Papel, tinta, plomo y café con media




Para hacer un periódico se precisa una inteligencia empresarial, una inteligencia editorial y una tropa de reporteros, pero no basta. O, al menos, no bastaba cuando el periodismo solo podía fabricarse a base de papel, tinta y plomo. En 1917, Tovar se puso a calcular los raudales consumidos por El Imparcial en cincuenta años:

1. En efectivo metálico, el saco de duros hace sombra a la fachada principal del Banco de España.

2. Con la bobina del papel para hacer las hojas del periódico habrá para envolver a España entera.

3. De plumas, un elefante resultaría un acerico.

4. Todos los pinares de la Península son insuficientes para producir la goma gastada.

5. En tiempo y saliva malgastada, ustedes compararán.

6. La torre Eiffel resulta una tontería al lado de las cuartillas escritas.

7. Todos los sastres que conocemos no han cortado ni recortado lo que nosotros.

8. Con la cinta telegráfica de nuestro servicio habría para hacerle una corbata al globo terráqueo.

9. De fósforo gastado, mucho más y mejor que lo qe ha fabricado el monopolio de cerillas.

10. De tintas… ¡la mar!

11. De tipos de imprenta hemos hecho más derroche de plomo que en la guerra europea.

12. Y de cafés con media, podría llenarse la Plaza de Toros de Madrid (esto por cuenta de los interesados).


 
En efecto, el periodismo decimonónico se hizo bajo los efectos moderadamente excitantes de la cafeína rebajada con leche y la media tostada. Pocos fueron los disidentes del café, partidarios de brebajes más fuertes: a mediados del XIX, resultaba exótica la afición de Ortega Munilla a la cerveza, y excesivo, según los maledicentes, el gusto de Mariano de Cavia por el vino. Todavía faltaba mucho para que el whisky corriese por las redacciones. Me parece a mí que no están suficientemente estudiadas las secuelas que estos y otros estupefacientes posteriores han dejado en la prosa informativa de cada época, en la puesta en marcha de la función nerviosa del periodismo.

 

La tropa



Para hacer un periódico no bastan una inteligencia empresarial y una inteligencia editorial, por mucho que estas se apelliden Urgoiti y Ortega. Se requiere también una tropa de gacetilleros o, como decía la leyenda al pie de la caricatura de Bagaría, “una comunidad de anónimos o casi anónimos”. Algún mérito hubo de tener la tropa en el prestigio que alcanzó El Sol, por más que su capitán, Félix Lorenzo, lo atribuyese a las firmas de relumbrón, a “la eximia compañía que para nosotros significan un Ortega y Gasset, un Gómez de Baquero, un Pérez de Ayala, un Miró”: “Crea usted –añadía– que cuando piensa uno que sus notas han de verse hombro con hombro con los artículos de estos caballeros, fatalmente se aprieta el estilo y procura uno decir las cosas con cierto buen aire. Cuestión de tónica nada más”. El periodista que recogió estas declaraciones fue Pedro Massa, un casi anónimo que escribía para El Heraldo de Madrid. Dada su condición, sabía que un periódico no es solo el hogar intelectual de las sapiencias que conciben sus artículos en los gabinetes de sus domicilios particulares, también es un espacio físico donde los gacetilleros conviven. Y allí, en la redacción de El Sol, reparó en un pequeño detalle: una pizarra. En ella se escribían amonestaciones de este cariz: “Se ruega a los compañeros el uso moderadísimo del gerundio” o “Convendría una rigurosa exactitud y economía en el adjetivo, para no caer en hipérboles ‘viejo régimen’”. Massa quizás creyó que el afinado estilo del periódico debía más a la “pizarra de los gerundios” –así la bautizó– que al reflejo de la luz emitida por la prosa de las estrellas de la constelación solar, según sostenía Félix Lorenzo. Desde luego su acotación parece una forma elegante de discrepar del director: “Dan idea tan sanas advertencias de lo delgado que se hila en aquella casa en punto a estilo y ponderación”.

