El propósito de Camba para el año nuevo




Los de la revista Gutiérrez eran el demonio. Esta es la repuesta que le inventaron a Julio Camba a la pregunta sobre sus proyectos para el año nuevo de 1931:

“Jugaré al póker para hacer méritos y que todo el mundo pueda seguir diciendo que soy el primer escritor de la época”.

È ben trovato. La fama obliga y Camba pasaba por ser, según la propaganda que le hizo Emilio Carrere, “la fiera de las escaleras de color”.

La Nochebuena de Fígaro



«El director del periódico [El Día Gráfico] era don Jaime de Argila […]. Su cultura no pasaba del grado de sargento. José Amich, Amichatis, que en esa época escribía en el periódico la sección de Ecos, le propuso publicar por Navidad La Nochebuena de 1836, de Fígaro.

Argila le dijo:

–¡Esto nos va a costar muy caro, porque los del Fígaro querrán cobrar la traducción!

–No, hombre. El artículo es de Larra. 

–¡Entonces, quien querrá cobrar será Larra! arguyó Argila».
 
Mario Verdaguer
Medio siglo de vida íntima barcelonesa

En la sala de prensa de la Prefectura





«En la Sala de Prensa de la Prefectura, cuatro grandes escritorios pegados entre sí, formando un enorme cuadrilátero. En cada escritorio un periodista. La superficie está llena de cartapacios, ceniceros y teléfonos. Cuando llego, uno de los periodistas está dando una noticia por teléfono, según una hoja manuscrita que ha sacado de un cartapacio: ‘La pequeña Chantal, de 13 años, fue encontrada esta mañana a las seis horas cinco estrangulada en el bosque de Boloña…’. Un periodista viejo que lee a su lado la página del horóscopo de la revista femenina Elle, lo interrumpe: ‘Estrangulada no. Asfixiada, asfixiada con un pañuelo en la boca…’. El informante rectifica la noticia: ‘La pequeña Chantal fue encontrada asfixiada… a consecuencia de un pañuelo que se le introdujo en la boca. La víctima había sufrido, según pudo constatar la policía, graves violencias’. El periodista vecino vuelve a interrumpir sin quitar la mirada de su revista: ‘Odiosas violencias… no graves violencias. Tú no conoces el estilo’. El informante vuelve a corregirse: ‘Espere usted… la pequeña Chantal había sufrido odiosas violencias, al parecer atacada por un pervertido’. Tercera intervención del otro periodista: ‘Se dice sátiro, no pervertido… Parece que no fueras un hombre de letras’. El informante cubre el fono con la mano y se vuelve a su vecino: ‘Yo no soy un hombre de letras, ¡ah no!... nunca lo he pretendido…’, y continúa dando su informe telefónico».


Julio Ramón Ribeyro
La tentación del fracaso. Diario personal (1950-1978)
Seix Barral, Barcelona, 2003, pp. 253-254.

Maneras de ser Camba


http://marcos-moran.blogspot.com.es/2013/09/maneras-de-ser-periodista_9.html


Libros del K.O. ha publicado a Julio Camba en una edición preciosa, que respeta el espíritu de una prosa que todavía identificamos con la discreta elegancia de aquellos viejos tomitos de Austral. Maneras de ser periodista explica de qué manera Camba ejerció de Camba; la colección de textos reunida por Francisco Fuster viene a recordarnos que el periodista no desaprovechó ninguna de cuantas ocasiones se le presentaron para desacralizar su trabajo. ¿Cómo hacía él sus artículos? Así lo explicó en 1913: “Yo me encierro por las tardes en un cuarto con un poco de papel como, para hacer otra cosa, pudiera encerrarme en otro cuarto, con otro poco de papel. Allí comienzo a hacer esfuerzos y el artículo sale. Unas veces sale fácil, fluido, abundante; otras sale duro, difícil y escaso, pero siempre sale”. Leído el comentario escatológico, resulta fácil deducir que Camba estuvo muy lejos de ser uno de esos periodistas que consideran su profesión un sacerdocio.



