Cartafolio de Roma (IV). Antico Caffè Greco

Mucho debió de extrañar Corpus Barga el Café de Levante y la tertulia “anárquicamente instituida” allí por Valle-Inclán y Ricardo Baroja. Era llegar a alguna de las capitales europeas a las que lo enviaba su trabajo como corresponsal y lo primero que hacía era buscar cafés en los que curar su nostalgia. Roma lo decepcionó. La ciudad de las siete colinas no tenía –y la constatación era también un lamento- más que un café. Aunque en la crónica que escribe en noviembre de 1923 no cita por su nombre el local en cuestión, éste no puede ser otro que el Greco.

El establecimiento era el único café literario de Roma –juicio que ya había expresado en 1906 James Joyce- y, lo que no admitía discusión, el más antiguo. Todavía hoy, con la vanidad que se puede permitir el superviviente, las servilletas de papel recuerdan a los clientes la fecha de su fundación: 1760. Hay quienes regatean unos años a la historia e identifican este lugar con el café de Via Condotti que en sus memorias Giacomo Casanova recordó haber visitado en 1743. En cualquier caso, es indudable que sólo dos cafés pueden presumir de más larga vida -en Italia, el veneciano Florian; en Francia, el parisino Procope- y que en Roma, donde cualquier garito con cafetera abierto anteayer se dice Antico Caffè, ese título sólo le corresponde al Greco.

La pátina del tiempo doró el nombre del Greco, al que dieron lustre los escritores y artistas que dejaron en él muchas de sus horas. No pocos de ellos eran visitantes llegados del extranjero. Una vez en Roma, convertían el Greco en lugar de encuentro y tertulia –los ingleses oficiaban sus reuniones en torno a la misma mesa, casi un altar sagrado, en la que se habían sentado Byron, Shelley, Keats, Turner, Reynolds y Gibson-, en su taller de trabajo –Gogol escribió muchas de las páginas de Almas muertas en sus veladores-, o, sin disimulos, en su domicilio –el pintor ruso Aleksandr Ivanov hacía que le remitiesen su correspondencia aquí.

Sería imposible gran parte de la literatura de los siglos XIX y XX si se prescindiese de los nombres de todos aquellos que franquearon la puerta del café Greco para instalarse en él durante largas temporadas o siquiera fuese ocasionalmente. Sólo así se explica que el escritor y crítico literario Giuseppe Prezzolini afirmase que prefería para sí formar parte del panteón de los hombres de letras que frecuentaron este local, antes que un monumento en la Santa Croce de Florencia.

Un cronista con alma lírica afirmaría que el Greco ha sabido mantener su disposición arquitectónica y su decoración original para no molestar a los fantamas de los viejos clientes que todavía habitan el local. Un cronista con alma prosaica diría que todo el atrezo se ha conservado para asegurar el negocio a costa de los crédulos supersticiosos que llegan con la intención de invocar a aquellos espíritus y salen, inmunes a las propiedades despabiladoras de la cafeína que consumen, con la ilusión de que han confraternizado con ellos. Claro que también es cierto que, según para quien, algunas presencias espectrales resultan del todo incómodas. Josep Pla, en una evocación del café Greco, recordó cómo un día de 1938 el periodista Manuel Brunet lo conminó a salir de él: “Vámonos a otro café. Yo no puedo respirar el aire de un establecimiento que ha frecuentado un masonazo de esta categoría”. El masonazo al que se refería Brunet era Goethe.

