El tiempo es una mentira


"El mejor símbolo del tiempo es un símbolo español. Es el reloj del Ministerio de la Gobernación, en la Puerta del Sol, de Madrid. Allí, al dar las doce, una pesada bola cae sobre el reloj. Centenares de personas contemplan complacidas ese mazazo que la bola asesta cada día al tiempo exacto. Y el que sea una bola, y no un cubo, tiene también su explicación. Pues solemos llamar bola a una mentira. Y nada mejor que golpear con una mentira sólida, concreta, mecanizada, a esa otra gran mentira etérea, indefinible, abstracta, que es el tiempo".

La cita pertenece a un artículo que Eugenio Granell publicó en el diario dominicano La Nación un día de un mes de un año que no precisaré para, por una vez, no ceder a la superchería que nos disponemos a celebrar con doce uvas, frutas redondas que redondean la metáfora de la gran trola esférica. Sea la fiesta y que nadie se atragante.

Cartafolio veneciano (y XLX)

Aquí me gustaría colocar un cartellino como los que Carpaccio utilizaba para firmar sus lienzos. En aquellos papelitos desplegados, pero que conservaban las marcas en relieve de antiguas dobleces, él anotaba, junto a la fecha de ejecución de la obra, las leyendas: “CARPATHIUS”, “VICTORIS CARPATIO VENETI OPUS”, “VICTOR CARPATHIUS VENETUS PINXIT” o alguna otra variante. En ciertas ocasiones, se permitió la osadía de escribir: “VICTOR CARPATHIUS FINGEBAT” y “VICTOR CARPATHIUS FINXIT”. Pues bien, que mi cartellino diga

RIVUS FINXIT
MMIX

Cartafolio veneciano (XLIX)


A mi regreso, no sé bien si para engañar o alimentar la nostalgia, compré Vida veneciana, de William Dean Howells. Es el libro de impresiones de un viajero sentimental, capaz de rescatar, vivísima, la ciudad en la que residió entre 1861 y 1865. Resulta perfecto para mi estado de ánimo, más todavía cuando descubro que se terminó de imprimir el 14 de julio de 2009, exactamente el día en que llegué a Venecia y que fue también el del nonagésimo séptimo aniversario del desplome del Campanile de San Marcos. Una curiosità veneziana más, por otra parte, sin la menor importancia, porque, como bien escribió Howells, en Venecia “ayer y hoy son lo mismo”.

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“El que está en Venecia es el engañado que cree estar en Venecia. El que sueña con Venecia es el que está en Venecia”. Al regreso de mi viaje, la cita se convierte en un consuelo, no más que un triste y precario consuelo con el que arropo mis sueños venecianos.

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“Quien no la visto no cree lo que de ella se dice, y quien la ve apenas da crédito a lo que ve”, dijo sobre Venecia Luigi Grotto Cieco d`Hadria, en el discurso que pronunció en el acto de consagración de Luigi Mocenigo como Serenísimo Dux de Venecia el 23 de agosto de 1570. Cuento mi viaje a Venecia a quien no la ha visto, desplegando un catálogo de adjetivos que pretenden ser los más descriptivos, inspirados y convincentes sobre la belleza de la ciudad. Mi interlocutor me atiende con la misma atención descreída que los venecianos prestaron al fabuloso relato de su estancia en la corte de Kublai Khan que hizo Marco Polo, al que apodaron “Il Milion”, el de las mil mentiras. Supongo que le resultaría completamente indiferente el escepticismo de sus paisanos, como a mí. Porque sé que la belleza de Venecia es cierta, aunque resulte inverosímil, incluso para quienes la hemos contemplado con nuestros propios ojos.


