Gay Talese, el último de la clase


Quim Monzó decía anteayer en su columna: “Si conociese a alguien que estuviese planteándose estudiar periodismo, le pasaría inmediatamente la página 52 de La Vanguardia del domingo pasado, para la que la leyese de cabo a rabo”. La página en cuestión traía una entrevista a Gay Talese. Yo me permito hacer la misma recomendación, con la insolencia agravante de conocer a algunos estudiantes que están en el empeño del periodismo. Y ya puestos, les sugeriría además que evitasen la tentación de ir directamente a las declaraciones del periodista estadounidense, que era a las que remitía Monzó; que lean, en efecto, de cabo a rabo la entrevista, sin saltarse la entradilla de Francesc Peirón. Comenzaba así:

“Parecerá una exageración, pero, para un periodista, entrevistar a Gay Talese es como si un creyente tuviera la oportunidad de charlar con Moisés sobre las Tablas de la Ley.
En Nueva York ha empezado a llover y al entrevistador le ha cogido por sorpresa. El remojón es total. Gay Talese representa la elegancia. Pocas veces se ha visto una frase tan cuidada ni una caída de traje tan soberbia. Sólo así se entenderá el abatimiento que siente una persona desaliñada por el chaparrón en el instante previo de tocar el timbre de su casa de Upper East Side”.

Los estudiantes de periodismo, aplicados como son, habrán advertido que estas frases constituyen una flagrante violación de una de las sacrosantas reglas que se enseñan en la facultad, aquella que prohíbe categóricamente utilizar la primera persona del singular. También habrán notando que, pese al atentado contra la teoría, ese arranque funciona perfectamente en la práctica. Y es así porque el entrevistador, hablando de sí mismo, no hace otra cosa que dibujar los primeros trazos del retrato del entrevistado. Al mismo tiempo, lleva a cabo ese raro ejercicio de honestidad profesional que es poner al tanto a sus lectores de la disposición con la que acude al encuentro con su entrevistado.

Más que disculpable, la desobediencia a los manuales de redacción parece lo perfecto y oportuno en este caso, el de entrevistar a quien siempre se rebeló abiertamente contra la tradicional preceptiva periodística. El propio Talese recuerda en un pasaje de Retratos y encuentros cómo sus profesores de la Universidad de Alabama intentaron inculcarle la estricta obediencia a la regla de las “cinco W”. Who, what, when, where, why eran, dice Talese, “las preguntas que para ellos debían responderse de manera sucinta e impersonal en los primeros párrafos de un artículo. Como yo a veces me resistía a esa fórmula […], nunca fui el preferido del profesorado”. A aquel alumno respondón y sin demasiadas simpatías entre sus profesores, luego, no le fue tan mal en el periodismo, lo que ha de alentar a aquellos estudiantes a quienes las lecciones sobre las cinco W y demás teorías añejas les despierta un feroz instinto de insubordinación.

Primeras páginas de Retratos y encuentros, de Gay Talese.

Periodismo casero




La primavera

Ha llegado la primavera, bien es verdad que con cierto retraso con respecto al decreto de El Corte Inglés, pero, ahora sí, ya es primavera. En los últimos días, Madrid se ha puesto primaveral, ha consumado esa revolución botánica y hormonal que estará descomponiendo a los alérgicos al polen y a los descreídos de la estación. A esta última categoría pertenecía Julio Camba, quien hizo pública su apostasía:

“Yo no creo en la Primavera. Una experiencia de muchos años en distintas capitales me ha hecho escéptico. La Primavera no existe. En vano los poetas la cantan por esta época y los sastres nos mandan muestras de paños claros para que nos hagamos trajes y los boticarios anuncian depurativos y las agencias de viajes organizan expediciones. Toda esa gente –los poetas y los sastres, los agentes de viaje y los farmacéuticos– explotan la mentira primaveral como su fuente de ingresos más considerable.
Yo he creído de buena fe en la Primavera, como creí en otras ideas románticas; pero me he desengañado. Esto me priva de una dulce ilusión. En cambio, me ahorra muchos resfriados. Ya no salgo a cuerpo en el mes de Abril aunque el sol brille por la mañana, porque sé que a la noche hará un frío horrible. Ya no tomo jarabes, ni me pongo corbatas claras, ni compro ningún sombrero pajizo hasta el verano. Yo creo en el Verano y en el Invierno, como creo en los conservadores y en los revolucionarios. El Verano y el Invierno son las dos únicas estaciones que tienen un programa concreto, pero la Primavera y el Otoño no tienen programa ninguno: no tienen más que retórica. Quieren llevarse al público del Invierno y del Verano, y actualmente no se llevan más que a unos cuantos snobs.
¡Crea usted a los poetas y a los sastres, a los hoteleros y a los boticarios, a las Compañías ferroviarias y a los vendedores de sorbetes; ponga usted su ilusión en la Primavera y váyase usted al campo y salga usted a cuerpo con un sombrero de paja y será usted engañado miserablemente, porque el campo estará imposible y el sombrero de paja se le estropeará a usted y cogerá usted una pulmonía! ¡Cuántas almas jóvenes no han sido víctimas de la Primavera, de su falsa poesía, de su pérfida farmacopea y de su insidiosa indumentaria!
Plumas brillantísimas han loado la Primavera; las unas, de buena fe; las otras, sin convicción alguna, por costumbre, como se ensalzan las virtudes de una política y por seguir la orientación del periódico en donde trabajaban.
Pero ahora estamos en una época de crítica. Hay que contrastar los valores y decirle la verdad al pueblo. Hay que tener la sinceridad de afirmar que la Primavera, la dulce, la hermosa Primavera, es una mentira más”.

Será cosa de la primavera y a ella le echaré la culpa, pero lo que me pide el cuerpo es discutir a Camba.

Cada cual es libre para profesar la fe que le venga en gana y también para descreer del día de los enamorados, el día de la madre o el día del padre. Cierto que son inventos de los tenderos, pero eso no desmiente la pasión amorosa, que todos hayamos sido paridos por madre y que en nuestra concepción fuese necesaria la colaboración de un padre. Por otra parte, el divorcio no niega el enamoramiento de ayer y el expósito no deja de tener madre y padre, aunque le sean desconocidos. El carácter inconstante y voluble de ciertas realidades no es su refutación. Así, las lluvias tormentosas que cabe pronosticar para las próximas semanas no impugnarán la primavera. Antes al contrario, vendrán a confirmar que es primavera y la Feria del Libro. Desde luego, es más fácil creer en el fundamentalismo del verano o del invierno que en la vacilación climatológica de la primavera. Y resulta decididamente incómodo sentir que se comparte la fe estacional de El Corte Inglés, aunque sea por motivos distintos a los de Isidoro Álvarez.

Se dirá que Camba no hablaba de la primavera ni de tal cosa. Yo tampoco. Es sólo que la primavera madrileña ha llegado para aclarar, de una vez, la posición del periodista. Una vez había abandonado el anarquismo y la fe en el calor revolucionario, sólo le quedaba el frío conservador. En medio, nada merecedor de sus esperanzas. Porque en las contradicciones de la primavera no apreciaba un dogma digno de crédito y porque su talante consideraría un desahogo sentimentaloide cantar el renacimiento floreado de la primavera. Aquel artículo en el que definía su postura política y estética era de 1913. No había encontrado razones para modificarla cuando llegó la primavera de 1936.

Historias de Roma


Al ser preguntado por los columnistas que admira, Enric González cita a unos y a otros para terminar asegurando que el mejor fue Julio Camba. Hay mucho del maestro en Enric González. Lo más evidente es ese sentido del humor descreído y escéptico que gasta, por no hablar de la media sonrisa de pillo con la que posa para las fotos y que debió de aprender del periodista gallego (la mirada traviesa y un poco al bies, que me llegó a parecer también imitada, tiendo a atribuirla ahora a una deuda genética contraída con su padre, Francisco González Ledesma). Además, bien puede decirse que la biografía profesional de Enric González –corresponsal en Londres, París, Nueva York, Washington, Roma y, ahora mismo, en Jerusalén– es la de un genuino ejemplar de “coleccionista de países”, como se definió a sí mismo Camba. Pero, entre todas las semejanzas que permiten emparentarlos, no parece la menor el procedimiento que siguen para montar sus textos. Intentando explicarlo, Camba destacó que siempre había antepuesto el interés que para él guardaba la levita del gerente del hotel al que poseía una catedral gótica. Enric González ha hecho suya esa preferencia por la anécdota callejera que es el hilván del que tira para descoser otras realidades.

