Periodistas en el Palace (y VII)



La cofia de Josefina Carabias era un disfraz; la chaquetilla blanca de Manuel Leguineche, no. Fue en el verano de 1963, los periódicos británicos hablaban del robo al tren de Glasgow y del lío de John Dennis Profumo con una corista, en las radios pegaban fuerte los Beatles y el joven Leguineche trabajaba como camarero en el hotel George de Stamford: “Fui a aprender el inglés y aprendí el italiano de Calabria. Los pinches de cocina nos llamaban con silbidos, como a sus cabras sicilianas para entregarnos bandejas de pollo y porridge”. Aprendió idiomas, sudó “la gota gorda del marmitón”, se adiestró en la adivinanza de las vidas de los clientes “por su apariencia y sus ropas, su forma de comer, sus gestos, sus lecturas, sus conversaciones, sus reclamaciones y sus propinas”, descubrió el mecanismo que hace funcionar un hotel y cómo se prende fuego a un soufflé. Es imposible distinguir cuál, entre todas las enseñanzas adquiridas, fue la más importante en su formación como reportero que gastó gran parte de su vida en hoteles de medio mundo. Quizás todas resultaron imprescindibles para su trabajo como corresponsal; sin duda lo fueron para terminar escribiendo el libro Hotel Nirvana. La vuelta a Europa por los hoteles míticos y sus historias y para escribirlo tal y como lo escribió. Así, el capítulo que recala en el Palace en la noche en la que el establecimiento registró el mayor overbooking de periodistas de su historia esquiva el mito de los plumillas velando y leyendo la primera edición de El País para referir el gasto en litros de café. El camarero apunta en la comanda, que es, también, la crónica de dos momentos de la habitación 110:


“La mayor concentración de periodistas se registró en el Palace, junto al Congreso de los Diputados, en el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Año y medio más tarde se celebró en el Palace la primera victoria electoral de los socialistas. Manuel Vicent describió así la escena: ‘Aquellos chicos alegres, idealistas, confiados o tal vez desprevenidos produjeron diversos remolinos de una pasión en los abarrotados salones del Palace. Unos querían abrazar a sus líderes, otros estaban allí ramoneando un cargo, algunos sólo pretendían reflejarse en el espejo de los mejores, pero todos tenían una esperanza: si no conseguían ser directores generales, al menos podrían atrapar, entre la ilusión y los ideales, una albóndiga, una croqueta, un matarratas, un canapé de falso caviar. Este pequeño sacramento de comida basura que impartían los camareros a los militantes para celebrar la llegada ética a las alfombras del Palace es lo único que ha permanecido igual a sí mismo desde que se instauró el poder socialista. Los ideales han cambiado, pero las croquetas de plomo que dan en los cócteles permanecen'. […]

La noche del 23-F se agotaron el azúcar y el café. El Palace se convirtió en el mejor observatorio de la noche más larga de la joven democracia española. El vestíbulo del hotel fue la sede provisional del gabinete de crisis. Al Gobierno la intentona de Tejero ‘¡Todos al suelo!’ le costó 194.881 pesetas en cervezas, bocadillos y agua mineral. La mayor parte del gasto, incluidos cafés y los 132 desayunos, lo hicieron la Policía y la Guardia Civil. La cuenta incluía cuatro barreños de plástico (no recuperados, a 575 pesetas). Nadie sabe cuál pudo ser el destino de los recipientes de plástico pero la dirección del hotel especula con que los utilizaron para dar de comer a los caballos que llevaban las fuerzas del orden público. Mi amigo el fotógrafo de Efe, Manuel Pérez Barriopedro, tiró once fotos y se guardó el carrete en el tacón del zapato. Esas fotografías fueron el emblema de la resistencia al golpe. Luis Carandell, catalán de pro y cronista de Madrid, descubrió el desconcierto en el interior del Congreso. ‘Incluso los guardias que entraron con Tejero, que eran de Tráfico, estaban despistados. Doscientos hombres uniformados irrumpen en el hemiciclo. No conocían el Congreso y apenas sabían quién era quién. El golpe ocurrió a las 6.20 de la tarde, la SER transmitió con Rafael Luis Díaz en directo la entrada de los golpistas en el hemiciclo. Nos echaron a las 9.30. Me fui al periódico y escribí mi artículo sobre lo que acababa de ver. Después al Hotel Palace, que estaba lleno de gente. Vi a algunos políticos tenidos por golpistas, que fueron marchándose una vez se emitió el mensaje del Rey a las 0.14 horas. Noche interminable y angustiosa, noche también de infamia y vergüenza”.

El gabinete de crisis reunido en el despacho de dirección se gastó 3.000 pesetas en cafés. Según la costumbre de la casa, se cobró todo lo consumido, aunque a precio de coste. Nadie podía dudar del patriotismo del Palace. Juan José Bergés, director del hotel, acompañó a la mujer del dirigente comunista Santiago Carrillo hasta la suite real (50.000 pesetas por noche en 1981) para que pudiera seguir desde la ventana los acontecimientos  que se desarrollaban en el exterior. Era la habitación 110, la misma desde la que el 28 de octubre de 1982 Felipe González, Alfonso Guerra y su plana mayor celebraron el triunfo electoral del PSOE'.

Manuel Leguineche
Hotel Nirvana.
La vuelta a Europa por los hoteles míticos y sus historias




Fotografías:

Fotografía que ilustraba el artículo autobiográfico de Manuel Leguineche "Los fantasmas rotos", publicado por la revista Triunfo (1 de abril de 1982).

Fotografía de Ricardo Martín: Periodistas leyendo El País en el hotel Palace la noche del 24 de febrero de 1981.

