Poética de la ausencia





«La economía capitalista lo somete todo a la coacción de la exposición». «El exceso de exposición hace de todo una mercancía». «En la sociedad expuesta, cada sujeto es su propio objeto de publicidad. Todo se mide en su valor de exposición». «El valor de exposición constituye el capitalismo consumado y no puede reducirse a la oposición marxista entre valor de uso y de cambio. No es valor de uso porque está sustraído a la esfera del uso, y no es ningún valor de cambio porque en él no se refleja ninguna fuerza de trabajo. Se debe solamente a la producción de atención». Está bien, pero que ahora Byung-Chul Han nos explique cómo en la sociedad de la transparencia la ocultación o la ausencia pueden estar igualmente al servicio de la producción de atención y del lucro mercantil. Porque de eso, de toneladas de letra impresa, de marketing y de dinero, va el asunto de Elena Ferrante.

La revelación de la identidad escondida bajo el seudónimo Elena Ferrante hablaba de dinero: el dinero fue la pista que condujo hasta Anita Raja y los futuros réditos comprometidos por la investigación de Claudio Gatti explicaban la reacción furibunda de los editores italianos. Pero por debajo de la puerta de la caja de caudales asomó, tímida, su patita la «poética de la ausencia» objetando el chismorreo periodístico. ¿Qué alma sensible no se habrá conmovido ante la sutil resistencia que el argumento poético oponía a la burda prosa dineraria? Ninguna, a no ser que recuerde que el primer poeta de la ausencia no escribía versos, ni sagas napolitanas: fue un reportero. Pero antes de hablar de él es necesario hacer un poco historia.

Hacia 1912 el periodismo madrileño, que todavía se cortaba por un patrón decimonónico, fue sacudido por un violento terremoto. Adelardo Fernández Arias, hasta entonces un periodista del montón, comienza a escribir para el Heraldo de Madrid. La primera decisión que toma es cambiarse el nombre, porque el del bautismo se había revelado francamente incapaz de salvarlo de las umbrías galeras donde reman los gacetilleros anónimos. Adelardo se convierte así en El Duende de la Colegiata (no derrochó originalidad: había una larga tradición de duendes periodísticos y la redacción del vespertino estaba en la calle de la Colegiata). Viste el seudónimo con un impermeable, agarra un bastón que tiene por empuñadura una cabeza de perro, se calza unos guantes amarillos y se cala un sombrero de fieltro verde. Acto seguido, se echa a la calle a hacer unos reportajes que causaron sensación. El éxito fue inmediato y descomunal. Lo mismo entrevistaba a la cantante Marthe Regnier que a una aristócrata venida a menos convertida en camarera del Ritz; pasaba un día en los ambientes frecuentados por el hampa y el siguiente en una casa de maternidad y al otro en las covachas en las que vivían unos gitanos. 



Era el suyo un periodismo «vibrante de modernismo», según Emilia Pardo Bazán. El seudónimo, el uniforme y los asuntos sobre los que escribía contribuyeron sin duda a su popularidad, pero todo habría sido insuficiente sin la contribución del fotógrafo Alfonso. Él era el encargado de retratar al Duende en acción: repartiendo caramelos a un grupo de hospicianos, conduciendo unos cabestros por la dehesa, toreando un becerro, departiendo amigablemente con un carterista o con los internos del penal de Figueras, viajando en góndola por las calles de una Sevilla inundada, prestándose para que El Chaval y El Paleto ensayasen en su persona las artes de Monipodio, rodeado de cupletistas en una casa de dormir de los bajos fondos… 


Algunos de los reportajes que causaron mayor expectación fueron los que iban encabezados con la leyenda «El Duende, detective», en los que relataba, por ejemplo, su persecución a unos fugitivos por media España a bordo de un magnífico Flanders, porque siempre iba muy bien motorizado, y en compañía, cómo no, de su inseparable Alfonso, que, además de poner las consabidas fotos, cumplía en aquellos folletines por entregas el imprescindible papel del doctor Watson. 

El Duende de la Colegiata y su inseparable Alfonso

No había reportaje del Duende sin fotografía del Duende. La noticia era el Duende y lo que el Duende hacía y los entuertos que el Duende deshacía. Se hizo célebre enseguida; era reconocido, saludado y felicitado por la calle como nunca antes lo había sido un periodista: «¡Adiós, Duende! ¡Soy lector de usted!», «Leo todas las noches lo que escribe usted. ¡Es muy bonito!». Y hasta Galdós lo recibía en San Quintín con absoluta familiaridad: «¡Hola, Duende! ¿Usted por aquí?».