Viñeta de Marcos Morán, perteneciente al póster desplegable que incluye Maneras de ser periodista.

Un hilván




Gil Toll cierra Heraldo de Madrid. Tinta catalana para la II República española con un apéndice que ofrece la semblanza biobibliográfica de los hombres que formaron parte de la plantilla del diario. Nada se sabe de la peripecia de algunos de ellos tras la guerra; a otros les aguardaba la cárcel o el exilio. En 1939 quedaba abruptamente interrumpida la historia de una cabecera y una empresa, pero también fue truncada una posible continuidad con aquella generación de periodistas que ensayaron nuevas fórmulas y, a través de ellos, con sus antecesores. Se perdieron quienes pudieron ejercer de maestros del oficio. Y, sin embargo, en ocasiones, es posible descubrir el hilván, raro y finísimo, que cose unos nombres.

Antonio Cullaré fue el director de La Tribuna de Barcelona y de Manuel Fontdevila. Fontdevila aprendió el oficio con él –“Movía toda la redacción como si fuéramos muñecos mecánicos. Él era la pila eléctrica. ¡Cullaré sí que era un periodista!” – y no olvidó su figura cuando luego, con el tiempo, él mismo dirigió Heraldo de Madrid. Un día fue asaltado a las puertas del periódico por un joven recién llegado de Zaragoza con unas pocas perras en los bolsillos y muchos dibujos en un cartapacio que pedía una oportunidad. Era Manuel del Arco y era, por supuesto, antes del 36. Fontdevila lo fichó. Años después, Manuel del Arco demostraría su talento como entrevistador en Diario de Barcelona, La Vanguardia y Destino. Ejerció su magisterio en aquellos medios y también en la Escuela de Periodismo de la Rambla de Santa Mónica, donde sus alumnos le escuchaban insistir: el oficio consiste en “ver, oír y contar”. El lema era un calco del “contar y andar” de Chaves Nogales, otro hombre del Heraldo, donde Fontdevila había ejercido de batería electrizante de sus redactores recordando la exhortación de Cullaré: “El periodismo se amasa en la calle”. Entre los estudiantes que escucharon las lecciones de Manuel del Arco y a través de ellas, tal vez, el eco de las voces de otros viejos periodistas, se encontraba Manuel Vázquez Montalbán. En 1973 publicó en la revista Triunfo un artículo en el que recordaba las clases del profesor y el ejemplo del periodista, siempre forcejeando, sin desistir de la batalla “entre lo que se podía y lo que se debía decir”, que es la batalla desde el origen de los tiempos y del oficio.   

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'Heraldo de Madrid'. Tinta catalana para la II República española




Marx, Engels y McLuhan mediante, el materialismo ha inspirado las teorías de la comunicación con mayor predicamento. Una versión nunca ensayada, pero con sugestiones irresistibles, podría ser aquella que propusiese un relato sobre la historia del periodismo a partir de la descripción de las redacciones que han ocupado los diarios. Véase, por ejemplo, cómo era el domicilio de un vespertino madrileño a principios de la década de los 20 del siglo pasado:

“El edificio que ocupaba, en la calle Marqués de Cubas, era muy amplio y de una centralidad insuperable en la ciudad. La sala de redacción había sido decorada por el arquitecto Arturo Mélida cargándola de ornamentaciones entre las que destacaba un friso donde se leía con letra gótica


DAR A ENTENER LA JUSTICIA DISTRIBUTIVA;
HACED QUE LAS BUENAS LEYES SE GUARDEN.
Cervantes (discurso de las Armas y las Letras)

Sobre una chimenea de estilo plateresco, unos azulejos componían la figura de un heraldo medieval a caballo, con una trompeta en ristre. Frente a él, un enorme retrato de Miguel Moya Ojanguren y otro de Felipe Ducazcal, fundador del periódico en 1890”.