El reportero también se fijó en la salita que, en aquella casa, servía de comedor y en las imágenes trazadas por el pincel de Bagaría sobres sus paredes: “El dibujo mural de Bagaría es un encanto. Los hombres más célebres del mundo aparecen allí deliciosamente caricaturizados y tomando cada uno una taza de café. Sólo Robespierre bebe sangre, la cual, al rebosar de la jícara, cae sobre el cardenal Cisneros, quien se libra del rojo bautizo abriendo previsoramente su paraguas. Galdós es un gabán; encima del gabán, una chalina; encima de la chalina, unas gafas, y encima de las gafas, un sombrero. Y es Galdós”. Si se atiende a la crónica de Massa, el espíritu burlón de la escena mural contagiaba la vida de la redacción:

     “–Estos se ríen porque son unos insensatos –nos dice Bagaría señalando a un grupo de redactores–; pero pocas veces se habrá visto un ‘terceto’ mejor acordado que el que formamos Sancha, Robledano, Ferrer y yo. ¿Repertorio? Copioso y selecto. Pero en lo que mejor ‘estamos’ es en el tango proteccionista –debilidad de Sancha– y en el himno a Mahón. ¡Oh! En este producimos verdaderas  maravillas. ¿Quiere usted oírlo?
     –¡No! ¡No!... –claman mil voces angustiadas.
    –¿No le digo a usted que son unos insensatos? –repite el gran dibujante, fulminando con la mirada a la Redacción en pleno-. Además me expolian de una manera desaforada. Raro es el día en que no me comen de ochenta a noventa duros en bocadillos. ¡Y de anchoas, que son los más cervezófilos!
     –Y el haberte hecho un himno, ¿no vale nada?
     –¡Un himno que es un ultraje! Óigalo:
 
‘Bagaría se marchó
a la cala de Pollensa;
se vaya donde se vaya,
seguirá tan sinvergüenza,
¡tan sin-ver-güeeensa!...’

     –¡Le parece a usted!”.

Tanta sinvergonzonería y tanta guasa resulta incongruente en un periódico que, por decirlo como lo dijo Massa, encocoraba al público con su tono académico y pedante, irritantemente mesurado y perfecto. De nuevo, le atribuimos al reportero la agudeza de la conclusión que el lector deduce de la anécdota: El Sol fue enviciado por la suficiencia arrogante de sus solemnes plumas, que triunfó sobre la doméstica querencia de los plumillas por la zumba.

Un periódico tal vez no sea otra cosa que un estilo y un temperamento. Entonces, es posible que lo mejor de El Sol, su pulcro estilo, se deba a una modesta pizarra, y lo peor, su severo temperamento, a una traición al espíritu de la redacción. La hipótesis, un desmentido irónico de la historia del diario que nos han contado, resulta arrebatadoramente incitante.

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Ilustración.-"La redacción de El Sol, vista por Bagaría" fue publicada el 1 de enero de 1928 con un pie socarrón y seguramente cervezófilo: "Por vez primera presentamos a los lectores la Redacción de El Sol, exclusivamente la Redacción, la comunidad de anónimos o casi anónimos que escriben nuestras páginas. Esperamos que para el público tendrá algún interés adivinar, a través de los trazos caricaturescos, la fisonomía de los que tan fiel y desveladamente le sirven a diario. Se trata de una interpretación de Bagaría; es decir, de un arrebato genial. Lo advertimos para que los lectores no formen de las cualidades físicas de la Redacción de El Sol a la vista de este grabado, el mal concepto que es de temer".

The Newsroom: etiología de un mareo




El escenario es el salón de una universidad norteamericana; por lo demás, lo que allí ocurre nos resulta, de inmediato, familiar: dos energúmenos están enzarzados en un debate de tautologías políticas. Respetando las convenciones del género, sus papeles están bien definidos y sus posiciones son categóricas. Uno tacha a Obama de socialista y su irritada contrincante le imputa venerar a Reagan como último gran presidente del país; el primero maquilla las razones que fundan la ley bruta del más fuerte y la segunda combate la lógica perversa del darwinismo económico. Para romper el empate entre el nieto de McCarthy y la progre northeastern, el moderador interpela a un tercero que se ha mantenido ajeno a la discordia. Le pide que se signifique: ¿republicano, demócrata o independiente? La pregunta no consigue descomponer la sonrisa irónica de su cara. “The New York Jets”, responde. Impelido violentamente a contestar en serio, se obstina en seguir hablando de fútbol y terquea: los Jets, los Jets, los Jets. El auditorio ha dejado de reír la gracia del exabrupto repetido y él, mientras, ha comenzado a sentir los primeros síntomas de un mareo que confunde sus sentidos. Deslumbrado por la luz de los focos, cree ver alucinaciones y oye las voces tamizadas por un eco desvaído y demorado, también la que formula la pregunta con la que se decide finalmente a entrar en el juego: ¿Por qué los EEUU son el mejor país del mundo? Entonces, Aaron Sorkin le escribe al periodista Will McAvoy, para esa escena inicial de The Newsroom, un discurso que niega la premisa implícita en la cuestión: “No es el mejor país. Esa es mi respuesta”. Como si el mareo hubiese tenido virtualidad de desatar repentinamente su lengua y también una insolencia irreverente, continúa su diatriba. Luego vendrá la escandalera, pero, de momento, el auditorio se queda paralizado y atónito ante aquella jugada que sanciona como unnecessary roughness.

