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Ciudad Universitaria

A finales de 1989 comencé mis estudios de periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. Era una mole de hormigón, de hormigón y cemento, toda gris, por dentro y por fuera, sin ni siquiera el más remoto recuerdo de una mano de pintura. El entusiasmo veinteañero quedaba instantáneamente deprimido al entrar en aquel edificio que contagiaba el gris. Los pasillos, las aulas, la biblioteca, la cafetería, todos los espacios, todos, estaban perennemente iluminados por luz artificial, un poco apagada, desmayada, sin vocación ni fuerzas para aplacar la tristura grisácea. Nunca un rayo de sol pudo entrar por las ventanas, ni siquiera en el brillante mayo madrileño. Por otra parte, no tengo el recuerdo de haberme asomado nunca a una de ellas, hasta ese punto resultaba inconcebible que aquellos huecos acristalados permitiesen la vista del exterior. Se decía que el edificio había sido construido según los planos de una cárcel, mínimamente adaptados para el nuevo destino que las instalaciones iban a tener. Los alumnos contribuíamos a perpetuar aquella leyenda repitiéndola a los recién llegados. Nos parecía perfectamente verosímil y, desde luego, una clave para entender la vida académica que durante cinco años nos aguardaba. Cinco años de prisión. La arquitectura era el primer y más visible indicio de la pena a la que estábamos condenados.

También la arquitectura debió de ser el primer aviso que recibieron los alumnos que en 1933 estrenaron la Facultad de Filosofía y Letras, la primera de la futura Ciudad Universitaria. El edificio había sido diseñado por el arquitecto Agustín Aguirre López, que contó con la colaboración del ingeniero Eduardo Torroja Miret. Quería ser un espacio para un nuevo tiempo, como recuerda la exposición La Facultad de Filosofía y Letras de Madrid en la Segunda República. Arquitectura y Universidad durante los años 30 que hasta el 15 de febrero puede verse en las salas Juan de Villanueva y Pedro de Ribera del Conde Duque. En efecto, aquella facultad era un edificio racionalista y funcional, proyectado en todos sus detalles como lugar para la docencia y la investigación. Era un ejemplo de vanguardia arquitectónica que aspiraba a albergar la vanguardia de la enseñanza y la investigación universitarias:

“La arquitectura funcional –se subraya en el catálogo de la exposición-, los adelantos tecnológicos únicos en su tiempo (este edificio tuvo el primer ascensor de tipo continuo en España), la luminosidad y amplitud de los modernos espacios, los muebles de esmerado diseño y la alegoría de las Humanidades de la inmensa vidriera Art Decó del vestíbulo eran el marco perfecto de una ambiciosa aventura científico-pedagógica. En realidad, simbolizaban un afán de educación integral, basada en la tolerancia, la excelencia académica y, en definitiva, en los ideales de la Institución Libre de Enseñanza”.

La exposición en el Conde Duque muestra los planos originales del ambicioso proyecto arquitectónico y también ejemplos del mobiliario de las aulas y despachos. Las vitrinas exhiben libros de los profesores que allí impartieron clases, nombres que el visitante reverencia, impresionado sin remedio por su enumeración incompleta: José Ortega y Gasset, Julián Besteiro, Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro, Claudio Sánchez-Albornoz, Luis de Zulueta, José Gaos, Tomás Navarro Tomás, Emilio García Gómez o Manuel García Morente, quien fue el decano de la facultad.

Quién no contemplará, además, con una mezcla de devoción y curiosidad, el pulcro cuaderno con las notas que tomó Julián Marías durante las clases de Ortega y Gasset o los apuntes de otros estudiantes de las lecciones dictadas por Pedro Salinas sobre Lope de Vega, Larra o la generación del 98. Algún alumno también creyó que merecía la pena distraer un rato al estudio para hacer una antología mecanografiada de “grandes frases” pronunciadas por el profesor Andrés Ovejero: “La revolución no hay que hacerla con b labial, sino con v de corazón”, “La Universidad es el último reducto de la holgazanería dominguera española”.

