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¡No soy un cromo!





Están los exhibicionistas, duendes, audaces y demás gandías; los poetas de la ausencia, como El detective Roskoff, y, por último, los orgullosos y los snobs. A esta tercera categoría pertenecen todos aquellos que, con más o menos convicción, oponen cierta resistencia a que los conviertan en un cromo. José Nakens tenía al respecto un criterio tan inquebrantable como lo eran su republicanismo y su anticlericalismo. Así lo advertía en un artículo de 1889, recogido más tarde en su libro Trozos de mi vida:

«Ningún periódico de los que se dedican a publicar retratos de personajes (?) ha logrado obtener mi permiso para reproducir mis facciones. Recuerdo que allá por el 83 ú 84 le contesté al director de uno, que había decidido no exponerme hasta que no fuese ministro. ¡Arranque digno de figurar entre los más notables que haya producido el orgullo humano!».

Ministro no iba a serlo ni en la alucinación más desaforada que padeciese la política española, y lo sabía. ¿Fotos suyas? Nunca jamás. El director de El Motín pensaba que exhibirse en la prensa conservadora –la única con posibles para estampar en sus páginas caras y bustos– era algo así como comparecer en la feria de las vanidades vistiendo esmoquin: un entreguismo, una forma indigna de malbaratar la revolución que predicaba. Resultaba imposible doblegar su orgullo. «Nakens estaba preso y no se dejaba retratar por nadie –recordó en 1929 el fotógrafo Alfonso–. Cuantos medios intenté para seguirlo fueron inútiles. Intervino Francos Rodríguez. Intervino también D. Miguel Moya. Todo inútil. Y aquí surge  Morote, que me escribió una carta de presentación para Nakens, quien al leerla rompió a llorar como un niño. ¡Qué cosas no le diría! Yo también creí llorar de agradecimiento, al ver que el inflexible D. José se dejaba retratar convencido por las palabras elocuentísimas y sentidas de Luis Morote». Así que la única forma de ablandar al que pasaba por ser un terrible comecuras era tocando su fibra sensible. Por una vez y sin que sirviese de precedente, el periodista cedió. Casi todas las fotos de Nakens le fueron hurtadas con malas artes o, directamente, a las bravas, por la fuerza represiva del Estado. Hoy sólo lo podemos ver detenido, esposado, cubriendo el Far West de sus ideas con un sombrero muy propio.
 

 De riguroso perfil, en la ficha policial.


Viejo, cansado y digno posando delante de un lienzo arrugado en la Cárcel Modelo.


Es imposible encontrar hoy una foto que falsifique la coherencia insobornable de Nakens. Estaría encantado.


Mariano de Cavia era otro enemigo declarado de los fotógrafos. Sólo había accedido a posar para Campúa en cierta ocasión y toda la profesión lo sabía. Por eso El Caballero Audaz no las llevaba todas consigo aquel día de 1914 que se marchó a entrevistar al periodista, aunque fuese acompañado por quien una vez logró el milagro.

«–¿Crees que conseguiremos hacer algo? –le pregunté a Campúa, que, arrebujado en un rincón de la berlina, con su máquina sobre las rodillas, descorría la vista distraídamente al través de los cristales.
–No sé qué decirte, chico –me contestó desesperanzado–. Es muy raro este sujeto. Yo no he podido hacerle más que una fotografía en mi vida, que por cierto es la única que de él hay; esa del clavel y el cordoncito de los lentes. Ya verás, es un hombre especial; un enemigo sincero de toda exhibición.
Este pesimismo de Campúa me desconcertó».

El pesimismo estaba más que fundado como iba a comprobar la pareja enseguida. «Suplico a ustedes –advirtió [Cavia] muy serio– que prescindan esta tarde del oficio. ¡Nada de fotografías ni demás engorros! ¿Hem?... Dejen ustedes eso para los estafermos que quieran lucirse; yo le detesto». La verdad es que al final, después de mucho gruñir, se sentó en un banco de El Retiro y se dejó. Campúa lo había vuelto a lograr. De hecho se podría decir que había conseguido volver a hacer la misma foto, porque allí estaba el mismo Cavia, idéntico a sí mismo, sólo que añoso.