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Antes del viaje a Venecia, todas las versiones de la ciudad eran bellas y ciertas. Después de Venecia, cuando hemos forjado nuestro criterio tras ver la ciudad con nuestros propios ojos, nuestra personal sensibilidad y nuestro particular temperamento, algunas versiones siguen conservando intacta su belleza, pero resultan más discutibles. Es el caso de la veduta de La Riva degli Schiavoni, en la que el fastuoso Bucintoro aguarda al dux y su comitiva, un lienzo de Leandro Bassano que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Madrid. Juzgamos que al pintor, como a algunos escritores, le fallan algunas perspectivas y se equivoca en ciertas proporciones. Luego están aquellas versiones que no sólo conservan su belleza, sino que aciertan a expresar lo que la propia experiencia, en el mejor de los casos, sólo intuyó difusamente. Así lo hace Marca de agua, de Joseph Brodsky, una lúcida y certera revelación de la verdad poética que encarna Venecia. El libro tiene imágenes de una potencia inolvidable, como la propia ciudad que las inspiró.

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Yo, como Marek, el protagonista de Una temporada en Venecia de Wlodzimierz Odojewski, no me decidía a visitar Venecia, a pesar de que en más de una ocasión estuve muy cerca de ella. Si desaproveché la oportunidad no fue por falta de interés o curiosidad. Al contrario, Venecia me atraía poderosamente y hasta me obsesionaba. Mi fascinación venía de muy lejos, aunque no pueda decir que me acompañase desde la infancia, como en el caso de Marek. Pero, de algún modo, igual que él, sentía miedo a ese viaje. Creía que supondría, inevitablemente, comparar la Venecia real con mi Venecia ideal. Me empeñaba en preservar la ciudad leída, imaginada y soñada. Cuando, por fin, decidí el viaje, no había vencido aquel miedo que ahora me resulta absurdo. He descubierto que, como no podría ser de otro modo, la Venecia real contiene mi Venecia ideal. Si fuese necesaria una declaración expresa, un atajo a tantos rodeos como he dado, diría: Venecia no sólo no abolió mi Venecia, sino que la fecundó más allá de lo que imaginar o soñar se pueda.

Cartafolio veneciano (XLVIII)


El embate de cada nueva invasión bárbara iba acompañado por el desplazamiento de poblaciones enteras que abandonaban sus casas y buscaban refugio en los cenagosos islotes de la laguna. Al cesar el peligro, regresaban a tierra firme; cuando la amenaza reaparecía, ellos volvían a las marismas. Así, hasta que se cansaron de aquella provisionalidad perpetua y, más que de ella, seguramente del miedo también perenne. Decidieron entonces instalarse de forma definitiva en aquellos parajes inhóspitos, pero seguros. Ese fue el origen de la ciudad que habrían de llamar Venecia. Como escribió Casiodoro, aquellos hombres vivieron “cual las Cícladas, sobre la superficie del agua”. Con el transcurrir de los siglos, podría decirse que fueron perdiendo la memoria de la vida en tierra. Lejos de ser exiliados nostálgicos, desarrollaron un sentimiento de orgullo aristocrático por vivir en el mar, por el mar y para el mar. Al mismo tiempo, fueron engendrando también una completa indiferencia hacia el continente e incluso hacia sus posesiones en él. En vísperas de abandonar Venecia, la vuelta a casa se me representa tan inverosímil como a los venecianos la existencia de terraferma.

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A los “viajeros superficiales, que encuentran muy bien Venecia para una semana”, Henry James les aconsejó: “Cuando hayas pedido la cuenta para marcharte, págala y quédate, y verás a la mañana siguiente que estás profundamente unido a Venecia”. Exactamente cuando se cumplía una semana de mi estancia, pedí la cuenta, la pagué y… me marché. Diré en mi descargo que fue muy a mi pesar. Por eso, no quisiera ser juzgada como una visitante superficial. Por otra parte, para saber que mi indisoluble unión a Venecia ya estaba sellada, no me hacía falta una ceremonia de esponsales con la novia del Adriático, ni tampoco la mañana de un octavo día.

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En Venecia jugué a adivinar si quienes arrastraban su maleta acababan de llegar o se disponían a abandonar la ciudad. Me parecía un ejercicio deductivo muy sencillo. A los primeros los delataba la fascinación maravillada, atónita y risueña que se dibujaba en sus caras ante la primera visión de la ciudad; a los segundos, no un presentimiento de futura nostalgia, sino la sombra de la nostalgia misma. Yo misma sentí ese dolor prematuro el día de la partida. Entonces, miré a Venecia por última vez. Sé que lo hice de idéntico modo que la primera, porque sentí lo mismo que entonces. Creo que conseguí engañar a aquel que -Venecia y sus espejos y sus duplicados- estuviese jugando al mismo juego que yo practiqué.

