Café con gotas (X)

Hay quien, negándose a dejarme a solas mientras me debato entre mantener mi identidad o mudarla, pone en mis manos el libro Bach. La cantata del café. La seducción de lo prohibido (Antonio Machado Libros y Fundación Scherzo, 2007), de Domingo del Campo.

Su lectura me recuerda algunos de los argumentos que me convirtieron en Lieschen y me proporciona otros nuevos para continuar en el empeño de llegar a ser digna de ese nombre. Queda zanjada la cuestión sin que, por supuesto, mengüe mi admiración, teñida de envidia cierta, hacia la Negra Tomasa. Los Manolos le rinden el penúltimo homenaje en este café con gotas.




El mandilón

Falda gris, camisa blanca y jersey de pico azul marino. Ese fue el uniforme que llevé durante los primeros años de colegio. No recuerdo exactamente cuándo me liberaron de aquella ropa triste y fea, pero creo que fue dos minutos antes de convertirme en una de esas colegialas que recortan el largo de sus faldas de tablas todo lo que pueden y un poco más, en una de esas lolitas que todavía andan por ahí. Pude despedirme del uniforme, pero no del mandilón escolar, que vestí desde los cuatro años y hasta los catorce. El mandilón era rosa y blanco, a rayas. Mi madre compraba la tela, lo confeccionaba y bordaba mi nombre en él. El mandilón formaba parte de uno de los ritos que entonces marcaban el paso del tiempo: los viernes lo llevaba a casa y los lunes regresaba al colegio con él lavado y perfectamente planchado, impecable, como nuevo, dispuesto para la semana que comenzaba. Desde siempre la prenda fue tan cotidiana, tan acostumbrada, tan por supuesta, que nunca reparé demasiado en ella; ni entonces, ni después.

Si recuerdo ahora mi mandilón es porque acabo de asistir, en la Sala Pequeña del Teatro Español, a la representación de la obra La lección de Eugène Ionesco. Un profesor da clases en su domicilio a una alumna. Ella llega con su cartera y sus libretas, su frescura juvenil y sus ganas de aprender. En cuanto entra por la puerta, antes incluso de serle presentado el profesor, es obligada a vestir un mandilón. A solas, mientras aguarda, se lo quita de encima. Y el profesor, nada más aparece, la vuelve a cubrir con la prenda. No sé si este detalle está en el texto de Ionesco o forma parte de la puesta en escena por decisión del director, en cualquier caso no me pasó inadvertido y, desde luego, no me resultó banal. El profesor, con aquel gesto en apariencia menudo y, en realidad, tan violento, aplaca lo que interpreta como un amago de rebeldía y que no es más que el deseo de la alumna de mantener su identidad. Antes de que la clase comience, la primera lección –la única, en realidad– ha sido dictada: el sometimiento es una de las reglas que la pupila deberá observar en el juego perverso que se inicia.

En ese mismo instante de la representación, tuve la difusa premonición de lo que iba a suceder, de que todo estaba ya anunciado allí, de que las lecciones serían tan absurdas como aquel mandilón y que procurarían infringir en la alumna un sentimiento de culpa por no saber y no entender, acabar con el entusiasmo y el deseo de aprender de la muchacha, más todavía, aniquilarla toda ella, hasta las últimas consecuencias. En ese preciso momento de la representación, también recobré el vago recuerdo de la extrañeza que sentí cuando dejé de vestir aquel mandilón. Ahora puedo poner palabras a lo que entonces no fue más que un impreciso descubrimiento: el de la inédita sensación de desahogo y libertad que me proporcionaba ser yo misma, el de la comprensión de que aprender no significa ser domado y que hay profesores que enseñan para la libertad. A la salida del teatro acerté a explicarme, por fin, lo que el mandilón significó para mí.

Café con gotas (IX)

Estoy comenzando a estudiar seriamente la posibilidad de dimitir como Lieschen y convertirme en la Negra Tomasa. No se me oculta que no tengo el secreto de su bilongo, ni sé colar el café como ella... Pero acaricio la ilusión de que si persevero, quizás... Ni siquiera tendría que renunciar a las K de la cabecera. "¡Kikiribú!", grito en un ensayo delante del espejo. No sé yo… Me lo sigo pensando mientras escucho a Eddie Palmieri.






