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Antídotos para el veneno de la serpiente de verano




Cualquier plumilla lo sabe: si el director te llama a su despacho, no será para acariciarte el lomo, menos aún para ofrecerte un aumento de sueldo. Así que Mike Dolan va camino de la bronca rumiando el alegato en su defensa que no pronunciará, “pensando que era una vergüenza que ningún periódico tuviera agallas y deseando haber vivido en los días de Dana y Greeley, en los que un periódico era un periódico y se llamaba ‘hijos de puta’ a los hijos de puta y al diablo con las consecuencias. Le hubiera encantado ser uno de aquellos reporteros de los viejos tiempos. No como ahora, con el país repleto de esos pequeños Hearsts y MacFaddens”. El problema de Dolan es el mismo que el de todos los periodistas: no tenemos memoria, solo nostalgia. La cabrona de la nostalgia nos hace añorar hoy el sombrero de los reporteros de los años 30, fetiche de los viejos y felices tiempos del periodismo; los de la quinta del sombrero, la de Dolan, soñaban con tener un editor patilludo como Greeley; los cronistas de 1850 querrían haber sido uno de los primeros escribidores de gacetas, y estos, a su vez, debieron de envidiar los gloriosos días del mismísimo Mercurio que, en horas bajas, maldecía su trabajo, absolutamente consumido por la nostalgia de un futuro en el que los mensajeros habrían de carretear noticias para otros jefes que no fueran las divinidades del panteón.

La nostalgia es una fullera sentimental y peligrosa. Por creer sus mentiras Mike Dolan terminó como terminó. Su designio estaba sugerido ya en la portada de la novela de Horace McCoy: Los sudarios no tienen bolsillos (Akal, 2009). ¿Pero quién querría nublar el sol de una tarde de verano con la lectura de una novela negra negrísima sobre la profesión? ¿Quién arruinar la indolencia estival con Manuel Ciges Aparicio: “El periódico tiene un pecado original, y no hay Bautista que de él pueda limpiarlo”? No, Ciges Aparicio –Del periódico y de la política. El libro de la decadencia (Renacimiento, 2011)–, recordándonos nuestra irredenta condición, no es para estos días. Más impertinente aún resultará Papel mojado (Debate, 2013), la crónica de Mongolia sobre los corruptos cambalaches de todos esos Hearsts y MacFaddens castizos: los Cebrianes, Roures, Pedrojotas, Antichs y Godós. El verano nos da su venia para esquivar todas esas lecturas que arramblarían con nuestra ingenuidad, que impugnarían la desmemoriada nostalgia y la desinformada esperanza. La instigación veraniega es a pensar que si es cierto lo que dicen los profetas del apocalipsis, que no tenemos futuro, al menos, nuestro desahuciado espíritu siempre podrá cobijarse en el pasado.


La sastrería de Gay Talese




Gay Talese confiesa que escribe despacio, con una laboriosidad morosa que no se deja acuciar por el plazo de entrega fijado en el contrato editorial, ni sobornar por el adelanto económico recibido: “Siempre sigo dándole vueltas a una frase hasta que llego a la conclusión de que carezco de la voluntad o la habilidad para mejorarla, y entonces paso a la siguiente oración y luego a la siguiente. Al final –eso puede tomar días, una semana entera– reúno suficientes frases escritas a mano como para formar un párrafo y suficientes párrafos como para llenar tres o cuatro páginas de la libreta amarilla”. Entonces, teclea en el ordenador o, mejor, en su Olivetti el texto que escribió a lápiz en el cuaderno; imprime el archivo o arranca del rodillo las hojas de papel blanco Racerase; corrige los errores tipográficos de cada plana; modifica una frase; repiensa; se le ocurren nuevas ideas, las encaja y, al cabo, ha rehecho completamente la página mil veces antes de darla por buena. El proceso, lentísimo, queda explicado en Vida de un escritor (Alfaguara, 2012), el libro con el que el periodista se concedió la revancha para, de algún modo, culminar los proyectos que quedaron abortados después de una prolija investigación, embarrancados en el transcurso de la escritura o frustrados por el dictamen de sus editores.   