Justo por tratarse del café que serenó los ánimos embriagados de Goethe ante el espectáculo que le ofrecía Roma, pero también por ser el lugar donde Alberto Moravia dijo haber esperado durante quince años el fin del fascismo y un refugio en el desierto del exilio para María Zambrano, fuimos al Greco. Wilhelm Müller, quien ya advirtió en su día que el café no era demasiado frecuentado por los romanos, todavía tiene razón. Somos los turistas los que ocupamos la mayor parte de las mesas que se apretujan en el largo y estrecho pasillo que alguien bautizó como “ómnibus”. Unos llegan cumpliendo obedientemente la ruta que dicta una guía, para dar unos minutos de descanso al cuerpo baqueteado en las caminatas romanas, escribir alguna postal y añadir una foto al álbum del viaje; otros, fetichistas literarios, acuden con premeditación y alevosía, pertrechados con sus cuadernos moleskine en los que garabatean sin descanso. El cronista lírico dirá que unos y otros mancillamos la historia de estos veladores -de mármol, por supuesto, como mandan los ortodoxos cánones cafeteriles-; el cronista prosaico, que los actuales clientes aseguramos la supervivencia del museo con nuestra cotización, obligatoriamente generosa, porque así lo estipula la carta de precios y porque no sería bien visto pedir sólo un vaso de acqua di cannella, el agua de la fuentecilla que se encuentra nada más entrar en el local.

Lieschen no dice que los fantasmas no existan, pero no los encontró en el Antico Caffè Greco. Se habrán ido con el humo que siempre adensó el ambiente, hoy higienizado por la prohibición de fumar, seguramente para disgusto de Stendhal que ya no puede acudir aquí, tal y como acostumbraba en los días de sus paseos por Roma, para “fortalecerse el alma con un toscano”. En esta atmósfera fumífuga, que extingue las volutas del humo tabacoso y el rastro humoso de los fantamas, a Lieschen ni siquiera le apeteció un cappuccino, sino –yo, pecador, me confieso- una granità de limone.

Imágenes:

Lienzo de Ludwig Passini: Caffè Greco en Roma (1856). Hamburger Kunsthalle.

Cuarta fotografía: Caffè Greco, 1947. Archivio Storico della Città di Torino.

Cartafolio de Roma (III). Catacumbas

A principios de mayo, los sabugos de la Via Appia Antica ya habían florecido, para sorpresa de una gallega que siempre aguardó las modestas flores de este arbusto para el mes de junio. Parecían el anticipado tributo silvestre que la naturaleza coloca en los restos de los monumentos sepulcrales que flanquearon la más famosa de las carreteras consulares, la Regina viarum. Hace falta un gran esfuerzo de imaginación o repasar los grabados de Piranesi para hacerse una idea de la estampa que ofrecía esta salida de Roma en la que, junto a las fastuosas villas de los patricios, se levantaron humildes sepulturas y también grandiosos edificios funerarios, como el de Cecilia Metella. En la zona también se encuentran las catacumbas de San Sebastiano, Santa Domitilla y San Callisto. Estas últimas son el lugar más frecuentado de la vía, quizás porque allí los autobuses fletados por las agencias de turismo disponen de amplios aparcamientos donde aguardar a que sus pasajeros hagan la visita de rigor antes de conducirlos a otro de los destinos de la Roma imprescindible que enumeran las guías de la ciudad.

Son muy pocos los que se toman el par de minutos que separan estos enterramientos cristianos de las Fosas Ardeatinas, en realidad, otras catacumbas. Fueron el escenario de la masacre cometida el 24 de marzo de 1944 por las fuerzas de ocupación alemanas, bajo la dirección de Herbert Keppler, jefe la Gestapo en Roma. 335 personas fueron asesinadas en represalia por el atentado de un grupo de partisanos contra soldados de las SS, en Via Rasella, el día anterior. Los alemanes colocaron explosivos para enterrar los cadáveres y la memoria de la ignominia. Hoy siguen abiertos dos grandes boquetes, resultado de la detonación, pero las víctimas han sido exhumadas y reposan en un mausoleo en tumbas identificadas con sus nombres. El silencio aquí es mineral y no precisamente porque el lugar recuerde haber sido una mina de puzolana.

