar el hallazgo al Memorial Democràtic y éste debía enviar a un antropólogo. «Eso es una injerencia en la labor investigadora difícil de admitir», denuncia el arqueólogo antes de añadir: «Cuando el representante del Memorial llegó no le hizo ninguna gracia que hubiéramos realizado la exhumación. Menos gracia aún les hizo a las autoridades que divulgáramos nuestro hallazgo en los medios. Por lo visto, en opinión de algunas autoridades, la sociedad aún no está madura para recibir noticias de este tipo». El Memorial se hizo cargo de los restos y, por su parte, la Generalitat declinó la oferta del CSIC de realizar el análisis antropológico y «decidió encargar (y pagar) el estudio a alguien. Según el protocolo, la exhumación debería haberla realizado también una empresa privada. La diferencia entre que el estudio lo hiciéramos nosotros en vez de la Generalitat, además del gasto, habría sido la accesibilidad. Todos nuestros informes se encuentran disponibles en el repositorio institucional del CSIC». Los restos del soldado fueron enviados finalmente al memorial de Camposines. Este y los demás centros gestionados por el Consorci Memorial dels Espais de la Batalla de l’Ebre, dependiente del Memorial Democràtic, comparten «la misma narrativa supuestamente apolítica», que González Ruibal cuestiona: «Esto se presenta como una superación del conflicto, pero ¿lo es realmente? Ya señalé […] mi desacuerdo con que un conflicto político, como fue la Guerra Civil, se convierta en una catástrofe natural, en la que todo el mundo es víctima y no hay responsables: un pasado, en fin, sin ideologías. A los políticos, al contrario que a los historiadores, no les suele interesar mucho ir a las causas de los fenómenos históricos: nunca se sabe lo que se puede descubrir. Prefieren monumentos abstractos a valores con los que todos podemos identificarnos fácilmente (como la paz o la reconciliación), pero que no significan nada fuera de contexto».

El trabajo arqueológico de Alfredo González Ruibal y el periodismo de Garcia-Planas comparten una acusada sensibilidad para escuchar los relatos sobre los hombres anónimos que cuenta la chatarra despreciada por la historia que se escribe a sí misma con mayúsculas. El periodista que encontró el nombre de un poilu muerto en 1916 entiende la necesidad que tuvo el equipo de González Ruibal de poner nombre al soldado de Raïmat; aunque nunca se sabrá el suyo verdadero, lo llamaron Charlie. El libro de González Ruibal dialoga con Garcia-Planas, el periodista que en Belchite escribió: «El tiempo deshuesa el campo de batalla y aparece la más profunda de las informaciones». Volver a las trincheras, además, interpela a Garcia-Planas, nuevo director del Memorial Democràtic. Resulta inevitable leer el artículo del pasado domingo, publicado después de su reciente nombramiento, como un acuse de recibo. Iba ilustrado con una foto, de nuevo de Quim Roser, de una alambrada de trinchera de la Primera Guerra Mundial y del casco de un soldado alemán integrados en el cierre de un campo de cultivo en Macedonia. Garcia-Planas escoge esta imagen, testimonio de lo que los historiadores llaman «pasado no ausente», y menciona en el texto las objeciones que hace Alfredo González Ruibal a la política que levanta museos para los vestigios bélicos en los que se hurta la pregunta por las causas de la guerra: «Nuestro trabajo consiste en invocar fantasmas, con todas las consecuencias que ello trae consigo». Al recoger la cita, Plàcid Garcia-Planas pareciera asumir el discurso en contra de todas las privatizaciones a las que es sometida la memoria.

http://www.lavanguardia.com/internacional/20160313/40391869587/objetos-trincheras-guerras-europeas-alfredo-gonzalez-ruibal.html


Deogracias Gratis et Amore (VII)


http://all-that-is-interesting.com/fishing-change-great-depression


«En Los caballeros de la tortuga [drama lírico-alegórico-fantástico-burlesco en tres actos y verso] despiertan una docena de durmientes al oír sonar por el suelo un talegón de pesos duros. ¡Vaya una invención! Con sonar una peseta sobre la mesa de la redacción hago yo despertar a los siete durmientes, que hace más de dieciocho siglos que cerraron los ojos».



