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Así se coló Herrerita en la alcoba del presidente





Era Juan Herrera reporter político en La Correspondencia de España y dueño de un estilo perifrástico que Cansinos Assens remedó así: «Se rumorea en círculos bien informados, y nosotros lo decimos con toda clase de reservas, que es muy probable, aunque no seguro, que dentro de unos días, si los pronósticos no mienten, se producirá un trascendental acontecimiento político en el seno de un partido, que hasta ahora estuvo alejado del poder…, etcétera, etcétera». El caso es que Herrera no sabía escribir, pero nadie le negaba una especial habilidad para husmear noticias: «Todos lo llamaban Herrerita, porque –explicó también Cansinos– es un tipo bajito, insignificante, escurridizo, cualidad a la que debe sus éxitos de reporter. Herrerita se mete en todas partes, hasta en las alcobas de los ministros. De él cuentan, como hazaña principal de su carrera, que un día de crisis fue a interviewar al general Azcárraga, presidente del Consejo, y se encontró con que estaba enfermo y no lo dejaban pasar los criados. Pero dio la casualidad de que en aquel momento iban a administrarle una lavativa al presidente… Herrerita, con un rasgo de audacia temeraria, quitole al criado la lavativa y le dijo: –Déjeme usted que se la ponga yo… –Y así pasó a la alcoba del ilustre enfermo, que, conmovido ante aquella atención, le dio una noticia detallada del desarrollo de la crisis».

No debemos dejarnos despistar por el diminutivo del pillo. Herrerita era un intrépido pionero, el primero de la estirpe celtibérica de los periodistas indeseables a lo Günter Wallraff, injustamente olvidado por sus sucesores, que desconocen así que el método más seguro, práctico y efectivo para conseguir noticias es el anal. Lavativas, no pizzas.

El cuento de los dos sombreros


¿Cuántas veces tuvo la ocasión Wenceslao Fernández Flórez de contar el cuento del sombrero hongo que tuvo la prodigiosa facultad de investirlo como director de periódico? A saber, pero tuvieron que ser muchas, muchísimas. Repetido una vez y otra más, año tras año, el cuento de 1919 fue cambiando lenta e imperceptiblemente; primero quedaba suprimido un detalle, más tarde otro venía a sustituirlo; era incorporado un hallazgo casual y espontáneo o se ensayaban distintos desenlaces estudiando el efecto que creaban en el interlocutor. En fin, para 1933 la versión lucía así de apañada:

«A los veinte años –nos dice Fernández Flórez ofreciéndonos un cigarrillo aromático– era director del Diario de El Ferrol. Estaba yo entonces en La Coruña –mi pueblo natal– escribiendo en La Tierra de Galicia, cuando fui requerido para dirigir el repetido diario ferrolense. Este periódico tenía una gran importancia; por cierto, fue el primero que usó en España la telegrafía sin hilos.
A mi llegada, los primates del partido conservador se habían reunido para juzgarme. Confieso que la impresión que debí de causarles no sería muy satisfactoria. Yo era delgado como una cuña, y mi rostro resultaba completamente infantil.
Por aquella época llevaba yo un sombrero de anchas alas, inclinada una de ellas hacia un lado; era como una reminiscencia de mi romanticismo. Esta reminiscencia, que a mí me parecía de perlas, no debió de parecer tan bien a aquellos señores, porque lo primero que me indicaron fue la necesidad de cambiar mi sombrero –impropio de todo un señor director del Diario de El Ferrol -¡¡por un hongo!!... ¡Ya ve usted! ¡Un hongo!... Pero, en fin, no hubo más remedio que sufrir con resignación el calvario del hongo. Después, acto seguido, ¡a escribir un artículo de política!».