Un conflicto exclusivamente laboral



El pulso que los periodistas echaron a la empresa no fue ninguna broma. La huelga de los trabajadores del New York Times se prolongó entre el 8 de diciembre de 1962 y el 31 de marzo de 1963. Fueron 114 días en los que el periódico no llegó a los quioscos. En alguno de aquellos 114 días, la dirección del periódico pensó que, más pronto o más tarde, llegaría el momento en que habría que explicar a sus lectores el origen del conflicto y las causas de su enconamiento. Entonces, se solicitó a A. H. Raskin, especialista en asuntos laborales de la plantilla, la redacción de un informe al respecto. Raskin cumplió el encargo y el resultado no fue, ni mucho menos, un texto amable con la ejecutiva del periódico. Cuando recibió el escrito, el director, Orvil Dryfoos, se fue a Central Park, se sentó en un banco cerca del lago y lo leyó. Luego, regresó a la redacción. Había tomado una decisión: “Con un gesto de resignación –escribió Gay Talese– dijo que se imprimiese. […] a su juicio, el Times no podía hacer otra cosa que publicar el informe. La reputación de Raskin en cuanto a su buen criterio estaba fuera de duda; por eso, las cuartillas siguieron  curso hasta el cuarto piso, donde serían picadas. […] Pronto todo el país lo comentaba como un claro ejemplo de periodismo independiente, según dijo A. J. Liebling en el New Yorker. El presidente Kennedy, comentando días después este asunto con alguien del Times en Washington, le dijo que si él hubiese sido Dryfoos probablemente no habría autorizado la publicación del artículo”. Gay Talese relató con admirativa estimación este episodio en su libro sobre el New York Times, una obra, por otra parte, en absoluto complaciente con el periódico como dejó a las claras desde el mismo título: El reino y el poder.

Nadie puede exigir que nos inclinemos reverencialmente ante el reino y el poder, más cuando el reino tiene su sede en el centro mismo de Manhattan y su poder se irradia a todo el mundo. Pero hay momentos que merecen que suspendamos el escepticismo anarquizante: así, cuando un periódico decide informar de “un conflicto exclusivamente laboral” a través del reporte de uno de sus acreditados trabajadores y no en un editorial; así, cuando el texto de su periodista es publicado en lugar de atribuirlo a “la demagogia populista” o a “tendencias libertarias”. El momento en que un periódico comprende que, siquiera por un instante, ha de renunciar al reino y al poder, posee cierta grandeza, además de la dignidad de no olvidar que “los periódicos simbolizan cosas”. Hoy un periódico ha condensado en un instante una miserable e innoble historia: la de un caudal simbólico dilapidado desde hace años, lenta y concienzudamente. 

Fotografía de Robert W. Kelley (1962).
 

Plumas y pullas (LXX)







“[…] pasamos a describir las características principales de la formación de los periodistas españoles. Destaca en primer lugar su elevado nivel académico general, dado que prácticamente la totalidad de los mismos poseen una licenciatura, y es un porcentaje pequeño el que solamente ha concluido el bachillerato. Frente a sus colegas de otros países próximos, el número de periodistas que ha finalizado estudios universitarios es elevado. Por ejemplo, en Alemania y Francia poco más del 60% de los redactores posee un título superior, porcentaje que baja hasta el 49% en Inglaterra; sólo Estados Unidos muestra un nivel similar al nuestro. En segundo lugar, se observa el  dominio de los estudios de Ciencias de la Información. […] Tiene, por supuesto, una explicación histórica que se basa en la obligatoriedad de los estudios de las escuelas de periodismo durante el franquismo”.

Félix Ortega y Mª Luisa Humanes
Algo más que periodistas. Sociología de una profesión


“Crear periodistas desde las aulas se nos antoja tan peregrino como hacer poetas desde una clase de Retórica o novelistas desde una imprenta editorial”.

ABC, 17 de febrero de 1928


“La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de respaldo académico”.

Gabriel García Márquez
LII asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa
(Los Angeles, octubre 7 de 1996)


“¿Ve a ese chico recortando fotos? Pues tiene la llave del éxito. Es licenciado en periodismo, pero sólo sabe recortar fotos. Si Barny quiere ser periodista, nunca aprenderá su oficio en la escuela. A mí, que no tengo ni el bachiller superior, me invitan a dar clases en la Universidad”.

James Ganon (Clark Gable)
en Enséñame a querer (George Seaton, 1958)


“- Herbie, hijo, ¿cuánto tiempo pasaste en esa escuela de periodismo?
- Tres años.
- Tres años tirados por la ventana. Yo no he ido a ninguna escuela pero sé qué noticias interesan, porque antes de trabajar en un periódico los vendía por las esquinas. ¿Y sabes lo primero que aprendí? Las malas noticias se venden mejor porque las buenas noticias no son noticias”.

El gran carnaval
(Billy Wilder, 1951)


“Ahora, con tanta escuela de periodismo, a los chicos no les enseñan a escribir, pues el objetivo de todos es la televisión, donde basta la corbata y el peinado”.