Periodistas en el Palace (VI)









En 1925 a Ulpiano Gómez le tocó la lotería, el gordo de la lotería de navidad. Este trabajador del Palace repartió un premio de ocho millones y medio de pesetas en participaciones entre sus compañeros de trabajo. Él mismo jugaba 25 pesetas del número premiado y otras tantas su novia, Carmen Miralles, una camarera en el primer piso del hotel que estaba avisada de que la fortuna la rondaba por la gitana que le había echado la buenaventura: serás millonaria. “Verdad o broma, no está de más este cartelito encima de los miles de duros”, anotó ABC. La anécdota confirma dos hipótesis: una, las crónicas del 23 de diciembre siempre han coqueteado con la superstición; y dos, las probabilidades de que un camarero del Palace merezca una gacetilla vienen a ser tantas como las de que le toque el gordo de navidad.

* * * *

La parva antología periodística sobre el tema deberá decidir si ha de incluir el reportaje que en abril de 1934 publicó Josefina Carabias en la revista Crónica. La periodista, cual Nellie Bly castiza, cambió su identidad por la de Carmen Peña y se hizo contratar como camarera por el Palace. La “bien llevada y un poco fatigosa comedia” duró ocho días y fue relatada en una, dos, tres y cuatro entregas, acompañadas de un fastuoso despliegue fotográfico en el que se puede ver a Josefina con la cofia de pico que se plantaba por las mañanas y la cofia ovalada del uniforme vespertino. Como exige el género, la protagonista es la propia reportera y la mayor parte del relato lo constituyen sus desvelos por que la escasa maña que se daba barriendo el pasillo o fregando una bañera pudiera delatar su fullería o por no cruzarse con el ministro de Comunicaciones, alojado en el hotel y al que estaba cansada de ver en los pasillos del Congreso. El resto son las conversaciones espiadas a los clientes, por ejemplo, el alegato de un marido que acusa a su mujer de perfidia: “Llegaste a decirme que él te estaba enseñando con mucha paciencia a desarrollar el binomio de Newton. ¡El binomio de Newton!”;  el cotilleo anodino de lo que dicen unas tarjetas postales confiadas por un huésped para ponerlas en el correo, y las dos pesetas de propina ganadas por liberar a una mujer de su corsé. Al final se constata lo cansado del trabajo y se añade el aderezo de una minúscula sentencia sobre las mayúsculas desigualdades sociales: “Unos tanto y otros tan poco”. Las camareras de verdad son actrices secundarias y no entienden que el fotógrafo preste tanta atención a la novata: “Tú ya te has retratado bastante. Ahora nos toca a nosotras”.


* * * *


Un día de 1962 llegó al Palace un periodista buscando a una de sus camareras, Magdalena. No quería retratarla, no tocaba tampoco en esta ocasión; lo que procuraba es que ella retratase al huésped de la habitación 383 que acababa de morir. El muerto en cuestión era Julio Camba. La historia de sus trece años de clausura en el hotel fue, primero, la lúcida premonición del destino que tuvo el propio Camba en su juventud y, con el paso del tiempo, se ha convertido en un tópico archisobado. Sin embargo, ha pasado inadvertida esa suerte de justicia poética o de revancha periodística que constituye el hecho de que una camarera del Palace venga a escribir, de alguna manera, la necrológica del periodista que había sacado provecho literario en tantos artículos de las dueñas de las pensiones en las que había vivido. Por si fuera poco, la entrevista que ofrece Magdalena contiene magníficas revelaciones, entre ellas, el mentís al bulo que propagaron las malas lenguas de los presuntos amigos sobre "la pasmosa limitación de sus conocimientos literarios y su escasísima afición a la lectura". También incluye uno de los pocos datos biográficos que han trascendido del hombre que se inventó a un periodista que decía que su nombre era Camba: la fobia a los grifos que gotean.


“Plaza de las Cortes, 7, tercero izquierda; domicilio de D. Julio Camba. Su casa era ésta: el hotel Palace. Desde hace trece años, justamente el día 8 de junio de 1949, cuando el ilustre escritor dimitió como corresponsal en el extranjero, vivía aquí.

La dirección, los conserjes, las telefonistas, las camareras, los ascensoristas, los ‘botones’ y los porteros trataban a D. Julio como de la familia. La habitación 383 era el refugio de Camba. Aquí leía, escribía, meditaba y descansaba de su vida de trotamundos. Hasta hace unas semanas, que sus amigos del alma se lo llevaron, engañado, a la clínica, donde dulcemente se ha ido apagando el centelleo de sus ojos.

Aquel día que lo sacaron de casa sus íntimos, Magdalena se despidió de él llorando. Magdalena era para D. Julio la madre, la esposa, la hija. Magdalena es la camarera que le cuidada como a un niño; le respetaba como a un señor, y le admiraba, porque sabía que era un escritor genial.

Desde el día  que D. Julio Camba salió de su ‘casa’, Magdalena, la camarera fiel, ha llamado todos los días al sanatorio donde quedó recluido. Y el miércoles, a primera hora de la tarde, cuando Magdalena ha preguntado ‘¿Cómo está el señor Camba?’ y le han dicho ‘Acaba de morir’, ha roto a llorar amargamente. Yo la veo enjugarse las lágrimas entre sollozos. La veo a la puerta de la habitación, a la que tantas veces acudió al primer timbrazo del más antiguo huésped. Y le digo:

–Magdalena, vengo a que me hable usted de D. Julio.
–En el mes de noviembre notamos en él un cambio. Veíamos que se agotaba por días. Aunque nunca pedía ayuda, porque era muy entero, nosotras, al verle con paso inseguro por el pasillo, acudíamos a su lado y le tomábamos del brazo, a lo que accedía a regañadientes.