El Duende de la Colegiata creó escuela. Muchas publicaciones se apresuraron a imitar, con mayor o menor fortuna, aquella fórmula que tanto éxito había alcanzado. Así nació, por ejemplo, El Caballero Audaz. 

José María Carretero, El Caballero Audaz

José María Carretero venía haciendo entrevistas para Mundo gráfico con más pena que gloria hasta que pasó a La Esfera en 1914. Se agenció el seudónimo, un fígaro le cortó aquellas barbas que le daban un aspecto simiesco, un sastre le hizo a medida varios trajes impecables y cogió del ganchete a Campúa para no soltarlo. El fotógrafo tenía la misión de retratarlo junto a los prestigios que se sometían a sus interviús. Como el prestigio es contagioso, aquellas fotos surtieron su efecto: Pablo Iglesias, Santiago Alba, Alejandro Lerroux o Mariano de Cavia lo llamaban «amigo Audaz» y Galdós le escribió el prólogo al primero de la serie infinita de libros en los que reunió sus conversaciones con Luca de Tena, Valle-Inclán, el sultán Muley Haffid y el exsultán Abd-el-Azís, Onofroff el fascinador, Margarita Xirgu, Benavente, Raquel Meller, Belmonte, Ortega Munilla, Tórtola Valencia, Blasco Ibáñez, Antonio Maura, el maharajá de Kapurthala y su esposa, el maestro Bretón, Santiago Rusiñol… 

 
Claro que su estilo no era el arrabalero y sensacionalista del Duende; nuestro caballero, muy acicalado, pero sin estridencias multicolores, con el decoro que exigía una revista formal como La Esfera, no gastaba sus audacias en la calle; se encontraba en su elemento en el despacho, la biblioteca, el gabinete de trabajo de los grandes hombres y en los camerinos de las grandes artistas. Los lectores también se dejaron encandilar por el personaje. Alcanzó tal renombre que el entrevistador merecía ya ser entrevistado. Y en el más soberbio de cuantos ejercicios de redundancia autorreferencial había llevado a cabo, El Caballero Audaz se deja entrevistar por su mismísimo doppelgänger, José María Carretero, en aquel «rinconcito de anarquía artística» que era la forma cursi con la que se refería al despacho de su casa en la calle Velázquez.

Los reporteros descubrieron que era imprescindible someterse a la coacción de la exposición, convertirse en su propio objeto de publicidad, dejarse alumbrar por el fogonazo de magnesio o resignarse al oscuro anonimato. Pero el escenario periodístico estaba saturado de duendes y audaces. ¿Cómo distinguirse entre todos ellos? Es aquí donde aparece nuestro hombre: El detective Roskoff.  El seudónimo quizás era una derivación rusófila del nombre de los relojes proletarios Roskopf. De ser así, se avendría muy bien al periodismo que practicaba: «No siempre han de ser los que ocupan elevados puestos en la política, en las ciencias, en las letras o en las artes, los elegidos para la celebración de interviús. […] Desde luego que, para algunos, una interviú con un albañil, con un carpintero, con un guardia municipal, con una oficiala modista o con la aprendiza de un taller de sombreros, no tendrá el interés de las que celebra mi querido compañero El Caballero Audaz con políticos y cupletistas; pero como en el mundo hay mucha gente y cada cual piensa de modo distinto, no creo que sea petulancia suponer que entre todos los lectores de los periódicos que edita Prensa Gráfica habrá, por lo menos, uno al cual le agradará conocer los impulsos del espíritu de estas clases tan olvidadas y tan desatendidas». La firma del detective aparece por primera vez en 1915 en Mundo gráfico firmando mazacotes de letra apretada. Nadie repara en él. Quiere creer que el problema está en el nom de plume y prueba a escribirlo separado, Ros Koff, o a colocarle un guión, Ros-Koff. Pero no era eso y lo sabía. Finalmente se rinde: necesitaba un fotógrafo. Acompañado casi siempre por Cortés y ocasionalmente por Salazar, sale a hablar con las niñas del asilo de Vallehermoso, la reina de los apaches o el quinqui apodado El Cangrejero. Véanlo.