Pero aquello era una derrota en toda regla para El Caballero Audaz, que no podía sumar a su álbum de fotos, en donde siempre se le veía acompañado de los prestigios de la época, la de Cavia. Este era perro viejo y no se prestó promocionar al caballero que decía ser la encarnación misma del intrépido nuevo periodismo. Ningún recién llegado iba a enseñarle al autor de Azotes y galeras las reglas de la publicidad, que había manejado magistralmente cuando tocaba, por ejemplo, en aquellos lejanos días en que escribía su columna bajo el título Plato del día. No parece que entonces gastase muchos reparos o escrúpulos.


Con su carrera ya hecha, entonces sí, Cavia podía ponerse muy estirado y despotricar contra los estafermos exhibicionistas. Murió en 1920 y las necrológicas fueron ilustradas por la foto que, de alguna manera, él había elegido: la del clavel reventón en la solapa, el cordoncillo de los lentes y el ricito que caracoleaba en la frente. Le encantaba esa imagen cursi y relamida; quizás se equivocaba, porque ella contribuyó a convertir su nombre en un significante vacío que terminaría bautizando el premio periodístico que hace siglos que no premia a ningún periodista y que concede un diario para el que Cavia nunca escribió. Para más inri, cuando Google busca hoy alguna imagen de Cavia, lo que encuentra son los preciosos modelitos que la Reina luce durante la ceremonia de entrega.  

Nakens era un orgulloso y Cavia, un snob. Más para acá, Enric González echó mano de la arrogancia de uno para repetir los melindres del otro cuando en El País le pidieron una fotografía para colocar en la cabecera de su columna «Un asunto marginal»: «No logro entender qué interés puede tener alguien en conocer el aspecto de quien escribe, pero el fenómeno parece imparable. Poco a poco, los periódicos se han llenado de caritas, sonrientes, tímidas, espantadas». ¡Como si la moda fuese cosa de hoy! La verdadera novedad era el reproche: el periodista culpaba a los lectores, voyeurs carentes de imaginación que necesitan de un fetiche para excitarse porque la prosa periodística no les basta. «Cuando se anunció –seguía diciendo– que los artículos de este diario irían acompañados por una imagen del autor, rogué que me eximieran. Lo conseguí, creo, en el primero de esta errática serie marginal. Para el segundo echaron mano de una imagen disponible en Internet».

Podría haberse disculpado como lo hizo Unamuno, cuando el director de una revista le pidió un retrato y aquello desató «un pequeño conflicto en mi conciencia»: «El resultado final de tal conflicto es la decisión de enviarle el retrato, pues el resistirse a que aparezca en público la imagen de nuestro físico arguye, en los tiempos que corren, mayor petulancia que el ceder a ello», escribió en ¡1902! Pero en 2008 Enric González opta por un alambicado ejercicio de exhibicionismo, porque lo que hacía era precisamente llamar la atención sobre la foto a los lectores despistados y, al mismo tiempo, avisaba de que en realidad no había cedido, no se había rendido, que él era un articulista sin pose.


Pero miremos bien la foto supuestamente encontrada al azar de una búsqueda en Internet. La cabeza estaba ligeramente ladeada para obligar a los ojos a mirar por el rabillo a la cámara, en un gesto un poco pícaro o burlón que termina de dibujar la media sonrisa. Era la misma pose que adoptaba en sus textos. La foto era, pues, perfecta y a Enric González le encantaba. 

Foto: Alberto Cuéllar

Cuando fue fichado por El Mundo, procuró repetirla ante el objetivo de Alberto Cuéllar, pero ni el fotógrafo ni el fotografiado consiguieron reproducir aquella despreocupación que afectaba antes. Algo cambió desde el momento en que Enric González comenzó a escribir al dictado del tipo de aquel cromo nuevo. 


En cierta ocasión, preguntado Umbral por si lo primero que leía en el periódico era su columna, dijo, para quien quisiera entender: «No. Es lo primero que miro, para ver la foto». No era una boutade.

https://twitter.com/mario_benito/status/686995234752983043



Plumas y pullas (CXVI)





“El periódico, ese informe diario de la estupidez y la brillantez de la especie, nunca antes había faltado a una cita. Ahora había fallecido”.

Tom Rachman
Los imperfeccionistas


“¡Vivir sin periódicos! ¿Pero eso es posible?”

José Francos Rodríguez
Discurso ante la Real Academia Española
(16 de noviembre de 1924)


“¿Qué hacer con la muerte del periodismo? Dar la noticia”.