Almuerzos periodísticos

No tengo claro si Maruja Torres iba con segundas o las segundas intenciones las malicio yo. Me refiero a cuando el otro día escribió que la sección “Almuerzo con…” de la contraportada de El País servía, antes que nada, para un ejercicio diario de comparación de menús y precios y para que, a través de él, los lectores descubran cuán bien comen y por cuánto menos. Qué duda cabe de que la comprobación, siempre y cuando arroje ese balance, resulta reconfortante en tiempos de crisis económica. Por lo demás, estos almuerzos son desoladores en estos tiempos que también lo son de crisis de los periódicos. Me explico.

Compartir mesa y mantel parece disponer un espacio de comunicación especialmente propicio para que el entrevistado realice confidencias que no haría en otras circunstancias, para que aparque un discurso aprendido e incluso para que trate asuntos imprevistos que sólo surgen al calor del vino y de una conversación felizmente desordenada, llena de rodeos y sin meta conocida. Y si el almuerzo no consigue derrotar al personaje, al menos ha de dejar a la vista otras caretas e imposturas distintas de las que habitualmente gasta. Esto ya lo dijo, por supuesto, antes y mejor, Manuel Vázquez Montalbán:

“El almuerzo es un ámbito. Determina un territorio especial, unas claves de comunicación, un tiempo entre dos tiempos. […] Comer, beber, hablar, relajamiento en los esfínteres del espíritu, habitualmente a la defensiva de la propia imagen preferida. Creía yo que el almuerzo propiciaría una cierta sinceridad, no necesariamente identificable con la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Los almuerzos propician sinceraciones completamente falsas, improvisadas, fingidas, pero que por su tono de sinceridad son sumamente interesantes para el observador”.

Pues bien, con raras excepciones, los almuerzos de El País no consiguen esa justificación periodística. Lo mismo daría que las entrevistas se realizasen en otro contexto. La parrillada de verduras, las croquetas de hongos, la provoleta, el pastel de carne, los chipirones de anzuelo encebollados, las sakuskinas con mermelada de albaricoque y helado de orujo, el flan y la torrija cumplirán un propósito alimenticio, pero no obtienen ningún rédito periodístico, fracasan con escándalo porque las viandas podrían ser sustituidas por una grabadora sin perjuicio alguno para la entrevista.

Por otra parte, las declaraciones de los entrevistados en estos almuerzos son aderezadas con apuntes sobre si dejan algo en el plato, mojan el pan en la salsa o son golosos que piden el postre acreditado como la más brutal bomba calórica. Estas informaciones son prescindibles morcillas -y que Mariano de Cavia, que demostró su destreza para cocinar la metáfora gastronómica en sus “Platos del día”, me perdone la comparación facilona y la que viene ahora mismo. Esas notas no son la guinda que completa el retrato periodístico del entrevistado, como lo eran en otros almuerzos periodísticos anteriores. Por ejemplo, en algunos pasajes de Mis almuerzos con gente importante, de José Mª Pemán, así se lo reconozco aunque no sea santo de mi devoción, y, desde luego, en Mis almuerzos con gente inquietante, de Manuel Vázquez Montalbán, este sí, diablo –cojuelo– de todas mis devociones y oraciones.

Por aquellas entrevistas publicadas en 1984 a personajes que inquietaban a Vázquez Montalbán y que “juntos y sumados, podrían posar para una fotografía fin de transición”, nos enteramos, por ejemplo, de que Rodolfo Martín Villa optó por “una reforma pactada de los propósitos del maître” con respecto al postre, que a Manuel Fraga, la derecha que se reinventa, “no le gustan las cosas crudas” y que a Ernesto Milá, la derecha que no tiene intención de reinventarse, “le gustan las cosas crudas”. Por cierto y dicho sea de paso, Fraga, personaje importante e inquietante, almorzó con Pemán y Montalbán. En ambas ocasiones y a pesar del tiempo transcurrido entre una y otra, eligió un menú de régimen de adelgazamiento, lo que permite deducir la perenne lucha entablada por el político contra ciertas grasas y colesteroles ideológicos.

No tenía que ser cosa fácil sentarse a la mesa con Manuel Vázquez Montalbán, que llegaba al restaurante precedido por su fama de sabio periodista y gourmet. Debía de ser tan peliagudo responder algunas de sus preguntas, como elegir el menú bajo su escrutinio. Vázquez Montalbán censuró la elección de casi todos sus comensales, que podían decantarse por platos vitamínicos y proteínicos, pero de una tristeza insondable: “La mayor parte de alegría gastronómica que hay en este libro la he puesto yo”, escribió. Con toda justicia podría haberse atribuido también la alegría periodística de aquellos almuerzos.

