Mostrando entradas con la etiqueta Dionisio Gamallo Fierros. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Dionisio Gamallo Fierros. Mostrar todas las entradas

Libreros que muerden






De acuerdo, no es precisamente el día más oportuno para recordarlo; pero la celebración no deroga la verdad lacerante: hay libreros que maltratan a su clientela. Son cancerberos que amenazan con la mirada al parroquiano que entra a perturbar la paz de su guarida libreril, que enseñan los dientes si el intruso pregunta por el volumen de sus deseos y que muerden con saña montaraz cuando el lector incurre en el desafuero de sacar un libro de su estantería para hojearlo. Nunca podremos decir que no estábamos advertidos: por sus ladridos los reconocemos. Mucho más peligrosos son aquellos que no avisan del peligro; aparentan prodigar atenciones, pero, en realidad, aguardan a que la víctima se confíe para atacar. Tal vez al ir a pagar, el librero frunce el ceño o tuerce la boca. El gesto es minúsculo, apenas un amago, pero de una elocuencia completa: una sentencia reprobatoria a la elección del libro o al corto desembolso o a la indiferencia con que han sido acogidas sus sinuosas recomendaciones. El cliente sale con el orgullo zaherido, mordido por unos colmillos que han sido afilados en la muela del sarcasmo. En efecto, hay libreros que son consumados maestros en el arte del sarcasmo, pero quizás ninguno como aquel al que se refería Álvaro Cunqueiro en un artículo publicado en el periódico compostelano La Noche:

“En la calle de la Reina, en Lugo, hay en un portal un librero de ocasión, Fusalba, valenciá de nación, un levantino muy usado del que soy cliente hace  bastantes años. Sabe que soy Cunqueiro, pero las más de las veces me saluda diciéndome: ¿Otra vez por aquí, señor Gamallo?
     Yo me dejo llamar, y regateo como si fuese Dionisio Gamallo Fierros”.

Los libreros sarcásticos no deben confiarse: hay clientes dispuestos a jugar la partida y ganar la mano. 

Ripio da nube da prensa



 Caramba con Julio Camba,
Montalbán e Wenceslao
igualando a Corpus Barga,
e ti superando a Larra
e non digamos a Pla.

Faltas na nube da prensa
miña Isabel Gómez Rivas:
a túa calidade inmensa
non a tivo ningún home
de Gamallo a Borobó.

O meu preferido é Fole,
pero a favorita es ti,
pois por moito que me amole
o periodismo en xeral,
sempre te encontro xenial.

Carlos Rodríguez Brown


[Lieschen acaba de recibir este regalo en octosílabos de Carlos Rodríguez Brown e cre que a ocasión ben xustifica unha paréntese nas "Plumas y pullas"]

Esqueletomaquia: nuevo discurso del método


Me reía yo en el último texto aquí publicado del método empleado por Dionisio Gamallo Fierros para dilucidar si fue el genuino cráneo de Goya el que sirvió de modelo a su abuelo. El procedimiento seguido fue cotejar la pintura de la calavera con el retrato de Goya realizado por Vicente López: “Fingí mentalmente –explicó Gamallo– un proceso gradual de descarnamiento de la cabeza, que me llevase, por sucesivas restas y progresivas transformaciones, al retrato del cráneo. La prueba fue plenamente satisfactoria”. Lo que permitió burlarme del rigor científico de tal examen no fue más que la ignorancia, cuyo proverbial atrevimiento se me ha revelado crudamente tras obtener algunas informaciones.

La primera de ellas la ofrece Russell Shorto. En su libro Los huesos de Descartes cuenta que, en 1912, la Academia de Ciencias francesa encargó a Paul Richer estudiar la autenticidad de un cráneo atribuido al filósofo. Richer encargó a un dibujante técnico que trazase el boceto de la calavera del Descartes que retrató Frans Hals en un cuadro conservado en el Louvre; dicho en otras palabras, que fingiese un proceso gradual de descarnamiento de la cabeza pintada por Hals. El resultado fue comparado con otro dibujo, realizado por el propio Richer, del cráneo en cuestión, en la misma posición y a la misma escala que el retrato del Louvre. Paul Richer podría haberse dedicado a escribir un nuevo Discurso del método explicando los pormenores del procedimiento seguido y las conclusiones obtenidas. Prefirió, sin embargo, hacerlo en una sesión a la que fueron convocados los miembros de la Academia y la prensa. En aquella ocasión mostró las extraordinarias coincidencias de ambos dibujos: la misma frente retirada, idéntica la proyección de los arcos orbitales y de los huesos nasales, pasmosa la similitud que presentaba distancia nasoalveolar en los dos dibujos… El público y los titulares de la prensa del día siguiente no pudieron hacer otra cosa que exclamar admirativamente: “El cráneo de Descartes es auténtico”. Le Figaro añadía que “el método aplicado por el sabio anatomista es una maravilla desde el punto de vista de la lógica científica” y celebraba el desarrollo de un método aplicable a futuras reconstrucciones antropológicas. Quienes sonrían ante tal proclamación, deben aguardar un instante.