¿Lo han visto bien? Por supuesto que no. Roskoff siempre posaba de espaldas o en un escorzo que hacía imposible adivinar las facciones de su rostro. Había descubierto, tal vez inventado, la «poética de la ausencia», una estrategia infalible para llamar la atención entre tantos periodistas como proliferaban entregados a un exhibicionismo pornográfico. Y triunfó, quizás no de forma tan arrolladora como El Duende de la Colegiata o El Caballero Audaz, pero triunfó. Su nombre, ya que no su cara, había logrado convertirse en un reclamo comercial y en agosto de 1917 los voceadores de la Puerta del Sol pregonaron la salida de una nueva revista atribuyendo su dirección a El detective Roskoff. Ya lo había hecho antes Adelardo Fernández Arias, quien, visto el tirón popular de sus historias, fundó el semanario El Duende. Pero en este caso no era cierto y Roskoff puso la oportuna denuncia ante la policía por apropiación indebida de su nombre y remitió una nota a los periódicos para dejar bien claro que no tenía nada que ver con aquella publicación. Nunca desveló su identidad, ni siquiera en la querella por usurpación, y jamás tuvo la desvergüenza de hablar de «poética de la ausencia», quizás porque creía que lo suyo era pura periodística. Mientras, los compañeros de profesión se rascaban la cabeza contrariados: ¡Cómo no se me ocurrió a mí antes! Igual que hicieron los escritores más o menos recónditos al tener noticia del pelotazo de Elena Ferrante, aunque sólo los honestos se atrevieron a admitir en público su torpeza mercantil, como John Banville, alias Benjamin Black: «En este momento, me doy cuenta de que quizá haya sido un error haber desvelado mi identidad desde el principio. Tendría que haberme callado y, a lo mejor, ahora, las novelas de Benjamin Black tendrían tanto éxito como las de Elena Ferrante. ¿Quién sabe?».

Retoques





Steve McCurry, de paso por Madrid para vender su libro, se zafó lo mejor que pudo de las preguntas sobre la manipulación a la que sometió algunas de sus imágenes: «¿Es que no ha sido siempre el retoque parte de la fotografía?». Por ser más preciso o por dar mayor contundencia a su defensa, hubiese podido recordar que el retoque es anterior a la fotografía. La galvanoplastia y la fabricación de bobinas de papel continuo permitieron la industrialización de la imagen, es decir, el nacimiento de los semanarios ilustrados con grabados. El primero de todos, fundado el 14 de mayo de 1842, fue The Illustrated London News. «La primera página de su primer número –apunta Michel Melot– mostraba el incendio de Hamburgo: al dibujante se le había echado el tiempo encima y se había limitado a añadir llamas a una antigua vista de la ciudad. La primera imagen de actualidad estaba ya trucada». 



«Demasiado perfectas», dijo Teju Cole de las fotografías de McCurry. Exacto, perfectos los colores, el encuadre y la composición, también los tópicos que capta su objetivo. Son de un preciosismo inofensivo, igual que lo eran los grabados de aquellos viejos semanarios ilustrados, que sólo mostraban estampas dignas, dignas de ser vistas por las familias en sus plácidos salones burgueses durante la merienda; igual que lo son las fotografías que hoy ilustran los periódicos, imágenes para el consumo de quienes creen que el mundo es un lugar hermoso y pulcro. El mismo periodismo que aprovechó la visita de Steve McCurry para despachar sus moralinas a propósito de la verdad es el que muestra a diario las imágenes demasiado perfectas de la propaganda o la publicidad, retocadas para ofrecer una falsificación embellecida de la realidad, limpias incluso de la costra de mierda que lleva adherida la guerra o la miseria de las catacumbas. 







Se puede titular que la célebre foto de la niña afgana fue manipulada, aunque no haya constancia de ello en ese caso, porque la bomba de la sospecha le ha estallado a McCurry y sólo a él. El periodismo pone mucho cuidado en controlar este tipo de detonaciones. Siempre lo pillan a salvo.