Conclusión: Una cosa es alimentarse y otra distinta, comer. Una cosa es preguntar y otra, entrevistar. Y para que los almuerzos sean un éxito, es decir, no provoquen dispepsia a los lectores, parece tan conveniente que el periodista sepa comer como entrevistar.

Café con gotas (VIII)

La Negra Tomasa, en una versión de
Israel López Cachao.
Suma y sigue.





La “réclame”

Que los periódicos franceses de principios del siglo XX abandonasen las graves disquisiciones políticas -“su largo editorial, los extensos capítulos de antes o las dilatadas vociferaciones”- se debió, según Rubén Darío, a la influencia del modelo que ofreció la edición parisina del New York Herald: “En cambio, en todo, en literatura, en arte, en sport, se aumenta la parte informativa, el elemento curioso, la anécdota inédita”. En efecto, fue la penny press en EEUU la que inventó esa nueva forma de hacer periodismo -que había de ser el periodismo del futuro, según podía vislumbrar cualquiera que no estuviese obcecado por un romanticismo recalcitrante- y la que mostró el camino a la prensa europea. Como bien advirtió Rubén Darío, para recibir las lecciones de los pioneros ni siquiera hacía falta hacer el viaje trasatlántico, porque uno de ellos vino a dictar sus clases a domicilio: el diario fundado por James Gordon Bennett. Tampoco pasó inadvertido para el escritor nicaragüense que la importación de aquel periodismo conllevó algo más que cambios en los contenidos:

“Con esto ha llegado también la réclame. Hay diarios que dan primas a sus suscriptores; otros, como el Journal, han inundado de carteles vistosos los muros de París, recomendando tal o cual folletín espeluznante, y ofreciendo un premio de valor a la persona que averiguase el final de la novela y la suerte de cada uno de los personajes, después de publicados los primeros capítulos. Le Matin y el Français han iniciado las sorpresas. Los redactores del periódico, desde el redactor en jefe hasta el último repórter, han salido por las calles a ofrecer un sobre cerrado a las personas que andan con el diario ostensiblemente. Los sobres contienen billetes de mil francos, automóviles, una villa amueblada y otros regalos de mayor o menor precio. El Journal siguió el ejemplo y lanzó una especie de combinaciones que eran simplemente una lotería, por lo cual la ley cayó sobre la tentativa. Hoy hace lo mismo que el Matin. Naturalmente, esa auto-reclame no la hacen diarios graves y estirados. Entre esos, el Figaro ofrece a sus suscriptores el aliciente de las invitaciones a sus fiestas y recepciones”.


Una vez que los periódicos decidieron dejar de dirigirse sólo a los correligionarios, a los convencidos o militantes de un partido o una ideología; cuando se fijaron como aspiración no segregarse público molestándole con sermones políticos, sino sumar a cuantos lectores fuese posible; entonces el periodismo se hizo informativo y, al mismo tiempo, la réclame se convirtió en una estrategia ineludible para los diarios, para todos, por muy estirados que se pretendiesen. El invento era americano y fue adoptado por los periódicos franceses y de estos, a su vez, copió la prensa española la moda.


El concurso promocional que había organizado en 1903 Le Petit Parisien, consistente en adivinar el número de granos de trigo contenidos en una botella, requirió, en la versión de ABC de pocos años después, una mínima adaptación a la idiosincrasia española: la sustitución del cereal por el castizo garbanzo. El diario madrileño daba a eligir un premio en metálico o una joya a quien acertase una porra con los nombres de los políticos que integrarían el próximo gobierno. Y el formidable éxito de otro concurso obligó a su suspensión para evitar previsibles desórdenes públicos: el ganador sería quien localizase en Madrid a un hombre que portaba un sobre con el logotipo de ABC y su premio, el contenido del sobre, ni más ni menos que quinientas pesetas de principios del siglo XX. Es indudable que Torcuato Luca de Tena poseía un fino instinto para los negocios y no sólo para los relacionados con el agua de azahar y jabones como decían algunos con muy mala baba y peor intención, sino también para los periodísticos. Ahora bien, cabe recordar que sus iniciativas no era originales y que, por otra parte, tampoco fue el primero en ensayar aquí aquella mercadotecnia.

