Libreros que muerden






De acuerdo, no es precisamente el día más oportuno para recordarlo; pero la celebración no deroga la verdad lacerante: hay libreros que maltratan a su clientela. Son cancerberos que amenazan con la mirada al parroquiano que entra a perturbar la paz de su guarida libreril, que enseñan los dientes si el intruso pregunta por el volumen de sus deseos y que muerden con saña montaraz cuando el lector incurre en el desafuero de sacar un libro de su estantería para hojearlo. Nunca podremos decir que no estábamos advertidos: por sus ladridos los reconocemos. Mucho más peligrosos son aquellos que no avisan del peligro; aparentan prodigar atenciones, pero, en realidad, aguardan a que la víctima se confíe para atacar. Tal vez al ir a pagar, el librero frunce el ceño o tuerce la boca. El gesto es minúsculo, apenas un amago, pero de una elocuencia completa: una sentencia reprobatoria a la elección del libro o al corto desembolso o a la indiferencia con que han sido acogidas sus sinuosas recomendaciones. El cliente sale con el orgullo zaherido, mordido por unos colmillos que han sido afilados en la muela del sarcasmo. En efecto, hay libreros que son consumados maestros en el arte del sarcasmo, pero quizás ninguno como aquel al que se refería Álvaro Cunqueiro en un artículo publicado en el periódico compostelano La Noche:

“En la calle de la Reina, en Lugo, hay en un portal un librero de ocasión, Fusalba, valenciá de nación, un levantino muy usado del que soy cliente hace  bastantes años. Sabe que soy Cunqueiro, pero las más de las veces me saluda diciéndome: ¿Otra vez por aquí, señor Gamallo?
     Yo me dejo llamar, y regateo como si fuese Dionisio Gamallo Fierros”.

Los libreros sarcásticos no deben confiarse: hay clientes dispuestos a jugar la partida y ganar la mano. 

¿Chocolate o café, doña Emilia?


http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=0003639567&page=204

“¿Qué prefiere usted, el chocolate o el café?”, le pregunta un lector a Emilia Pardo Bazán. Ya habrá quien esté maliciando la respuesta de la escritora a la vista de la oronda convexidad del culo sin encaje posible en la poltrona de la caricatura y antes de leer lo que explicaba en un artículo de la serie “La vida contemporánea” publicado en La Ilustración Artística de Barcelona el 30 de mayo de 1904:

“Los dos reúnen cualidades que me ponen en confusión. El chocolate es muy estomacal, y con bizcochos, debe recomendarse a las personas de buen gusto, sobre todo si los bizcochos son de espumilla, acaban de salir del horno y crocan en los dientes. Tampoco deben desdeñarse los picatostes para esto del remojón en el Caracas, debidamente adicionado de vainilla y azúcar; y en cuanto a las clásicas ensaimadas, no creo que las proscriba nadie inteligente en golosina.
       Sin embargo, el café, cargadito, caliente (o helado), en la taza de Sajonia, merece otro himno, aun después del bellísimo que le dedicó Campoamor. El haba insomnífera (así me parece que dijo un poeta americano) no es sólo un despertador de estudiantes en vísperas de exámenes, ni un excitante del cerebro, clasificado por consiguiente entre los venenos intelectuales, que dan ficticio vigor seguido de postración y marasmo; es, para los españoles, el gran elemento de sociabilidad; reemplaza ventajosamente a aquellas basílicas donde los romanos trataban, en el período de su decadencia, todos los asuntos: de diez cosas que en nuestra patria se combinan, nueve y media salen combinadas del café. En el café se conocen los que luego han de ser amigos; en el café se forjan las popularidades y las impopularidades; en el café se hacen rajas las honras; en el café se despedazan y trituran las glorias literarias o artísticas; en el café se falla de todo, se averigua todo, se discute todo, se fantastiquea todo; en el café se escribe la carta a la novia, el sablazo adobado con desesperación, el anónimo infame, la circular de reclamo, el cartel del desafío; en el café se concierta la cita y se piden a tiros celosas satisfacciones; en el café se imponen los guapos, se lucen los solistas, echan el anzuelo las busconas, acechan la ocasión los cómicos sin contrata y los toreros de invierno… En el café está el completo cinematógrafo de nuestra vida nacional.
       Y por eso, si me apura mucho el preguntante […], daré al café la primacía, considerando que el chocolate tiene algo de significación retrógrada, de los tiempos…”.