Un horario de trenes o un minueto


http://www.supplement-illustre-du-petit-journal.com/


«Mi ideal sería ser periodista, pero no por la aproximación a la realidad, puramente ilusoria, que ese oficio puede proporcionar. No he podido, sin embargo, someterme nunca a esa impresionante bufonada comercial. A mí me gustaría un periodismo divertido, truculento, que fuera lo suficientemente ágil como para contrahacer la realidad tal como es. Aprendía a saber algo de la vida una noche de verano, en Lyon, mirando los polichinelas en la feria de Perrache. El padre –un señor de chaqué, gran bigote blanco, barba fluida y respetable– contemplaba extasiado una puesta de sol sobre las aguas del Ródano y he aquí que se presenta su hijo de improviso, sin hacer ruido, de puntillas y con aspecto desencajado y de escasa tranquilidad crematística, y le da un garrotazo seco en la cabeza. La impresión del golpe súbito…, vista a través del periodismo, la realidad –la política y el dinero, que son los dos extremos de la realidad más apasionados y fabulosos, parecen un horario de trenes o un minueto dirigido por un viejo maestro de baile, afeitado, pasado de moda y pedante. No sabemos nada de nada y, aun así, somos pedantes–. Para hacer periodismo se debería poder contar con la gente de mayor autenticidad en cada país –los que han sabido liberarse del convencionalismo universitario y de las chapuzas oficiales–. Lo que se hace en su lugar, bajo la apariencia de ser algo preciso, moderado y matemático, va hundiendo a todo el mundo en el interior de un denso montón de trucos de comedia razonable. Llegará un momento en que nadie podrá tener una idea clara del hecho más simple e inmediato. Y dentro de unos años el hombre que por azar diga algo que se aproxime a la realidad, será condenado a la horca con la mayor naturalidad. Pero sospecho que estoy delirando por defecto. Lo que hemos de ver aún, Dios mío, si la salud nos acompaña…».

Josep Pla
«Un amigo: Albert Santaniol», en La vida amarga
 

Corpus Barga en Venecia


http://www.getty.edu/art/collection/objects/134569/fedele-azari-piazza-san-marco-venice-italy-italian-1914-1929/




«Para mí, los futuristas son los impresionistas urbanos».
Marcel Duchamp


¿Francia? Que no le preguntasen a Camba. Si él decía Francia, en realidad, estaba pensando en París y París era un rumor, el rumor de la gran ciudad, el divino rumor que intentaba grabar en sus artículos: «Yo sólo sé que en París no tengo que preocuparme de ver ni de leer. Me limito a oír. Me dejo arrullar por el rumor de París y me encuentro al poco rato saturado de parisianismo. Con el solo rumor de París me basta y me sobra para escribir mis crónicas». ¿Francia? Que no le preguntasen tampoco a Corpus Barga: «Las naciones pasan y las ciudades quedan. París es más antiguo que Francia, y cuando Francia desaparezca, París seguirá siendo París, seguirá teniendo el rostro inteligente, el corazón sensible, la pantorrilla redonda, el Sena hondo y las nubes bajas». Él era «un hombre de ciudad», «el Caín del hombre del campo que en mí pueda haber». Y esta querencia se fundaba tanto en la intuición de que el periodismo es urbano y local o será otra cosa, como en la seguridad de que la ciudad estaba llamada a convertirse en el baluarte donde resistir los chillidos histéricos del nacionalismo: «La ciudad es como el rostro del país, la expresión más inteligente; la nación es el cuerpo con todos sus instintos». El atronador embate fue ganando decibelios y mermando aquella vieja confianza. Corpus Barga comenzó a temer la capitulación y en 1927 decía: «La potencia del Estado moderno, del Estado nacional, supera a todo; sin embargo, la ciudad defiende aún su soberanía, se defiende contra la nación. Todo un aspecto del conflicto europeo no es más que esta lucha social entre las ciudades y las naciones,  esta superación de las ciudades por las naciones. […] La gran ciudad, la capital, es, cada vez más, la ciudad a quien se le ha subido la nación a la cabeza; y el sentido de la ciudad lo defienden las ciudades más pequeñas, más independientes del Estado de la nación, con más razones propias de existir». El urbanita confeso y alarmado, que escribió sobre París, Roma, Milán y Florencia, Amsterdam y Utrecht, Viena, Budapest, Bucarest y hasta Sebastopol, sentía una especial debilidad por Venecia. Y fue esta, como ninguna otra, la que le permitió explicar su escritura.