Otro rastro de la memoria de la ocupación alemana de Roma se encuentra en el rione XI, el de Sant’Angelo, más conocido como la città degli Ebrei o el guetto. Se trata de un pequeño rincón, el Largo 16 ottobre 1943. Éste fue el día de la grande razzia que supuso la detención de un millar de judíos, luego deportados a campos de concentración nazis. Así se explica que, más o menos aquí, una anciana de la película Gente di Roma, de Ettore Scola, se desvanezca absolutamente conmocionada al ver, seis décadas después de aquella fecha, a soldados nazis idénticos a los de entonces deteniendo de nuevo a los judíos. Nadie le ha advertido que es el rodaje de una película, a ella, que lleva tatuado en su brazo el número que la marca como superviviente de un Lager.

De Roma a Florencia; de Termini a la estación de Santa Maria Novella. El tren que nos trae quizás se detenga junto al andén donde una placa –que, de no llegar guiados por un azar con veleidades de historiador, pasaría completamente inadvertida– recoge el sobrio y emocionado recuerdo de que ésta fue la última vista de la ciudad que tuvieron quienes partieron de aquí el 8 de marzo de 1944 con destino a los campos de exterminio del Reich.

Sería muy fácil afirmar que estos lugares –una mina abandonada, un rincón de la ciudad o una estación ferroviaria- son espacios arqueológicos, catacumbas sin ni siquiera interés turístico, en el país en el que acaban de ser atacados e incendiados cinco campamentos de gitanos de origen rumano y que prepara disposiciones legales que convertirán en delincuentes a los inmigrantes sin papeles, que requerirán a quienes soliciten la residencia acreditar un determinado nivel de renta mínima, y que obligarán a someterse a pruebas de ADN que demuestren el vínculo de parentesco a los familiares de un inmigrante que aspiren a establecerse junto a él. En realidad, el ordenamiento jurídico se apresura a apuntalar una política social que ha permitido la existencia de los guetos en los que se ha recluido a los rumanos, muchos establecidos en el país desde hace décadas o que han nacido ya en él.

El holocausto judío no concierne únicamente a la historia alemana, porque sólo fue posible en el semillero del odio antisemita que secularmente compartió toda Europa, en donde se tomó prestada la palabra italiana ghetto porque servía para designar una realidad próxima y propia. Auschwitz –el último estadio de una burocracia y un aparato legal que comenzó decretando la muerte cívica, política y económica de quienes fueron señalados como extraños y enemigos– no es un relato periclitado, sino una pregunta abierta sobre los abismos del alma humana. Y la “caza de los sin papeles” que se está viviendo en Italia no es sólo, como nos la presentan, un nuevo exceso del excesivo Berlusconi: es la proclamación en voz alta, sin rebozo, complejos, ni hipocresías, de un sentimiento y una política que comparte Europa, esa que hace exámenes de lengua y cultura a los inmigrantes que solicitan la reagrupación familiar; la que utiliza el eufemismo de centros de estancia temporal de inmigrantes para referirse a las cárceles en las que se retiene durante meses o años a quienes se dispensa el tratamiento de delincuentes, aunque, de acuerdo con la letra de la ley, sólo han cometido una irregularidad administrativa, y la que crea guetos de inmigrantes en las ciudades y en el sistema educativo. Ni siquiera la insolente desfachatez de las proclamas xenófobas puede considerarse una peculiaridad italiana, porque, sin ir más lejos, hace pocos días la Federación de Asociaciones de Vecinos de Lugo no tuvo reparo alguno en solicitar la creación de un censo de los gitanos e inmigrantes que viven en la ciudad.

A la sombra de los sabugos que crecen junto a las Fosas Ardeatinas leemos lo que dejó escrito, a modo de advertencia, Primo Levi en Si esto es un hombre:

“Habrá muchos, individuos o pueblos, que piensan, más o menos conscientemente, que ‘todo extranjero es un enemigo’. En la mayoría de los casos esta convicción yace en el fondo de las almas como una infección latente; se manifiesta sólo en actos intermitentes e incoordinados, y no está en el origen de un sistema de pensamiento. Pero cuando éste llega, cuando el dogma inexpresado se convierte en la premisa mayor de un silogismo, entonces, al final de la cadena está el Lager. Él es producto de un concepto del mundo llevado a sus últimas consecuencias con una coherencia rigurosa: mientras el concepto subsiste las consecuencias nos amenazan. La historia de los campos de destrucción debería ser entendida por todos como una siniestra señal de peligro”.