Recientemente una cabeza embalsamada, atribuida al rey Enrique IV de Francia, ha sido estudiada para verificar su autenticidad. El Paul Richer del siglo XXI es el médico Philippe Charlier, también conocido –y no es broma– como el Indiana Jones de los cementerios, un apodo que se ha ganado a pulso. La autora de un reportaje publicado algunas semanas atrás por El País Semanal se mostraba impresionada con su currículum histórico-forense: a él, con sólo 33 años, se debe la revelación de que Agnès Sorel, la amante de Carlos VII, fue envenenada con mercurio y que una costilla, atribuida hasta entonces a Juana de Arco, perteneció realmente a una momia egipcia. Pues bien, el eminente Charlier ha dirigido un equipo multidisciplinar de diecinueve especialistas empeñados en desvelar si la cabeza era una reliquia regia o un fraude. Genetistas, antropólogos, radiólogos, paleopatólogos y hasta perfumistas de la casa Guerlain han sumado sus ciencias para concluir: “Si no es Enrique IV, es su doble”. Para alcanzar esta formidable deducción resultó fundamental la informática que permitió la reconstrucción facial a partir de imágenes escaneadas. Al parecer, la proyección hipotética de la cara que pudo tener la momia en vida mostraba un prodigioso parecido con los retratos de Enrique IV. He ahí la prueba definitiva e incontestable que se buscaba. La autora del reportaje obligaba a sus lectores a sentirse muy impresionados por la eficacia real de un método que parecía copiado de un capítulo de la serie CSI. A mí, francamente, me resulta muy difícil ver grandes diferencias metodológicas entre el proceso de gradual encarnamiento de la cabeza modificada que llevó a cabo el equipo de Charlier y el proceso de gradual descarnamiento ensayado por Gamallo Fierros y, antes, por Paul Richer. Tampoco sé por qué hemos de tener más fe en el rigor científico de un ordenador que en la mano del dibujante de Richer o en la imaginación nicotínica de Gamallo; no hay que olvidar que el ordenador habrá sido manejado por la mano de un informático que bien pudiera ser fumador, aunque a este último respecto no tenemos noticias.

Por otra parte, uno de los escollos que encontró el equipo de Charlier en sus investigaciones fue que la momia presentaba un agujero en la oreja, indicio de un pendiente. El piercing amenazaba con desbaratar la tesis que afirmaba la autenticidad de la cabeza, puesto que no había constancia documental de que Enrique IV adornara de ese modo su oreja. Buscando y rebuscando, el hallazgo de un grabado de Ganières en el que el rey lucía un pequeño pendiente permitió respirar tranquilos a los científicos. Así que, finalmente, para la ciencia de la informática y del ADN, la prueba última y definitiva sigue siendo un retrato. Quién se acuerda ahora del anticuario Jacques Bellanger, anterior propietario de la regia cabeza, a quien nadie escuchaba cuando defendía su autenticidad por el parecido más que razonable que presentaba con los retratos conservados del monarca; quién de Richer y Gamallo Fierros.

No sólo he descubierto que Gamallo era un pionero y el suyo, un método de irreprochable rigor científico; sino que el procedimiento también tenía posibilidades artísticas. Fueron las que explotó el pintor Carlos González Ragel, también conocido como Skeletoff y que logró fama por sus descarnados retratos, léase literalmente, porque sus modelos lucían en los lienzos sólo la osamenta. Una de sus obras, inspirada en un autorretrato de Goya, en la que el pintor de Fuendetodos luce una gloriosa calavera sobre los hombros, haría las delicias de Gamallo Fierros. “Esqueletomaquia” fue el nombre que Ragel dio a al método y género que él creía haber fundado. Según decía el diario ABC en 1955, sus retratados no podían molestarse “por más o menos carne puesta sobre sus cartílagos, ya que la obra de este pintor, humorista hasta la médula, se basa en suprimir toda carnosidad, como si su trabajo saliera de una continuada y extremada cuaresma”.

Y como en cuaresma estamos, me ha parecido pertinente reconocer excesos pasados y como penitencia, vaya este elogio de la esquelotomaquia de Gamallo Fierros.