Vistos los síntomas de la dolencia que sufre McAvoy, la espectadora apresura un diagnóstico. El paciente sufre el síndrome de Ménière. Los médicos no saben demasiado sobre el origen de esta enfermedad y, de primeras, acostumbran incluso a confundirla con otras. Pero la ciencia de la espectadora no es la medicina. Ella es periodista y cree reconocer en el mareo el mismo mal que padecieron dos viejos colegas, Jonathan Swift y Julio Camba. Ambas historias clínicas permiten descifrar la etiología de la rara enfermedad profesional. 


Julio Camba y los antípodas de Aravaca


Julio Camba no se dejaba entrevistar. A este respecto, su criterio era completamente inflexible: “Siente un profundo horror por esta forma de información periodística. ‘¿Quieres hablar de mí? –dice–; pues habla; ya me conoces. ¿O qué quieres? ¿Que te llene yo veinte cuartillas que luego has de firmar tú? No…’”. Sabía que el objeto de interés de los entrevistadores y del público no era él mismo, sino el personaje que había creado. Si este iba a aparecer en escena, que fuese en sus artículos, en donde la palabra era bien calculada y extraordinariamente bien pagada.

Julio Camba tampoco se dejaba fotografiar. Se daba la penosa circunstancia de que su persona y su personaje tuvieron que compartir rostro. Así que obligado a hacerse un retrato para la publicidad, evitaba la ocasión improvisada y el objetivo de los amateurs. Para la foto del tipo aquel que escribía unos artículos llenos de humor e intención, elegía el estudio de un maestro, preferiblemente el del mejor, Alfonso, que entendía y satisfacía el encargo. De manera que la imagen que encabeza este texto constituye una rareza verdaderamente insólita. Se diría que la foto y el pie de foto fueron una idea de Camba. Cuando se le ocurrió el pie, accedió a la foto; por una vez, con generosidad y sin retribución, el personaje se mostraba y se explicaba. 

La sastrería de Gay Talese




Gay Talese confiesa que escribe despacio, con una laboriosidad morosa que no se deja acuciar por el plazo de entrega fijado en el contrato editorial, ni sobornar por el adelanto económico recibido: “Siempre sigo dándole vueltas a una frase hasta que llego a la conclusión de que carezco de la voluntad o la habilidad para mejorarla, y entonces paso a la siguiente oración y luego a la siguiente. Al final –eso puede tomar días, una semana entera– reúno suficientes frases escritas a mano como para formar un párrafo y suficientes párrafos como para llenar tres o cuatro páginas de la libreta amarilla”. Entonces, teclea en el ordenador o, mejor, en su Olivetti el texto que escribió a lápiz en el cuaderno; imprime el archivo o arranca del rodillo las hojas de papel blanco Racerase; corrige los errores tipográficos de cada plana; modifica una frase; repiensa; se le ocurren nuevas ideas, las encaja y, al cabo, ha rehecho completamente la página mil veces antes de darla por buena. El proceso, lentísimo, queda explicado en Vida de un escritor (Alfaguara, 2012), el libro con el que el periodista se concedió la revancha para, de algún modo, culminar los proyectos que quedaron abortados después de una prolija investigación, embarrancados en el transcurso de la escritura o frustrados por el dictamen de sus editores.   

