Mostrando entradas con la etiqueta Quim Monzó. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Quim Monzó. Mostrar todas las entradas

Lo que come Raquel Meller


“¿Un periodista no es un escritor?”, se preguntaba Quim Monzó. Y respondía: Lo es. Todavía más, recomendaba a los periodistas que nos lo creyéramos. Y no es fácil, porque durante siglos no han dejado de menospreciar nuestro oficio y tampoco de recordarnos nuestros deméritos. En el caso de que el periodista no haya interiorizado esos juicios, puede que no estime en nada el favor de ser redimido por el procedimiento de que su trabajo pierda su nombre para llamarse literatura.

En 1928, a Manuel Chaves Nogales le es concedido el Premio Mariano de Cavia por un reportaje sobre la llegada a Europa de Ruth Elder. Contra la opinión de aquellos que juzgaban que la distinción era el reconocimiento otorgado a “uno de los auténticos valores literarios nuevos”, el periodista se revolvía y protestaba:

“-…¡No, no; nada de eso! Yo no he pretendido ganar el premio Cavia como literato, sino como periodista. He hecho obra de periodista. Esto de obra periodística, al no profesional se le alcanza difícilmente. Para la gente hay sólo el literato que escribe en los periódicos, al que se le respeta (se entiende por respetar el no leer), y el antiliterato, es decir, el repórter, una especie de agente iletrado que acarrea noticias. Esta es opinión no sólo del vulgo, sino de hombres como Baroja, que no hace mucho establecía aquella injusta división de los periodistas en periodistas de mesa y periodistas de patas. […] Parece mentira que aún sea necesario decirlo. Pero todavía, cuando se habla de virtudes periodísticas, la gente que es incapaz de aquilatarlas piensa en virtudes embozadamente literarias. Y es substancialmente distinto”.

Chaves Nogales siempre se reivindicó como periodista, ni más ni menos. Le molestaba que le tomasen por uno de esos “tipos de literatoides o politicoides que querían ser académicos o directores generales” y utilizaban la profesión como trampolín. La dignidad del periodismo no era llamarlo literatura y la del periodista no pasaba por ganar la consideración de escritor. No encontraba motivo para renegar de los temas del periodismo y llegó a decir con orgullo provocador: “Me complazco en contar con todos sus detalles cómo vive la tía de Paulino Uzcudun, lo que come Raquel Meller y la ropa interior que usa Juan Belmonte”.

Los periodistas pueden ser buenos o malos, porque, según apuntaba Chaves Nogales, “en el periódico hay grandes tolerancias”. Para los buenos no hace falta buscar otro nombre que los distinga, de la misma forma que no hay confusión posible en llamar novelistas a quienes emborronan páginas que nada tienen que ver con La montaña mágica.

Agradecemos a Quim Monzó que nos recuerde, a propósito del Nuevo Periodismo de Gay Talese, que el periodista es escritor. Pero hay quienes, herederos del viejo periodismo de Manuel Chaves Nogales, no aspiran a tales laures. Enric González, por ejemplo, entrevistado por Javier M. Uzcátegui, decía no reconocerse como escritor y que hasta le quedaba grande el título de periodista. Afirmaba, con el orgullo que al no profesional se le alcanza difícilmente, ser un reportero.

Gay Talese, el último de la clase


Quim Monzó decía anteayer en su columna: “Si conociese a alguien que estuviese planteándose estudiar periodismo, le pasaría inmediatamente la página 52 de La Vanguardia del domingo pasado, para la que la leyese de cabo a rabo”. La página en cuestión traía una entrevista a Gay Talese. Yo me permito hacer la misma recomendación, con la insolencia agravante de conocer a algunos estudiantes que están en el empeño del periodismo. Y ya puestos, les sugeriría además que evitasen la tentación de ir directamente a las declaraciones del periodista estadounidense, que era a las que remitía Monzó; que lean, en efecto, de cabo a rabo la entrevista, sin saltarse la entradilla de Francesc Peirón. Comenzaba así:

“Parecerá una exageración, pero, para un periodista, entrevistar a Gay Talese es como si un creyente tuviera la oportunidad de charlar con Moisés sobre las Tablas de la Ley.
En Nueva York ha empezado a llover y al entrevistador le ha cogido por sorpresa. El remojón es total. Gay Talese representa la elegancia. Pocas veces se ha visto una frase tan cuidada ni una caída de traje tan soberbia. Sólo así se entenderá el abatimiento que siente una persona desaliñada por el chaparrón en el instante previo de tocar el timbre de su casa de Upper East Side”.

Los estudiantes de periodismo, aplicados como son, habrán advertido que estas frases constituyen una flagrante violación de una de las sacrosantas reglas que se enseñan en la facultad, aquella que prohíbe categóricamente utilizar la primera persona del singular. También habrán notando que, pese al atentado contra la teoría, ese arranque funciona perfectamente en la práctica. Y es así porque el entrevistador, hablando de sí mismo, no hace otra cosa que dibujar los primeros trazos del retrato del entrevistado. Al mismo tiempo, lleva a cabo ese raro ejercicio de honestidad profesional que es poner al tanto a sus lectores de la disposición con la que acude al encuentro con su entrevistado.

Más que disculpable, la desobediencia a los manuales de redacción parece lo perfecto y oportuno en este caso, el de entrevistar a quien siempre se rebeló abiertamente contra la tradicional preceptiva periodística. El propio Talese recuerda en un pasaje de Retratos y encuentros cómo sus profesores de la Universidad de Alabama intentaron inculcarle la estricta obediencia a la regla de las “cinco W”. Who, what, when, where, why eran, dice Talese, “las preguntas que para ellos debían responderse de manera sucinta e impersonal en los primeros párrafos de un artículo. Como yo a veces me resistía a esa fórmula […], nunca fui el preferido del profesorado”. A aquel alumno respondón y sin demasiadas simpatías entre sus profesores, luego, no le fue tan mal en el periodismo, lo que ha de alentar a aquellos estudiantes a quienes las lecciones sobre las cinco W y demás teorías añejas les despierta un feroz instinto de insubordinación.

Primeras páginas de Retratos y encuentros, de Gay Talese.