–A partir de entonces, ¿cambió el ritmo de su vida?
–Apenas. Yo le puse el timbre encima de la radio, alcance de su mano, por si durante la noche nos necesitaba. Pero nunca nos llamó a esas horas.

–¿A qué hora sonaba el timbre normalmente?
–A la una menos cinco de la tarde, cuando se disponía a salir; era la señal de que ya podíamos entrar a arreglar la habitación. Se iba a la calle, comía muy prontito y volvía en seguida a echarse la siesta, que no perdonaba en ninguna época del año. Se levantaba a la caída de la tarde y, después de darse un paseíto, regresaba con unos paquetitos de golosinas. A las nueve y media o diez bajaba y subía unas cuantas veces al ‘hall’ y se retiraba a descansar.

–Entonces, no les daba mucha guerra, ¿verdad?
–No. Pero era muy detallista. Y muy limpio. No permitía que le tocásemos nada de su habitación; ni os libros, ni la colección de bastones, ni el paraguas, ni las botellas vacías que iba almacenando. Cuando volvía de la calle y observaba cualquier cambio, en seguida nos llamaba para decirnos: ‘¿Quién ha hecho hoy mi habitación?’… ‘¿Por qué se les ha ocurrido cambiar de sitio el cesto de los papeles?’… Nos chillaba, pero se le pasaba enseguida. Era un señor. ¡Y la que tenía tomada con el grifo!

–¿Qué le molestaba del grifo?
–Como revisaba todo al entrar en la habitación, si veía que el grifo, por no estar bien cerrado, goteaba, ya estaba tocando el timbre para que lo apretásemos hasta que dejase de caer la gotita, porque temía que se le inundase la habitación mientras dormía. ¡A! Y como era tan aseado, la bañera tenía que estar brillante de limpia,  porque todos los días se bañaba. Sólo dejó de hacerlo los dos últimos días que pasó aquí. El pobre ya no podía valerse por sí mismo.

–¿Le gustaba escuchar la radio?
–Sí. Escuchaba música con preferencia.

–¿Comentaban ustedes con él sus libros, sus artículos?
–No teníamos confianza para eso. Pero cuando hacía limpieza en la habitación nos sacaba novelas que él ya no quería. Recuerdo que un día, al darme una de un escritor norteamericano, me dijo: ‘No haga usted mucho caso de eso’. Entonces yo, sin llegar a comprender lo que me quería decir con aquello, le insinué: 'Pero, D. Julio, ¿por qué quita libros y no nos deja sacar tantas cosas que no le sirven y le están estorbando?’. Y él, muy serio, respondió: ‘Porque ésta es mi casa y tengo lo que quiero’.

Así era D. Julio Camba…”.

Santiago Córdoba
ABC, 3 de marzo de 1962


Fotografías: 

“Esta camarerita que se dispone a pasar el desayuno a la habitación de unhuésped es la propia Josefina Carabias, que se hizo ‘chica de servir’ duranteocho días para poder sorprender la intimidad de la vida en un gran hotel”, rezaba el pie de foto original publicado por la revista Crónica.

Julio Camba, encamado en el Palace.

Periodistas en el Palace (V)



Durante el segundo diluvio universal, el Palace se convirtió en un hospital donde el doctor Manuel Bastos Ansart y otros cirujanos intentaban salvar las vidas acribilladas por la metralla cainita. Muchos periodistas andaban entonces por los Cerros Murrianos haciendo fotos y escribiendo reportajes para la épica y la historia, pero hubo un reportero que creía que la guerra también era un hospital en la retaguardia. Sus iniciales, R. M. G., presumiblemente las de Rafael Martínez Gandía, aparecieron en marzo de 1937 al pie de una crónica que relataba su visita al mismo hall que tanto había frecuentado a la caza de frivolidades para henchir los ecos de sociedad y rumores con los que trufar la gacetilla política. Ahora, sin embargo, no flanquea la puerta de entrada un portero con librea verde, los comisionados y comisionistas se han esfumado, Hearst ya no pasea su arrogancia de magnate del ganchete de Marion Davies y tampoco puede verse encarnado el glamour en blanco y negro de Norma Talmadge, Anna May Wong o Buster Keaton. Los antiguos inquilinos del hotel han sido desalojados. El reportero ha de describir el hospital, los heridos, el olor a yodoformo y los dedos de goma de los cirujanos trabajando en la mesa de operaciones. Pero también sabe que si la crónica aspira a desentrañar la naturaleza atroz de la guerra ha de superponer al cuadro una visión anterior, la que todavía guarda su retina, la de los personajes que, como borrosos fantasmas, son los únicos que pueden hablar de un tiempo abruptamente cancelado. Resulta difícil imaginar este texto firmado por uno de aquellos corresponsales extranjeros que, advirtiéndolo o no, cultivaron un morboso pintoresquismo que desconocía el minuto anterior al inicio de la guerra. Tal vez solo un reportero que sabía del contraste fulminante que ofreció de un día para otro la rotonda del Palace podía titular “He aquí la guerra” y escribir:


“El Hospital Militar número I se encuentra instalado en lo que fue un lujoso hotel. Puesto a hacer información, el reportero, tarde o temprano, en tiempo de paz o en tiempo de guerra, vendrá a parar a este amplio hall por donde aún no hace mucho tiempo podía encontrarse a Emiliano Iglesias con las manos atrás, los bigotes firmes y un puro enorme entre los labios. El periodista, a falta de tema, no tenía más que darse una vueltecita por el hall. Siempre encontraba allí algo para llevar a las cuartillas. Los informadores políticos, especialmente, cuando querían salirse de la monotonía del Congreso, llegaban a este hall a buscar al personaje o personajillo político del momento. Aquí, entre nosotros, la verdad es que los políticos, ideologías aparte, siempre se han cuidado bastante bien. Pero no eran sólo políticos lo que el reportero podía encontrar en el hotel. En el hotel se hospedaban las estrellas de la pantalla en viaje turístico por España, los hombres de negocios cuyas redes financieras se extienden por varios países, las grandes figuras del boxeo… Sí; uno ha hablado aquí con Florelle, con Anna May Wong y con Rosita Moreno. Aquí veníamos los reporteros a ver a Paulino cuando aun no podríamos sospechar que con el tiempo se nos iba a hacer raqueté. Aquí, en estas mismas butacas, donde ahora conversamos con el doctor Bastos, se sentaron Pamplinas, Norma Talmadge y Luis Alonso. Aquí, William R. Hearst, el dueño de gran número de periódicos de los Estados Unidos, fue retratado tomando el té con Marion Davies. Todo esto, a pesar del poco tiempo transcurrido, está ya lejano, borroso. El hall tiene ahora un aspecto completamente distinto. Pero el reportero que se estime en algo hará bien en seguir visitándolo si busca historias que contar. Cada herido de los que hay aquí tiene su novela. Aquí está el vienés que con la pierna rota se arrastró desangrándose dos días por el campo hasta que pudo llegar a las líneas de los combatientes del Frente Popular. Aquí está el aviador que al incendiarse su aparato se arrojó, con la cara abrasada, con el paracaídas, mientras en su dramático descenso las ametralladoras de los aparatos rebeldes cantaban la canción de la muerte. La guerra, para comprender toda la espantosa significación que tiene la palabra, hay que verla en el frente; pero se ve aun mejor aquí, en las salas grandes que huelen a yodoformo, en los ojos brillantes de los heridos con fiebre, en las piernas colgantes, en los brazos inmóviles en sus cárceles de escayola, en los cráneos rotos y en los hombres que andan con muletas,  en los ayes profundos de algún enfermo, en los cuerpos rígidos de los cloroformizados… Todo esto es trágico, todo esto es horrible; pero todo esto es preciso. Todo esto es la guerra.

Pero nosotros hemos venido simplemente a visitar este Hospital modelo. A la puerta ya se advierte la diferencia entre el hotel de ayer mismo y el de ahora. Ya no está aquel portero de librea verde, que abría, ceremonioso, la portezuela de los automóviles relucientes y caros para que descendieran las damas de finos vestidos y los caballeros del cigarrillo rubio. Ahora, a la puerta, unas cuantas mujeres, con los ojos abiertos a la ansiedad, esperan impacientes la hora de entrar, el permiso para llegar junto a la cama del esposo, del hijo, del hermano, del padre…

Del hall han desaparecido los hombres correctamente vestidos y las mujeres rubias y extranjeras. Ahora lo llenan los heridos convalecientes, que van de un lado a otro con sus pasos torpes, y los médicos y enfermeras vestidas de blanco. En un rincón del hall come parte del personal auxiliar: cocido completo; es decir, cocido con todo lo que tenían los cocidos de anteguerra: carne, tocino; bellos recuerdos, en fin, que por un momento cobran tintes de realidad ante nuestros ojos.

He aquí al doctor Bastos. Alto, delgado, un poco calvo. ¿Cuántas horas está de servicio don Manuel? La respuesta es bastante sencilla. Don Manuel está de servicio continuamente. A cualquier hora del día o de la noche que se llegue al hotel se le encontrará con la larga blusa todavía sin quitar. Lo mismo que el doctor Gómez Ulla. Lo mismo que el doctor Valdovinos o el doctor D’Harcourt o el doctor Moreno Barbarán, que es quien hace las veces de director en este Hospital de Sangre.

-¿De cuántas camas disponen ustedes, doctor?

-De mil cien. Y ha habido veces que las hemos tenido todas ocupadas. Hoy, ya lo ve usted, es un día tranquilo. Puede usted ver por las salas muchas camas vacías.

El doctor Bastos tiene la bondad de mostrarnos la sala encomendada a su dirección. Los heridos están clasificados. En una parte los que padecen fracturas del cráneo; en otra, los que tienen heridas en la región abdominal; en otra, los que sufren rotura del fémur… Hombres que trajeron aquí pálidos y desmayados sobre una camilla, y que poco a poco renacen a la vida merced a la ciencia de este doctor eminente, cuyo elogio siempre será inferior al de sus merecimientos. El famoso cirujano ha llevado a cabo curas verdaderamente sorprendentes, ha realizado operaciones maravillosas, ha arrancado de la muerte presas que parecían inevitables.

-¡Don Manuel! ¡Don Manuel!

A su paso por entre la fila que forman las camas, los enfermos llaman a su salvador.

-¿Qué te pasa, muchacho?

-¡Aquí, don Manuel, aquí!

Don Manuel examina rápido, da una orden, prodiga unas frases de consuelo y sigue adelante. La mayor parte de los hombres que están aquí le deben algo más que la vida. Le deben el poder seguir siendo útiles en la vida. En sus manos hábiles, los huesos rotos han sido recompuestos, los cerebros siguen funcionando, y las muletas no son para muchos sino ayuda transitoria mientras las piernas aprenden otra  vez a andar.

Un ayudante le da un recado. El doctor Bastos abandona la sala y, seguido de nosotros, llega al quirófano. Sobre la mesa, un hombre anestesiado. Tiene una bala en el vientre. Rápidamente se prepara para operar. Coge el bisturí. Con pulso seguro, traza un largo corte. El proyectil está pronto entre sus dedos de goma. Todo ha sido cosa de pocos minutos.