Francisco Umbral
Días felices en Argüelles



“[…] como tantos otros periodistas de su generación, habían rehuido la universidad por elección, en la creencia de que ésta imbuía cierto afeminamiento en una ruda profesión que en ese entonces estaba contagiada del espíritu farolero de la Primera plana, de reporteros que hablaban como detectives de la gran ciudad y que escribían a máquina, si acaso con dos dedos”.

Gay Talese
“Orígenes de un escritor de no ficción”
Retratos y encuentros


“La vida sigue siendo la mejor escuela de periodismo. La vida… y una decente cultura general”.

Víctor de la Serna
“Mike Wallace, contra los cánones”
El Mundo, 10 de abril de 2012



Plumas y pullas (LX)




“La mayoría de los periodistas son incansables rastreadores de las lacras del mundo, de las imperfecciones de los países y de las gentes. Los ambientes puros, sanos, las amplias zonas del planeta indemnes al vicio y a la locura distan mucho de ejercer sobre ellos la fascinación que les producen las revueltas y los desórdenes, los conflictos que desgarran las naciones y los episodios sugestivos o pintorescos: buques que naufragan, banqueros que se fugan a Río de Janeiro, monjes budistas que se ofrecen en holocausto, quemándose vivos a sí mismos. Lo tenebroso es su juego, lo espectacular su pasión, la normalidad su exasperante Némesis. Los periodistas, insaciables, corren siempre en busca de informaciones sensacionales, se trasladan constantemente de un lugar a otro, en plena excitación contagiosa, atropellándose, incapaces de darse cuenta que basta su presencia para deformar, agrandándolo, un incidente mínimo, inflamar las pasiones que lo provocan y electrizar al público".

Gay Talese
El reino y el poder



“Considero que el periodismo es necesario, en el viejo formato de intermediación o en el naciente sistema difuso y multiyectivo. Pero nunca me ha parecido una actividad noble. Cualquier trabajo consistente en meter las manos en la realidad para hacerla más acorde a los criterios dominantes en la sociedad del momento implica buscar culpables y señalarlos. Eso hacen los periodistas, los policías, los políticos y algunos otros. En esos trabajos, inevitablemente aproximativos, se hiere a víctimas colaterales, se dañan tejidos humanos, se usan la mentira y la coacción como herramientas y se cometen injusticias en nombre de un fin en teoría superior. 
(…) Desconfío del policía, del político o del periodista sin lado oscuro, sin vertedero de remordimientos. Desconfío de quien se cree capaz de hacer un trabajo sucio de forma científica e impoluta. Desconfío de quien piensa que basta con seguir unos cuantos principios éticos para no mancharse”.

Enric González


Fotografía de Joseph Scherschel (1961).
 

Plumas y pullas (L)



“El periodismo ha transformado la literatura. […] Antes un trabajo literario se meditaba y se escribía en el fondo de un gabinete. No llegaban allí ni las voces de los vendedores de Últimas Horas, ni el incesante vaivén de la vida política, parlamentaria y social. El literato se retiraba del mundo y se rodeaba de silencio como quien quiere rezar. La literatura, en efecto, era un misterio: una religión. Así, pues, el estilo del escritor aparecía con el reposo y majestad de su revuelta biblioteca y de cuanto le rodeaba. Su estilo era sobrio, limado, artístico: correcto de pensamiento y de forma. Como si fuesen de oro, así resplandecían las páginas de su libro.
¡Grata ocupación es para un artista engendrar un pensamiento, acariciarlo, depurarlo, engarzarlo en una frase o en un período de exquisita cinceladura; y levantar la pluma, mirarlo escrito, admirarlo y recrearse en él!
Hoy es otra cosa. […]
Todos los escritores que han tenido ambición y todos los que no han sido bastante ricos para poder dedicarse a literatos se han hecho periodistas. […]
El gabinete de estos escritores está desierto. […] A su casa vienen a ponerse la levita o el frac para ir a los círculos, a los teatros y a las reuniones en busca de asuntos para el número del día siguiente.
Cuando salen de estos centros y entran en la redacción, todo está preparado para recibirlos; todo les espera; todo les estimula a empezar y concluir; todo les hostiga. La gran mesa central o las mesas particulares con sus colgantes lámparas de petróleo; las intactas cuartillas; las plumas de acero, hechas uñas de un pobre mango de madera… El director les dice: –Haga usted una columna. El regente: –Deme usted cuartillas. Los dos: –¡Piense usted al vapor! ¡Escriba usted deprisa!
Los compañeros le interrumpen en su trabajo para consultarle una duda; para preguntarle una fecha; para que tercie en una disputa. Él escribe y llena el papel. […] ¡Qué cansancio, Dios mío, algunas veces cuando la inspiración niega sus alas fáciles al pensamiento! ¡Un mozo de cordel que ha subido un fardo a un quinto piso no suda más que el pobre escritor obligado a llevar la pluma con la velocidad del tic tac del terrible reloj que tiene delante! […]
Frecuentemente, después de concluido el artículo, el regente de la imprenta dice que sobre composición… Hay exceso de original; hay que suprimir algo de lo escrito y compuesto para el diario: No se debe quitar el folletín: ¡Lo esperan con tanta ansiedad las mujeres! Ni noticias: ¡Son tan interesantes! Ni anuncios: ¿De qué viviría, entonces el periódico?... ¡Aquí están las pruebas! Dice el director al redactor literario. Suprima usted de un artículo media columna… Este es el caso mejor; porque otras veces, después de haber agotado el infeliz su ingenio en dilatar un artículo, le dicen, también: –¡Añada usted sesenta líneas todavía!..."

