Cioran



Un ejemplo del escepticismo del filósofo y del humor del estilista, atributos del retrato de Cioran que ayer dibujaron en El Círculo de Lectores Ignacio Vidal-Folch y Fernando Savater:

“Pienso en C., para quien beber café era la única razón de existir. Un día que le hablaba de los méritos del budismo, me respondió: ‘El Nirvana, de acuerdo, pero con café’.
Todos tenemos alguna manía que nos impide aceptar incondicionalmente la dicha suprema”.

Culos


José Nakens y Luis Bonafoux son los irreverentes periodistas rescatados por la editorial La Linterna Sorda en el lanzamiento de una nueva colección con nombre de inspiración larriana: Lo que no debe decirse. En el libro de Bonafoux, Bilis. Vómitos de tinta, se incluye el artículo “Trasero sagrado”. Nadie se deje engañar por el título: en el texto lo de menos son las caricias a la voluptuosa carnalidad del nalgatorio sagrado de Carolina Otero; lo que buscaba la víbora de Asnières era hincar sus dientes envenenados en el magro de otras posaderas.

“Dígase lo que se quiera, la historia de España en los últimos veinticinco años ha sido representada en Europa por el trasero de la Otero. La historia de su nalgatorio, zarandeándose en molinete por toda Europa, es la historia de la actualidad española. El europeo recuerda que todavía existe España cuando sigue con la vista el nalgatorio de la Otero, aprisionado en gasas que reflejan los colores de nuestra bandera, y al aplaudir el nalgatorio, aplaude el símbolo de lo único hermoso que da el país. Todavía tenemos nalgas alegres, flexibles y ondulantes… ¡Todavía hay Patria!
Esta bailarina puede decir que se ha pasado por entre las piernas toda nuestra historia contemporánea. Ella es la única personalidad que ha arrancado espontáneos y sinceros vivas a España en el extranjero.
El pueblo francés no conoce nuestros políticos ni nuestros literatos; pero conoce a la Otero. No hay un solo periódico francés que escriba a derechas los apellidos de nuestros grandes hombres; pero todos los periódicos franceses saben escribir Otero. Y la Otero, aunque tirada por los suelos, resulta ser la más alta personalidad española en Europa.
Pienso en ello recordando la anunciada boda de nuestra ilustre compatriota, porque ella merece, mucho más que los Cánovas, una estatua, y yo, que no apruebo la proyectada conmemoración de la guerra de la Independencia –cuyas batallas no fueron ganadas por nosotros, sino por los ingleses–, aprobaría que se dignificase la boda de la Otero con una procesión cívica en Madrid, figurando en ella lo más granado de la villa y corte. […]”.

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Todo parece indicar que Sixto Cámara podía perderse por un buen culo, pero el pellizco periodístico, Manuel Vázquez Montalbán lo daba en otro sitio.

“Cuando se sugirió al equipo de Triunfo que durante los cuatro meses de suspensión nos pasáramos a Hermano Lobo comprendimos que en la Resistencia pasaban cosas así, que en todas las resistencias el principio motor ha sido moral y más o menos siempre se ha parecido al ‘Pero se mueve’ del amigo Galileo Galilei, en paz descanse. Terminan ahora los cuatro meses de suspensión, día a día, a Triunfo nunca nadie le ha regalado nada y más de una vez le han quitado la cartera histórica en el tranvía del deseo, los triunfistas dejamos Hermano Lobo y volvemos a casa. Mientras empaqueto mi máquina de escribir, un pesadísima y vieja Continental portátil, mis holandesas y esa botella de aguardiente de pera que siempre me acompaña para entonarme en el país del desentono, pienso en mi curiosa condición de viajero por revistas que se cierran o se abren, pero siempre por revistas al borde del abismo, única forma decente de ejercer el periodismo y el matrimonio.
Recuerdo que en una época de paro forzoso, tras el cierre de la publicación en que trabajaba, un cierre que llegó de la mano de Fraga pocos meses antes de la promulgación de la Ley de Prensa, tuve que llevar mis bártulos profesionales a una revista dedicada a la mujer, en el sentido más convencional del término. Allí escribí sobre lencería fina, ropa interior de señora y unos cuantos elogios sentimentales, como el dedicado a las gordas, en el que trataba de dar salida a una escritura de supuesta calidad, más un servicio a mí mismo que a los lectores, pues entonces no me daba el presupuesto para aguardiente de pera y necesito tres litros de vino tinto para empezar a sentirme a gusto. Pues bien, la revista la teledirigía un anglosajón céltico, y cuando publiqué mi ‘Elogio sentimental de la gorda’, el anglosajón se saltó por encima la autoridad de la directora de la revista y me sometió a un hábil interrogatorio:
-¿Es usted un terrorista?
-¿Por qué?
-En la era de la Shrimpton o de Twiggy, usted escribe un ‘Elogio sentimental de la gorda’ que va a desorientar a nuestra clientela femenina.
-Hay gordas y gordas. Ya lo digo en el artículo. No se crea que a mí me gusta la Venus de Willendorf.
-Usted es un terrorista cultural.
-No, señor. Soy un resistente cultural. Que no es lo mismo.
-Siga con los temas de ropa interior y déjese de elogios a las gordas.
Al día siguiente le entregué a mi directora un artículo titulado ‘Elogio sentimental del culo’ y no volví a poner los pies en aquella revista.
-¿Y a qué culos se refería usted, don Sixto? –me pregunta Encarna, que ha asistido silenciosa a este monólogo en voz alta.
-Al de las gordas”.