Wenceslao Fernández Flórez, en 1907


La verdad, como suele ser habitual, tiene mucho menos lustre. En 1907, que es la fecha de su llegada al Diario de El Ferrol, las fotos muestran a Wenceslao como un pipiolo convencional y relamido al que cabe imaginar calándose un sombrero hongo, sin que nadie tuviese que sugerírselo, para ganar los años y la distinción que requiere un director de periódico local –local, pero con servicio de telegrafía sin hilos. Entonces comprendió toda la importancia del sombrerismo. Si el hongo lo había convertido por arte de birlibirloque en periodista, él, que pronto se entregó a la ambición de dejar de escribir gacetillas al gusto de los primates ferrolanos, debía tocarse con un sombrero que gritase su voluntad de estilo. La primera noticia de su sombrero de ala ancha –y de las guías «tiesas e insolentes» de su bigote– es de finales de 1910, cuando está a punto de marcharse de O Ferrol para comenzar a trabajar en el periódico coruñés El Noroeste. Acaba de publicar el libro de cuentos La tristeza de la paz. La efigie al carboncillo del autor ilustraba la portada, en la que un comentarista echó en falta «ese algo, verdaderamente típico y característico cuando de retratar a Flórez se trata»: «su sombrero, su personalísimo e invariable sombrero grisáceo, con un ala caída y otra levantada, con el cual, los que solemos ver a Flórez en la calle, nos imaginamos que come, trabaja y duerme». Se había convertido en un hombre a un sombrero pegado; no a un sombrero cualquiera, a un sombrero de ala ancha que avisaba que cubría la notable cabeza de un escritor o, como él mismo decía con estilo sinuoso, las «reminiscencias de mi romanticismo». En 1919, cuando comenzaba el éxito de su carrera en Madrid, el cuento del hongo aún se atenía a cómo fueron las cosas. En 1933, cuando el periodista ya había conquistado un enorme éxito y el escritor había perdido el escrúpulo realista de la exactitud, el cuento lograba condensar con extraordinaria efectividad dramática distintos tiempos y el empeño, que mantendría siempre, por defender su vocación literaria, camuflada bajo un sombrero hongo o bajo la firma habitual en los periódicos.

Fernández Flórez, por Castelao (1912)


Wenceslao Fernández Flórez se mantendrá fiel a la imagen acuñada y se preocupará por darle publicidad. Por ejemplo, en las mismas páginas de El Noroeste se publica el dibujo que hizo de él Castelao en 1912 y, dos años después, la coruñesa Casa Tizón exhibe su retrato, obra de Saborit. No es ningún disparate imaginar al periodista dejándose caer, como quien no quiere la cosa, por la calle Real y espiando por el rabillo del ojo el cuadro colocado en el escaparate; ocurrió exactamente así y lo contó él mismo: «Mira uno a su propio retrato, al pasar, de reojo, y, en ese desdoblamiento de personalidad, parece ser aquel señor del sombrero gris de los bigotes erguidos y del vago airecillo impertinente, como alguien totalmente desligado de uno mismo». Ese extrañamiento es el que produce el acusado contraste entre la imagen pública, perfecto «motivo para una fantasía novelera» a lo Dumas en la que ni siquiera falta el «sombrero mosqueteril», y «el secreto de mi realidad vulgarísima». El periodista está encantado con su creación: «Yo me he encontrado muy bien». Ahora, sólo se trataba de perseverar y perseveró en Madrid.

Wenceslao Fernández Flórez, en 1917


Porque no se ha dicho, pero la Casa Tizón era una tienda de muebles y bazar, de ringorrango, que vendía hasta tapices de importación, pero una tienda, al fin y al cabo. No era ese el lugar que ambicionaba Wenceslao para su retrato. Y se mudó a Madrid. Muchos años después dijo: «Yo no tuve nada que aprender aquí. Venía hecho». Una vez más era verdad y era mentira. Cierto que paseó aquel figurín de grandes mostachos, gabán de estudiante y sombrero enfático por la villa y corte. Sirvió para llamar la atención, pero pronto le advirtieron que aquella facha estaba demodé: «Silueta dócil y tímida, aspecto de rebelde de provincias que se encuentra un poco desplazado en la real arrogancia de la Corte». 

Caricatura de Fresno


Al periodista no le quedó más remedio que ir acomodando su imagen a los gustos del tiempo y de la capital. Agachó el ala del sombrero y recortó los bigotes antañones. Y los caricaturistas le enseñaron que no necesitaba accesorios, que en el medio de la cara llevaba la marca que lo singularizaba: una soberbia napia ganchuda. En Madrid se convirtió en un escritor a una nariz pegado. Y así Cansinos Assens pudo escribir de él: “Yo contemplo curioso su rostro duro, de una rigidez marcial, agravada por esa nariz, aguda como un cuchillo torcido, que se la parte en dos, y me explico porqué el hombre se retrata siempre de perfil. ¡Es mucha nariz esa nariz! Es la tragedia del humorista, que lucha con ella como con un biombo, interpuesto entre él y su interlocutor».