Claro que la Europa escandalizada por los desafueros demagógicos de Berlusconi considerará, al mismo tiempo, de un alarmismo injustificado las palabras del escritor. Quizás sea porque ha desactivado su testimonio, al creerlo alusivo a un pasado carente de significado para el presente; quizás sea porque ha reducido su experiencia del horror a mera arqueología.

Cartafolio de Roma (II). Cómo Roma sucede a Roma

Fueron los bárbaros de Totila quienes, en el siglo VI, iniciaron el sistemático saqueo que sufrió el Coliseo. Destrozaron parte de su arquitectura para apoderarse de las grapas de bronce que unían los bloques de travertino. Hoy siguen siendo visibles, como heridas imposibles de cicatrizar, los agujeros en los que se hendían aquellas piezas. El anfiteatro se convirtió a partir de entonces en una cantera que suministró los preciosos materiales con los que se construyeron muchos de los palacios e iglesias de la ciudad, destino verdaderamente privilegiado, si se tiene en cuenta que otros muchos terminaron en los hornos y reducidos a cal. El expolio sólo se detuvo a mediados del siglo XVIII, cuando Benedicto XIV, recordando que la tradición señalaba que éste había sido el lugar del martirio de los primeros cristianos, lo consagró a la Pasión de Cristo y construyó en torno a la arena las catorce estaciones de un vía crucis.

El emperador Foca cedió en el año 608 el Panteón, que había permanecido abandonado durante los dos últimos siglos, a Bonifacio IV, quien lo convirtió en iglesia cristiana. Los papas no sólo se tomaron la licencia para modificar el templo según criterios que hoy espantan por su falta de respeto a la arquitectura original, sino que también se arrogaron el derecho a despojarlo de muchas de sus riquezas. El emperador bizantino Constante II le arrebató la cubierta de bronce dorado que cubría la cúpula en el 663 y Urbano VIII utilizó esa misma aleación, en este caso, procedente de las vigas del pórtico para construir ochenta cañones para el Castel Sant’Angelo y las cuatro columnas torsas del baldaquino de Bernini en la Basílica de San Pedro. Apreciar la belleza de esta obra no impidió a Stendhal llorar al recordar la procedencia del material con que fue realizada. Lo de los cañones parece más difícilmente disculpable y es como para, todavía hoy, solicitar a todos los dioses romanos, incluido Marte, nuevas lágrimas una vez las hayamos derramado todas en el Vaticano.

Este Urbano VIII era miembro de la familia de los Barberini, la misma que también recurrió a la cantera del Coliseo para levantar el palacio que se encuentra en Via delle Quattro Fontane. Una ingeniosa frase recuerda la inestimable colaboración de aquella saga familiar en el saqueo y la destrucción de los restos que pervivían de la antigua Roma: “Quod non fecerunt barbari, fecerunt Barberini” (“Lo que no hicieron los bárbaros, lo hicieron los Barberini”).

Stendhal invita a la condescendencia: “Si la Roma del clero no hubiera sido construida a expensas de la Roma antigua, tendríamos muchos más monumentos de los romanos; pero la religión cristiana no hubiera hecho una alianza tan íntima con la belleza; no veríamos hoy ni San Pedro, ni tantas iglesias magníficas”. Es más, la Roma del clero, aquella que primero mutiló y devastó el legado de la Roma pagana, terminó en algunos casos por salvar de la destrucción total ciertas construcciones, por asegurar siquiera fuese la pervivencia de sus ruinas al consagrarlas y reconvertidas en lugares para el culto y la liturgia cristiana.