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La sección El zoo el siglo XXI mejor se hubiese podido llamar “Los traseros de la trasera de El Mundo”, andando como anda siempre a la búsqueda de alguna precaria excusa periodística para colocar la foto de culos (y tetas); mientras, los culos eran la excusa de Bonafoux y Vázquez Montalbán para hacer periodismo. Sin duda, sensibilidades eróticas distintas.

El centro, de Vilém Vok

En Dublinesca, Enrique Vila-Matas incluye varias referencias al escritor checo Vilém Vok, autor de Algunos volvieron de largas travesías, The Quiet Obsession en su traducción inglesa, y del ensayo novelado El centro, del que cita este pasaje:

“La grandeza y la belleza de Nueva York reside en el hecho de que cada uno de nosotros lleva consigo una historia que se convierte inmediatamente en neoyorquina. Cada uno de nosotros puede añadir un estrato a la ciudad, consciente del hecho de que en Nueva York se encuentra la síntesis entre una historia local y una historia universal”.

Para el protagonista de la novela de Vila-Matas, el editor retirado Samuel Riba, Nueva York “ha tenido siempre la magia exacta de los mitos que a algunos le sirven estrictamente para vivir” y El centro “ha sido como la biblia que ha reforzado esa magia ayudándole en los momentos en que necesitaba de la idea de Nueva York ya no sólo para vivir sino para sobrevivir”. ¿Quién, teniendo la obsesión de Nueva York y buscando cualquier excusa para alimentarla, habrá podido contenerse y no salir disparado a procurarse noticias de Vok y de su libro?

Ésta fue la última vez que me vi engañada por Vila-Matas: Vilém Vok no existe. Estando tan reciente el chasco provocado por la ignorancia aliada con la credulidad y desconociendo, además, si Vila-Matas está con Arcadi Espada o con Javier Cercas y Francisco Rico en la querella sobre los límites entre el periodismo y la ficción, resultaba inevitable tomar con la mayor de las prevenciones la información bibliográfica que ofrecía en uno de sus artículos en El País: la reciente edición de La biblioteca de los libros perdidos, de Alexander Pechmann. La acumulación de indicios de fiasco ciertamente justificaban las reservas: al parecer, el libro se abría con la cita “basta que un libro sea posible para que exista”, tomada de La Biblioteca de Babel, de Borges; y el contenido –según la reseña, un ensayo sobre las obras literarias que, por los más diversos motivos, se perdieron o fueran destruidas– conectaba de forma tan perfecta como sospechosa con la obsesión de Vila-Matas por la literatura del No, la de Bartleby y compañía. Hubiese sido hermoso, además de repararme como lectora sagaz, un libro perdido sobre libros perdidos. Pero Alexander Pechmann existe y Edhasa ha editado su libro.

Los manuscritos extraviados por sus autores en un hotel o en una estación de tren, los destruidos por la propia mano que los alumbró o por la de sus herederos, los originales traspapelados por editoriales, las obras abortadas por las guerras y las exterminadas por la censura, los libros convertidos en cenizas por el fuego y los enterrados por el tiempo en circunstancias de las que nada sabemos, los libros proyectados y nunca escritos, los concebidos para un único lector y los libros de los autores sin obra son los que se guardan en la biblioteca de los libros perdidos, en cuyos estantes habrá que buscar la Titanomaquia, en la que Hesíodo narraba el origen del mundo, Mergites, la epopeya cómica de Homero, la biografía escrita por Goethe de un tigre cuyo cadáver congelado que fue enviado al duque de Weimar Carl August, las memorias de Byron, los cuadernos de notas y diarios de Thomas Mann, The Towns of Manhattan de James Fenmore Cooper y Una historia narrada de nuestra época de Joe Gould. También allí se encuentran los libros imaginarios de la literatura universal, aquellos que sólo se mencionan en otros libros, como el ejemplar preferido de Roderick Usher o el libro amarillo y envenenado de Dorian Gray.