A decir verdad, no hay constancia de que la cafeinomanía de Emilia Pardo Bazán tuviese el fabuloso calibre de la adicción que conquistaron Voltaire o George Sand. Da igual. El número de tazas de porcelana de Sajonia que rellenaba al día con la infusión cafetera es de una irrelevancia absoluta. No era ese el dato que curioseaba el lector. Su pregunta era otra, tanto o más embarazosa que el dilema que suscitaba la encuesta de seguida: “¿Le parece a usted mejor orador Castelar que Donoso Cortés?”. 

A la pregunta gastronómica sobre si chocolate o café, la escritora responde: bizcochos de espumilla. No esquiva, sin embargo, el dilema planteado en términos metafóricos: el café es el dogma de la vida contemporánea y de sus cambalaches que ella abraza con fervor.

La traición colectiva




El País como empresa y como ‘intelectual colectivo’” fue el título que José Luis López Aranguren dio al artículo publicado en las mismas páginas del periódico el 7 de junio de 1981. A El País siempre le fue grata aquella definición del papel que había cumplido durante los primeros años del posfranquismo y convirtió la expresión acuñada por Aranguren en el muy publicitado leitmotiv sobre el que construyó su historia y su mito. Era, pues, inevitable que, en la crisis que acucia a la cabecera, alguien terminara por recordar la traición colectiva consumada contra el intelectual colectivo. Tal es lo que acaba de hacer Ignacio Echevarría.

Echevarría olvida, como antes lo hizo también El País, que el propio Aranguren advirtió al periódico de los demonios que lo acosaban: “¿Se puede seguir siendo totalmente independiente cuando se ha adquirido, no ya una, a mi juicio, desmesurada presencia en la vida pública española, sino, lo que es todavía más grave, un exorbitante poder periodístico y empresarial?”. La pegunta así formulada debió de escocer y el filósofo rascó la picazón pocas semanas después con un nuevo artículo, “La libertad de expresión”:

“Si mis críticos no fueran tan obcecados como por desgracia son, habrían advertido que en mi reciente artículo acerca del último libro de Juan Luis Cebrián [Crónicas de mi país] el tema central consistía en poner en guardia frente al exceso, muy actual, del poder periodístico. No era la primera vez que, en El País, prevenía yo de la posible desmesura de su poder. Y aunque -apenas hace falta decirlo- no interviniera para nada en la ilustración del artículo con la fotografía de Ortega y Gasset, ésta me pareció semióticamente acertada. ¿No hay en este diario la tentación, más o menos consciente, de erigirse en el intelectual colectivo, como otras veces lo he llamado, heredero del viejo poder intelectual del orteguismo? Creo que en el interior de cada periódico habría de reproducirse, a su modo, la división de poderes que encontramos en el ámbito constitucional: redacción, por una parte; empresa económica, por otra; dirección, mediadora, en medio, y colaboradores, a su aire. La tentación a la que me refiero consiste en que la dirección, la redacción y aun la colaboración se pongan enteramente al servicio, bien de los intereses empresariales, bien del correspondiente partido o ideología políticos, bien del sensacionalismo, de las pasiones y de las fobias. Decía yo allí que son peligrosas las empresas periodísticas con las que se gana dinero porque la prepotencia aspira siempre a más y más poder. Pero no menos lo son las que lo pierden, porque para enjugar el déficit tienden al desquiciamiento de la información, al ataque personal sistemático, a la malintencionada siembra de especies, insidias e infundios”.

Si un fracaso empresarial compromete el futuro de un periódico y su independencia, no es menos cierto que el éxito puede resultar igualmente funesto. Algún síntoma de alarma tuvo que motivar esta reflexión de Aranguren en 1985. Así, quien procure pistas sobre el acabamiento del mito del periódico como intelectual colectivo tal vez debiera de comenzar a buscarlas en aquella temprana fecha y no, como sugiere el crítico a conveniencia de su propia biografía laboral, en lo sucedido tan solo una década atrás.