Esa fórmula, ya ensayada en los libros que dedicó a Londres, Nueva York y el Calcio, es la que anima de nuevo Historias de Roma. Como se avisa en la contraportada, en advertencia leal a posibles lectores despistados, no se trata de un Baedeker de la ciudad eterna. Es cierto que Enric González puede llevarnos en el paseo hasta la iglesia de Santa Maria sopra Minerva, pero, ya en la puerta, se disculpará por no acompañar dentro al lector. Por supuesto, no elude la visita inexcusable a la basílica de San Pedro, pero si franquea sus puertas no lo hace con la intención ilustrarnos sobre las joyas artísticas que atesora su interior, sino para esbozar algunos apuntes sobre el poder vaticano. Enric González no tiene, en absoluto, vocación de guía turística. Ejerce de cicerone, pero no de ese tipo. Lo que le interesa mostrar es, valga el ejemplo, la detención de un caco en el aparcamiento de Termini. De camino a la comisaría de la estación, el carabiniere atiende una llamada telefónica de su madre y se produce este diálogo:

“–Scusami, lo sai come sonno le mamme…
–Lo so, lo so, singor carabiniere, per carità…
–respondió el preso, con un gesto de infinita comprensión.”


Esta es una de las escenas, significativas en sí mismas, que Enric González utiliza para enganchar la atención del lector y conducirla, en este caso, a la descripción de la figura de la mamma y del concepto italiano de familia. Del mismo modo, el periodista hace cola para conseguir el permiso de residencia, emprende las gestiones primero para abrir o luego para cerrar una cuenta bancaria en la Posta, obtiene los pasaportes que permitan a sus gatos viajar a Barcelona o envía un paquete por correos a Madrid que termina viajando por medio mundo antes de regresar al punto de partida; y estos relatos son el arranque de una descripción de la “filigrana burocrática” tejida por Roma. El retrato del actor Alberto Sordi desemboca en una aproximación a la idiosincrasia de los romanos, tan inextricable como intraducible es el infinito catálogo de fórmulas de cortesía o la rotunda expresividad que la frase “me ne frego” adquiere al ser pronunciada por un italiano. La entrevista a un guardia urbano que se jubila después de décadas regulando el tráfico en Piazza Venezia es la excusa para pensar en la preeminencia de la estética sobre la ética en todos los ámbitos de la vida romana. Para hablar de la subsistencia del fascismo, el periodista se va al fútbol. Emprende una peculiar investigación arqueológica sobre los sucios orígenes del imperio económico de Berlusconi partiendo de la historia, propia de una novela rosa, del marqués Casati Stampa. A partir de rocambolescos episodios y también de pequeños detalles biográficos compone el retrato psicológico del primer ministro italiano. Una minucia se revela tan útil como pueda serlo la lección que enseña la Historia sobre el secular recelo italiano frente al Estado para explicar el éxito político de Berlusconi.

De este modo, Enric González se convierte en el continuador de aquella tradición que consideraba que el trabajo del periodista consistía en contar y andar. Es a la que perteneció Camba, sin duda, pero también Corpus Barga quien, en una crónica desde París, declaraba: “Soy hombre de ciudad, quiero decir de café y de tranvía; vivo entre cosas movibles y pasajeras; no tengo el eterno espectáculo de los campos, sino la visión vertiginosa y chocante del tráfago del arroyo… Y por este arroyo he de navegar en la vana cáscara de nuez de la anécdota callejera”. Enric González viaja en la misma cáscara de nuez, que no es tan frágil ni tan trivial como pueda parecer a primera vista. Él actualiza aquella tradición periodística y, si cabe reprocharle algo, es quizás que se copie a sí mismo, cierto amaneramiento de una fórmula que le dio buenos resultados en sus historias de Londres y Nueva York.