Venecia era, por supuesto, la historia de la ciudad que había defendido su soberanía durante más tiempo que ninguna otra, pero Corpus Barga no se entrega al mito político que convierte a Ludovico Manin, desprendiéndose del corno ducal y la cuffietta, en el protagonista del final de la Serenísima: «A Venecia la mató Vasco de Gama cuando dobló la punta de África y abrió para Lisboa el comercio directo con las Indias». Venecia era también el cuento romántico que interpretaron George Sand y Alfred Musset, del que Corpus Barga se carcajeaba: «Fue un sainete o una farsa de la comedia italiana en la que no faltó el doctor Pantaléon, solamente que joven y guapo, en la persona del médico Pietro Pagello, o, dicho en castellano, Pedro Sonda, el cual, mientras curaba a Musset delirante, enamoró sin querer, tranquilamente, a Jorge Sand». Venecia era también su carnaval, pero no tanto el de las leyendas de excesos y libertinajes como el del «violín desesperado tan virtuosamente por Paganini». Corpus Barga sólo se rindió al único mito veneciano que no es un mito: el de su absoluta singularidad. Francesco Sansovino escribió en 1581 Venetia, città nobilissima et singolare; Corpus Barga, casi cuatro siglos después, se confesó fascinado por la ciudad única que contiene todas las ciudades posibles e impensadas, por la Venecia imprevista que «posee el secreto encanto de todas las Venecias posibles». Y a aquel escenario de «cosas extraordinariamente admirables» quiere marcharse volando en cuanto le llega la noticia de acqua alta: «Pues a estas horas, según comunica el telégrafo, puede presenciarse también en Venecia otro espectáculo extraordinario: la plaza de San Marcos se ha inundado y se atraviesa en góndola. En la ciudad de los canales no había una plaza acuática. Ahora la hay. ¿Sale algún hidroavión para Venecia? Que nos den billete. Las gloriosas palomas de la plaza, ante el grave problema de no poder posarse en ella, estarán convirtiéndose en cisnes».

http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=0003323583&page=41


La laguna véneta reclamando para sí la plaza de San Marcos habría ofrecido la excusa perfecta a Maurice Barrès y su ralea para mecer en una góndola sus tétricas elucubraciones sobre la muerte de la ciudad. Sin embargo, Corpus Barga pide billete para un hidroavión, se diría que un hidroavión futurista si no fuese malinterpretado. Él podía estar de acuerdo con los futuristas en que a Venecia le sobraba toda «toda la literatura enfermiza y el enorme ensueño nostálgico con que las envolvieron los poetas» y, tal vez, aceptar la invitación a reírse comparando tales efusiones líricas «a boñigas colosales que los mamuts dejaron caer aquí y allí al vadear las lagunas prehistóricas»; desde luego, estaba dispuesto a «redimir a Venecia de su venal claro de luna de hotel de viajeros» y de alguna manera lo hizo al recordar que la verdadera luna de Venecia, la que alumbraba los esponsales de los dogos con el Adriático, era la media luna turca. Y, sin embargo, jamás se agacharía a recoger las octavillas del manifiesto Contro Venezia passatista que lanzaron los futuristas desde la Torre del Reloj en San Marcos, si se atiende a un artículo suyo de 1919: «Hay un futurismo en política, como lo hay en pintura, en música, etc., y así como el futurismo artístico es avanzado, porque el arte es más bien reaccionario, en política el futurismo es reaccionario porque la política va hacia adelante, mientras que el futurismo marcha siempre a contrapelo y realiza la fórmula que sintetiza la siguiente frase: “Ideas viejas y cosas nuevas”, que es verdaderamente la fórmula reaccionaria». El propio Marinetti le dio la razón en 1925: el fascismo «es el futurismo político». Corpus Barga abominaba de la apelación futurista a construir «la grandiosa y robusta Venecia industrial y militar que debe concluir con la insolencia austríaca» y, de ninguna manera, aceptaba su impugnación de Venecia.






Corpus Barga no impugna Venecia, la ciudad que amó como ninguna otra la mitología y creó la suya propia. Lo que hizo el escritor fue crear el mito para una Venecia posible e improbable, el de la fantástica y poética metamorfosis de las palomas convertidas en cisnes en la plaza acuática de San Marcos contempladas desde el vuelo del hidroavión. Sólo en Venecia podía Corpus Barga acertar a definirse de forma tan exacta: el más puro clasicismo combinado con el futurismo del hidroavión. No consiguió billete y él, aeronauta en la más auténtica y progresista vanguardia, muy por delante de Fédèle Azari, no pudo redibujar la Veduta a volo d’uccello de Jacopo de’ Barbari. Algo más que una aeropintura poética y periodística perdió Venecia en 1934: aquel mismo año Mussolini y Hitler se entrevistaron personalmente por primera vez y eligieron para hacerlo la ciudad del león alado, gustosamente humillado para la ocasión.