Arcadi Espada
Periodismo práctico


“Cuando ya no haya adelantos que propagar, injusticias que denunciar, débiles a quienes amparar, fuertes a quienes contener, entuertos que enderezar, aspiraciones que defender, teorías que discutir, verdades que investigar, leyes que combatir y hombres que mejorar… Entonces, en el último periódico, el último periodista escribirá esta gacetilla:
‘Para dedicarse a la felicidad de vivir deja de pertenecer a la redacción de este periódico, don Fulano de Tal, que era su único redactor’”.

Rafael Mainar
El arte del periodista


 

Plumas y pullas (XLIV)





“El calendario del periodista, de los tiempos de Larra a los nuestros, ha sido casi siempre invariable”.

Agustín de Foxá
ABC, 7-9-1945


“Contra lo que suele suponerse, el periodismo es un oficio monótono, cargado de ritos que se repiten de forma maquinal. Un oficio que favorece la ilusión circular del tiempo y que practicado largamente induce a una irónica meditación sobre la novedad, santo y seña del oficio”.


“Desde hace unos tres o cuatro lustros, y al igual de todos los otros cronistas que se estiman en algo, yo vengo escribiendo cada Navidad un artículo para explicar las razones de que la Lotería haya echado en el suelo español unas raíces tan profundas. […] las razones en cuestión, […] naturalmente, son siempre las mismas, y no tanto por el vano empeño que uno pudiera poner en no contradecirse, como por la imposibilidad de encontrar cada año razones inéditas”.

Julio Camba
El Sol, 23-12-1925


 

Plumas y pullas (VII)





“Los diarios son realmente estimulantes. No conozco nada mejor para cabrearse”. 

Rafael Sánchez-Ferlosio
(Entrevista con Arcadi Espada, El País, 4 de mayo de 2002)

El escritor mientras hace su obra


Documental dirigido y realizado por Enrique Baró.


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"El escritor mientras hace su obra..."
Estampa, 26 de febrero de 1929


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No hay retrato sin pose, esa fingida compostura que se adopta ante la mirada de los otros. Impostura por impostura, prefiero la que juega con la trampa a aquella que la niega arropándose en un pretendido naturalismo. El alarde de verismo ofrece como garantía el desaliño, como si éste no pudiera ser concienzudamente dispuesto y, por supuesto, juzgado favorecedor por el retratado.


Picouto tenía razón

La anécdota -cierta o no, poco importa para el caso- la contó Wenceslao Fernández Flórez en uno de sus artículos. Era Picouto el director de un diario coruñés que un día asistió a una escena de sádico ensañamiento con un gato: había sido “pescado” con el señuelo de un trozo de carne prendido de un anzuelo. La noticia que el periodista redactó sobre el suceso arrancaba diciendo: “Dos salvajes que se dedican a cazar gatos con anzuelo…”. La pareja que había protagonizado el suceso se presentó en la redacción del periódico con un reproche: “No se puede injuriar impunemente al Ejército español”. Y es que los dos jóvenes resultaron ser oficiales que se amparaban en su rango militar para exigir una rectificación a la que Picouto no accedió. Dada la insensibilidad manifestada por el periodista ante el primer argumento, recibió otros que pretendían ser más convincentes: los palos que le propinó un capitán de Infantería y las amenazas de ser llevado a los tribunales en virtud de la Ley de Jurisdicciones. El asunto se ponía feo.

“El infeliz –relató Fernández Flórez– fue a visitar a una autoridad para pedir amparo, y la autoridad le instruyó:
-Usted puede escribir, si quiere, veinte volúmenes contra la caza del gato con anzuelo; puede fundar otro periódico exclusivamente consagrado a defender los intereses de los gatos. Pero insultar al Ejército, no.
-Adjetivé a dos hombres crueles.
-Adjetivó a dos oficiales. Cacen gatos o funden asilos para gatos, son dos oficiales siempre.
Vencido, Picouto redactó otro suelto:
‘No eran dos salvajes, eran dos tenientes de Infantería los que hace una semana…’”.


Es conocida la querencia de Fernández Flórez por las parábolas. Ésta fue escrita en los primeros días de la II República, a modo de advertencia sobre su indisposición para seguir el ejemplo del claudicante Picouto:

“Los políticos están ahora tan terriblemente identificados con sus ideales, que muchas veces creen que el ideal es… ellos mismos […]. Si se opone un comentario hostil a sus procedimientos o a sus manifestaciones, extienden trágicamente un brazo para denuncia ante el país:
-¡He ahí un enemigo de la República!
Desde ahora aclaro que no veo en toda la extensión de la política española un solo hombre que pueda presumir de que en él está vinculado el nuevo régimen. El que cace gatos lo hará por su cuenta”.


