¿Quién es el público y dónde se le encuentra? (IV)







La prensa había encontrado, por fin, al público; es más: decía saber perfectamente quién era y dónde topárselo. Lástima que no podamos poner nombre y apellidos al redactor anónimo, de agudísima perspicacia sociológica y superlativa inteligencia periodística, que lo explicó en las páginas de la revista Estampa, aprovechando el trivial encargo de poner unas pocas letras al reportaje fotográfico del último domingo de fútbol. El titular del escueto texto era:






Y decía:  

«¿Quién es el público y dónde se le encuentra? –se preguntaba Larra–. En este siglo el público, la gran masa que puede aspirar a ostentar con más títulos la representación de esa cosa abstracta llamado público, lo constituyen, sobre todo, los aficionados del fútbol. En ninguna otra parte se le encentra en tan gran número como en los estadios presenciando las luchas a que da lugar, entre veintidós hombres, la posesión de una vejiga de goma y cuero. Nosotros diríamos que el público de fútbol es el público por antonomasia. En torno a los cuadriláteros del juego balompédico pueden apreciarse, en efecto, todas las tonalidades y todos los matices de la extraña psicología de las multitudes. El público de fútbol es ferozmente apasionado y, al mismo tiempo, incalculablemente tornadizo. Eleva ídolos y se complace luego en derribarlos. De un entusiasmo delirante pasa con facilidad a una desesperación  y a un pesimismo exagerados. El fútbol, que empezó siendo un pasatiempo de señoritos, es ya una pasión de muchedumbres. A los equipos se les dan representaciones y significaciones simbólicas insospechadas. La “afición” la constituyen millares y millares de personas –nunca con más razón empleado el lugar común– pertenecientes a todas las clases sociales. Y cada uno ve, en el equipo de sus simpatías (porque es el de su pueblo, porque es el de su barrio, o sepa Dios por qué) una representación de su propia personalidad. Raramente ecuánime, el público exterioriza su entusiasmo, o su decepción, o su cólera, sin el menor recato». 


¿Quién es el público y dónde se le encuentra? (III)


http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=0001665508&page=21

Diagnóstico: sin pulso. ¿Quién lo reanimará? El regenerador que lo regenere buen regenerador será. La cantinela del 98 iba acompañada por la pregunta sobre la responsabilidad del último desastre. Algunos dedos acusadores apuntaron a los periódicos, que, unánimes sin apenas excepción, se habían prestado como altavoces de las bravatas patrioteras de los intendentes y mandantes con nostalgias del imperio. Pocos de los que escribían en los papeles diarios pudieron decir, como Emilia Pardo Bazán, que no era suya esa culpa. Así que la prensa se defendió como mejor pudo, es decir, escurriendo el bulto: ella no había enardecido los espíritus para conducirlos a la guerra; se había limitado a reflejar la opinión de su público. Para cuando los moralistas se cansaron y los furores regeneracionistas amainaron, la idea había prosperado de tal modo que iba camino de convertirse en el tópico llamado a liquidar la concepción ilustrada del periodismo que, durante buena parte del siglo XVIII y todo el XIX, había estado vigente. A su éxito definitivo colaboraron los nuevos periódicos de empresa: hicieron ampulosas declaraciones de independencia de cualquier capilla política, se esforzaron en convencer a sus clientes de que en sus páginas encontrarían el eco imparcial de la opinión y de que no tenían intereses ajenos al servicio que les rendían, proclamaron que sus dueños no eran otros que los lectores, que ellos constituían su fuerza y que a ellos se debían y blablablá. Zalamerías para adular al público.

Los periódicos pudieron explotar a gusto aquel nuevo argumento –la prensa no conforma la opinión pública, es formada por ella– en cuanto se emancipó de los discursos incriminadores noventayochistas. Dejó de sentirse como un baldón, como el recordatorio de una reprobable debilidad. Todo lo contrario: la prensa moderna era la que más vendía (comenzó la guerra: varias cabeceras se reivindicaban, al mismo tiempo, como las de mayor tirada) y la prensa que más vendía era la que conseguía interpretar mejor el estado de la opinión pública. Nada de quejíos larrianos: los periódicos habían encontrado, por fin, al público y este era el pilar sobre el que decía alzarse cualquier nuevo proyecto periodístico. Los más exitosos encontraron una metáfora perfecta de su fortaleza en los robustos cimientos de los palacios que se construían o compraban para albergar sus redacciones y talleres. Así, cuando a finales de 1902, el diario Heraldo de Madrid se trasladó a un edificio principal de la calle de la Colegiata dijo deberlo «al favor del público, cada vez más ostensible y cada día más creciente». El semanario Blanco y Negro, que seguía presumiendo de la fastuosa sede en la calle Serrano que había estrenado en 1899, interpretó en la misma clave la mudanza:

«Lejos están ya, por fortuna, los tiempos en que la Prensa arrastraba una existencia precaria, a merced de protecciones inseguras y del bamboleo constante de los partidos; lejos las épocas en que el periódico, obedeciendo a un criterio doctrinal cerrado, servía exclusivamente a la secta y a los afiliados a ella, y no llegaba a establecer comunicación espiritual asidua, cotidiana, con el público, único dueño y señor a quien sirve hoy la Prensa, cuando quiere vivir robusta e independiente.

»El artículo famoso de Fígaro ¿Quién es el público y dónde se le encuentra? es uno de los pocos de su autor que podrían enterrarse hoy día.

»Ya se sabe, ya se conoce con toda exactitud quién es el público; ya es fácil encontrarle en todas partes, seguirle a donde va, adivinar sus gustos, reconocer sus aficiones y tendencias. Lo que no es tan fácil, lo que aún constituye obra de romanos es dirigirle, formar su gusto, encauzar sus ideas. La prensa de gran circulación no es ya un cuadro pintado con figuras dibujadas a capricho de uno o de varios señores, sino un espejo fiel, claro, que con exactitud y precisión refleja y reproduce el pensar y el sentir de la multitud.

»Existe entre mucha gente el grave error de pensar que los lectores de los grandes diarios no se toman el trabajo de discurrir, sino que al adquirir el periódico preferido compran por los cinco céntimos una cantidad de opiniones y de juicios sobre sucesos e ideas para aprovecharlos después en la conversación. Nada menos cierto. Si así fuera, sería tarea facilísima el escribir un periódico para la muchedumbre. Pero, precisamente, ocurre lo contrario; que el periódico más favorecido por el público es aquel que con mayor agudeza y precisión reproduce lo que éste hace, piensa y quiere. Y como el público es una masa ondulante, amorfa, escurridiza, de escasa consistencia y tarda en pronunciarse en cualquier sentido, de ahí que se requiera habilidad grandísima para eso que llaman pulsar la opinión.

»Conseguir tan difícil triunfo es tarea de entendimientos muy perspicaces, de oídos muy despiertos, de plumas muy avisadas; y uno de los diarios que lo han logrado con mayor acierto y felicidad es nuestro querido colega el Heraldo de Madrid, que gracias al favor constante del público, ha llegado a realizar la aspiración más legítima y satisfactoria de toda persona y de toda empresa ordenada: la de tener casa propia». 

Postdata: Aquella solidez arquitectónica es hoy una ruina. No seré yo quien niegue la urgencia y el placer de dedicarse a la arqueología de las piedras en estos tiempos de pensamiento líquido, periodismo líquido y redacciones líquidas, antes de que todo se vuelva definitivamente gaseoso. Sí, hagamos arqueología, pero sin trampas: el diario Ahora, propiedad de Luis Montiel y dirigido por Manuel Chaves Nogales, tenía a gala ser un periódico popular. Por eso mismo, los Valle-Inclán y compañía se llevaban aristocráticamente la mano a la nariz cuando tenían cerca un ejemplar. Si la administración del plebeyo periódico terminó contratando la pluma de don Ramón, no deberíamos descartar que fue para que cejase en su terca campaña contra el periódico. Por otra parte, quizás convendría explorar las circunspectas posibilidades que caben entre las viejas pamplinas y lisonjas que los periódicos dedicaban a sus lectores -con españolísimos ecos contemporáneos- y las reprimendas que comienzan a estilarse. Porque eso es lo que hace Miguel Ángel Aguilar, reñir preventivamente a los lectores del primer número de Ahora que se han gastado tres euros, por si se les ocurre no volver a aflojar la cartera: «Los lectores dictarán su fallo inapelable sobre si prevalecerá la cultura del todo gratis, que enriquece a los agregadores que canibalizan las aportaciones originales y pauperizan a los medios que se esfuerzan en conseguirlas mientras sitúan a los periodistas como especie a extinguir». ¡Ay, las inquietudes ecológicas de las empresas ordenadas!