-Sí –nos explica–. En la guerra hay que proceder así. Un segundo de retraso puede ser fatal. ¿Ve usted a mi compañero Gómez Ulla? Opera en el cráneo de ese otro herido. Aun no hace ni un cuarto de hora que le entró la bala. Y ya se la están sacando.

Y en otra sala, otro cirujano ilustre, el doctor D’Harcourt, insensible al tiempo, atento a su deber, trabaja como ellos.

Mientras, el doctor Moreno Barbarán atiende a los mil y un problemas que le proporciona la Dirección. Su trabajo es tan abrumador, que el doctor no se mueve de aquí desde hace varios meses.

-No salgo a la calle. No tengo tiempo. Aquí como y duermo. Además, ¿para qué voy a salir? Mi puesto está aquí.

Hay, además de los citados,  catorce médicos, la mayor parte militares, entre ellos el doctor Ricardo Couto, que lleva el gabinete de Rayos X; don Miguel Campoy, que tiene a su cargo la farmacia, y don Leopoldo Taladiz, jefe del laboratorio. Un verdadero batallón de auxiliares –practicantes, enfermeras, camilleros– trabaja a sus órdenes.

Al llegar un herido, se le desinfecta y se le hace la primera cura. Se le pone el suero antitetánico y antigangrenoso, y luego pasa al pabellón que le corresponda, o si hay que operarle, al quirófano.

-Por las noches –me dice el director– se queda de guardia un equipo de médicos; pero todos los demás tienen un salvaconducto para poder acudir a cualquier hora de la noche que se les llame".

Periodistas en el Palace (IV)




A los más sabios periodistas les bastan unos pocos años de profesión; el resto, de no ser aquellos que visten el impermeable de una inconsciencia naif o un cinismo mercenario, necesita perseverar. Antes o después, la garrapata del escepticismo se les termina enganchando a la pluma. Es irremediable. Uno puede ser joven y dejarse fascinar por la ilusión romántica de que el mundo se estrena para que él lo cuente; es indecoroso mantener esa creencia en la edad adulta. En 1914 Wenceslao Fernández Flórez escribía sobre los “señores comisionados” alojados en el Palace; en 1932 el tema seguía vigente y a él dedicaba Josep Pla un artículo publicado en La Veu de Catalunya. Los periodistas que tuvieron la posibilidad de pasearse por la rotonda del hotel entre aquellas dos fechas tenían bien fácil la cumplida deducción: la realidad se empecina en el costumbrismo, que posee la naturaleza escéptica que refuta las alharacas que acompañaron el cambio de régimen. Antes de ayer, el Palace seguía siendo “una permanente embajada de Cataluña en Madrid” o, más exactamente, “consulado y lonja de asuntos catalanes”. Al joven Pla no le hicieron falta muchos años de profesión para pronosticar que el hall del Palace seguiría siendo el hall del Palace aunque hubiese un segundo diluvio universal, que lo hubo:


“Lo cierto es que el catalán no se encuentra demasiado bien en Madrid. Suele llegar por la mañana y, por poco que pueda, regresa por la noche. ¿Se trata de un bien? ¿Se trata de un mal? Yo creo que se trata de un mal… Pero, en fin, dejémoslo. En todo caso, tanto si llega por la mañana y regresa por la noche como si prolonga su estancia, el catalán que viene a Madrid considera el hall del Palace como el agua más a propósito para iniciarse en la navegación de Madrid.

¿Quién no conoce el Palace Hotel? Es uno de los hoteles de Europa con fama de estar bien construidos. Tiene forma triangular y en medio, bajo una claraboya de forma de cúpula, hay uno de los círculos más suaves que uno pueda encontrar por estos mundos. Alrededor del círculo, la misma forma triangular del hotel permite todo un juego de entradas y salidas que resultan admirables para la conversación, el aparte, la cita discreta o la conferencia con secretos. Una escalera majestuosa conduce a este hall de negocios, de políticos y suspiros.

En el hall del Palace se puede tomar un café excelente y varios licores. El concesionario del líquido –y del restaurante– es un personaje completamente adecuado: el famoso señor Azcoaga, al que todos conocemos. Es un vizcaíno medio catalán, alto y grueso, vestido con un enorme redingote, que pasa por las mesas cumplimentando a los clientes, con aire resignado y triste. La larga permanencia de Azcoaga en el Palace, la enorme cantidad de gente a la que conoce, el volumen de conversaciones que escucha sin querer, lo convierten en un barómetro político de primer orden, barómetro que todos los periodistas de Madrid consultan en los momentos difíciles. Cuando el hall del Palace está lleno, congestionado, es que la política carbura a todo gas y suceden cosas importantes. Cuando el Palace está medio vacío, deshinchado, y en los sofás no hay más que escenas sentimentales, es que la tranquilidad es absoluta en todo el país.

Complejo, el hall del Palace. Para mucha gente es un casino. Para una masa flotante de provincianos que siempre se renueva, el hall es, por ejemplo, un casino mejor que aquel al que concurren en la ciudad donde viven. Luego es un club con varias peñas, políticas, de negocios, o simplemente de amigos. Sin embargo, lo que da verdadero color al hall son las comisiones que vienen a pedir justicia, a gestionar asuntos y a  hacerse oír. Son las comisiones que, antes de salir del pueblo, dicen:

-¡Nos van a oír en Madrid! ¡Ya lo veréis!