Las fotografías y las fichas de alumnas, entre las que se encuentra la de Hildegart Rodríguez, hablan de la incorporación femenina a la Universidad en aquellas fechas. También una mujer, Juana Capdevielle San Martín, fue la responsable de la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras e impulsó su modernización con la esperanza de que se convirtiese, según sus propias palabras, en “una rueda del perfecto engranaje universitario, un elemento de cultura, un instrumento de formación para los ciudadanos españoles del mañana”. Un panel de la exposición está ocupado por una gran reproducción de una preciosa fotografía, perteneciente a los archivos de la agencia EFE, tomada en 1934 y en la que se ve a Juana Capdevielle en los depósitos de la biblioteca de la facultad. Ella, atenta a los criterios de la moda vigente, con una boina ladeada y vistiendo una falda larga que termina un poco antes de llegar a los tobillos, parece sacada directamente del óleo Las universitarias, obra de Rafael Pellicer que también cuelga en las paredes de esta muestra. Juana Capdevielle parece la encarnación de aquellas universitarias, tan decidida y atrevida como ellas, pero más real y, por eso, más hermosa: sus zapatos y calcetines están cubiertos por el polvo del lugar en el que trabaja.

El cuaderno de escolaridad de Alonso Zamora Vicente nos muestra la fotografía de aquel joven alumno que, años después, en “Ciudad Universitaria, 1935”, evocó su paso por aquella Facultad “con su arquitectura tumbada, sus ventanales generosos y sus pasarelas de barco nuevo y blanco”, levantada en lo que poco antes fuera un campo de trigo con vistas a la sierra de Guadarrama. En aquel texto, recordó con humor el “peligro amarillo”, una camioneta de ese color que conducía a diario a los profesores a sus obligaciones docentes; a ellos, a su ejemplo y a sus lecciones rindió homenaje, al tiempo que se confesó “avergonzado” -¿¡fue posible eso!?- “por lo poco que hicimos frente a lo mucho que se nos dio”. En aquel escrito, Zamora Vicente afirmó que aquel centro en el que estudió fue un “símbolo”: “Un día se cortó aquello, de un tajo fuerte, decidido, sin retroceso”.

Pues bien, la última parte de la exposición está dedicada a la guerra civil y a la “desolación de la quimera” que la Facultad de Filosofía y Letras había representado. Los libros de su biblioteca sirvieron para levantar parapetos y barricadas. El edificio resultó devastado, completamente arruinado. La dictadura franquista reconstruyó aquella arquitectura, pero vaciándola de su sentido y misión originarios: acoger la vanguardia universitaria. Esa vanguardia no pudo regresar. Son muchas las metáforas que podrían hablar sobre ese regreso imposible a causa del asesinato, el exilio, la represión y la censura. Una de ellas es la que nos ofrece la biografía de Juana Capdevielle, aquella mujer que fue alumna de Julián Besteiro, compañera de estudios de María Zambrano y que soñó un futuro de libertad y cultura. Cuando se produjo la sublevación militar en 1936, fue detenida, encarcelada y finalmente asesinada. Su cadáver apareció el 19 de agosto en una cuneta, en el Km. 526 de la carretera Madrid-A Coruña, en el Monte da Gándara, a las afueras de Rábade (Lugo). Estaba embarazada. Unas semanas antes había sido fusilado su esposo, Francisco Pérez Carballo, profesor universitario y último gobernador civil de la República en A Coruña.


La guerra civil y la dictadura supusieron, en efecto, un tajo brutal e irreparable en la continuidad del proyecto de la Ciudad Universitaria que, entre enero de 1933 y julio de 1936, comenzó a hacerse realidad en aquella Facultad de Filosofía y Letras que la exposición en el Conde Duque evoca. Ella me ha permitido recordar que estudié en una Ciudad Universitaria que podría haber tenido otro color distinto al gris.


La fotografía de los milicianos en el salón de actos de la Facultad de Filosofía y Letras fue tomada por Marín y publicada en ABC el 23 de abril de 1937.