O cinceiro de Gamallo Fierros


Para Claudio Rodríguez Fer, quen me falou dun artigo titulado “¿Robó mi abuelo la calavera de Goya?” unha tarde lucense. E para María Concejo, quen me regalou aquel artigo de Gamallo Fierros unha tarde madrileña.


Hamlet, agarrado á caveira de Yorick, filosofaba sobre a vida e a morte no seu celebérrimo monólogo. Dionisio Gamallo Fierros, que non foi un príncipe danés, senón un señor de Ribadeo, termando do parietal dereito do cranio de Goya, preguntouse: roubou ou non roubou meu avó a caveira do pintor? That is the question do artigo que publicou no xornal madrileño El Español o 20 de febreiro de 1943. Por se cabe algunha dúbida sobre a falta de sentido tráxico do escrito, cómpre lembrar que empregou o fragmento da osamenta goyesca como cinceiro mentres fumaba e escribía.

A caveira de Goya sabíase perdida dende 1888, cando o corpo do pintor, que logo ía ser trasfegado para arriba e para abaixo en tantas ocasións, foi exhumado por vez primeira. A noticia sorprendeu aos que esqueceron que o cemiterio de Bordeos tiña por linde a rúa Coupe Gorge (vale dicir, “cortagorxa”) e aos perfectos escépticos que non cren neste tipo de agoiros. Por outra parte, o avó materno de Gamallo, Dionisio Fierros, pintou en 1849 un retrato que dicía ser da caveira de Goya. Estes son os dous datos dos que partía aquel artigo; todo o demais, xa se dixo, aparece envolto no fume da imaxinación nicotínica de Gamallo Fierros, axudada, iso si, por unha prodixiosa capacidade dedutiva que descoñece que cousiña cousa é a sofística.

Gamallo descríbese cotexando o retrato cranial debido ao seu avó con outro que lle fixo Vicente López cando Goya vivía e, xa que logo, inda conservaba a testa no sitio anatomicamente debido: “Fingí mentalmente un proceso gradual de descarnamiento de la cabeza, que me llevase, por sucesivas restas y progresivas transformaciones, al retrato del cráneo. La prueba fue plenamente satisfactoria”. O método científico aplicado non semella infalible e, de feito, Gamallo Fierros admitía que podía resultar inxenuo e rudimentario, pero pénsese que era o único dispoñible nun tempo anterior aos aparellos informáticos que permiten reconstruír a faciana que tivo Nefertiti a partir da súa momia e tamén, aínda que menos ensaiado por razóns evidentes, proxectar a momia na que nos converteremos partindo da nosa cara actual. Pois ben, o resultado do experimento practicado por Gamallo era satisfactorio e a conclusión indubidable: o seu avó tivo que dispor necesariamente como modelo do único e xenuíno cranio, porque tal verismo resultaba imposible que fora concibido polo seu maxín, por moi romántico que este fora, que o era. Por se a viravolta non impresionaba aos espectadores, Gamallo Fierros daba unha máis: descartada por razóns estéticas e éticas que Goya fora enterrado descabezado, tese corroborada por algún testemuño que apuntaba que o pintor levaba posta para o descanso eterno unha pucha que sería un aditamento absurdo sen cabeza para calzala, a caveira tivo que ser roubada post mortem et post sepulcrum e o autor do ladroízo non puido ser outro que o seu avó. El tería participado nun “triunvirato pictóricomédicoaristocrático”, no que as outras dúas terceiras partes deberon ser un médico, non identificado, pero de certo afeccionado á frenoloxía e interesado en estudar o secreto da xenialidade de Goya a través da caixa cranial na que residiu, e tamén Joaquín Magallón, fillo do marqués de San Adrián que fora, ademais de amigo de Goya, mecenas de Dionisio Fierros.

O caso é que Dionisio Fierros pintou a reliquia cranial para os San Adrián e, tan importante ou máis, reservouse a súa posesión. Porque de quen senón de Goya ía ser a caveira que gardaba na súa casa e que, cando morreu, a súa viúva levou consigo a Ribadeo, terras que, así o lembrou Gamallo aproveitando que por alí pasa o Eo e mesmo desemboca, non eran estrañas para o casco porque cando o levaban os ombros de Goya por elas andou na compaña do marqués de Sargadelos. A reverencia romántica profesada por Dionisio Fierros á reliquia non foi herdada polo seu fillo Nicolás. Ou iso ou ignoraba a quen pertencera, porque doutro xeito non se explica que botara man dela para as súas clases de anatomía cando estudaba medicina en Salamanca. Aínda peor, procedeu ao que o eufemismo médico chama efracción, é dicir, rebentouna: aquí o esfenoides, alí o occipital, acolá o mastoides. Así que a caveira de Goya foi escachada, pero no moi sagrado nome de Esculapio. O estudante, solidario cos seus compañeiros, atendeu os seus rogos: “Fierros, préstame un parietal; necesito estudiarlo para mañana”, “Nicolás, me llevo el frontal: ya te lo devolveré”. Rendido ante a contundencia das evidencias históricas carretadas, Gamallo fai a súa “sarcástica proclamación”: “El cráneo de Goya se ha aventado en el ciclón de una hueste estudiantil” e os cachos “si no estuvieron en los Montes de Piedad, fue porque no eran susceptibles de empeño”.