Llegan aquí, toman café en el Palace, ven a los políticos –a los que se imaginan reñidos a más no poder– abrazarse y saludarse cordialmente; por un instante, tienen como un vahído y, llegada la hora de ir a ver al ministro, les entra un ataque de discreción irresistible. Al volver a casa dicen:

-Huy, huy, sería muy largo de contar… Esto no hay por donde cogerlo y, si quieren que les hable con franqueza, no he visto nada claro…

El Palace es el hotel de los catalanes. No existe catalán de posición –banquero, comerciante, político, secretario de corporación importante, industrial– que no pare en él, ni se mueva en él con la libertad con que podría moverse en la calle Ausiàs March. En esta temporada de República, los políticos catalanes han tenido en el hall del Palace su campamento general. Cuando el señor Macià vino a Madrid, también trajo a los Mossos d’Esquadra. Los Mossos se instalaron en la puerta del Palace y el conjunto producía un gran efecto. Abadal y Rahola, Companys y Hurtado, Estelrich y Aguadé posan en el Palace. El señor Carner, que también paraba en él, se fue a vivir al Ritz al aceptar la cartera de ministro.

-Nos dan miedo las indiscreciones –decía Carner, con su aire de Capità Manaia de Els Pastorets­–. En este hotel hay demasiados catalanes…

Hay semanas en que para tratar de los asuntos de Cataluña resulta indispensable no moverse de este hall: están todos los políticos, todos los banqueros, los trigueros, los metalúrgicos, los del hueso de aceituna, los de las Cámaras y los del Fomento del Trabajo Nacional. Si estuvieran los de Gracia, podría decirse que ya no falta nadie, que ya estamos todos los catalanes. Naturalmente, en la expresión de la cara de la gente se ve el movimiento del país. A veces los el hueso de aceituna ponen cara larga y los metalúrgicos están risueños, y a veces los banqueros suspiran como si se hallaran ante un claro de luna y el Fomento, por el contrario, pone la cara de las grandes solemnidades. El hall del Palace es el microcosmos de la vida española, y de una gran parte de la vida catalana. Si alguna vez se produjera sobre el país un segundo diluvio universal, y sólo se salvase el Palace, pueden estar seguros de una cosa: al cabo de unos años sería igual que ahora, exactamente igual…”.


Josep Pla
La Veu de Catalunya, 4 de junio de 1932
Destino, Barcelona, 2006, pp. 350-352)




Periodistas en el Palace (III)



No, no fue Greta Garbo la que aterrizó en el Palace. Los meteoritos que cayeron por allí fueron un Pérez o un Gómez, llegados de provincias con la excusa de trabajarse a Allendesalazar, vale decir a cualquier ministro, diputado o prócer de tiempos de Alfonso XIII. La misión oficial era conquistar alguna regalía para la periferia nativa; la oficiosa, darse un plácido garbeo por la villa y corte. Para ambos menesteres cuadraba bien la situación del hotel, a un paso de los leones que custodian el Congreso y a dos de los cafés de Alcalá y la Puerta del Sol. Tan distinguidos huéspedes eran “los señores comisionados” y sobre ellos escribió Wenceslao Fernández Flórez, despabilado cronista de los cambalaches de la política de la Restauración:


“Aprovechando  las dulzuras primaverales, coincidiendo por lo menos con ellas, un crecido número de provincias española ha enviado a Madrid comisiones para la solución de infinidad de heterogéneos asuntos. La abundancia de viajeros con misión oficial es tan grande, que obliga a reconocer el prestigio de que aún goza esta vieja manera de perder el tiempo. Y esta misma extraordinaria concurrencia de comisiones invita a parar un momento la atención en el transparente psicología de estos microorganismos de vida tan efímera como inútil.

Un día  se percata un pueblo de que su expansión está en unos kilómetros de vía férrea o de que su porvenir consiste en el abaratamiento de unas tarifas. Algunas cartas cruzadas con el diputado no han tenido una contestación categórica o no han dado el fruto apetecido. Entonces se conviene en alguna sesión solemne la apremiante necesidad de ir a Madrid; el Ayuntamiento o la Cámara de Comercio paga los gastos. Cinco o seis señores, radiantes, realizan el sacrificio de meterse en el tren y de ponerse en camino para la Corte. Ante las maletas que esconden las levitas de moda fantástica, tanto tiempo en sosiego en la placidez provinciana, los comisionados estrechan la mano de las gentes que los despiden. Tienen un gesto decidido y jurarían todos en aquel momento que la felicidad de la provincia va entre sus manos pecadoras, y que su empresa tiene más resonante trascendencia que la que llevó a unos héroes al inexpugnable jardín de las Hespérides.

El presidente –siempre un señor de cierta edad, casi siempre con lentes de oro, invariablemente un ex alcalde o un candidato a la alcaldía– no ha creído de más prometer desde la ventanilla del vagón:

-¡O traemos la carretera o me voy a mi casa!

Desde aquel día, los periódicos de la localidad abren una sección nueva: ‘Nuestra Comisión en Madrid’. Por regla general, el primer telegrama contiene sensacional noticia de que los expedicionarios llegaron bien y se han hospedado ya en el Hotel Palace.

La labor de la Comisión comienza a realizarse, agobiadora, desde el siguiente día. Los comisionados visitan al ministro que tiene inmediata jurisdicción en el asunto, y al director general, y un día al presidente del Consejo. Algún periódico de Madrid reproduce sus lamentaciones en un suelto que se titula: ‘Una ciudad en el olvido’; oros, fotografía a los comisionados al visitar la casa de fieras o viendo caer la bola de Gobernación.

El ministro, hombre habituado a estas maneras de solicitar, ha tenido la habilidad de aprenderse los nombres de los cinco o seis señores, y en la segunda entrevista los aluda ya con cierta familiaridad encantadora:

-¡Hola, Pérez! ¿Qué tal, señor Gómez? ¿Gusta Madrid?