Quién no querría leer estos libros. Pero entre todos ellos, echo en falta el que desde hace meses me obsesiona, el que ha adquirido la densidad de lo real en medio de la irrealidad de tantas otras lecturas ya perfectamente olvidadas, el que acabo de solicitar al subsublibliotecario de la Biblioteca de los Libros Perdidos: El centro, de Vilém Vok. En las cubiertas, sobre un fondo azul noche, una vorágine enmarañada de un azul eléctrico y nervioso. Nueva York, ciudad eléctrica y nerviosa, es el tema de la prosa torrencial y, al tiempo, contenida y sobria, de un digno heredero de Kafka. Aguardo ansiosamente en la sala de lectura a que me sirvan el ejemplar, a acariciar sus tapas de tela azul y a precipitarme en sus casi quinientas páginas, como quien se lanzara desde la aguja de un rascacielos sobre la ciudad, para poseerla.

El escritor mientras hace su obra


Documental dirigido y realizado por Enrique Baró.


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"El escritor mientras hace su obra..."
Estampa, 26 de febrero de 1929


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No hay retrato sin pose, esa fingida compostura que se adopta ante la mirada de los otros. Impostura por impostura, prefiero la que juega con la trampa a aquella que la niega arropándose en un pretendido naturalismo. El alarde de verismo ofrece como garantía el desaliño, como si éste no pudiera ser concienzudamente dispuesto y, por supuesto, juzgado favorecedor por el retratado.


Como dios


Joseph Pulitzer, que sabía bien de lo que hablaba, escribió: “El periodismo lleva implícito el arte y el deber de la omnisciencia”. Creo que la síntesis aforística sería perfecta si dijese así: “El periodismo lleva implícito el arte y el deber de aparentar la omnisciencia”.

El periódico presenta a sus lectores una versión del mundo que se pretende completa, perfecta, cerrada: los acontecimientos y su interpretación. En cierta forma, el periódico niega que algún hecho importante escape a su mirada y que exista otra lectura más atinada, justa y cabal de los sucesos que la propia. El discurso del periódico es totalizador y totalitario. Resultaría tan insólito como inconcebible aquel diario que admitiese: le contamos lo de Japón, pero lo que ha pasado hoy en Perú no me pregunte, porque ni idea; le hacemos un relato de los movimientos de tropas en Libia y de las últimas declaraciones de Gadafi, pero se me escapa cómo estalló todo esto y qué y quién está detrás; le informo de la publicación del remake de El hacedor, no obstante, estoy lejos de tener claro mi juicio literario sobre él.

Los diarios necesitan que hasta los ateos, que niegan un dios omnisciente, crean en el periódico omnisciente. Tanto es así que a los periódicos, a todos, les convendría el título de un diario –católico y antiliberal, para más señas– editado en Lugo a principios del siglo XX: La Voz de la Verdad.

Cráneo previlegiado


Vuelvo a ocuparme de un cráneo, en este caso, el de Schiller. A estas alturas, alguien podría sospechar en la nueva afición de este blog por las reliquias óseas el propósito de hacer la competencia a la genial Nieves Concostrina. Nada más lejos de mi intención. Pero es que, curioseando en la hemeroteca, me ha salido al paso un artículo digno de figurar en una antología de la esqueletomaquia. Fue publicado en el diario El Regional, de Lugo, el 23 de mayo de 1912:

“En la sepultura había setenta cráneos, el profesor Von Froslep los reconoció, y dijo: ‘Éste es’. Tratábase del cráneo de Schiller, el gran dramaturgo alemán, que, en popularidad, rivalizó con Shakespeare, el gran dramaturgo inglés. Un Congreso de anatomía se reunió en Munich y declaró auténtico este cráneo, que el profesor Von Frosiep presentaba victoriosamente.

Se tributaron honores al cráneo en cuestión; se guardaba en preciosa vitrina, por ante la cual desfilaban los alemanes piadosamente emocionados; era una reliquia, la bóveda protectora de un cerebro excepcionalmente sensible; este cerebro, vibrante armónicamente conmovió al mundo; y pues no quedaba del hombre otra cosa que el recipiente craneano, los alemanes adoraron en los huesos, descubiertos en hora feliz por el sabio y erudito profesor.