Delante de "Sueño y mentira de Franco"





El pasado sábado visité la exposición “Encuentros con los años 30” en el Museo Nacional Reina Sofía. Me quedé clavada delante de los grabados Sueño y mentira de Franco que Picasso hizo entre los días 8 y 9 de enero de 1937 y que concluyó el 7 de junio del mismo año. Las dos láminas son una feroz sátira de la sublevación militar contra el gobierno de la II República y una denuncia de la brutalidad de la guerra; cada una de ellas está dividida en nueve escenas, a la manera de los cantares de ciego o aleluyas. Fue la mujer muerta en medio de un paisaje desolado que aparece en la segunda viñeta del segundo aguafuerte la que concentró mi atención, porque ella es la que aparece ilustrando la cubierta del libro Une jeune mère dans les prisons de Franco publicado en París en 1937 por Editions des Archives Espagnoles.


La obra recoge el testimonio de Pilar Fidalgo Carasa sobre los nueve meses que pasó encarcelada en una prisión de Zamora, junto a su hija Helena, recién nacida, por el único delito de ser la esposa del socialista José Almoina. Una vez liberada gracias a un canje de prisioneros, Pilar quiso denunciar el infierno que había compartido con otras mujeres, entre ellas, Amparo Barayón, la esposa de Ramón J. Sender, finalmente fusilada. Así lo hizo a finales de abril de 1937 en una declaración ante el Consulado republicano en Bayona, publicada poco después en tres entregas en el periódico El Socialista y que sirvió de base al libro Une jeune mère dans les prisons de Franco, traducido al inglés en 1939 por la londinense United Editorial.



Pilar Fidalgo describía el atroz régimen carcelario que le fue infligido y que otras mujeres continuaban padeciendo: las infames vejaciones, las aterradoras horas esperando la caída de la tarde cuando un grupo de guardias civiles y falangistas recogían a las mujeres que iban a ser fusiladas esa misma noche. Su testimonio era, además de una denuncia, el esforzado y doloroso ejercicio de memoria de quien no quiere olvidar el nombre de ninguna víctima, de ninguna de las tragedias de las que tuvo noticia en aquellos días de cautiverio. Es como si Pilar quisiera salvaguardar la identidad de los asesinados y represaliados, como si, de algún modo, deseara rescatar del anonimato a la mujer tendida en el suelo, ensangrentada, muerta, de Sueño y mentira de Franco. La mujer de Picasso ha sido relacionada con la que aparece en la estampa número 79 de los Desastres de la guerra de Goya, la titulada Murió la Verdad. El empeño de Pilar fue, en efecto, conservar la memoria de la verdad acribillada.


Durante un tiempo perseguí los detalles de esta historia que, en el museo, volvían a contarme los grabados de Picasso. Luego, la olvidaba, hasta que me salía al encuentro una pista o un rastro que no atribuía al azar, sino a la llamada de unos fantasmas. Porque finalmente los atendí, porque intenté reconstruir aquel capítulo de 1937 y los capítulos anteriores y los posteriores de las vidas de Pilar Fidalgo y José Almoina, creía cancelada la obsesión. Tal vez, después de todo, ni siquiera haya conseguido eso: todavía estoy preguntándome qué me reclamaban o qué me querían decir los fantasmas el pasado sábado.

XXV Premio Ánxel Fole



Un xurado integrado por Claudio Rodríguez Fer, escritor e director da Cátedra Valente de Poesía e Estética da Universidade de Santiago de Compostela; Juan Ramón Díaz García, xornalista e director de El Ideal Gallego; José de Cora Paradela, director de El Progreso, e Mª Teresa Cores Fernández, directora de contidos socioculturais de Novacaixagalicia, que actuou como secretaria, con voz, pero sen voto, decidiu hoxe por unanimidade conceder ao meu ensaio biográfico sobre José Almoina o XXV Premio Ánxel Fole.


