Una triste historia

“El poder informativo es la triste historia de la virgen que acabó en el prostíbulo”. La frase es de Manuel Vázquez Montalbán y está tomada de su Informe sobre la información. Sé que voy a estropear la sentencia, apagar su chispazo, si digo que esta puta siempre fue puta, que nunca esta puta fue virgen. Por más que revise su pasado, la puta no encontrará las razones que explican cómo llegó al prostíbulo: ha olvidado que siempre estuvo allí.

No tuvo ella un pasado inmaculado y virginal, y el propio Vázquez Montalbán lo sabía bien: “El ariete de la libertad de informar –escribió– lo utilizó la burguesía para penetrar en la fortaleza del antiguo régimen y, una vez en el poder, se las ha ingeniado, a lo largo de cien años, para domesticar la información y convertirla en una técnica de dominio de la conciencia colectiva”. Efectivamente, la libertad fue utilizada sólo como ariete, como coartada que legitimó el discurso y las reivindicaciones de las revoluciones liberales contra el absolutismo. La falta de sinceridad con que fue izada la bandera de la libertad se hizo evidente cuando, tras el triunfo de esas revoluciones, los controles sobre lo publicado no desaparecieron. Es cierto que se borró de las disposiciones legales la infame evidencia de la censura previa, pero esto no significó una renuncia a otras estrategias, más o menos sutiles, más o menos manifiestas, que permitiesen mantener dócilmente domesticada la información.

La historia del poder informativo es, en el mejor de los casos, la historia de cómo los mecanismos de vigilancia se han ido sofisticando para cumplir su aspiración de hacerse invisibles. Y esa historia, triste o tristísima, es la que me toca relatar a futuros periodistas. En vísperas de un nuevo curso, mi trabajo me parece tan triste o más que esa historia. Continúo leyendo a Vázquez Montalbán, quien sostuvo que al periodista “sólo le queda una grandeza: forcejear con todos esos condicionamientos para recuperar, cotidianamente, la dignidad que le otorga la búsqueda de sus auténticas responsabilidades”. Entonces recuerdo que no soy una cínica: creo en la grandeza –muy modesta y nada grandilocuente- que puede haber en el ejercicio del periodismo. Recuerdo también que no faltan periodistas que fueron y son capaces de escribir páginas alegres en la triste historia de su profesión, que ellos son los que enseñan la dignidad y grandeza que puede haber en el envilecedor burdel.

Necrológicas

Una de las “insondables perversidades” del periodismo, según denunció y reprobó Chesterton, es “el uso que éste hace de sus reservas biográficas; no piensa nunca en publicar la vida sino cuando publica la muerte”, de manera que “leemos que el almirante Bangs cayó muerto, y ésta es la primera indicación que nos llega sobre el hecho de que hubiese nacido”. En efecto, las secciones necrológicas suelen nutrirse de las semblanzas de ilustres almirantes, ilustres Premios Nobel, ilustres empresarios, ilustres músicos, ilustres abogados, todos ilustres o ilustrísimos, que tuvieron que aguardar a la hora de la muerte para merecer la atención de los esqueléticos párrafos de la esquela que redacta el periodismo. En su brevedad, pretenden condensar y fijar la relevancia de una vida que cuando era tal fue ignorada. De la mala conciencia que procura hacerse perdonar la culpa, aunque sea en el postrer momento, nació esa sección enlutada de los periódicos, tan dada a la prosa enfáticamente encomiástica y ceremoniosamente tópica.

El obituario tiene sus archisabidas reglas, que actúan como cómodos patrones para el corte y confección de la oración fúnebre. Ahora bien, no siempre el patrón se ajusta a la hechura de la vida que hay que glosar y entonces cunde la desorientación. Así sucede en el caso de las vidas que el periodismo considera anodinas, a las que no concede la categoría de ilustres o notables, en las que no distingue ninguna excepcionalidad y a las que, por tanto, jamás dedicaría una gacetilla necrológica a no ser que las circunstancias de su final sean realmente singulares. Entonces, el elogio fúnebre, que echa de menos el pivote de un episodio ejemplar en la biografía, se siente obligado a compensar la carencia y busca una nota de emoción en el adjetivo que no se termina de creer y que sólo funciona como recurso sensacionalista. Las semblanzas de las víctimas del reciente accidente de un avión de Spanair en Barajas explotaron los detalles de sus biografías no para celebrar sus vidas, reconocer su valor y llorar su fin, sino para satisfacer una morbosa pulsión necrófaga y para derrochar moralina en un banal sermón sobre la muerte. Aquellas necrológicas fueron el impúdico recordatorio de que la muerte es la gran especialidad del periodismo, su instinto.