Los alemanes triunfaban de los ingleses en algo. Si de Shakespeare sólo quedaban las obras que aplaudimos todos aún hoy, de Schiller quedaban las obras y el cráneo: algo material.

Pero he aquí que sale ahora otro profesor, alemán también, para mayor desdicha, el profesor Von Welker de Halle, el cual demuestra que el cráneo dicho es apócrifo. No es, ni pudo ser, del gran Schiller. Las razones en que apoya su aserto parecen ser de una lógica aplastante, de un rigorismo científico que no deja lugar a dudas.

Mis lectores, sin duda, creerán que el asunto es de poca importancia. También lo creía yo; pero es el caso que los periódicos ingleses lo han comentado con tanto desdén y tanta ironía que los alemanes se han enfadado. Aquellos de deducción en deducción, llegan a burlarse de la ciencia misma en que los alemanes pretendían sobresalir. Esa monumental plancha de los anatomistas germanos les sirve para restarle prestigio a la misma cirugía. ‘¡Oh, jóvenes médicos que, recién salidos de las aulas, vais a Alemania, sabed cuán torpes son los alemanes en anatomía, base de la cirugía: los alemanes, las eminencias anatómicas de Alemania no saben distinguir el cráneo de Schiller de un cráneo vulgar’.

Los periódicos alemanes contestan a los ingleses airadamente y aún parece que el mismo emperador, cuyos talentos enciclopédicos le reconocemos todos, se enfadó también y para vengarse ideó construir un par más de acorazados. Esta es la réplica mejor. ‘A falta de un cráneo auténtico de Schiller tendremos dos barcos provistos de cañones rayados cuya autenticidad no podrán los ingleses negar. Y si persisten os ingleses en reírse de nuestros cráneos veremos si se reirán de nuestros cañones.

Es este un modo singular de derivar las discusiones; pero es eficaz. Los ingleses lo han comprendido en seguida y han dejado en paz el cráneo. Se ha cerrado la discusión.

Y es esto lo interesante, la moraleja. Creímos que cerrar las discusiones a puñetazo limpio era cosa propia de brutos; los hombres racionales no admiten más fuerza que la de la razón. Nos equivocábamos. Este cráneo apócrifo lo demuestra. Continuamos dándonos recíprocamente con la cabeza y vence el que la tiene más dura”.


Nadie ignora que el mundo no es una paradoja, ni tampoco una controversia; es un esperpento. Así, la única réplica posible a este artículo y su moraleja es la que pronunciaría el borracho de Luces de bohemia contagiando la curda a las vocales: “¡Cráneo previlegiado!”.

Esqueletomaquia: nuevo discurso del método


Me reía yo en el último texto aquí publicado del método empleado por Dionisio Gamallo Fierros para dilucidar si fue el genuino cráneo de Goya el que sirvió de modelo a su abuelo. El procedimiento seguido fue cotejar la pintura de la calavera con el retrato de Goya realizado por Vicente López: “Fingí mentalmente –explicó Gamallo– un proceso gradual de descarnamiento de la cabeza, que me llevase, por sucesivas restas y progresivas transformaciones, al retrato del cráneo. La prueba fue plenamente satisfactoria”. Lo que permitió burlarme del rigor científico de tal examen no fue más que la ignorancia, cuyo proverbial atrevimiento se me ha revelado crudamente tras obtener algunas informaciones.

La primera de ellas la ofrece Russell Shorto. En su libro Los huesos de Descartes cuenta que, en 1912, la Academia de Ciencias francesa encargó a Paul Richer estudiar la autenticidad de un cráneo atribuido al filósofo. Richer encargó a un dibujante técnico que trazase el boceto de la calavera del Descartes que retrató Frans Hals en un cuadro conservado en el Louvre; dicho en otras palabras, que fingiese un proceso gradual de descarnamiento de la cabeza pintada por Hals. El resultado fue comparado con otro dibujo, realizado por el propio Richer, del cráneo en cuestión, en la misma posición y a la misma escala que el retrato del Louvre. Paul Richer podría haberse dedicado a escribir un nuevo Discurso del método explicando los pormenores del procedimiento seguido y las conclusiones obtenidas. Prefirió, sin embargo, hacerlo en una sesión a la que fueron convocados los miembros de la Academia y la prensa. En aquella ocasión mostró las extraordinarias coincidencias de ambos dibujos: la misma frente retirada, idéntica la proyección de los arcos orbitales y de los huesos nasales, pasmosa la similitud que presentaba distancia nasoalveolar en los dos dibujos… El público y los titulares de la prensa del día siguiente no pudieron hacer otra cosa que exclamar admirativamente: “El cráneo de Descartes es auténtico”. Le Figaro añadía que “el método aplicado por el sabio anatomista es una maravilla desde el punto de vista de la lógica científica” y celebraba el desarrollo de un método aplicable a futuras reconstrucciones antropológicas. Quienes sonrían ante tal proclamación, deben aguardar un instante.