Así describe Gil Toll la sede del Heraldo de Madrid en la monografía que ha dedicado al periódico, editada por Renacimiento. Saltan a la vista los indicios: Cervantes en letra gótica, el pastiche plateresco y el trompetero medieval. Son la pretenciosa mezcolanza de símbolos que había amañado un diario inequívocamente decimonónico, los restos de una gloria finiquitada. Allí estaban también, para refrendar la decadencia, los retratos de los patronos. Felipe Ducazcal, el ventajista atrabiliario, asomaría desde un marco con volutas su facha antañona de fantasma inverosímil. Por su parte, a Miguel Moya, muerto en 1920, no le había dado tiempo a adquirir la dignidad nostálgica del espectro. Hubo quien dijo que se lo había llevado por delante el soponcio que le causó la reciente huelga de periodistas. Fuese así o no, lo cierto es que el suceso biológico vino a coincidir con la agonía del Heraldo y también de la Sociedad Editorial de España, el célebre trust al que estaba asociado el diario y cuya constitución Moya había impulsado en 1906. En definitiva, el periódico de la calle Marqués de Cubas conservaba la inútil centralidad de una sede cuando su voz se encontraba ya en los arrabales de la ultratumba.

¿Cómo fue, entonces, que se salvó aquella cabecera con una tirada ridícula y una deuda que superaba los dos millones de pesetas? La respuesta que ofrece el libro de Gil Toll está en su mismo subtítulo: la tinta catalana. Los hermanos Busquets, proveedores de la tinta con que el periódico se había escrito y sus principales  acreedores, asumieron la propiedad y la gestión del diario en febrero de 1923. Y la metáfora de la tinta como la sangre que corre por las venas del periódico se convirtió, por una vez, en una literalidad física, orgánica, materialista.  

Heraldo de Madrid se convierte, pues, en el portavoz de los intereses empresariales de los Busquets, quienes también van a imprimir al diario una nueva sensibilidad política con respecto a Cataluña: “No se trata de ir a hacer catalanismo a Madrid como si estuviéramos en Barcelona, sino intervenir en la vida española pensando en catalán”. La frase es del abogado Amadeu Hurtado, el encargado de diseñar un plan de viabilidad para la cabecera, y resume la vocación de los nuevos editores. Por lo demás, el diario terminará por identificarse con la causa de la II República hasta el punto de que, entre los vítores que se dieron en las calles de Madrid el 14 de abril de 1931, hubo un “¡Viva Fontdevila!”. Era el homenaje al director de un diario que no necesitaba apurarse a buscar un gorro frigio para lucir en la ocasión. Su compromiso republicano se mantuvo sin ambigüedades en los años siguientes.

Podría decirse que la historia que relata Gil Toll es, en cierta forma, la de una redacción entre dos momentos: el de la llegada de los Busquets a aquella sede de vetustas glorias y rancias pretensiones, y aquel 28 de marzo de 1939 en que una centuria de la Falange procede a la incautación de las instalaciones. La irrupción de los gánsteres de la victoria franquista sorprende a los redactores del periódico comiendo lentejas, el plato único de los años de la guerra, en la larga mesa que ocupaba la redacción. Los talleres del edificio de Marqués de Cubas fueron arrendados inmediatamente a Juan Pujol, que los utilizaría para editar el diario Madrid. “El entuerto rojo quedaba deshecho” proclamó Arriba, sucinto y tajante al dar por concluidos los tres últimos lustros del Heraldo de Madrid.