De riguroso perfil, fotografiado por Antonio Portela



Deogracias Gratis et Amore (III)


 
Piensa Deogracias que esto de escribir de balde es una ruina. Y su jefe está de acuerdo, de hecho lleva tiempo acariciando una solución para el quebranto económico, el suyo, por supuesto. “Yo, los artículos literarios, en vez de pagarlos, los cobraría. La firma que llevan al pie es un anuncio extraordinario”, decía Don Criterio, el personaje con que Cansinos Assens disfrazó en La huelga de los poetas a Leopoldo Romero, director de La Correspondencia de España.

Pasan los años y las décadas y caen las hojas del calendario y todo se descuelga; todo, menos la idea que lograría la suma perfección de los sumandos en la contabilidad del empresario periodístico. De labios de Josep Vergés la tuvo que escuchar Montserrat Roig. La joven periodista relató así el episodio:

“Dejé de colaborar para Destino por dos razones. La primera, económica. […] En el año 1972 pedí un aumento al señor Vergés, el propietario anterior al banquero Pujol, y me contestó que los colaboradores no teníamos derecho a quejarnos, que encima tendríamos que pagar para recibir ‘el honor’ de colaborar en su revista. Se lo dije a Baltasar Porcel y me contestó: ‘Tú, aguanta, que ya verás como subes’. No sé si quería decir subir en el sentido de trepar, no sé. Se lo dije a Néstor Luján, y me encontró un puesto en otra revista donde se me pagó el triple por el mismo trabajo. Me fui porque no quise seguir el consejo de Porcel ni tampoco el que me dio Josep Pla. El consejo del viejo kulak era: ‘Más vale que tu amo te pague poco, pero que te pague siempre’”.

Deogracias quiere consolarse de sus desgracias pensando que el proyecto de Don Criterio y el señor Vergés nunca prosperará. Pero la idea está madura y la conciencia de Deogracias, nunca como hoy, preparada para acogerla con naturalidad. La conciencia reblandecida y las tragaderas inmensamente dilatadas de los escribientes impedirán la rebelión. Más conservadores que un viejo kulak, nunca han escuchado la proclama exaltada: “Si no hubiera esclavos, no habría tiranos”. 
 

Deogracias Gratis et Amore (II)




“[…] vosotros sois los únicos que entregáis sin precio y sin lucha vuestro bien […]. Como si nada valiese la entregáis y hacéis sospechar que nada vale, cuando tan sin pena la ofrecéis […]. Sois de una fecundidad sospechosa y ofrecéis vuestra obra como si os hiciesen una limosna con aceptarla. […] Y por eso ellos os tratan con desdén absoluto; porque la ofrenda que les lleváis no está dignificada por un precio y ellos mismos dudan de que tenga un valor”.

“¡Esquiroles” ¿No os da rubor entregar así vuestra obra sin recompensa, como si fuese una cosa despreciable?”

Rafael Cansinos Assens


Clarín maldecía la vanidad satisfecha de Deogracias. Pero el caso es que los periódicos ofrecen empleos que ni siquiera la vanidad alimentan y que son aceptados, como decía en 1900 Aurelio Ribalta, “a cambio de esperanzas de protección… casi siempre ilusorias”. El periodista gallego denunciaba a los “empresarios empedernidos y ruines” que ahorraban en sus bolsillos los sueldos de los plumillas y se compadecía de los colegas agarrados al clavo ardiente de aquellas “credenciales misérrimas”: “Parece mentira que no hayan sabido encontrar postura más cómoda y salir de su esclavitud los que en una labor tan entusiasta como difícil y lucida, han sabido abolir para todos, menos para ellos, todas las esclavitudes del cuerpo y del alma”.