Libreros que muerden






De acuerdo, no es precisamente el día más oportuno para recordarlo; pero la celebración no deroga la verdad lacerante: hay libreros que maltratan a su clientela. Son cancerberos que amenazan con la mirada al parroquiano que entra a perturbar la paz de su guarida libreril, que enseñan los dientes si el intruso pregunta por el volumen de sus deseos y que muerden con saña montaraz cuando el lector incurre en el desafuero de sacar un libro de su estantería para hojearlo. Nunca podremos decir que no estábamos advertidos: por sus ladridos los reconocemos. Mucho más peligrosos son aquellos que no avisan del peligro; aparentan prodigar atenciones, pero, en realidad, aguardan a que la víctima se confíe para atacar. Tal vez al ir a pagar, el librero frunce el ceño o tuerce la boca. El gesto es minúsculo, apenas un amago, pero de una elocuencia completa: una sentencia reprobatoria a la elección del libro o al corto desembolso o a la indiferencia con que han sido acogidas sus sinuosas recomendaciones. El cliente sale con el orgullo zaherido, mordido por unos colmillos que han sido afilados en la muela del sarcasmo. En efecto, hay libreros que son consumados maestros en el arte del sarcasmo, pero quizás ninguno como aquel al que se refería Álvaro Cunqueiro en un artículo publicado en el periódico compostelano La Noche:

“En la calle de la Reina, en Lugo, hay en un portal un librero de ocasión, Fusalba, valenciá de nación, un levantino muy usado del que soy cliente hace  bastantes años. Sabe que soy Cunqueiro, pero las más de las veces me saluda diciéndome: ¿Otra vez por aquí, señor Gamallo?
     Yo me dejo llamar, y regateo como si fuese Dionisio Gamallo Fierros”.

Los libreros sarcásticos no deben confiarse: hay clientes dispuestos a jugar la partida y ganar la mano. 

¿Chocolate o café, doña Emilia?


http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=0003639567&page=204

“¿Qué prefiere usted, el chocolate o el café?”, le pregunta un lector a Emilia Pardo Bazán. Ya habrá quien esté maliciando la respuesta de la escritora a la vista de la oronda convexidad del culo sin encaje posible en la poltrona de la caricatura y antes de leer lo que explicaba en un artículo de la serie “La vida contemporánea” publicado en La Ilustración Artística de Barcelona el 30 de mayo de 1904:

“Los dos reúnen cualidades que me ponen en confusión. El chocolate es muy estomacal, y con bizcochos, debe recomendarse a las personas de buen gusto, sobre todo si los bizcochos son de espumilla, acaban de salir del horno y crocan en los dientes. Tampoco deben desdeñarse los picatostes para esto del remojón en el Caracas, debidamente adicionado de vainilla y azúcar; y en cuanto a las clásicas ensaimadas, no creo que las proscriba nadie inteligente en golosina.
       Sin embargo, el café, cargadito, caliente (o helado), en la taza de Sajonia, merece otro himno, aun después del bellísimo que le dedicó Campoamor. El haba insomnífera (así me parece que dijo un poeta americano) no es sólo un despertador de estudiantes en vísperas de exámenes, ni un excitante del cerebro, clasificado por consiguiente entre los venenos intelectuales, que dan ficticio vigor seguido de postración y marasmo; es, para los españoles, el gran elemento de sociabilidad; reemplaza ventajosamente a aquellas basílicas donde los romanos trataban, en el período de su decadencia, todos los asuntos: de diez cosas que en nuestra patria se combinan, nueve y media salen combinadas del café. En el café se conocen los que luego han de ser amigos; en el café se forjan las popularidades y las impopularidades; en el café se hacen rajas las honras; en el café se despedazan y trituran las glorias literarias o artísticas; en el café se falla de todo, se averigua todo, se discute todo, se fantastiquea todo; en el café se escribe la carta a la novia, el sablazo adobado con desesperación, el anónimo infame, la circular de reclamo, el cartel del desafío; en el café se concierta la cita y se piden a tiros celosas satisfacciones; en el café se imponen los guapos, se lucen los solistas, echan el anzuelo las busconas, acechan la ocasión los cómicos sin contrata y los toreros de invierno… En el café está el completo cinematógrafo de nuestra vida nacional.
       Y por eso, si me apura mucho el preguntante […], daré al café la primacía, considerando que el chocolate tiene algo de significación retrógrada, de los tiempos…”.