Un conflicto exclusivamente laboral



El pulso que los periodistas echaron a la empresa no fue ninguna broma. La huelga de los trabajadores del New York Times se prolongó entre el 8 de diciembre de 1962 y el 31 de marzo de 1963. Fueron 114 días en los que el periódico no llegó a los quioscos. En alguno de aquellos 114 días, la dirección del periódico pensó que, más pronto o más tarde, llegaría el momento en que habría que explicar a sus lectores el origen del conflicto y las causas de su enconamiento. Entonces, se solicitó a A. H. Raskin, especialista en asuntos laborales de la plantilla, la redacción de un informe al respecto. Raskin cumplió el encargo y el resultado no fue, ni mucho menos, un texto amable con la ejecutiva del periódico. Cuando recibió el escrito, el director, Orvil Dryfoos, se fue a Central Park, se sentó en un banco cerca del lago y lo leyó. Luego, regresó a la redacción. Había tomado una decisión: “Con un gesto de resignación –escribió Gay Talese– dijo que se imprimiese. […] a su juicio, el Times no podía hacer otra cosa que publicar el informe. La reputación de Raskin en cuanto a su buen criterio estaba fuera de duda; por eso, las cuartillas siguieron  curso hasta el cuarto piso, donde serían picadas. […] Pronto todo el país lo comentaba como un claro ejemplo de periodismo independiente, según dijo A. J. Liebling en el New Yorker. El presidente Kennedy, comentando días después este asunto con alguien del Times en Washington, le dijo que si él hubiese sido Dryfoos probablemente no habría autorizado la publicación del artículo”. Gay Talese relató con admirativa estimación este episodio en su libro sobre el New York Times, una obra, por otra parte, en absoluto complaciente con el periódico como dejó a las claras desde el mismo título: El reino y el poder.

Nadie puede exigir que nos inclinemos reverencialmente ante el reino y el poder, más cuando el reino tiene su sede en el centro mismo de Manhattan y su poder se irradia a todo el mundo. Pero hay momentos que merecen que suspendamos el escepticismo anarquizante: así, cuando un periódico decide informar de “un conflicto exclusivamente laboral” a través del reporte de uno de sus acreditados trabajadores y no en un editorial; así, cuando el texto de su periodista es publicado en lugar de atribuirlo a “la demagogia populista” o a “tendencias libertarias”. El momento en que un periódico comprende que, siquiera por un instante, ha de renunciar al reino y al poder, posee cierta grandeza, además de la dignidad de no olvidar que “los periódicos simbolizan cosas”. Hoy un periódico ha condensado en un instante una miserable e innoble historia: la de un caudal simbólico dilapidado desde hace años, lenta y concienzudamente. 

Fotografía de Robert W. Kelley (1962).
 

Huelga de periodistas





Dos eran los motivos, según Julio Camba, que hacían de la huelga de periodistas un ejercicio absurdo: uno, el público no necesita para nada los periódicos, y dos, los periódicos no necesitan para nada a los periodistas. Lo que en 1919 era el exabrupto de un humorista, hoy pasa por la ceñuda descripción naturalista del trance que atraviesa la profesión que podría dibujar la pluma de un Zola. Los periodistas en huelga se rebelan contra el totalitarismo de la realidad. Si hacerle la huelga a la realidad es un absurdo, que lo discutan Camba y Zola.

Mientras ellos deciden y en tanto se resuelve si la movilización será eficaz o perfectamente inútil, a esta hora, la única certeza evidente es lo insólito de la huelga. Sí, una huelga de periodistas es una rareza que tiene un escueto historial, contados antecedentes. Los periodistas nunca se han caracterizado precisamente por una levantisca solidaridad corporativa; son más de plañir por la destrucción del templo de Jerusalén mientras se dan de cabezazos contra el Muro de las Lamentaciones. También esto lo advirtió Camba, que había jornaleros con ínfulas aristocráticas, desclasados sin demandas laborales. En su momento fueron llamados proletarios de levita y no deja de ser curioso, porque su uniforme no era la levita, sino la americana: “Los  proletarios de levita no tenemos instinto de conservación, además de no tener levita”.

Que los periodistas no vistiesen el blusón del obrero y no calzasen las alpargatas del bracero ha tenido consecuencias nefastas e irreparables, además de escasamente ponderadas. Quizás fue en 1919, durante una huelga que se inició al grito de “los directores tendrán que hocicar o diñarla”, cuando se frustraron las posibilidades de que el gremio adquiriese una inteligencia sindical. Cansinos Assens recordó, en La novela de un literato, un mitin celebrado entonces en un teatro de la madrileña calle de Atocha y el fiasco con que se clausuró:

“Heredero, Endériz y otros desconocidos, reporteros de sucesos o de las agencias periodísticas, desfilan por aquel tabladillo, pronunciando arengas y soflamas, idénticas a las que tantas veces han recogido en sus informaciones. La dignificación de la clase, la necesidad para ello de unirse a los proletarios e ingresar en la Casa del Pueblo… El periodista, después de todo, es un obrero como los demás…, un obrero de la pluma, que si no tiene callos en las manos, los tiene en el cerebro…
-¡Bravo, bravo!
Algún veterano encanecido en la galera periodística exclama: -¡Ya era hora!... Pero muchos de los que forman el público, reporteros, redactores políticos, con sueldo en algún ministerio, redactores con firma que han ido allí más bien por curiosidad, tuercen el gesto al oírse equiparar con los obreros… ¡Y, sobre todo, esa proposición de ingresar en la Casa del Pueblo!... Eso es demagogia… Se oyen murmullos contenidos:
-Aquí hay elementos extraños…, agitadores profesionales… Se ve la mano de los socialistas… ¡Y eso no!...
De pronto salta al escenario la corpulenta figura del Caballero Audaz, que estaba no sé dónde, confundido entre los grupos… Alto, hasta parecer un gigante sobre aquella peana del tabladillo, arrogante, gordo, bien vestido con su chaleco de fantasía y sus botitos, como un socio del Casino de Madrid, el arribista que debe su fama a esas noveluchas eróticas como Alma desnuda (cuyo título más justo sería Cuerpo desnudo) y su lujo llamativo y vulgar, su abrigo de pieles, sus sortijones y su alfiler, a su casamiento con una cocotte menopáusica, El Carretero Audaz, con su vocejón plebeyo, de labriego andaluz, arremete despectivo y retador con los oradores que lo han precedido, sobre todo con Endériz (con el que parece tener algún pique personal), y los acusa de estar al servicio de la Casa del Pueblo y querer utilizar a los periodistas para sus fines subversivos…, y eso no puede tolerarse… Eso es rebajar en vez de dignificar a la clase periodística y él no está dispuesto a tolerarlo, y en nombre de la elegancia espiritual (?) se opone a esa alianza de la pluma con la alpargata…
Se oyen aplausos y protestas mezcladas. Ezequiel Endériz sube al tabladillo para contestar a las insidias del novelista erótico. Endériz, que cultiva una prosa violenta, tiene también corpulencia de púgil. ¿Qué va a pasar?
Pues no pasa nada… Su réplica a El Carretero Audaz es tímida balbuciente…, casi plañidera. El novelista se engalla más aún y se entabla entre ambos un duelo de palabras, en que el terrible cronista sale batido y pálido y nervioso baja del escenario… El Carretero Audaz queda allí erguido como un campeón en el ring…
La reunión termina a farolazos, como alguien define. Los reunidos se desbandan, en un estado de ánimo desalentado y confuso… Los periodistas viejos murmuran: -Ya sabíamos que de aquí no saldría nada… Los periodistas somos irredentos…”.

Por un momento, pareció que los proletarios iban a consumar la revolución de desvestir la levita o la americana y exclamar: “¡Viva el blusón libre y la alpargata con honra!”. Todo quedó desbaratado por la elegancia espiritual de varios sortijones, que resultaron ser las armellas que atornillaron la dócil conciencia aristocrática de los plumillas. Cuando los periodistas comienzan a desatornillarla, otros caballeros audaces se llevan una sorpresa mayúscula. Uno de ellos ha constatado hoy mismo, en la plaza roja: “Además de conciencia como periodistas, tienen conciencia de ser trabajadores”. Lástima que la conciencia llegue cuando ya no hay gremio, ni trabajo; lástima grande que los carreteros solo hayan adquirido la audacia de jalearla llegada la hora del finiquito.

*****

Dejábamos a Camba y Zola discutiendo sobre el absurdo de seguir una huelga contra la realidad. El materialismo anarcoaristocrático de uno y el materialismo positivista del otro habían llegado a un punto de acuerdo: las huelgas, no solo las de los periodistas, se convocan contra el real estado de cosas. Ergo: o todas son absurdas o ninguna lo es. En estas se encontraban cuando terció Pirandello para advertirles del humorismo de una huelga contra la realidad secundada por quienes tienen por profesión escribir la crónica de la realidad. Lleva la razón el italiano: el profundo sentimiento de lo contrario define la esencia del humor, que es, como todo el mundo sabe, una cosa bien triste.