El libro que ahora nos ofrece, Historias de Roma, es fácil de leer y muy difícil de escribir, como los artículos que Camba escribía con la certera convicción de que el periodismo tenía que funcionar exactamente igual que la música de café. “La música de café –escribió– debe ser una cosa así como la literatura de café; es decir, como la literatura de periódico: fácil, amena y digestiva. Un poco mejor que el café; pero nunca completamente genial. Debe acompañar la conversación sin interrumpirla, y no debe expresar jamás grandes ideas, porque las grandes ideas están fuera de lugar en el café. Si en una reunión de café se levanta alguien a exponer grandes ideas, todo el mundo se le echa encima, diciéndole que no se ponga trascendental. ¿Por qué han de ponerse trascendentales los músicos de orquesta? ¿Qué ellos saben interpretar a Beethoven? También yo sé, tal vez, interpretar a Salustio y, sin embargo, no lo interpreto en el café. En el café no hay que ser sabios: hay que ser frívolos y alegres”.

Enric González tampoco cree que lo suyo sea interpretar a Salustio. Está de acuerdo con Camba y seguramente también con el criterio de un periódico del siglo XVIII: “La erudición, las citas, las noticias históricas son de un gran socorro, descubren todo el trabajo del escritor y aun suelen hacerle parecer mayor de lo que realmente ha sido, dando a entender una vasta instrucción, lo que acaso es fruto del repaso de algunos índices”. Aquel texto dieciochesco, una de las primeras preceptivas periodísticas conocidas y quizás la más moderna (dicho sea con el indebido respeto a Martínez Albertos), decía que escribir de otra forma, la que reclamaba el periodismo, no era más fácil, aunque debiese parecerlo: “Quiérase que se oculte todo el trabajo que ha sido preciso para componerle, de tal arte que no parezca haber costado el menos esfuerzo, que cada uno que lo lee se juzgue capaz de otro tanto”. Fácil de leer y difícil de escribir: así tiene que ser el periodismo y así es el periodismo de Enric González.

La Roma de Enric González no tiene ánimo de exhaustividad, tampoco pretende ser una explicación cerrada de una ciudad que –se nos advierte– es un “milagro ambiguo” o, parafraseando a Leonardo Sciascia, una ciudad “sin verdad”. Así, las Historias de Roma de Enric González son eso, historias, cuadros de algunas impresiones obtenidas por un periodista que no se oculta, ni se ampara en una objetividad que siempre es postiza. Enseña en el callejero dónde vivió y dónde estaba su barbero, se matricula como alumno ateo en una universidad romana del Opus Dei, habla de sus compañeros, otros corresponsales españoles como Irene Hernández de Velasco o Iñigo Domínguez, y se sienta en la Vineria Regio de Campo dei Fiori. Al elegir sus vistas preferidas de Roma, desde el Castel Sant’ Angelo, quizás está permitiendo enfadarse un poco a aquellos lectores que no admiten discusión sobre el juicio de que las mejores panorámicas se disfrutan en la bajada del Gianicolo. Claro que la reconciliación llega pronto, cuando cataloga la plaza del Panteón como una de las más bellas del mundo. Y, definitivamente, todo el crédito que esta lectora le concedía como corresponsal queda reafirmado por manifestar su preferencia por el Caffé San Eustachio o el della Pace y discutir la publicidad de La Tazza d’Oro que proclama servir el mejor café del mundo. Por el camino, he celebrado la coincidencia azarosa de que el restaurante de mis cenas romanas, La Montecarlo en Vicolo Savelli, fuese durante algún tiempo su segunda casa.

Estas nuevas Historias nos han permitido pasear por la Roma de Enric González, la ciudad en la que el periodista se despertaba por las mañanas “con una náusea en el estómago y la convicción de que su despido era inminente”, absolutamente consciente de la precariedad de su condición cuando los corresponsales empiezan a ser considerados “un lujo superfluo en una industria, la periodística, que se encamina hacia una crisis económica y existencial”. Hay en estas líneas una premonición muy parecida a la que asaltó a Camba cuando, décadas antes de reconvertirse al sedentarismo del Palace y dirigiéndose a su maleta de corresponsal muy viajado, escribió: “¿Cuál será tu porvenir, maleta mía? […] ¿Seguirás la suerte de tu amo? […] Tu amo es periodista. No prosperará. Yo creo, maleta, que más o menos pronto, tú acabarás en una casa de huéspedes de Madrid, metida en un desván, entre las maletas de los estudiantes, de los empleados de Hacienda y de los opositores a la judicatura. No te hagas ilusiones ridículas, mi maleta, mi maleta compañera… ¡Ah!... ¡Ah!...”. Enric González tampoco quiere ampararse en ilusiones ridículas y tal vez por eso no se permite la melancolía cuando le llega el momento de abandonar Roma. Se declara inmune a la nostalgia que sí ataca al lector cuando, al cerrar el libro, se apodera de él la sensación de dejar atrás la ciudad y también una forma de hacer periodismo amenazado por el peligro de extinción.