En junio de 1932, Fernández Flórez sintió la necesidad de replicar a quienes, desatendiendo aquel aviso, encontraban en sus críticas a los hombres del nuevo régimen y a sus políticas el propósito de acabar con la República. Hacía un irónico propósito de enmienda:

"Para mí, desde hoy, el presidente del Consejo es la República; sus mejillas, las mejillas de la República; sus verruguitas, las verruguitas de la República. Cuando le vea merendar en el bufet del Congreso, diré: ‘La República se robustece’. Cuando le oiga calificar de idiotas, cursis, estúpidos, imbéciles, a los que dicen algo contrario a lo que él piensa, meditaré: ‘La República bien puede tener desplantes’. [...]
Únicamente existe un escollo. Si Azaña es la República, la República será, a su vez Azaña. Otra cosa no sería justa. Entonces, si el señor Azaña tiene algún día –lo que no deseamos– una colitis, ¿hemos de entender que le duele la barriga a la República?
Para la mejor comprensión de mis deberes de republicano ortodoxo, me conviene que se aclare este asunto”.

Así terminaba el artículo “La República, confundida con sus hombres”. Tiene su gracia el modo en que Wenceslao Fernández Flórez decía en sus Acotaciones de un oyente de 1931 y 1932 lo que Arcadi Espada, con gravedad circunspecta, denuncia hoy en Periodismo práctico: “Ante la impugnación de su trabajo, los políticos suelen responder que se trata de un argumento populista, fascistoide, violento. Su egocentrismo es tan chabacano que se confunden a sí mismos con la democracia y aun con la propia política. Es evidente que esa distinción debe hacerse. Y que su trabajo puede ser juzgado. Técnica, fría, objetivamente”. A veces lo técnico, frío y absolutamente objetivo está en el calor del adjetivo. Es evidente que el apocado Picouto tenía de su parte la razón de la objetividad periodística: aquellos dos eran unos salvajes.

Política y periodismo

Dice Arcadi Espada en Periodismo práctico:

“Hay un momento fundamental en la relación entre la política y el periodismo que sería muy interesante precisar. El momento en que el parlamentario ya no se dirige a sus iguales, sino que vuelve la cara y el sentido de su discurso hacia la prensa. Antes de que se instalara, el parlamentario desplegaba sus instrumentos de convicción entre sus colegas, con instinto, incluso, de pavo real. Es el momento de la gran oratoria. Es perceptible el orgullo de las ideas, la confianza en la argumentación. De algún modo, la partida no estaba jugada. Nada que ver con lo de hoy. Las consecuencias son evidentes. El diputado de hoy ensaya un discurso donde la persuasión es secundaria. El diputado sabe que no va a convencer a nadie. Sus palabras van dirigidas a los medios. Para convencer a los medios se precisan menos los argumentos que los fogonazos”.

El momento que Arcadi Espada llama a precisar, aquel en que el parlamentario dejó de hablar para el Parlamento, fue cuando en él entraron la radio y la televisión. Y para decirlo todo, habría que añadir que los políticos tuvieron la lucidez de intuir, incluso antes de que a los medios audiovisuales se les franquease el paso a la sede legislativa, que esa nueva presencia iba a cambiar las reglas del juego.

Es bien conocido el uso que Churchill hizo de la radio durante la II Guerra Mundial. Pues bien, en 1942, el primer ministro británico propuso que el discurso que iba a pronunciar en la Cámara de los Comunes sobre su reciente viaje a EEUU y Canadá fuese grabado en disco y radiado la misma noche para el público. “Ello me evitaría –argumentó– la fatiga que supone pronunciar una segunda peroración”. Es más, sugería que el procedimiento se repitiese durante la guerra, en los futuros casos de mensajes de interés para la nación. La respuesta de los diputados a la propuesta fue contundente: no, de ninguna manera. El proyecto de Churchill fue considerado un “anatema imperdonable”: “Apartarse de los viejos hábitos en un país gobernado por el ‘hábito’ es siempre una apostasía”, escribió, interpretando el sentir de los Comunes, Augusto Assía en una crónica recogida en el libro Cuando yunque, yunque. Pero no se trataba sólo de un simple conservadurismo de las formas consagradas por la tradición, sino también de la sospecha de que el discurso concebido para ser radiado sería necesariamente distinto al que se pronunciaría sin el testigo de aquel medio de comunicación. El periodista gallego registraba en su artículo otro criterio que estaba siendo manejado:

“La misma oratoria de los Comunes resultaría impropia para el público. De dimensiones muy reducidas y de forma cuadrangular en vez de circular, como los Parlamentos de otros países, el escenario de la Cámara de los Comunes no invita a la oratoria de gran estilo. Churchill mismo ha explicado mejor que nadie cómo esta circunstancia arquitectónica ha determinado, en gran parte, la creación de una oratoria sofrenada, entre familiar y erudita, característica de los Comunes, encaminada a impresionar antes los registros de la razón que los de la emoción”.

El argumento era, pues, que el discurso quedaría modificado si, en lugar de estar dirigido al speaker que preside las sesiones de la Cámara, tenía por destinatario el público de la radio. El uso propagandístico que de este nuevo medio se estaba haciendo durante la II Guerra Mundial, tanto por parte de los países aliados como por las potencias del Eje, hacía temer que la razón fuese sustituida por la emoción. Y en ese sentido ha de entenderse lo que se pudo leer entonces en un periódico británico: “Apelar a la emotividad de las masas, en vez de la reflexión de la Cámara de los Comunes, conduciría inexorablemente a la dictadura”. Pues bien, hubo que aguardar más de tres décadas, a 1978, para asistir a las primeras transmisiones regulares por radio de las sesiones de la Cámara de los Comunes.

El mismo Winston Churchill que se había presentado como un adelantado a su tiempo defendiendo la entrada de la radio en los Comunes afirmó, cuando se reanudaron las emisiones televisivas de la BBC tras la II Guerra Mundial: “Sería un escándalo que los debates del Parlamento se dieran antes en ese invento mecánico de la televisión”. El juicio era compartido por todos los políticos, ya fuesen conservadores o laboristas. La unanimidad explica que en cuantas ocasiones se debatió el asunto, los Comunes resolvieron negar la entrada a la televisión. Así, hasta 1988, cuando por undécima vez en veintidós años el asunto fue discutido de nuevo. Margaret Thatcher había fijado su postura poco antes: “Yo no creo que televisar la Cámara de los Comunes vaya a hacer aumentar su reputación. Tampoco creo que la Cámara de los Comunes haya mejorado desde que se transmite por la radio. En realidad, si es que ha servido para algo, ha sido para que el presidente tenga aún más dificultad para imponer el orden”. De esta forma, la primera ministra manifestaba su convencimiento de que la presencia de las cámaras iba a contribuir a que los parlamentarios cobrasen conciencia de participar en una puesta en escena y que la oposición actuase en consecuencia, es decir, sobreactuase, comportándose de un modo todavía más jaranero y alborotador. Lo que callaba era que sabía que ningún gobierno canadiense había sido reelegido para un segundo mandato desde que la televisión entró en su parlamento. Tampoco decía que los expertos habían estudiado la situación del sol en el tiempo de interpelación a la primera ministra: una hermosa luz dorada bañaba los escaños de la oposición, mientras los del gobierno quedaban en penumbra. Además, sus asesores temían que la televisión demostrase que, en realidad, Margaret Thatcher leía sus largas y detalladas respuestas, en lugar de hablar de memoria como podían llegar a creer quienes la escuchasen por la radio. En contra del criterio de la primera ministra, la entrada de la televisión –aquel “medio cruel”, como lo había calificado Harold Wilson en una entrevista concedida a David Frost– fue finalmente aprobada el 12 de junio de 1989 con los votos a favor de los laboristas, los diputados de partidos pequeños y algunos tories disidentes.

Quienes antes y mejor habían advertido que la presencia de la televisión iba a modificar la vida parlamentaria fueron los políticos. Según Arcadi Espada, los que parece que no se han enterado o que, cuando menos, actúan como si no estuviesen avisados, son los periodistas:

“El periodista, así, ya no es el narrador de una acción organizada, en cierto modo, al margen de su presencia. No es un extraño. Todo ha sido preparado para él. La primera obligación, pues, del periodista moderno es denunciar el factoide, aquello que ha sido construido exclusivamente en función de su presencia”.