En 1886, Mariano de Cavia escribió un par de artículos mofándose de los periódicos con regalo o con sorpresa –tampoco una novedad entonces, según advertía el periodista– que se voceaban y vendían en las calles de Madrid y que, en una perversión de la estrategia comercial, se habían convertido en un género en sí mismos:

“-¡La Gran Sorpresa, periódico con regalo!
La Mayor Sorpresa, gran periódico con gran regalo!
El Tío Fortuna, periódico con regalo, y un jamón!”


El regalo era una sorpresa mayúscula y una fortuna minúscula, porque “un mondadientes, un bote de pomada rancia o un dedal de acero” resultaban ser los fabulosos obsequios anunciados con tantas alharacas. Entre bromas y veras, Cavia denunciaba el timo y, lo que le preocupaba más, lo “dañinas y perniciosas” que eran aquellas iniciativas que no dejaban de proliferar y que utilizaban el nombre del periodismo en vano, lesionando el “prestigio de esta noble institución del periodismo (¡oh!), de este sacerdocio de la civilización (¡ah!), de esta palanca del progreso (¿eh?)…”.

“A La Gran Sorpresa, La Mayor Sorpresa y El Tío Fortuna, han seguido dos nuevos ‘periódicos’ de la misma laya.
El Madrid Sorpresa y La Suerte en la Mano son los dos nuevos papeles –íbamos a decir naipes- que están sobre ese tapete de color verde-alfalfa. […] Dícenme que uno de los papeles en cuestión se queja de la campaña emprendida contra ellos, e invoca… ¡las leyes del compañerismo!
Oiga usted, ¿en qué timba hemos tallado juntos?
¿En qué chirlata hemos servido como gurupiés, ganchos o puntos figurados?”


Hace unos años, cuando los periódicos percibieron los síntomas de la sangría de público, intentaron frenarla. Las promociones parecieron una buena estrategia para fidelizar a sus lectores y para ganar a otros nuevos. Las hubo para todos los gustos y algunas ciertamente exóticas, como el cruasán para el desayuno, la lata de bonito del Norte, la imagen del santo patrón de la ciudad y hasta un vídeo con la ceremonia de consagración de un nuevo obispo. Con las promociones, hoy imprescindibles, los periódicos han vendido más ejemplares, pero… El pero lo explica Juan Luis Cebrián en El pianista en el burdel que acaba de editar Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores:

“Gracias a estos métodos, los ingresos se han incrementado, pero no siempre la rentabilidad de los negocios. Entre otras cosas porque como es preciso dar a conocer al gran público que mañana venderemos, junto a las noticias y artículos, una muñeca Barbie o un sobre de sopa instantánea, no hay otro remedio que acudir a anunciarlo en televisión. En 2006 la industria periodística dedicó alrededor del 12% de sus ingresos anuales a financiar las campañas promocionales, por valor de 334 millones de euros”.

Lástima que Cebrián no se pregunte por los resultados que podría haber tenido la inversión de esa millonada en la réclame de una información de calidad. Otra objeción a la política de promociones es la que señalaba con sorpresa, ayer mismo, Enric González. Sin duda, pasma la paradoja: el último grito en promociones son cacharros electrónicos que hacen la competencia a la lectura de los periódicos. La prensa escrita, ayudando a cavar su propia tumba. Pero esto, al fin y al cabo, no resulta más inverosímil o prodigioso que la falta de imaginación de los diarios a los que, sabiéndose llamados a reinventarse si quieren resistir, no se les ocurre otra cosa que recurrir a estrategias novicias hace un siglo; peor todavía, que los periódicos hayan accedido a convertirse en aquellos papeles de los que hablaba Cavia, que eran comprados sólo por el regalo, la sorpresa o la rifa. Han devaluado su mercancía ellos mismos y ahora culpan –así lo hace Cebrián en su libro– a Internet de convertir la información en un bien mostrenco.

Razones desordenadas que explican por qué me gusta la Feria del Libro

Vuelve la Feria del Libro de Madrid y con ella el repertorio de tópicos que algunos editores, escritores y periodistas desgranan a propósito de ella. Los hay que se declaran comedidamente descreídos; otros, pretendiéndose más atrevidos o beligerantes, dicen abominar de la cita. Repasan sus razones en los suplementos y páginas de cultura de los periódicos. Las mías, como lectora, para gustar de la feria no creo que sean más desarregladas y estúpidas que las suyas. Aquí van, desarregladas y desordenadas:

Porque la primavera sólo comienza para mí cuando el Paseo de Coches del Retiro es tomado por las casetas llenas de libros.