A rentes do chan e dende o ceo: o fotoxornalismo de Marín


Solicítolle ó lector que dirixa a súa atención, se é que aínda non o fixo, á fotografía que acompaña este texto. A aeronave que semella pendurada no aire é o autoxiro de Juan de la Cierva sobre a cidade de Madrid en 1934. Hoxe apreciamos o vello e fermoso deseño do aparello voador. Albiscamos a cidade, non de tan lonxe como para que quede reducida a un esquema xeométrico, porque as liñas debuxadas abaixo aínda non son unha abstracción, senón rúas nas que non resulta difícil sospeitar a trasfega da vida; e non de tan preto como para que poidamos identificar todos os edificios que a rentes do chan non serían rañaceos, pero si algúns dos máis altos dunha capital que se estaba construíndo. Vemos a imaxe, pero quizais hoxe non chegamos a comprender ben o seu significado. Completamos tantas paisaxes aéreas que non é doado recompor a fascinación que unha mirada virxe debeu sentir pola nova perspectiva, pola vista do paxaro, só posible nos soños antes do agasallo feito pola aviación. Hoxe, cando os avións son unicamente un medio de transporte e nós, os seus pasaxeiros habituais, só preocupados pola puntualidade e por non ver extraviada a nosa equipaxe, temos que facer un arduo exercicio de imaxinación para tentar recrear a mestura de paixón, risco, aventura e modernidade que envolvía os pioneiros aeronautas que, cando baixaban do ceo e aterraban, eran sagrados durante uns intres, como dixo deles Corpus Barga.

A imaxe comentada resulta tan atraente que se pode esquecer que podemos vela grazas a que alguén, tamén suspendido no ceo noutra máquina voadora, desafiando a inestabilidade provocada polas vibracións do motor e sen parapeto que sirva de acubillo ante o vento zoando, descolgou medio corpo sobre as alturas recentemente conquistadas para premer o disparador da súa cámara. Aquel home era Luis Ramón Marín, tamén un pioneiro. En 1913, só tres anos despois do primeiro voo en España, xa tomara as súas primeiras fotografías dende o aire. A partir daquela, Marín fixo súa a paixón pola aviación, emblema do novo século e dunha xeración que quería vivir aceleradamente, libre e desenfreada. Nese sentido, a imaxe reproducida nesta páxina reflicte moito máis que a sedución do seu autor pola aeronáutica, é, antes que nada, unha metáfora do entusiasmo vital da propia biografía de Marín, envorcada na reportaxe gráfica.
Luis Ramón Marín foi un daqueles fotógrafos –como Alfonso, Campúa, Díaz Casariego, Claret ou Gaspar– que saíron dos seus estudos para inventar o fotoxornalismo. Só en catro anos, os abranguidos entre 1922 e 1926, período no foi o fotógrafo titular de Informaciones, publicou catro mil fotos. Case non houbo diario ou revista gráfica do seu tempo que non contara coa súa colaboración, xa fora intensiva ou esporadicamente. Agochada nas hemerotecas estaba a memoria do traballo de quen, no entanto, era case un anónimo para a historia do xornalismo e da fotografía. Así foi ata o de agora, cando unha exposición na Fundación Telefónica de Madrid non só amosa unha selección de duascentas cincuenta fotografías de Marín, datadas entre 1908 e 1940, senón que celebra a recuperación do arquivo ó que pertencen, composto por preto de 18.000 negativos.