Roma parece desafiar a distinguir entre la ciudad antigua y la moderna, la pagana y la cristiana. Quienes aceptan el reto pueden caer exhaustos, si no comprenden pronto que es imposible separar los tiempos, del mismo modo que es inabarcable la tarea de seguir las mudanzas y el destino actual del mármol y el bronce, las estatuas y columnas, que un día dieron esplendor a la Roma de los césares. La ciudad ofrece algunas pistas, revelaciones fugaces y alumbradoras como relámpagos, oportunidades que la intuición no debe desaprovechar, como la que se presenta ante la casa dei Manili, en Via della Reginella, en pleno ghetto. La fachada del edificio, de mediados del siglo XV, integra un altorrelieve de un león abatiendo un gamo, una estela griega con dos perros y un relieve funerario con cuatro bustos. Sobre una de las ventanas que miran a la Piazza Costaguti puede leerse una inscripción labrada en piedra que proclama “Have Roma”. Ni siquiera la guida rossa de la ciudad, abrumador tratado sobre el patrimonio monumental y artístico romano, puede aclarar si este collage es tan antiguo como la casa o constituye el resultado de posteriores y sucesivas reformas, y sabiamente ni siquiera se pregunta por el origen de las piezas clásicas que integra. Otra modesta metáfora sobre la destrucción y la construcción de Roma que siempre ha llamado mi atención se encuentra subiendo las escalinatas diseñadas por Miguel Ángel que conducen al Campidoglio: a la izquierda, en el jardín, se levanta la estatua de Cola di Rienzo, de 1887, que descansa sobre un pedestal levantado con los vestigios ensamblados de quién sabe qué edificios de la Roma antigua.

Junto a las huellas visibles de la Roma imperial están las invisibles, no menos determinantes para la ciudad. Cuentan que Miguel Ángel, en los descansos de sus trabajos en el Vaticano, gustaba de pasear por las ruinas del Foro y del Coliseo. “Iba –escribió Stendhal- a elevar su alma al tono necesario para sentir las bellezas y los defectos de su propio dibujo de la cúpula de San Pedro. Tal es el poder de la belleza sublime; un teatro da ideas para una iglesia”. Provoca cierta desazón comprender que nunca alcanzaremos a descubrir todas las ideas que, además de materiales de construcción, suministró la antigua Roma y que palpitan, como un corazón secreto, en la Roma por la que hoy paseamos.

De pronto, recordamos que veníamos advertidos por Goethe del desasosiego que provoca en el espectador la dificultad de penetrar en el misterio de la existencia de la ciudad:

“Cuando percibes una existencia con una antigüedad de dos mil años, transformada de formas tan diversas y de modo tan radical y, no obstante, continúas pisando el mismo suelo, contemplando la misma colina, incluso a menudo la misma columna y la misma muralla que hace tanto tiempo, y cuando descubres en el pueblo vestigios del antiguo carácter, te conviertes en testigo de las grandes decisiones del destino, y así al observador le resulta al principio dificultoso discernir cómo Roma sucede a Roma, no solamente la ciudad nueva a la antigua, sino también cómo se suceden las diferentes épocas de la Roma antigua y moderna”.

Quizás demasiado tarde comprendimos que sólo hay una Roma, que Roma sucede a Roma, haciéndose eterna.

Cartafolio de Roma (I). Los gatos

De todos los domicilios que ocupó María Zambrano durante su exilio romano, entre 1953 y 1964, el más presente en sus evocaciones fue el que se encontraba en el número 3 de la Piazza del Popolo, justo encima del Caffè Rosati. Compartió aquel piso, vecino de las iglesias gemelas de Santa Maria dei Miracoli y Santa Maria di Montesanto, con su hermana Araceli y sus gatos. Cuentan que uno de los motivos que decidió a María Zambrano a abandonar Roma fueron las repetidas denuncias anónimas contra ella y sus gatos. Al parecer, la familia gatuna llegó a sumar, según el testimonio de Jaime Salinas, más de treinta miembros, pero no deja de sorprender que los felinos, incluso en ese número, fuesen considerados molestos en una ciudad que bien podría decirse que tiene como animal sagrado al gato.