The fucking journalist







En el principio fue el barro, el jodido barro: el barro enmierdado por las bostas de los caballos y los meados de los buscadores de oro, el barro fermentado con la sangre de los animales degollados para el abasto público y la de los hombres desollados para la fruición privada de un gatillo histérico o de las ganas demoradas del desquite maquinado con calmosa parsimonia, el barro podrido y ácido en el que se descomponen los vómitos de los borrachos. Esa inmundicia fangosa es la materia que se solidificará en Deadwood. Y por eso el relato de la fundación de aquella ciudad del Far West que hizo David Milch para la HBO elige el albañal cenagoso como primera imagen de la cabecera de la serie. El espectador queda avisado de que se dispone a asistir al génesis de un mundo que no va a conocer el paraíso, ni siquiera el tópico paraíso mancillado por los colonos de tantos westerns: en el principio era el barro y el barro era con Deadwood y el barro era Deadwood. En esa lama pestífera hozan y se revuelcan los osados que ignoran la guerra con los sioux y enfrentan el desconcierto de un poblado sin otro orden que el caos, ni otra autoridad como no sea la que hace valer el más fuerte, ni más derechos que los que se arroga el que ha llegado primero. Son los pioneros, los prófugos del pasado que no tienen nada que perder o los ambiciosos del futuro que apuestan por ganarlo todo. Acuden a la llamada del oro los mineros y, también, los que esperan hacer negocio a costa de sus primeras y más urgentes necesidades; les suministran cedazo, pico y pala, coños donde calentar los cojones helados después de horas cerniendo la arena del río y un destilado infame llamado whisky que abrasa la garganta con la misma y simultánea eficacia que caldea el ánimo. La leyenda dice que eran antiguos soldados y pistoleros, ladrones y un reverendo, traficantes y mercachifles, putas y proxenetas, desahuciados con las pústulas de la sífilis o de la viruela y un médico. A algunos de ellos la historia les pone nombre y apellidos: Al Swearengen, Seth Bullock, Sol Star, Wild Bill Hickok, Calamity Jane, Charlie Utter, Dan Doherty, E. B. Farnum, H. W. Smith. Este es el hatajo de fucking cocksuckers que protagoniza la serie de televisión. Entre todos y como todos, igualmente enfangado hasta las cejas, aparece A. W. Merrick.

Hubo un hombre que, en efecto, se llamó A. W. Merrick. Es probable que la primera inicial correspondiese a la del nombre Albert. Nació en 1839 en Nueva York y en junio de 1876, en Deadwood, fundó el periódico local The Black Hills Pioneer. De cierto, poco más se sabe de él. La falta de otras pistas biográficas permite que su rostro y su personalidad sean suplantados por la caracterización que le prestó el actor Jeffrey Jones. Basta con dejar resbalar la vista un segundo sobre su estampa de petimetre para saber que no tiene absolutamente nada que ver con Mark Kellogg, el periodista del Bismarck Tribune que acompañó al Séptimo de Caballería en la batalla de Little Big Horn. Por tal decisión es posible deducir su arrojo. No menos sobresaliente, aunque involuntaria, resultó su habilidad para elegir las palabras con las que hizo mutis. Dicen que en el último despacho a su periódico escribió: “Voy con Custer y lo acompañaré hasta la muerte”. Pocos días después, los acontecimientos remacharon la frase convirtiéndola en uno de esos epitafios que apuntalan una leyenda y aseguran la posteridad: George Armstrong Custer moría con las botas puestas y Kellogg, también, de hecho fueron las botas las que permitieron identificar el cadáver del reportero. Podría haber sido un magnífico compañero del Custer interpretado por Errol Flynn en la película de Raoul Walsh; Merrick, decididamente, no. Dicho ha sido esto sin la menor intención de expresar un juicio despectivo sobre nuestro personaje, puesto que lo único que se está estudiando es un idóneo reparto de papeles. Deadwood crea el periodista que mejor le conviene a una del Oeste que muda la tediosa y polvorienta épica de los héroes por la épica del lodazal, con menos lustre pero, a cambio, con mayor poder sugestivo.

[El texto completo de The fucking journalist ha sido publicado en el número 2 de Jot Down].