Durante aquella etapa cancelada de forma salvaje, el periódico había multiplicado su tirada. Desde luego, eran una fantasía descabellada los 160.000 ejemplares de los que alardeaba en 1930. Aquí, ni entonces ni ahora, hemos sabido cuántos lectores suma la prensa, pero la verdad estaría más cerca de los 30.000 ejemplares que declaraba su director en 1928. En cualquier caso, aquello representaba un éxito rotundo que, por sí solo, no es capaz de explicar ningún materialismo histórico; menos aún, su versión devaluada, la fetichista que se fijase únicamente en la sala que abría el conserje, al cuidado de plumillas, tinteros y cuartillas, encendiendo la estufa en invierno, en la que los redactores escribían y, después, al cierre de la última edición, hacia las siete de la tarde, jugaban al póquer. No hay constancia de que los Busquets mudasen la anticuada decoración de aquella habitación. Así que el nuevo Heraldo inventó un periodismo nuevo obviando el espíritu de Ducazcal y la tramoya pomposa de la azulejería. El libro de Gil Toll cuenta una historia empresarial y acaricia la intuición de que la hizo posible, tanto como la tinta catalana, un equipo en el que estuvieron, entre otros, Carlos Sampelayo, Vicente Sánchez Ocaña, Carmen de Burgos, Juan González Olmedilla, César González-Ruano, Manuel Chaves Nogales, Gerardo Ribas o Manuel del Arco, bajo la dirección de Manuel Fontdevila. Su fórmula estuvo basada en el convencimiento de que, en cierta forma, todo el periodismo es periodismo local: “El comentarista mejor será aquel que recoja el suceso más lejano del mundo en las antenas de la pluma y lo brinde al lector tan familiar como si hubiera sucedido en Vallecas”. Y, sobre todo, Fontdevila no estaba dominado por el fetichismo de las redacciones. Le gustaba recordar lo que decía su jefe y maestro en La Tribuna, Antonio Cullaré, cuando tenía a todos sus redactores en la calle: “Están cosechando espigas. La redacción no es más que un molino. La noticia sensacional, la espiga de oro, hay que buscarla en el surco, entre las amapolas del drama”.

En definitiva, Heraldo de Madrid. Tinta catalana para la II República española propone el rescate de un proyecto empresarial y de una tradición periodística olvidada, todavía olvidada, en un campo de adormideras.



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En la fotografía de Díaz Casariego que acompaña este texto, los fetichistas pueden ver a la plantilla de periodistas del Heraldo de Madrid posando en la redacción; y, en los primeros minutos de la película El misterio de la Puerta del Sol o el último día de Pompeyo (1929), los talleres del diario.




El periodista anarquista. Delirio filosófico sobre una asonancia





Habíamos terminado de cenar. Frente a mí, el periodista, gran corresponsal que había conseguido una magnífica colección de países antes de darse al sedentarismo del Palace. Mi amigo fumaba, tabaco inglés, como quien fuma una nostalgia londinense; y el smoke comenzaba a sumir el local en una niebla densa con la concienzuda vocación de convertirlo en una sucursal de la City. Las confidencias que realizó en el transcurso de la velada no me permitieron adivinar si había encontrado sucedáneos igualmente satisfactorios para la añoranza de los bulevares parisinos o de las mujeres italianas. No me atreví a preguntar. Pero, deseando reanimar la conversación, que había perdido el camino de un tema y también los rodeos, apunté:

–Por cierto, no hace mucho me contaban que fue usted en otro tiempo anarquista.

–Lo fui y lo soy. No he cambiado a ese respecto. Soy anarquista.

Lo que acababa de afirmar el acreditado humorista no tenía ninguna gracia o si la tenía, era la misma que suscitaría un banquero declarándose discípulo de Bakunin.  

–¡Usted, anarquista! ¿Anarquista? A no ser que le dé a la palabra algún sentido distinto…

–¿Del habitual? No, no… Empleo la palabra en su significado habitual, en su definición más común y ortodoxa.

Que un anarquista dijese respetar escrupulosamente la ortodoxia, aunque fuese semántica, me hizo sospechar que aquello era una charada de sobremesa. Pero, por primera vez en la noche, él parecía tomarse completamente en serio lo que decía y mostraba algo distinto a la voluntad juguetona de epatar. Y yo, que desde luego no había olvidado que estaba ante un periodista que publicaba en la prensa del nihil obstat y que llevaba la vida de un rey en un palacio con vistas a la Carrera de San Jerónimo, sentí la tentación de comprobar hasta dónde estaba dispuesto a llegar.

[El texto completo de El periodista anarquista. Delirio filosófico sobre una asonancia ha sido publicado en el número 5 de Jot Down].