Recientemente una cabeza embalsamada, atribuida al rey Enrique IV de Francia, ha sido estudiada para verificar su autenticidad. El Paul Richer del siglo XXI es el médico Philippe Charlier, también conocido –y no es broma– como el Indiana Jones de los cementerios, un apodo que se ha ganado a pulso. La autora de un reportaje publicado algunas semanas atrás por El País Semanal se mostraba impresionada con su currículum histórico-forense: a él, con sólo 33 años, se debe la revelación de que Agnès Sorel, la amante de Carlos VII, fue envenenada con mercurio y que una costilla, atribuida hasta entonces a Juana de Arco, perteneció realmente a una momia egipcia. Pues bien, el eminente Charlier ha dirigido un equipo multidisciplinar de diecinueve especialistas empeñados en desvelar si la cabeza era una reliquia regia o un fraude. Genetistas, antropólogos, radiólogos, paleopatólogos y hasta perfumistas de la casa Guerlain han sumado sus ciencias para concluir: “Si no es Enrique IV, es su doble”. Para alcanzar esta formidable deducción resultó fundamental la informática que permitió la reconstrucción facial a partir de imágenes escaneadas. Al parecer, la proyección hipotética de la cara que pudo tener la momia en vida mostraba un prodigioso parecido con los retratos de Enrique IV. He ahí la prueba definitiva e incontestable que se buscaba. La autora del reportaje obligaba a sus lectores a sentirse muy impresionados por la eficacia real de un método que parecía copiado de un capítulo de la serie CSI. A mí, francamente, me resulta muy difícil ver grandes diferencias metodológicas entre el proceso de gradual encarnamiento de la cabeza modificada que llevó a cabo el equipo de Charlier y el proceso de gradual descarnamiento ensayado por Gamallo Fierros y, antes, por Paul Richer. Tampoco sé por qué hemos de tener más fe en el rigor científico de un ordenador que en la mano del dibujante de Richer o en la imaginación nicotínica de Gamallo; no hay que olvidar que el ordenador habrá sido manejado por la mano de un informático que bien pudiera ser fumador, aunque a este último respecto no tenemos noticias.

Por otra parte, uno de los escollos que encontró el equipo de Charlier en sus investigaciones fue que la momia presentaba un agujero en la oreja, indicio de un pendiente. El piercing amenazaba con desbaratar la tesis que afirmaba la autenticidad de la cabeza, puesto que no había constancia documental de que Enrique IV adornara de ese modo su oreja. Buscando y rebuscando, el hallazgo de un grabado de Ganières en el que el rey lucía un pequeño pendiente permitió respirar tranquilos a los científicos. Así que, finalmente, para la ciencia de la informática y del ADN, la prueba última y definitiva sigue siendo un retrato. Quién se acuerda ahora del anticuario Jacques Bellanger, anterior propietario de la regia cabeza, a quien nadie escuchaba cuando defendía su autenticidad por el parecido más que razonable que presentaba con los retratos conservados del monarca; quién de Richer y Gamallo Fierros.

No sólo he descubierto que Gamallo era un pionero y el suyo, un método de irreprochable rigor científico; sino que el procedimiento también tenía posibilidades artísticas. Fueron las que explotó el pintor Carlos González Ragel, también conocido como Skeletoff y que logró fama por sus descarnados retratos, léase literalmente, porque sus modelos lucían en los lienzos sólo la osamenta. Una de sus obras, inspirada en un autorretrato de Goya, en la que el pintor de Fuendetodos luce una gloriosa calavera sobre los hombros, haría las delicias de Gamallo Fierros. “Esqueletomaquia” fue el nombre que Ragel dio a al método y género que él creía haber fundado. Según decía el diario ABC en 1955, sus retratados no podían molestarse “por más o menos carne puesta sobre sus cartílagos, ya que la obra de este pintor, humorista hasta la médula, se basa en suprimir toda carnosidad, como si su trabajo saliera de una continuada y extremada cuaresma”.

Y como en cuaresma estamos, me ha parecido pertinente reconocer excesos pasados y como penitencia, vaya este elogio de la esquelotomaquia de Gamallo Fierros.