Isidoro Fernández Flórez


"[...] leer y escribir a toda presión es cosa de periodistas como de ningún intelectual".
Manuel Graña
La escuela de periodismo. Programas y métodos


"Una vez, mientras estaba sufriendo con una historia, temiendo que no llegaría a entregarla a tiempo, oí que un reportero veterano me gritaba desde el otro lado de la sala: '¡Vamos, chaval, termina ya! No estás escribiendo para la posteridad, ya sabes'. Pero yo no lo sabía. Continuamente entregaba las historias tarde porque todo el tiempo estaba reescribiéndolas, con la creencia de que lo que escribía quedaría preservado para siemppre en microfilm, en los archivos del eterno periódico de los Ochs. Me veía como un monje que iluminaba el Libro de Kells, como un orgulloso escribano que esperaba que su pulida prosa dejara una impresión duradera".

Gay Talese
Vida de un escritor


“A finales de 1984, Enrique Arias Vega, que entonces era el director de El Periódico de Catalunya, me llamó y me ofreció escribir un artículo diario. Le advertí que no me sentía muy capaz, pues […] yo soy algo lenta y suelen ocurrírseme las frases adecuadas al cabo de seis meses del suceso. […]
Pero Arias Vega me replicó que no siempre en la vida hay que ir de corredora de fondo, que a veces convenía meterse a sprinter. Para mí era como escribir con el trasero al aire, no había tiempo para la corrección, para “rumiar” las palabras con la parsimonia de una vaca. […] Y pronto descubrí que no es tan malo escribir bajo presión, aunque al principio sudaba las frases y las palabras […] Sí, escribir bajo presión no es tan malo, porque nos obliga a mantener siempre las antenas en alto, evitando lo obvio y buscando lo oculto de cada historia, de cada noticia, y hacerlo surgir a las aguas que se ven, que fluyen sin que nos demos cuenta de que fluyen”.

Montserrat Roig
Melindros


“Es una infamia afirmar –como dijo alguien– que cuando el periodista tiene tiempo escribe peor. Cuando el periodista tiene tiempo se da cuenta de lo que significa ser periodista y suele pedirle a su director que lo envíe de corresponsal a Londres”.

Arturo San Agustín

Foto de Marie Hansen (1944).
 

Lo que come Raquel Meller


“¿Un periodista no es un escritor?”, se preguntaba Quim Monzó. Y respondía: Lo es. Todavía más, recomendaba a los periodistas que nos lo creyéramos. Y no es fácil, porque durante siglos no han dejado de menospreciar nuestro oficio y tampoco de recordarnos nuestros deméritos. En el caso de que el periodista no haya interiorizado esos juicios, puede que no estime en nada el favor de ser redimido por el procedimiento de que su trabajo pierda su nombre para llamarse literatura.

En 1928, a Manuel Chaves Nogales le es concedido el Premio Mariano de Cavia por un reportaje sobre la llegada a Europa de Ruth Elder. Contra la opinión de aquellos que juzgaban que la distinción era el reconocimiento otorgado a “uno de los auténticos valores literarios nuevos”, el periodista se revolvía y protestaba:

“-…¡No, no; nada de eso! Yo no he pretendido ganar el premio Cavia como literato, sino como periodista. He hecho obra de periodista. Esto de obra periodística, al no profesional se le alcanza difícilmente. Para la gente hay sólo el literato que escribe en los periódicos, al que se le respeta (se entiende por respetar el no leer), y el antiliterato, es decir, el repórter, una especie de agente iletrado que acarrea noticias. Esta es opinión no sólo del vulgo, sino de hombres como Baroja, que no hace mucho establecía aquella injusta división de los periodistas en periodistas de mesa y periodistas de patas. […] Parece mentira que aún sea necesario decirlo. Pero todavía, cuando se habla de virtudes periodísticas, la gente que es incapaz de aquilatarlas piensa en virtudes embozadamente literarias. Y es substancialmente distinto”.