A decir verdad, no hay constancia de que la cafeinomanía de Emilia Pardo Bazán tuviese el fabuloso calibre de la adicción que conquistaron Voltaire o George Sand. Da igual. El número de tazas de porcelana de Sajonia que rellenaba al día con la infusión cafetera es de una irrelevancia absoluta. No era ese el dato que curioseaba el lector. Su pregunta era otra, tanto o más embarazosa que el dilema que suscitaba la encuesta de seguida: “¿Le parece a usted mejor orador Castelar que Donoso Cortés?”. 

A la pregunta gastronómica sobre si chocolate o café, la escritora responde: bizcochos de espumilla. No esquiva, sin embargo, el dilema planteado en términos metafóricos: el café es el dogma de la vida contemporánea y de sus cambalaches que ella abraza con fervor.

La traición colectiva




El País como empresa y como ‘intelectual colectivo’” fue el título que José Luis López Aranguren dio al artículo publicado en las mismas páginas del periódico el 7 de junio de 1981. A El País siempre le fue grata aquella definición del papel que había cumplido durante los primeros años del posfranquismo y convirtió la expresión acuñada por Aranguren en el muy publicitado leitmotiv sobre el que construyó su historia y su mito. Era, pues, inevitable que, en la crisis que acucia a la cabecera, alguien terminara por recordar la traición colectiva consumada contra el intelectual colectivo. Tal es lo que acaba de hacer Ignacio Echevarría.

Echevarría olvida, como antes lo hizo también El País, que el propio Aranguren advirtió al periódico de los demonios que lo acosaban: “¿Se puede seguir siendo totalmente independiente cuando se ha adquirido, no ya una, a mi juicio, desmesurada presencia en la vida pública española, sino, lo que es todavía más grave, un exorbitante poder periodístico y empresarial?”. La pegunta así formulada debió de escocer y el filósofo rascó la picazón pocas semanas después con un nuevo artículo, “La libertad de expresión”:

“Si mis críticos no fueran tan obcecados como por desgracia son, habrían advertido que en mi reciente artículo acerca del último libro de Juan Luis Cebrián [Crónicas de mi país] el tema central consistía en poner en guardia frente al exceso, muy actual, del poder periodístico. No era la primera vez que, en El País, prevenía yo de la posible desmesura de su poder. Y aunque -apenas hace falta decirlo- no interviniera para nada en la ilustración del artículo con la fotografía de Ortega y Gasset, ésta me pareció semióticamente acertada. ¿No hay en este diario la tentación, más o menos consciente, de erigirse en el intelectual colectivo, como otras veces lo he llamado, heredero del viejo poder intelectual del orteguismo? Creo que en el interior de cada periódico habría de reproducirse, a su modo, la división de poderes que encontramos en el ámbito constitucional: redacción, por una parte; empresa económica, por otra; dirección, mediadora, en medio, y colaboradores, a su aire. La tentación a la que me refiero consiste en que la dirección, la redacción y aun la colaboración se pongan enteramente al servicio, bien de los intereses empresariales, bien del correspondiente partido o ideología políticos, bien del sensacionalismo, de las pasiones y de las fobias. Decía yo allí que son peligrosas las empresas periodísticas con las que se gana dinero porque la prepotencia aspira siempre a más y más poder. Pero no menos lo son las que lo pierden, porque para enjugar el déficit tienden al desquiciamiento de la información, al ataque personal sistemático, a la malintencionada siembra de especies, insidias e infundios”.

Si un fracaso empresarial compromete el futuro de un periódico y su independencia, no es menos cierto que el éxito puede resultar igualmente funesto. Algún síntoma de alarma tuvo que motivar esta reflexión de Aranguren en 1985. Así, quien procure pistas sobre el acabamiento del mito del periódico como intelectual colectivo tal vez debiera de comenzar a buscarlas en aquella temprana fecha y no, como sugiere el crítico a conveniencia de su propia biografía laboral, en lo sucedido tan solo una década atrás.