Y el presidente tiene ocasión de observar:

-¡Oh, ya lo conocía!... estuve aquí por el ochenta y cinco.

Al fin, en la ciudad, donde sus pasos son seguidos ansiosamente, se recibe el último telegrama optimista:

‘El ministro ha prometido…’. ‘Los próximos presupuestos…’. La ciudad arde en júbilo. Los comisionados emprenden el regreso y, como el correo llega muy de mañana al pueblo, se apean en cualquier estación inmediata para entrar en el mixto a media tarde, cuando la apoteosis puede ser más brillante.

Después, en el Ayuntamiento hay un lunch; se pronuncian discursos; se vacían los sacos de promesas, que no se ven nunca exhaustos. El ferrocarril directo, el puente, la rebaja de tarifas, un cuartel…, ¡una locura! El presidente, al fin, desmontará sus gafas de oro, dejará sus notas sobre la mesa y limpiará los lentes diciendo:

-El pueblo dirá, señores, si hemos cumplido nuestro deber.

Y más tarde, asomado al balcón de su casa, no podrá resistir a la tentación de recomendar que se disuelvan en orden los grupos que le han acompañado, vitoreándole.

Luego… pasará un año, y en los presupuestos no habrá consignación para el puente ni para el tren, ni habrán sido rebajadas las tarifas de este o de otro artículo, y de todo aquello no quedará más que un número del ABC, cuidadosamente guardado, donde aparecen los comisionados en una borrosa fotografía, y el recuerdo de Pérez o de Gómez, que dirá, en toda ocasión, en el casino:

-Pues esta muela me la orifiqué en Madrid cuando lo de la Comisión…

Y pasados dos años, saldrá una nueva representación popular para la Corte”.


Wenceslao Fernández Flórez
19 de junio de 1914

Periodistas en el Palace (II)




El afán contable es uno de los instintos primarios del periodismo. Encomendada la misión de dar publicidad a la regia magnificencia del hotel, el periodista, obediente al resorte irracional, echa mano de las cifras: 15.000.000 de pesetas han costado las obras de un establecimiento que posee 800 habitaciones con salón de baño, toilette y teléfono, un bar con 60 billares y, en las bodegas, vinos por valor de 1.200.000 francos. El puntilloso libro de cuentas incluirá en el debe los cuatro árboles talados para facilitar la llegaba de los autos de los clientes hasta la misma entrada del hotel. Solo en raras ocasiones el periodismo se libera del instinto y se entrega a la intuición. Lástima que el periodismo, la ciudad y el hotel no se hayan consagrado a la tarea de cumplir la intuición poética y futurista que Corpus Barga recogió en el artículo “Madrid, cinematográfico”:


“Cuando se presentaba a los príncipes las ciudades en la palma de la mano, los pintores pintaban ciudades lineales, cerradas, quietas, con sus murallas, acaso subrayadas por el supuesto movimiento de un río. Después la pintura, como los príncipes de leyenda, ha ido entrando en la realidad, en la conquista de la ciudad y del paisaje. El paisaje ciudadano ha llegado a ser un motivo pictórico. Costumbrista. Realista. Dramático. Social. Impresionista. Cubista. Ahora el paisaje ciudadano lo vemos desde el punto de vista cinematográfico.

En Madrid, desde la plaza de la Independencia, calle de Alcalá abajo, cuando se empiezan a encender las luces. La otra rampa de la calle Alcalá, que sube desde la Cibeles, brilla todavía trémula con sus diferentes fuegos: unos, fijos e intermitentes; otros, continuos y vagos. El parque de Buenavista es una sombra, y detrás se levanta un palacio de estrellas: la Telefónica. ¿Qué ciudad es Madrid? ¿Una ciudad al borde del mar, en lo alto de una montaña?

Es una ciudad para que llegue en  avión a la terraza del Palace Greta Garbo con una misión secreta y para que se pare ante un escaparate Charlie Chaplin”.

Luz. Diario de la República
28 de enero de 1932

Fotografía: Collage publicado por la revista La Esfera (18 de diciembre de 1920).

Periodistas en el Palace (I)





No es el Ritz de París, que ofreció vistas sobre la place Vendôme al idilio vespertino de Frank Flannagan y Ariane Chavasse en la película de Billy Wilder. No es el Sacher de Viena, con su tarta barroca y su emperatriz empalagosa. No es el Excelsior de Roma, el templo que Via Veneto erigió para el culto a la dolce vita. No es el Danieli de Venecia, donde Alfred de Musset y George Sand consumaron su desamor en el empeño tan notable como inútil de dinamitar el prestigio romántico de la ciudad de los canales. No es el Pera Palace de Estambul, donde Agatha Christie escribió la novela de Poirot resolviendo el crimen del Orient Express.  No es el Claridge’s de Londres, con su prosopopeya victoriana; tampoco el Warldorf Astoria de Nueva York, con sus galas extemporáneas y asombradas por los rascacielos de Manhattan. Pero el Hotel Palace de Madrid cumple cien años y, como cualquiera que tenga el tesón de perseverar en el ejercicio de pasar las hojas del calendario, se ha hecho una personalidad y una historia.

El Palace se puso british e intentó importar la costumbre del five o’clock tea; se quiso moderno y pretendió el desenfado mundano del grill-room. Presume de haber hospedado a Mata Hari y hace mucho que no tiene la competencia del Florida para replicarle que fueron sus camareras las que estiraron las sábanas que revolvían en las noches de guerra Ernest Hemingway y Martha Gellhorn. Por otra parte, no parece probable que sus clientes se escapen al Ritz para pedir la habitación del último aliento de Durruti. El Hotel Palace porfía en olvidar una historia más castiza y menos aristocrática de lo que siempre ha proclamado su publicidad, una historia de banquetes de homenaje a escritores de medio pelo y directores generales de alguna cosa, de políticos borbónicos y de señoras menos sofisticadas que encopetadas.