Chaves Nogales siempre se reivindicó como periodista, ni más ni menos. Le molestaba que le tomasen por uno de esos “tipos de literatoides o politicoides que querían ser académicos o directores generales” y utilizaban la profesión como trampolín. La dignidad del periodismo no era llamarlo literatura y la del periodista no pasaba por ganar la consideración de escritor. No encontraba motivo para renegar de los temas del periodismo y llegó a decir con orgullo provocador: “Me complazco en contar con todos sus detalles cómo vive la tía de Paulino Uzcudun, lo que come Raquel Meller y la ropa interior que usa Juan Belmonte”.

Los periodistas pueden ser buenos o malos, porque, según apuntaba Chaves Nogales, “en el periódico hay grandes tolerancias”. Para los buenos no hace falta buscar otro nombre que los distinga, de la misma forma que no hay confusión posible en llamar novelistas a quienes emborronan páginas que nada tienen que ver con La montaña mágica.

Agradecemos a Quim Monzó que nos recuerde, a propósito del Nuevo Periodismo de Gay Talese, que el periodista es escritor. Pero hay quienes, herederos del viejo periodismo de Manuel Chaves Nogales, no aspiran a tales laures. Enric González, por ejemplo, entrevistado por Javier M. Uzcátegui, decía no reconocerse como escritor y que hasta le quedaba grande el título de periodista. Afirmaba, con el orgullo que al no profesional se le alcanza difícilmente, ser un reportero.

Gay Talese, el último de la clase


Quim Monzó decía anteayer en su columna: “Si conociese a alguien que estuviese planteándose estudiar periodismo, le pasaría inmediatamente la página 52 de La Vanguardia del domingo pasado, para la que la leyese de cabo a rabo”. La página en cuestión traía una entrevista a Gay Talese. Yo me permito hacer la misma recomendación, con la insolencia agravante de conocer a algunos estudiantes que están en el empeño del periodismo. Y ya puestos, les sugeriría además que evitasen la tentación de ir directamente a las declaraciones del periodista estadounidense, que era a las que remitía Monzó; que lean, en efecto, de cabo a rabo la entrevista, sin saltarse la entradilla de Francesc Peirón. Comenzaba así:

“Parecerá una exageración, pero, para un periodista, entrevistar a Gay Talese es como si un creyente tuviera la oportunidad de charlar con Moisés sobre las Tablas de la Ley.
En Nueva York ha empezado a llover y al entrevistador le ha cogido por sorpresa. El remojón es total. Gay Talese representa la elegancia. Pocas veces se ha visto una frase tan cuidada ni una caída de traje tan soberbia. Sólo así se entenderá el abatimiento que siente una persona desaliñada por el chaparrón en el instante previo de tocar el timbre de su casa de Upper East Side”.

Los estudiantes de periodismo, aplicados como son, habrán advertido que estas frases constituyen una flagrante violación de una de las sacrosantas reglas que se enseñan en la facultad, aquella que prohíbe categóricamente utilizar la primera persona del singular. También habrán notando que, pese al atentado contra la teoría, ese arranque funciona perfectamente en la práctica. Y es así porque el entrevistador, hablando de sí mismo, no hace otra cosa que dibujar los primeros trazos del retrato del entrevistado. Al mismo tiempo, lleva a cabo ese raro ejercicio de honestidad profesional que es poner al tanto a sus lectores de la disposición con la que acude al encuentro con su entrevistado.

Más que disculpable, la desobediencia a los manuales de redacción parece lo perfecto y oportuno en este caso, el de entrevistar a quien siempre se rebeló abiertamente contra la tradicional preceptiva periodística. El propio Talese recuerda en un pasaje de Retratos y encuentros cómo sus profesores de la Universidad de Alabama intentaron inculcarle la estricta obediencia a la regla de las “cinco W”. Who, what, when, where, why eran, dice Talese, “las preguntas que para ellos debían responderse de manera sucinta e impersonal en los primeros párrafos de un artículo. Como yo a veces me resistía a esa fórmula […], nunca fui el preferido del profesorado”. A aquel alumno respondón y sin demasiadas simpatías entre sus profesores, luego, no le fue tan mal en el periodismo, lo que ha de alentar a aquellos estudiantes a quienes las lecciones sobre las cinco W y demás teorías añejas les despierta un feroz instinto de insubordinación.

Primeras páginas de Retratos y encuentros, de Gay Talese.