Oremus (I)





Como todo el mundo sabe y Antonio García Ferreras predica, el periodismo es una religión. Desde luego tiene todo el aparataje del dogma: su catecismo, sus diez mandamientos y sus sacerdotes, aunque no vistan sotana. Incluso promete el infierno a los pecadores. Sólo le falta un devocionario; compongámoslo. El primer rezo podría ser aquella bendición ecuménica que se adjuntaba al menú del almuerzo en el comedor para ejecutivos de The New York Times los días que se recibían invitados. Fue escrita por John H. Finley, director del periódico entre 1937 y 1938, pero siguió repartiéndose entre los comensales por lo menos hasta 1953, como recuerda Jan Morris en Manhattan 45. Oremus, fratres carissimi:

«Oh, Señor, Dador de todo bien y Mesías
que nuestro diario en tus justas manos abrigas.
Te damos gracias por el pan de cada día,
que nos llega (como las noticias) de muchos climas.
Bendice a quienes en esta mesa estamos,
y a quienes refugia este amplio tejado.
Oh, Señor, lo que aquí cabe publicar
son las muestras de los paños, nada más.
Que aquellos a quienes recibimos regresen,
y quienes se queden estén alegres, amén».

Un apócrifo más



https://www.loc.gov/resource/fsa.8d08927/


Los sádicos que comentaban los trabajos remitidos por los espontáneos identificaban a los autores por sus iniciales y la localidad desde la que escribían. No era difícil suponer que aquellos datos bastaban no pocas veces para la ignominia y que los colaboradores, que habían pretendido impresionar a los compañeros de tertulia con su firma estampada en letras de molde, se veían en cambio abochornados y obligados a desertar del café o del ateneo durante semanas por no soportar las pullas sarcásticas de la concurrencia. La sospecha de que así ocurría es confirmada por el caso de J.M.B. de P. Madrid cómico recibió su trabajo y lo despedazó con su acostumbrada falta de piedad más la absoluta indiferencia que el terroperiodismo siente hacia sus víctimas. ¿Qué sucedió en Béjar, lugar donde había sido franqueado el envío de J.M.B. de P., desde el momento en que se recibieron los primeros ejemplares de la revista? ¿Qué escenas se vivieron en la peña que frecuentaba el espontáneo cuando explotó la bomba incendiaria? No hace falta mucha imaginación para representárnoslas, pero puede ayudar la carta de protesta que el interfecto se apresuró a escribir:

«Con gran sorpresa he visto en el núm. 14 de esa Revista, y en su sección de Correspondencia particular, una contestación dada a un colaborador espontáneo, cuyas iniciales coinciden en un todo con las mías. Yo no he mandado nada a Madrid cómico, ni he hecho nunca una mamarrachada como esa que se titula El divino café. Cualquiera que haya leído algo escrito por mí, notará en seguida que tal cosa no puede ser mía. Hasta el título lo denota, pues no creo en nada divino, y no uso, por tanto, tal calificativo en ninguno de mis escritos. Estimaré a usted confronte mi letra con la del original en cuestión y, si se conserva, me haga el obsequio de enviármelo. Tendría gusto en saber quién es el cobarde que ha tomado mi nombre para firmar eso. La broma es más que pesada. De cualquier manera, espero aclarará usted en la Revista que yo no soy el autor de El divino café y que no he mandado para ella ningún original».

Así que J.M.B. de P. debía ser una eminencia de las letras locales, probablemente laureado en distintas ediciones de los juegos florales de la provincia. Claro que pudo haber escrito El divino café y, al ver rechazada la pieza, la carta con la que intentaba salvar su prestigio. Pero su indignación suena sincera y un escritor mediocre no sería capaz de impostarla, tampoco poseería la fabulosa imaginación necesaria para pergeñar ese complicado argumento sobre la suplantación de su identidad literaria. Así que tiendo a creer que fue embromado por algún vecino harto de los aires de gran literato que se daba o quizás por algún competidor envidioso de su celebridad. A un gran escritor, o siquiera a un escritor consagrado por la crítica como compadre de Joyce y Dostoievski, no le haría falta gastar tanta munición, podría zanjar la cuestión con mayestática apatía: «Un apócrifo más». Pero el de las iniciales era sólo un escribiente municipal. Por eso mismo y porque no creía en un dios que viniese a vengar la pupa en el honor, el de Béjar tuvo que acogerse al derecho de rectificación. Madrid cómico también dio crédito a su cólera e intentó desagraviarlo publicando su carta, seguida de esta apostilla: «Queda hecha la aclaración que usted pide, señor hereje, y celebraremos que no corra la sangre en Béjar». ¿Corrió la sangre finalmente? De ser así, ¿quién fue asesinado en el laberinto bejarano: Abenjacán o Zaid? No lo sé, porque el sótano de la hemeroteca guarda un Aleph, pero un Aleph estropeado.