El “factoide”, dice Arcadi Espada. Está bien. Pero mucho antes y mucho más claro lo explicó Margaret Thatcher: “Yo no creo que la televisión vaya a televisar nunca esta Cámara. Si lo hace, televisará únicamente una Cámara televisada, que será completamente distinta de la Cámara de los Comunes que nosotros conocemos”.

Arcadi Espada y Karl Kraus

John Lewis Gaddis defiende que la escritura de los historiadores ha de imitar “el diseño del Centro Pompidou de París, que pone con orgullo sus ascensores, tuberías y cables fuera del edificio, a la vista de todo el mundo”. La cita es recogida por Arcadi Espada en su último libro, Periodismo práctico, en donde se predica que esa misma exigencia debería ser asumida por la escritura periodística. Ni que decir tiene que la profesión es absolutamente reacia a mostrar al público sus tuberías, porque sabe que su estado de revisión deja mucho que desear. Pero eso es precisamente lo que viene haciendo Arcadi Espada y Periodismo práctico es un nuevo ensayo de ese ejercicio. Coge los periódicos, rasca un poco en su discurso y rápido asoman las tuberías. Las tuberías del periodismo son, en muchos casos, rutinas inveteradas y raramente cuestionadas, usos en apariencia asépticos, pero nunca inocentes.

No es inocente, dice Arcadi Espada, que un periódico titulase en portada con la voz de los terroristas del 11-M: “Lo que os hemos hecho es justo…”. Y el antetítulo: “El vídeo perdido del 11-M vincula el ataque con Irak”. La asepsia queda en entredicho cuando se pregunta si hubiese sido posible este otro titular: “Lo que os hemos hecho es justo. Un vídeo perdido de ETA vincula su lucha con la opresión del pueblo vasco”. Tampoco resulta inocente que la prensa se preste a dar cuenta de las intenciones y proyectos de terroristas detenidos, es decir, a convertirse en un canal de propaganda de los terroristas –“terrorismo gratis”– y del Ministerio del Interior –“enfatizan la grandeza de la detención”. También invita a la reflexión aquel “ETA intenta una matanza de guardia, mujeres y niños para presionar a Zapatero”, porque si lo que se buscaba subrayar el grado de inocencia de mujeres y niños, cabe entonces suponer “una cierta comprensión ‘militar’ del terrorismo”. Por otra parte, en aquel atentado resultó herida una mujer guardia civil. ¿Habría sido posible este otro titular: “ETA intenta una matanza de guardias, hombres y niños para presionar a Zapatero”? A la pregunta sobre qué hacer con el gitano bueno del titular “El exuberante violinista gitano Roby Lakatos debuta en el Palau”, Arcadi Espada propone que nos preguntemos si no “habrá un racismo de la celebración”. También denuncia, por ejemplo, la hipocresía de los que previenen de la necesidad de no alimentar el morbo a través de las fotografías de víctimas de un crimen terrorista. “No los oigo en prosa”, dice al comentar su silencio ante noticias como la del asesinato de una joven que había aparecido con “el pantalón bajado”, a pesar de que, en la línea siguiente, la policía aseguraba que no había habido “forzamiento sexual”. Parece, en efecto, que la sociedad y los vigilantes de la deontología tienen una especial sensibilidad para las imágenes. Arcadi Espada nos enfrenta a nuestra insensibilidad para la prosa, para la semántica y la gramática. Denuncia la degradación orwelliana de las palabras, la aceptación acrítica de “la neologengua y el doblepensar”. “Retorzamos el pescuezo a la sintaxis para ver si suelta el último estertor y al fin comprendemos”, propone. “Toda lengua es un templo en el que está encerrada el alma del que habla”, cita. Él demuestra que el alma no siempre es inmaculada y que cuando habla se delata.

A quienes advierten un vacuo prurito profesoral en el escándalo que le provoca que el periodismo hable de “crisis humanitarias” o de “crisis humanas” y no le baste la palabra “tragedia”, devaluada por tantas tragedias deportivas que se nos cuentan; a los que no perciben la diferencia entre “Muere, atropellado, un niño…” y “Mata a un niño, atropellándolo…”; a aquellos que ven en la antropomorfización de un huracán un eficaz recurso estilístico y no la huella de la superstición que ve en él “el castigo secular con que la ciega naturaleza afronta el desafío de los hombres, siempre prestos a convertirse en dioses”; a quienes no reparan en que utilizar el verbo inmolar –cuya definición es “sacrificarse por un ideal o por el bien de otros”– para describir la acción de un terrorista es tanto como concederle la gracia de su paraíso, reconocer sentido a su acto, en lugar de colocarlo en el laico vacío del suicidio, Arcadi Espada les recuerda que “todos estos problemas semánticos” son, en realidad, problemas “morales”.