Elogio del político antipático


“El humorista es un personaje muy respetable; es quizá el único personaje respetable de toda sociedad regularmente organizada. ¡Estaría bueno un país donde los ministros y los académicos y los generales y los obispos y los banqueros y los magistrados se riesen de los humoristas en vez de que los humoristas se riesen de ellos! Sería un país al revés, un país perdido…”
Julio Camba: “Concepto del humorismo” (El Sol, 12-IX-1919)



Las relaciones de Richard Nixon con la prensa, nunca cordiales, se tensaron a partir del caso de los “papeles del Pentágono” y se complicaron lo indecible con el Watergate. La Casa Blanca llegó a elaborar listas negras de medios de comunicación y periodistas díscolos, a los que se trató de sojuzgar por medio de todo tipo de amenazas y presiones. Art Buchwald tuvo el honor de figurar en uno de aquellos memorandos en calidad de columnista irrecuperable. Era un honor bien merecido, porque los artículos que escribió a propósito de Nixon y el Watergate rezumaban puro vitriolo. Lo mismo que la nota preliminar que colocó al frente del libro en el que el periodista neoyorquino recogió aquellos textos: “Gracias a Watergate y sus pormenores, tuve dos años gloriosos de material, años que ya no volverán más. Desde un punto de vista humorístico, el señor Nixon fue un Presidente perfecto. Casi todo lo que hizo después de que se descubriera el escándalo Watergate, se prestó a la sátira. […] Le extrañaré mucho. Si debo decir la verdad, yo necesité a Richard Nixon… mucho más que él a mí”.

Buchwald se veía obligado a admitir que Nixon había sido un filón inagotable e irrepetible –sean disculpadas su escasas dotes proféticas; quién iba a imaginar entonces a Bush– para un periodista que había hecho del humor la seña distintiva de su columna. Nixon le había puesto muy fácil su trabajo y no sólo por ser un político infame. Tan importante o más fue que constituyese un acabado ejemplar de esa clase de antipáticos sin mala conciencia por serlo, es decir, un antipático perfecto. Orgulloso de su condición, nunca jamás trató de disimularlo impostando un talante donoso y haciendo gracietas. Como hipótesis para el estudio cabría proponer si la investigación periodística sobre el Watergate hubiese sido posible o llegado tan lejos de ser Nixon un tipo simpático. Un político simpático siempre resulta menos sospechoso.

Sobre el peligro que representa la cordialidad que derrochan algunos políticos ya avisó Julio Camba a sus compañeros de profesión:

“¿Cómo ponernos en contra de Fulano o de Zutano, si son tan agradables personalmente? Uno –continuaba diciendo en un artículo publicado en La Tribuna en 1913– piensa hacer un artículo contra Lerroux, por ejemplo; pero, en esto, se tropieza uno con él. Un amigo hace la presentación, y uno queda encantado.
–La verdad –se dice uno– es que este Lerroux es simpatiquísimo.
Yo he dejado de decir muchas cosas, durante mi vida de periodista, unas veces por esta razón de la simpatía personal y otras por evitarme un bastonazo. A veces, hubiera afrontado el bastonazo. Es cuestión de valor cívico. Contra lo que no hay valor cívico posible es contra la simpatía personal. No hay manera de decir que Fulano es un congrio y que Zutano es un sinvergüenza, cuando uno se encuentra con ellos todos los días y ellos están tan amables, tan finos, tan obsequiosos con uno. Con un alma un poco apostólica, uno podría desafiar el hambre, la cárcel, los tiros de revólver y otras muchas cosas, pero la simpatía personal es algo que nos amordaza mucho más que todo”.