“La gente viene y se va. Nunca pasa nada”, dice una voz en off al principio de la película Gran Hotel, protagonizada por Greta Garbo y basada en la novela de Vicki Baum. Esto es, por supuesto, una mentira irónica. Lo que ocurre es que las anécdotas que tienen por escenario los hoteles rara vez adquieren la publicidad de la historia, ni la categoría de la leyenda; es más, solo en contadas ocasiones merecen la pasajera gloria de una crónica periodística. El Hotel Palace de Madrid tiene la abultada historia de cien años, una escueta leyenda y un puñado de modestas gacetillas. A estas últimas estará dedicada la serie “Periodistas en el Palace”.   

Una "toña" de La Mina de Oro




Las ciudades no acostumbran a tener demasiado respeto por la nostalgia y van mudando en la confianza, un poco soberbia, de que siempre habrá quien guarde la memoria de cómo fue aquella calle o aquel rincón, pasajes de una geografía urbana y sentimental. Conchi Bernaldo de Quirós atesora los recuerdos y las nostalgias de los años de su juventud, entre 1963 y 1971, en los que trabajó como empleada de Roa, una tienda elegante de la madrileña calle del Carmen que vendía peinetas, collares, perlas, pendientes de carey, abanicos de nácar, pañuelos, mantillas de chantilly, bisuterías y fantasías.



18 de julio



El periodista Pablo Suero le pide a Indalecio Prieto su pronóstico para las inminentes elecciones, las de febrero de 1936. Y el socialista, con una franqueza desusada por los políticos, responde: “No quisiera desacreditarme como profeta. No sé. […] Yo no estoy en contacto con la gente, sino que me relaciono con muy pocas personas, y esas, afectas a mi ideología. Me falta la sensación que se percibe en la calle, ese algo indefinible que le permite a uno orientarse y vaticinar”. Precisamente para auscultar el sordo rumor de la calle había viajado a España el periodista Pablo Suero, para auscultarlo y transcribirlo en las crónicas que envió al diario bonaerense Noticias gráficas.

El libro que leería durante la película que no puedo perderme


Un resabio religioso ha inculcado en nosotros la nostalgia del jardín del edén; una querencia romántica nos induce a concebir quimeras bucólicas. Incluso jactándonos de haber sido vacunados contra esos vicios del pensamiento, a veces, nuestra conciencia de anarquistas insumisos y ateos de nervuda sentimentalidad flaquea y la ocasión propicia el asalto de tentadores sueños de armonía que dibujan la utopía de un Walden. Pero no hay que olvidar que Thoreau, en su complacido y orgulloso retiro, enfrentó serias dificultades para disfrazar a su campestre conveniencia el silbido del ferrocarril que penetraba en los bosques y la estela de nubes de vapor que su paso dejaba; porque la verdad: resulta muy poco convincente su denuncia de la intromisión de los caballos de hierro, portadores de la seducción del viaje y de la ciudad. La añoranza de un idílico paraíso quedó sin coartada, si no antes, después de Baudelaire y de Walter Benjamin. Ellos vinieron a colocarnos ante la evidencia de que somos urbanitas irredentos, que nuestro verdadero deseo es embriagarnos de la enorme ramera de encanto infernal, que transitamos los pasajes de la ciudad buscándonos.

Sin miedo a pasar por blasfemo, Corpus Barga predicó que el mayor prodigio de la escenografía universal no es obra divina. Junto a él, postrémonos con reverente devoción ante el resultado de un octavo día de la creación, el del génesis de la ciudad, “un día sin fecha que fue para el tiempo lo que es la cuarta dimensión para el espacio”. En efecto, el paraíso nos es un concepto inconcebible, una abstracción incomprensible. En el paraíso no hay arquitectura, no hay tiempo y no hay posibilidad de relato. Todo se originó con el Big Bang de la invención cainita. Intramuros de Enoc, comenzó a contar el tiempo y comenzamos a contarnos relatos. Y las crónicas y las narraciones se hicieron arquitectura, adquirieron la solidez de las murallas y los edificios. En ellas habitamos, como leemos en Las ciudades invisibles de Italo Calvino y como vemos en The Fall. El sueño de Alexandria de Tarsem Singh.

El sobaco ilustrado




El recuerdo que guarda Manuel de Lope ha adquirido la pátina broncínea de una reliquia: “Hay que decir que los más fieles iban a esperar a la novia con la revista debajo del brazo, y es probable que fueran más fieles a la revista que a la novia. Eran los tiempos en que comprábamos en el Rastro Levis de contrabando, íbamos a sacarnos unos duros vendiendo un cuarto de litro de sangre en el Hospital Clínico y desafiábamos a la moda con la moda de vestir cazadoras militares de la base de Torrejón de Ardoz. Y éramos lectores de Triunfo”. En efecto, la revista revestía, tanto o más que los jeans y la chupa, como bien advirtió Manuel Vázquez Montalbán: “Triunfo significaba una seña de identidad y de significación que me recordaba una película que había visto en mi infancia, creo que protagonizada por Frederic March y Claudette Colbert, en la que los cristianos, cuando se encuentran en Roma, se reconocen haciendo crucecitas en la arena o dibujando un pececito. Creo que en muchos lugares de España llevar Triunfo debajo del brazo era una manera de reconocerse y pensar que no se estaba solo”. Hasta que, en elocuente concisión de Manuel de Lope, “su energía fue engullida y dispersada”.