O artigo de Gamallo non finaliza chegado a este punto, porque aínda lle quedaba pendente o magnífico relato da excursión ao faiado da casa familiar ribadense, de inescusable ambientación gótica (a luz proxectada pola linterna, as sombras retorcidas, o contacto envolvente e pegañoso das arañeiras e as mesmas arañas, negras e gordas, porque estaban ben nutridas polo misterio) onde atopou unha caixa que gardaba unha confusión de ósos. Entón, remexendo na oseira, “sentí una ciega atracción por un parietal derecho, grueso, fornido, brillante. Jamás he visto una pieza ósea de tan dogmática y luminosa apariencia. Pertenecía a un cráneo anormal, miguelangeleico, de espesor terrible. Apareció también un maxilar inferior autoritario y contundente, todo un símbolo de temperamento y de energía. Rimaba a las mil maravillas (a mí, al menos, se me antojaba así) con el parietal”. O sono da razón permite ao sentimento alcanzar magníficas revelacións: aqueles eran os restos da caveira de Goya salvados da desfeita e posterior diáspora perpetrada polos estudantes salmantinos.

Deste xeito, Gamallo explicaba como o parietal dereito do cranio de Goya chegou ás súas mans fumadoras e como o converteu en cinceiro. A historia era digna, como el mesmo advertiu, de Poe, Quevedo, d’Aurevilly, Dostoievski, Valle-Inclán ou Lautréamont. Pero non, Gamallo non recollía ningunha tradición literaria. O que fixo foi, nin máis nin menos que fundar o novo xornalismo, décadas antes do sangue frío que regou o relato de Truman Capote e da gasosa de ácido eléctrico empipada na crónica de Tom Wolfe, demostrando, de paso, que non había necesidade de LSD para a psicodelia. A prensa e algúns historiadores acertaron ao non tomar aquel artigo por un capricho ou un disparate en homenaxe sarcástico a Goya: non era literatura, non; a calaverada era xornalismo, novísimo xornalismo. A mágoa é que non aplicara o invento para explicar como se fixo coa propiedade da caveira de Bécquer que, digno neto do seu avó, dicía tamén posuír no mesmo texto.

O xornalismo lucense ten pendente emprender a investigación sobre o destino actual dos restos craniais de Goya e Bécquer. Teño o firme propósito –tan firme como os proxectos de escritura que concibía Dionisio Gamallo Fierros– de cumprir tal deber. Mentres e para ir ensaiando, debería deixar rexistrada certa historia de meu tataravó Pedro. Será o conto daquel día en que volvía a súa casa e, tendo que cruzar a pontella sobre a poza da agra de Bandelo, encomendouse ás forzas do ben e do mal: “Deus é bo e o demo non é malo”. En canto acadou a outra beira, din que berrou: “Que o demo os coma aos dous”. A ignorancia dos maliciosos asegurou que temía perder o equilibrio e acabar na auga porque ía bébedo. Si, ía bébedo, pero non de viño, senón de emoción. Viña de roubar a caveira de Larra, que levaba ben presa debaixo do brazo e que agora mesmo teño enriba do meu escritorio. Faime un gran servizo: polas concas dos ollos non rebordan cabichas, pero si asoman os meus lapis e bolígrafos; e polo burato da bala suicida apunta unha estilográfica. Indubidablemente, os devanceiros, sexan pintores románticos ou paisanos escépticos, teñen a sabedoría de profanar as tumbas debidas para satisfacer as preferencias dos seus futuros netos. Pola nosa parte, os netos non temos a certeza de que deus diga a verdade, pero non nos cabe dúbida ningunha de que o demo non minte.

[Publicado en Trasluz Lukus, núm. 8, outono-inverno 2010-2011].

Dionisio Gamallo Fierros


Dionisio Gamallo Fierros consultando El Faro de Vigo.


Dionisio Gamallo Fierros e Dámaso Alonso.