Porque estreno la primavera y también, aunque nunca lo planeo deliberadamente, algo de ropa.

Porque me trae a la memoria mis primeros paseos por la feria y el recuerdo no es melancólico ni nostálgico.

Porque me siento una opulenta millonaria no teniendo que escoger sólo uno o dos libros, tal y como me obligaba el presupuesto menudo de mis primeras ferias.

Porque, como no soy una opulenta millonaria y además no puedo desprenderme del todo de una conciencia del dinero y una moral del ahorro heredadas, cuando acarreo de vuelta a casa las bolsas con las compras, se apodera de mí la sensación de haberme concedido un fastuoso lujo; igual, exactamente igual, que cuando llevaba un solo libro.

Porque en esta feria compré libros que me son muy queridos.

Porque en esta feria espero comprar libros que me serán muy queridos.

Porque salen de las catacumbas de los almacenes a tomar el sol del Retiro libros que no conocen las mesas de novedades de las librerías.

Porque la gente parece ir sin prisa y contenta.

Porque yo voy sin prisa y contenta.

Porque hojeo libros que sé que no voy a comprar.

Porque me hace una ilusión tonta llevarme un marcapáginas que me ha gustado.

Porque sé que por ahí anda un libro que ahora ignoro y que codiciaré el año que viene.

Porque encuentro el libro que, por pereza o desidia, no encargué en las librerías.

Porque doy finalmente con el libro perseguido tenazmente y que, no obstante, ninguna librería me consiguió.

Porque el precio de los libros tiene un 10% de descuento.

Porque en Visor tienen la amabilidad de elogiar el buen criterio de mi elección.

Porque me echo en el césped o me siento en un banco con mis libros relucientes y nuevos.

Porque me encapricharé de un libro en cuanto lea su título.

Porque puedo cultivar al por mayor la afición que tengo y no sé razonar por los índices de los libros.

Porque me gustará más el libro que elige mi acompañante que el que yo me llevo.

Porque sale a mi encuentro el libro que había olvidado que quería leer.

Porque me está buscando un libro que resultará ser una maravillosa sorpresa, un fabuloso descubrimiento.

Porque me reencuentro con libros que me apetecieron el año pasado y que me siguen apeteciendo este año y que me apetecerán el próximo año; a ver cuándo me decido.

Porque me da por ponerme a pensar en tantos libros que me gustaría leer y la avalancha libresca, en lugar de aplastarme, me resulta completamente vivificante.

Porque me encanta rebuscar en las casetas de literatura infantil algún libro que, con el pretexto de regalar a unas niñas, disfrutaré yo primero.

Porque me gusta ver a los peques encaramados a esos peldaños que algunas casetas les ponen para que puedan curiosear sin dificultad y sin ayuda.

Porque en la caseta de Kókinos, con la excusa de venderme un libro, me cuentan un cuento.

Porque es un espectáculo contemplar las maneras de curtidos y correosos regateadores que emplean algunos niños cuando negocian con sus padres cuántos libros pueden llevarse.

Porque empiezo a soñar con las vacaciones de verano con la elección de alguna lectura que se me antoja perfecta para ellas.

Porque sé que el libro que he comprado para el verano lo comenzaré a leer en cuanto llegue a casa.

Porque no sé todavía que el libro que he comprado para el verano resultará una lectura perfecta para el invierno de diciembre o enero.

Porque en una ocasión me acerqué a la caseta de Libertarias Prodhufi a comprar un libro y me llevé dos y salí huyendo antes de que me vendiesen todo su catálogo.

Porque Libertarias Prodhufi vuelve a tener caseta, después del disgusto por su ausencia el año pasado.

Porque tengo una curiosidad loca por saber qué libro me venderá este año el señor de Libertarias Prodhufi.

Porque me escaparé un día de diario a pasear por la feria.

Porque, durante el paseo, recordaré otras gozosas razones que explican por qué me encanta esta feria, las recordaré de forma tan repentina como caerá un tormentón levantando inmediatamente el olor a tierra mojada.