Pocos de los que llegan a Roma están avisados de esta circunstancia. Todavía en su ignorancia y rindiendo gustosos culto al relato mitológico, acuden sin pérdida de tiempo al Campidoglio para buscar en una de las salas de los Museos Capitolinos la representación de la loba que amamantó a Rómulo y Remo. Llegan allí a venerarla, para lo que olvidan deliberadamente que es una obra del siglo V a. C. realizada en talleres etruscos o quizás de la Magna Grecia y, en cualquier caso, muy anterior a la leyenda sobre los orígenes de la ciudad. También borran de su memoria que los gemelos que buscan con sus bocas las hinchadas ubres de la lupa capitolina son una trampa, un añadido del siglo XV. Los peregrinos recién llegados a Roma no tienen el ánimo para discutir el símbolo de la Mater Romanorum, puesto que no quieren pasar por unos descreídos. Será cuestión de poco tiempo que descubran que esas pequeñas mentiras no dañan el mito, del mismo modo que no va en su perjuicio el que los romanos idolatren hoy a otros mamíferos, los gatos.

Los gatos forman parte del paisaje urbano. Igual se asoman a una ventana del Trastévere para mirar displicentes a los transeúntes, que pasean entre las ruinas del área sacra del Largo Argentina y sestean en el mismo lugar que ocupó la Curia de Pompeyo, donde en los Idus de marzo del año 44 a. C. –desdiciendo los buenos augurios que se atribuían a esa fecha- Julio César fue asesinado. Y no se sabe muy bien si han elegido este lugar sagrado de la Roma republicana porque poseen un reverencial sentido de la Historia o porque les resulta absolutamente indiferente -a ellos que disfrutan de siete vidas- el magnicidio en el que colaboró –sí, también él- Bruto.

Los gatos más hermosos y, cabe sospechar, más felices de Roma son los que viven en el cimitero acattolico, muy cerca de la Porta San Paolo y a la sombra de la pirámide que fue construida como monumento sepulcral del pretor y tribuno Caio Cestio Epulión en el año II a. C. Ni siquiera el rumor del tráfico de las calles adyacentes puede estropear el encanto del que más parece un jardín romántico. Aquí fueron enterrados John Keats y Percy Bysshe Shelley y, por esa razón, el lugar se ha convertido en ineludible destino de una peregrinación literaria y laica que, antes o después, también conduce a la Casina Rossa de Piazza di Spagna. Los mismos gatos parecen llegados hasta aquí para rendir tributo a ambos poetas. A partir de mi reciente visita, estoy incluso dispuesta a admitir que quizás hayan leído sus obras. Al menos de la capacidad lectora de uno de ellos no me cabe la menor duda. Allí lo encontré, detenido durante minutos y minutos ante una lápida en memoria de Axel Munthe, torciendo la cabeza para evitar el sol que amenazaba con deslumbrarlo e impedirle la lectura de la larga inscripción, ajeno por completo a la presencia de quienes curioseábamos a su alrededor, absolutamente atónitos ante la escena. Supuse que a mis amigos gatófilos les encantaría recibir las fotos que atestiguaban las capacidades de aquel animal ilustrado. Así fue, si bien una de mis corresponsales, que, además de sentir reverencial amor por los gatos, está investida de la autoridad que le confiere un doctorado en Biología, no tuvo reparos en desmontar la leyenda que yo había construido sobre el gato lector al que ya idolatraba: es un hecho científico incontestable –me hizo notar- que un gato con el pelaje de ese color no es gato, sino gata. Tenía que haberlo sospechado; al fin y al cabo, las encuestas atribuyen al sexo femenino mayor gusto por la lectura. Por otra parte, sólo una gata podría compartir con la loba la representación simbólica de Roma.