Dende os mesmos comezos da súa traxectoria, Marín deu probas da súa vontade –rara, entre os seus compañeiros de profesión naquelas datas– de facer un arquivo. As minuciosas anotacións en cada un dos negativos, identificando personaxes, situacións e fixando datas así o revelan, igual que o feito de que chegara a redactar unhas instrucións para a futura manipulación da súa colección de imaxes. Dende a súa morte en 1944 e durante máis de sesenta anos, ese arquivo foi conservado pola súa esposa e, máis tarde, pola súa filla, Lucía Ramón, quen atopou na Fundación Pablo Iglesias unha institución comprometida coa restauración e custodia de tan valioso patrimonio. Os comisarios da exposición, Rafael Levenfeld e Valentín Vallhonrat, calculan que este arquivo só garda a metade da obra de Marín. Non están os negativos daquelas fotografías que ilustraron as páxinas de xornais e revistas, non polo desleixo do seu autor, senón polas imposicións ineludibles do proceso de impresión gráfica naquela época. Isto podería facer pensar que as imaxes conservadas teñen un interese relativo, posto que son as desbotadas pola prensa. Nada máis lonxe da realidade. Moitas das placas amosan intereses persoais de Marín, non sempre coincidentes coas preferencias do mercado xornalístico ó que abastecía, e que hoxe sabemos apreciar. Ademais, ás veces, algúns dos descartes son distintas tomas dun mesmo acontecemento, moito máis interesantes que a fotografía que acadou a gloria da publicación, porque desafían os aceptables modelos de representación ditados polas convencións periodísticas vixentes.

Marín capta a través do obxectivo da súa cámara aquelas manifestacións das novidades da contemporaneidade que eran tan do seu gusto, como a aviación ou as carreiras de motocicletas; documenta a extensión das liñas telefónicas avanzando como heraldos da modernidade nunha paisaxe rural; amosa estampas dos centros históricos das cidades e tamén dos seus ensanches e novas urbanizacións; fixa a súa atención en deportes elegantes e elitistas como o esquí, o golf, o tenis ou a náutica, e noutros máis populares ou democráticos como o boxeo; retrata a familia de Alfonso XIII e a aristocracia máis pretenciosamente requintada nos seus veraneos en Santander e Donostia; déixase seducir polas mozas que concorren a concursos de beleza ou polas mulleres da farándula; retrata a un bohemio como Alejandro Sawa e a intelectuais profesionais nos espazos de socialización que lles eran propios, o faladoiro no café ou o banquete; fotografa o cortexo fúnebre de Pablo Iglesias e o asasino de Canalejas despois do seu suicidio; igual aparece no seu arquivo a imaxe dun grupo de ministros que a dun fato de homes atentos á saída do premio gordo da lotería de Nadal; hai sitio para un acto oficial e para a xolda dunhas comparsas do Entroido, para Azaña ou Lerroux nun mitin e para as manifestacións populares de ledicia tras a proclamación da II República en abril de 1931 en Madrid ou para o estoupido de ira anticlerical dun mes despois.

Refugo o tópico que esixiría afirmar que o arquivo agora recuperado é un retallo da nosa historia, porque os retratados por Marín semellan contaxiados da súa enerxía vigorosa e neles non vemos pantasmas resucitadas do pasado, senón persoas que conservan o seu alento vital. Por outra parte, estou case que tentada a dicir que as fotos de Marín poderían acompañar as maxistrais crónicas de Corpus Barga sobre o "muíño voador" de Juan de la Cierva ou sobre aquela viaxe que fixo en biplano de París a Madrid no 1919, as información políticas de Chaves Nogales ou, poño por caso, os artigos asinados por Fernández Flórez ou Camba sobre o veraneo monárquico, de non ser porque hoxe, liberadas dos textos que ilustraron no seu día ou que poderían ter ilustrado, constitúen en si mesmas unha gran reportaxe sobre a vida política, social e cultural de máis de tres décadas.
Non sabemos se Marín era un escéptico, como Corpus Barga, quen non cría que a humanidade quedara dispensada da súa natureza esencialmente desprezable por inventar algunhas marabillosas máquinas que, como os avións, decretaban a abolición do espazo e do tempo. Non sabemos se, pola contra, Marín foi da estirpe de Stefan Zweig, abatido sen remedio ante a demostración incontestable de que o home empregou os mesmos recursos que lle deran poder sobre os elementos para exterminarse a si mesmo en dúas guerras mundiais. O único que sabemos é que a derradeira serie importante de fotos que fixo Luis Ramón Marín evidencia a destrución de Madrid durante a Guerra Civil. Non hai nelas epopea, nin heroes.

Fotografía: El autogiro La Cierva sobre Madrid, 1934.
© Marín.Fundación Pablo Iglesias.

Lecer, Galicia Hoxe, 9 de decembro de 2007.