Delante de "Sueño y mentira de Franco"





El pasado sábado visité la exposición “Encuentros con los años 30” en el Museo Nacional Reina Sofía. Me quedé clavada delante de los grabados Sueño y mentira de Franco que Picasso hizo entre los días 8 y 9 de enero de 1937 y que concluyó el 7 de junio del mismo año. Las dos láminas son una feroz sátira de la sublevación militar contra el gobierno de la II República y una denuncia de la brutalidad de la guerra; cada una de ellas está dividida en nueve escenas, a la manera de los cantares de ciego o aleluyas. Fue la mujer muerta en medio de un paisaje desolado que aparece en la segunda viñeta del segundo aguafuerte la que concentró mi atención, porque ella es la que aparece ilustrando la cubierta del libro Une jeune mère dans les prisons de Franco publicado en París en 1937 por Editions des Archives Espagnoles.


La obra recoge el testimonio de Pilar Fidalgo Carasa sobre los nueve meses que pasó encarcelada en una prisión de Zamora, junto a su hija Helena, recién nacida, por el único delito de ser la esposa del socialista José Almoina. Una vez liberada gracias a un canje de prisioneros, Pilar quiso denunciar el infierno que había compartido con otras mujeres, entre ellas, Amparo Barayón, la esposa de Ramón J. Sender, finalmente fusilada. Así lo hizo a finales de abril de 1937 en una declaración ante el Consulado republicano en Bayona, publicada poco después en tres entregas en el periódico El Socialista y que sirvió de base al libro Une jeune mère dans les prisons de Franco, traducido al inglés en 1939 por la londinense United Editorial.



Pilar Fidalgo describía el atroz régimen carcelario que le fue infligido y que otras mujeres continuaban padeciendo: las infames vejaciones, las aterradoras horas esperando la caída de la tarde cuando un grupo de guardias civiles y falangistas recogían a las mujeres que iban a ser fusiladas esa misma noche. Su testimonio era, además de una denuncia, el esforzado y doloroso ejercicio de memoria de quien no quiere olvidar el nombre de ninguna víctima, de ninguna de las tragedias de las que tuvo noticia en aquellos días de cautiverio. Es como si Pilar quisiera salvaguardar la identidad de los asesinados y represaliados, como si, de algún modo, deseara rescatar del anonimato a la mujer tendida en el suelo, ensangrentada, muerta, de Sueño y mentira de Franco. La mujer de Picasso ha sido relacionada con la que aparece en la estampa número 79 de los Desastres de la guerra de Goya, la titulada Murió la Verdad. El empeño de Pilar fue, en efecto, conservar la memoria de la verdad acribillada.


Durante un tiempo perseguí los detalles de esta historia que, en el museo, volvían a contarme los grabados de Picasso. Luego, la olvidaba, hasta que me salía al encuentro una pista o un rastro que no atribuía al azar, sino a la llamada de unos fantasmas. Porque finalmente los atendí, porque intenté reconstruir aquel capítulo de 1937 y los capítulos anteriores y los posteriores de las vidas de Pilar Fidalgo y José Almoina, creía cancelada la obsesión. Tal vez, después de todo, ni siquiera haya conseguido eso: todavía estoy preguntándome qué me reclamaban o qué me querían decir los fantasmas el pasado sábado.

XXV Premio Ánxel Fole



Un xurado integrado por Claudio Rodríguez Fer, escritor e director da Cátedra Valente de Poesía e Estética da Universidade de Santiago de Compostela; Juan Ramón Díaz García, xornalista e director de El Ideal Gallego; José de Cora Paradela, director de El Progreso, e Mª Teresa Cores Fernández, directora de contidos socioculturais de Novacaixagalicia, que actuou como secretaria, con voz, pero sen voto, decidiu hoxe por unanimidade conceder ao meu ensaio biográfico sobre José Almoina o XXV Premio Ánxel Fole.