Lo mismo venía a decir el poeta metido a periodista de la novela La huelga de los poetas, trasunto de su propio autor, Rafael Cansinos Assens, quien había remado en las galeras de La Correspondencia de España: “Ese pobre periodista que yo soy, realizando una labor útil y anónima, en la que no hay ninguna compensación de vanidad, ese pobre proletario que yo soy en mis horas más tristes, ¿no tendría derecho a proclamar sus reivindicaciones como los demás proletarios?”. A lo largo de la obra, el personaje adquiere la conciencia de que, para sus directores, “el redactor es un intermediario inútil entre su voluntad y los cajistas, algo simplemente comparable con una estilográfica”; que es terrible “el precio insuficiente” de su trabajo; que “a juzgar por su remuneración, es menos que un obrero”, y que “sólo una cifra alta impone respeto a la multitud”. Llegados a este punto, el periodista podría parecer preparado para la lucha sindical. Pero queda por vencer una última resistencia: el “pudor de asemejarnos a los obreros”.

La novela está inspirada en la huelga periodística de 1919, en la que la profesión arañó ciertas conquistas, precarias y circunstanciales. Según Cansinos Assens, el éxito formal ocultaba una derrota. El episodio habría evidenciado la escasa convicción proletaria de los proletarios de levita, completamente reacios a rebajarse la categoría que se arrogaban, a ser confundidos con los obreros de blusón tiznado de las imprentas o los jornaleros de las fábricas y la Casa del Pueblo. Por otra parte, ese talante aristocrático resultó muy permeable a la idea que las empresas utilizaron para dividir a los huelguistas: de la misma forma que había periódicos de primera, de segunda y de tercera, también había redactores de las tres categorías y la fraternidad entre ellos era aberrante. Para Cansinos Assens el fracaso real de aquella huelga, que no logró imprimir una conciencia gremial solidaria, dictaba un designio:

“-¿Quién sabe  si algún día los obreros de la inteligencia, renunciando a un semejanza falaz con los artistas, recabarán los fueros de los artesanos?
-Nunca renunciarán a esa semejanza que les halaga y adorna. Nunca sus soberbias mujeres querrán equipararse con las obreras desgreñadas. Ellos no sienten la necesidad como tú; saben medrar al amparo de esa semejanza. […]
-¡Es verdad!”.

Por si no nos gustaba el diagnóstico que hacía Clarín de la enfermedad de Deogracias –la vanidad–, Cansinos Assens ofrece una segunda opinión: aristocratitis. Podemos elegir.
 

Huelga de periodistas





Dos eran los motivos, según Julio Camba, que hacían de la huelga de periodistas un ejercicio absurdo: uno, el público no necesita para nada los periódicos, y dos, los periódicos no necesitan para nada a los periodistas. Lo que en 1919 era el exabrupto de un humorista, hoy pasa por la ceñuda descripción naturalista del trance que atraviesa la profesión que podría dibujar la pluma de un Zola. Los periodistas en huelga se rebelan contra el totalitarismo de la realidad. Si hacerle la huelga a la realidad es un absurdo, que lo discutan Camba y Zola.

Mientras ellos deciden y en tanto se resuelve si la movilización será eficaz o perfectamente inútil, a esta hora, la única certeza evidente es lo insólito de la huelga. Sí, una huelga de periodistas es una rareza que tiene un escueto historial, contados antecedentes. Los periodistas nunca se han caracterizado precisamente por una levantisca solidaridad corporativa; son más de plañir por la destrucción del templo de Jerusalén mientras se dan de cabezazos contra el Muro de las Lamentaciones. También esto lo advirtió Camba, que había jornaleros con ínfulas aristocráticas, desclasados sin demandas laborales. En su momento fueron llamados proletarios de levita y no deja de ser curioso, porque su uniforme no era la levita, sino la americana: “Los  proletarios de levita no tenemos instinto de conservación, además de no tener levita”.

Que los periodistas no vistiesen el blusón del obrero y no calzasen las alpargatas del bracero ha tenido consecuencias nefastas e irreparables, además de escasamente ponderadas. Quizás fue en 1919, durante una huelga que se inició al grito de “los directores tendrán que hocicar o diñarla”, cuando se frustraron las posibilidades de que el gremio adquiriese una inteligencia sindical. Cansinos Assens recordó, en La novela de un literato, un mitin celebrado entonces en un teatro de la madrileña calle de Atocha y el fiasco con que se clausuró:

“Heredero, Endériz y otros desconocidos, reporteros de sucesos o de las agencias periodísticas, desfilan por aquel tabladillo, pronunciando arengas y soflamas, idénticas a las que tantas veces han recogido en sus informaciones. La dignificación de la clase, la necesidad para ello de unirse a los proletarios e ingresar en la Casa del Pueblo… El periodista, después de todo, es un obrero como los demás…, un obrero de la pluma, que si no tiene callos en las manos, los tiene en el cerebro…
-¡Bravo, bravo!
Algún veterano encanecido en la galera periodística exclama: -¡Ya era hora!... Pero muchos de los que forman el público, reporteros, redactores políticos, con sueldo en algún ministerio, redactores con firma que han ido allí más bien por curiosidad, tuercen el gesto al oírse equiparar con los obreros… ¡Y, sobre todo, esa proposición de ingresar en la Casa del Pueblo!... Eso es demagogia… Se oyen murmullos contenidos:
-Aquí hay elementos extraños…, agitadores profesionales… Se ve la mano de los socialistas… ¡Y eso no!...
De pronto salta al escenario la corpulenta figura del Caballero Audaz, que estaba no sé dónde, confundido entre los grupos… Alto, hasta parecer un gigante sobre aquella peana del tabladillo, arrogante, gordo, bien vestido con su chaleco de fantasía y sus botitos, como un socio del Casino de Madrid, el arribista que debe su fama a esas noveluchas eróticas como Alma desnuda (cuyo título más justo sería Cuerpo desnudo) y su lujo llamativo y vulgar, su abrigo de pieles, sus sortijones y su alfiler, a su casamiento con una cocotte menopáusica, El Carretero Audaz, con su vocejón plebeyo, de labriego andaluz, arremete despectivo y retador con los oradores que lo han precedido, sobre todo con Endériz (con el que parece tener algún pique personal), y los acusa de estar al servicio de la Casa del Pueblo y querer utilizar a los periodistas para sus fines subversivos…, y eso no puede tolerarse… Eso es rebajar en vez de dignificar a la clase periodística y él no está dispuesto a tolerarlo, y en nombre de la elegancia espiritual (?) se opone a esa alianza de la pluma con la alpargata…
Se oyen aplausos y protestas mezcladas. Ezequiel Endériz sube al tabladillo para contestar a las insidias del novelista erótico. Endériz, que cultiva una prosa violenta, tiene también corpulencia de púgil. ¿Qué va a pasar?
Pues no pasa nada… Su réplica a El Carretero Audaz es tímida balbuciente…, casi plañidera. El novelista se engalla más aún y se entabla entre ambos un duelo de palabras, en que el terrible cronista sale batido y pálido y nervioso baja del escenario… El Carretero Audaz queda allí erguido como un campeón en el ring…
La reunión termina a farolazos, como alguien define. Los reunidos se desbandan, en un estado de ánimo desalentado y confuso… Los periodistas viejos murmuran: -Ya sabíamos que de aquí no saldría nada… Los periodistas somos irredentos…”.

Por un momento, pareció que los proletarios iban a consumar la revolución de desvestir la levita o la americana y exclamar: “¡Viva el blusón libre y la alpargata con honra!”. Todo quedó desbaratado por la elegancia espiritual de varios sortijones, que resultaron ser las armellas que atornillaron la dócil conciencia aristocrática de los plumillas. Cuando los periodistas comienzan a desatornillarla, otros caballeros audaces se llevan una sorpresa mayúscula. Uno de ellos ha constatado hoy mismo, en la plaza roja: “Además de conciencia como periodistas, tienen conciencia de ser trabajadores”. Lástima que la conciencia llegue cuando ya no hay gremio, ni trabajo; lástima grande que los carreteros solo hayan adquirido la audacia de jalearla llegada la hora del finiquito.

*****

Dejábamos a Camba y Zola discutiendo sobre el absurdo de seguir una huelga contra la realidad. El materialismo anarcoaristocrático de uno y el materialismo positivista del otro habían llegado a un punto de acuerdo: las huelgas, no solo las de los periodistas, se convocan contra el real estado de cosas. Ergo: o todas son absurdas o ninguna lo es. En estas se encontraban cuando terció Pirandello para advertirles del humorismo de una huelga contra la realidad secundada por quienes tienen por profesión escribir la crónica de la realidad. Lleva la razón el italiano: el profundo sentimiento de lo contrario define la esencia del humor, que es, como todo el mundo sabe, una cosa bien triste.