Los políticos utilizan la simpatía con calculada estrategia, para producir relaciones simpáticas y de camaradería. Por eso mismo, a los periodistas todos los políticos deberían parecerles el súmmum de la antipatía, aunque sólo fuese para que con el tiempo no sientan la obligación de buscar coartadas y pedir disculpas, tal y como hizo Ben Bradlee al hablar de su relación con Kennedy. E, insisto, algo funciona mal cuando los periodistas se conforman con celebrar los chascarrillos de unos políticos muy simpáticos. El mundo al revés, ya lo dijo Camba. En una sociedad regularmente organizada es a los periodistas a quienes corresponde hacer chistes y a los políticos, aguantarse. Si me he explicado bien, se entenderá que lo que tienen aguantarse no son precisamente las ganas de reír.

El humorista de la Casa Blanca


Según Màrius Carol, Barack Obama estuvo muy gracioso en la cena con corresponsales acreditados en la Casa Blanca. El columnista elogia el “fuste de cómico” del presidente en un artículo que La Vanguardia equivocó de sección, puesto que debería haber ocupado el lugar de la crítica televisiva de Sergio Pàmies. Al fin y al cabo, lo que comentaba era un monólogo del club de la comedia. Se dirá que no hay más remedio que aceptar la invitación de la terca realidad y que si el discurso político es hoy un chiste, al periodista no lo cabe más que reírse y aplaudir. Pues no, el trabajo del periodista en esas circunstancias sólo puede consistir en diseccionar el chiste.

Los chistes que hace un político están pensados para demostrar su ingenio, pero sin pasarse. Tienen que ser inocentes; como cuchillos sin filo, no pueden ofender ni molestar a nadie. El ingenio y la comicidad han de resultar vagos, calculadamente moderados. Con más razón será así cuando el político, queriendo hacer gala de formidable audacia, presuma de su capacidad para reírse de sí mismo y juegue a presentarse como objeto de sus propios chistes. Pero el cuchillo, ya quedó dicho, no hace sangre y mucho menos en las carnes de quien no tiene la menor intención de hacerse el harakiri.

Hay grandes y sabias lecciones de Perogrullo que conviene no olvidar. Según nos ilustró una seria doctora de la materia recientemente, la corrupción es consustancial a la política, tanto –podría haber añadido– como el humor es ajeno a ella. El humor es corrosivo y, por eso mismo, los políticos son refractarios a él. No toleran tomarse o que los tomen a risa. Lo más que se les puede pedir es que se apliquen con circunspecta profesionalidad al trabajo de leer los chascarrillos que otros les escriben cuando, antes de ocupar las páginas de ringorrango de la Historia, se ven obligados a comparecer en el club de la comedia. Y el club de la comedia de la política no es un espacio para el descaro o la irreverencia; cualquier guionista mediocre sabe que lo que ese escenario reclama son chistes blanditos.

¿Qué pienso yo de los chistes de Obama? Que eran buenos, muy buenos, magníficos. Y no porque algunos se riesen mucho con ellos, sino porque, descafeinados como eran, cumplieron con eficacia su propósito: la propaganda de una imagen amable del presidente, que sabe que para conquistar al público, primero es preciso seducir a los intermediarios. Hay que admitir que exhibió las capacidades de un hábil galán en el coqueteo con la prensa, aun cuando discutamos sus dotes cómicas.

Se dirá que para gustos, colores y chistes. Efectivamente, pero no es menos cierto que el gusto se puede reeducar. Por si lo quieren intentar los periodistas que elevan los chistes chuscos a la categoría de humor, una recomendación: la lectura de las columnas de Art Buchwald, por ejemplo, las recogidas en los libros Hijos de la gran sociedad o Nunca bailé en la Casa Blanca, también las que publicó la revista Triunfo y que inspiraron, en cierta forma, el tono de la serie “La Capilla Sixtina” de Manuel Vázquez Montalbán. El periodista neoyorquino enseñó que el humor es un cuchillo afiladísimo y a cuchillo pasó a varios presidentes de los Estados Unidos. Art Buchwald, él sí, el humorista de la Casa Blanca.