Arcadi Espada denuncia los riesgos de un periodismo que adereza su relato con una inflación de adjetivos porque desconfía de la elocuencia de los hechos. Alerta sobre un periodismo que se complace en convertir en noticia antes las creencias que los acontecimientos. Previene ante el sentido tranquilizador que se proporciona a la realidad a través de fast truths, rápidas y casi siempre tramposas respuestas a la pregunta del por qué y “ante la que el periodismo debería mostrar, por ejemplo, la misma humildad que muestran la ciencia, la filosofía y los entrenadores de fútbol”. Avisa de la irresponsabilidad del periodismo cuando ofrece distintas versiones de los hechos como si fuesen equivalentes, cuando da cuenta de una estupidez con total seriedad o cuando hace la crónica de “un fajo de declaraciones que se contradicen” reservando la razón para el último al que se concede la palabra. Expone sus cargos contra el periodismo conspirativo que encuentra siempre gato encerrado y contra el periodismo de la falacia retrospectiva del “esto se podía haber evitado”.

Todos estos procedimientos del periodismo dejan su huella en la redacción y así es como la sintaxis y la semántica son mucho más que preocupaciones de académicos exquisitos. Arcadi Espada no es Lázaro Carreter y Periodismo práctico no es El dardo en la palabra. Arcadi Espada encuentra en el uso de la lengua los indicios de los acantilados morales por los que el periodismo acostumbra a despeñarse. Hay en su método algo que recuerda al modo de proceder de Karl Kraus.

“Kraus es muy consciente –expone Adan Kovacsics en su magnífico ensayo Guerra y lenguaje (Acantilado, 2007)– de que, cuando se llega al fondo del lenguaje, éste deja de existir y aparece lo que en él brilla (o no): el pensamiento, la postura moral y humana. […] Kraus ponía el lenguaje como eje para medir la degradación. A la autoridad del juez catoniano añadía la minuciosidad del corrector de pruebas ideal. Insistió hasta las últimas consecuencias en que una coma era una cuestión moral, política y estética de primer orden, en realidad, el fundamento de todo ello”.
Karl Kraus agarraba un periódico y lo destripaba de un modo similar al que hace Arcadi Espada, en cuya obsesión por la promiscuidad entre literatura y periodismo –asunto al que sigue dando vueltas aquí a propósito, una vez más, de Soldados de Salamina de Javier Cercas y A sangre fría de Truman Capote– parece encontrarse otra huella de las ideas que el escritor austríaco expuso en la revista unipersonal Die Fackel.

“Contrapone allí –explica, de nuevo, Adan Kovacsics- satíricamente la concisión y sobriedad de las informaciones de prensa del XIX a la necesidad de los productos periodísticos del siglo XX de aderezar y ornamentar la información con tópicos, opiniones e impresiones. Karl Kraus pone en la picota la absorción, manipulación y aprovechamiento, por parte de la práctica periodística, del lenguaje literario y, a su vez, la disposición de éste a prestarse a tal operación. La conchabanza acaba rebajando tanto el periodismo como la literatura”.

El lector tendrá sus discrepancias con Arcadi Espada, pero no podrá negar su habilidad para poner el dedo en las llagas del periodismo, para descubrir los síntomas de algo que chirría y que el lenguaje no sólo no encubre, sino que evidencia. El lector podrá sentirse irritado por el tono deliberadamente provocador, por la suficiencia y seguridad de quien nunca admite dudar ante ningún problema, pero tendrá que reconocer que coloca fuera del edificio del periodismo, bien a la vista, sus tuberías. El lector dirá que muchas de esas tuberías ya le han sido mostradas antes, que Arcadi Espada explota una fórmula que conoce bien, que rehace un ejercicio que ya nos ofreció antes en sus libros o en su blog, pero cuando menos admitirá que son ¡antológicos! los diez mandamientos para la redacción de un obituario que cierran Periodismo práctico junto a una pregunta y una respuesta:

“¿Qué hacer con la muerte del periodismo?
Dar la noticia”.


Habrá que pensar si Periodismo práctico no es otra cosa que una necrológica.