Un conflicto exclusivamente laboral



El pulso que los periodistas echaron a la empresa no fue ninguna broma. La huelga de los trabajadores del New York Times se prolongó entre el 8 de diciembre de 1962 y el 31 de marzo de 1963. Fueron 114 días en los que el periódico no llegó a los quioscos. En alguno de aquellos 114 días, la dirección del periódico pensó que, más pronto o más tarde, llegaría el momento en que habría que explicar a sus lectores el origen del conflicto y las causas de su enconamiento. Entonces, se solicitó a A. H. Raskin, especialista en asuntos laborales de la plantilla, la redacción de un informe al respecto. Raskin cumplió el encargo y el resultado no fue, ni mucho menos, un texto amable con la ejecutiva del periódico. Cuando recibió el escrito, el director, Orvil Dryfoos, se fue a Central Park, se sentó en un banco cerca del lago y lo leyó. Luego, regresó a la redacción. Había tomado una decisión: “Con un gesto de resignación –escribió Gay Talese– dijo que se imprimiese. […] a su juicio, el Times no podía hacer otra cosa que publicar el informe. La reputación de Raskin en cuanto a su buen criterio estaba fuera de duda; por eso, las cuartillas siguieron  curso hasta el cuarto piso, donde serían picadas. […] Pronto todo el país lo comentaba como un claro ejemplo de periodismo independiente, según dijo A. J. Liebling en el New Yorker. El presidente Kennedy, comentando días después este asunto con alguien del Times en Washington, le dijo que si él hubiese sido Dryfoos probablemente no habría autorizado la publicación del artículo”. Gay Talese relató con admirativa estimación este episodio en su libro sobre el New York Times, una obra, por otra parte, en absoluto complaciente con el periódico como dejó a las claras desde el mismo título: El reino y el poder.

Nadie puede exigir que nos inclinemos reverencialmente ante el reino y el poder, más cuando el reino tiene su sede en el centro mismo de Manhattan y su poder se irradia a todo el mundo. Pero hay momentos que merecen que suspendamos el escepticismo anarquizante: así, cuando un periódico decide informar de “un conflicto exclusivamente laboral” a través del reporte de uno de sus acreditados trabajadores y no en un editorial; así, cuando el texto de su periodista es publicado en lugar de atribuirlo a “la demagogia populista” o a “tendencias libertarias”. El momento en que un periódico comprende que, siquiera por un instante, ha de renunciar al reino y al poder, posee cierta grandeza, además de la dignidad de no olvidar que “los periódicos simbolizan cosas”. Hoy un periódico ha condensado en un instante una miserable e innoble historia: la de un caudal simbólico dilapidado desde hace años, lenta y concienzudamente. 

Fotografía de Robert W. Kelley (1962).
 

Huelga de periodistas





Dos eran los motivos, según Julio Camba, que hacían de la huelga de periodistas un ejercicio absurdo: uno, el público no necesita para nada los periódicos, y dos, los periódicos no necesitan para nada a los periodistas. Lo que en 1919 era el exabrupto de un humorista, hoy pasa por la ceñuda descripción naturalista del trance que atraviesa la profesión que podría dibujar la pluma de un Zola. Los periodistas en huelga se rebelan contra el totalitarismo de la realidad. Si hacerle la huelga a la realidad es un absurdo, que lo discutan Camba y Zola.

Mientras ellos deciden y en tanto se resuelve si la movilización será eficaz o perfectamente inútil, a esta hora, la única certeza evidente es lo insólito de la huelga. Sí, una huelga de periodistas es una rareza que tiene un escueto historial, contados antecedentes. Los periodistas nunca se han caracterizado precisamente por una levantisca solidaridad corporativa; son más de plañir por la destrucción del templo de Jerusalén mientras se dan de cabezazos contra el Muro de las Lamentaciones. También esto lo advirtió Camba, que había jornaleros con ínfulas aristocráticas, desclasados sin demandas laborales. En su momento fueron llamados proletarios de levita y no deja de ser curioso, porque su uniforme no era la levita, sino la americana: “Los  proletarios de levita no tenemos instinto de conservación, además de no tener levita”.

Que los periodistas no vistiesen el blusón del obrero y no calzasen las alpargatas del bracero ha tenido consecuencias nefastas e irreparables, además de escasamente ponderadas. Quizás fue en 1919, durante una huelga que se inició al grito de “los directores tendrán que hocicar o diñarla”, cuando se frustraron las posibilidades de que el gremio adquiriese una inteligencia sindical. Cansinos Assens recordó, en La novela de un literato, un mitin celebrado entonces en un teatro de la madrileña calle de Atocha y el fiasco con que se clausuró:

“Heredero, Endériz y otros desconocidos, reporteros de sucesos o de las agencias periodísticas, desfilan por aquel tabladillo, pronunciando arengas y soflamas, idénticas a las que tantas veces han recogido en sus informaciones. La dignificación de la clase, la necesidad para ello de unirse a los proletarios e ingresar en la Casa del Pueblo… El periodista, después de todo, es un obrero como los demás…, un obrero de la pluma, que si no tiene callos en las manos, los tiene en el cerebro…
-¡Bravo, bravo!
Algún veterano encanecido en la galera periodística exclama: -¡Ya era hora!... Pero muchos de los que forman el público, reporteros, redactores políticos, con sueldo en algún ministerio, redactores con firma que han ido allí más bien por curiosidad, tuercen el gesto al oírse equiparar con los obreros… ¡Y, sobre todo, esa proposición de ingresar en la Casa del Pueblo!... Eso es demagogia… Se oyen murmullos contenidos:
-Aquí hay elementos extraños…, agitadores profesionales… Se ve la mano de los socialistas… ¡Y eso no!...
De pronto salta al escenario la corpulenta figura del Caballero Audaz, que estaba no sé dónde, confundido entre los grupos… Alto, hasta parecer un gigante sobre aquella peana del tabladillo, arrogante, gordo, bien vestido con su chaleco de fantasía y sus botitos, como un socio del Casino de Madrid, el arribista que debe su fama a esas noveluchas eróticas como Alma desnuda (cuyo título más justo sería Cuerpo desnudo) y su lujo llamativo y vulgar, su abrigo de pieles, sus sortijones y su alfiler, a su casamiento con una cocotte menopáusica, El Carretero Audaz, con su vocejón plebeyo, de labriego andaluz, arremete despectivo y retador con los oradores que lo han precedido, sobre todo con Endériz (con el que parece tener algún pique personal), y los acusa de estar al servicio de la Casa del Pueblo y querer utilizar a los periodistas para sus fines subversivos…, y eso no puede tolerarse… Eso es rebajar en vez de dignificar a la clase periodística y él no está dispuesto a tolerarlo, y en nombre de la elegancia espiritual (?) se opone a esa alianza de la pluma con la alpargata…
Se oyen aplausos y protestas mezcladas. Ezequiel Endériz sube al tabladillo para contestar a las insidias del novelista erótico. Endériz, que cultiva una prosa violenta, tiene también corpulencia de púgil. ¿Qué va a pasar?
Pues no pasa nada… Su réplica a El Carretero Audaz es tímida balbuciente…, casi plañidera. El novelista se engalla más aún y se entabla entre ambos un duelo de palabras, en que el terrible cronista sale batido y pálido y nervioso baja del escenario… El Carretero Audaz queda allí erguido como un campeón en el ring…
La reunión termina a farolazos, como alguien define. Los reunidos se desbandan, en un estado de ánimo desalentado y confuso… Los periodistas viejos murmuran: -Ya sabíamos que de aquí no saldría nada… Los periodistas somos irredentos…”.

Por un momento, pareció que los proletarios iban a consumar la revolución de desvestir la levita o la americana y exclamar: “¡Viva el blusón libre y la alpargata con honra!”. Todo quedó desbaratado por la elegancia espiritual de varios sortijones, que resultaron ser las armellas que atornillaron la dócil conciencia aristocrática de los plumillas. Cuando los periodistas comienzan a desatornillarla, otros caballeros audaces se llevan una sorpresa mayúscula. Uno de ellos ha constatado hoy mismo, en la plaza roja: “Además de conciencia como periodistas, tienen conciencia de ser trabajadores”. Lástima que la conciencia llegue cuando ya no hay gremio, ni trabajo; lástima grande que los carreteros solo hayan adquirido la audacia de jalearla llegada la hora del finiquito.

*****

Dejábamos a Camba y Zola discutiendo sobre el absurdo de seguir una huelga contra la realidad. El materialismo anarcoaristocrático de uno y el materialismo positivista del otro habían llegado a un punto de acuerdo: las huelgas, no solo las de los periodistas, se convocan contra el real estado de cosas. Ergo: o todas son absurdas o ninguna lo es. En estas se encontraban cuando terció Pirandello para advertirles del humorismo de una huelga contra la realidad secundada por quienes tienen por profesión escribir la crónica de la realidad. Lleva la razón el italiano: el profundo sentimiento de lo contrario define la esencia del humor, que es, como todo el mundo sabe, una cosa bien triste.