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Desentendiéndose del trabajo que les compete, los historiadores han renunciado a encontrar una frase con la que cerrar el relato de los más de mil años de historia de la Serenísima República. Como, no obstante, de alguna forma tenían que salir del brete, le traspasaron esa responsabilidad al último dogo veneciano. La frase elegida fue la que pronunció Ludovico Manin mientras se desprendía definitivamente del corno ducal y la cuffietta: “Tolè, questa no la dopera più” (“Llévatela; no volveré a necesitarla”). Es fácil advertir que, desde luego, no se trata de una frase a la altura del trascendental momento, ni del relumbrón que se le exige a una declaración para pasar a la historia. Pero no hay que juzgar por ella a Manin, que creía estar hablando a su ayuda de cámara y no a la posteridad. Dadas las circunstancias, es de suponer que tenía otras preocupaciones que le distrajeron de la tarea de sacar las castañas del fuego a los historiadores del futuro. Ni la dejadez de los historiadores, ni la inconsciencia de Ludovico Manin me sirven de ejemplo para elegir la frase con la que despedirme de los siete días en Venecia que han tenido la densidad de un milenio. Dadas mis pesarosas circunstancias, opto por el silencio.

Cartafolio veneciano (XLVII)


Palabras ajenas que robo sin tener conciencia de cometer un delito, porque ellas, hablando de nosotros, nos pertenecen: “Nuestros pasos recorrieron todas las calli; nuestra góndola surcó todos los canales”.

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No es necesario seguir robando palabras para intentar explicar nuestra Venecia, ni habría sido necesario este empeño de buscar palabras propias, porque todo está expresado en las que nos regalaron y que nos retrataron como “namorados moradores do contorno do Bovolo e entusiastas paseadores do laberinto tantas veces soñado, antes e despois, polas canles oníricas”.

Cartafolio veneciano (XLVI)


El hombre que empuja esforzadamente por los escalones de un puente un carro con la mercancía que despachará un bar, la embarcación que descarga las toallas inmaculadas y perfectamente planchadas antes de recoger los fardos embarullados de las que los huéspedes del hotel han utilizado, la lancha de los bomberos que atraviesa con urgencia el Gran Canal o la que porta un enorme mueble ropero con prudente parsimonia son rastros de la vida cotidiana en Venecia. Pero la imaginación romántica prefiere entretenerse haciendo conjeturas sobre la vida de quien habita esa habitación de Campo San Angelo y mantiene la luz encendida hasta altas horas de la madrugada. Y la misma imaginación no se acobarda a la hora de dar el vertiginoso salto de colocarse en el lugar del joven que vive en aquella sala de grandes ventanales que se asoman a Campo Santo Stefano.

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Anywhere out of the world. Venecia, out of the world and out of the time, es la aspiración que el spleen creía inalcanzable.

Cartafolio veneciano (XLV)


Venecia siempre vio sus calles animadas por los viajeros de las más diversas procedencias. No por casualidad en el capitel de una de las columnas del Palacio Ducal fueron labrados los rostros de un latino, un tártaro, un turco, un húngaro, un griego, un godo, un egipcio y un persa. Además, la toponimia de la ciudad todavía evoca la presencia de armenios, griegos, alemanes y eslavos. El origen multinacional de los turistas de hoy puede sorprender a los turistas, no a Venecia.

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Quienes despotrican contra la cantidad de turistas que hay en Venecia olvidan dos cosas: primera, que ellos forman parte del rebaño que dicen detestar; y segunda, que en el dédalo veneciano no hay ningún peligroso Minotauro, ni tampoco siquiera un perro pastor que les impida abandonar la grey para encontrar la calle vecina absolutamente desierta.

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En Venecia, el Reino de Oz aguarda al final del camino de baldosas amarillas o, lo que es lo mismo, del itinerario marcado por las constantes indicaciones Per Rialto y Per San Marco. Pero el visitante ha de recordar que no importa, que incluso es conveniente, dar un rodeo o extraviarse antes de descubrir las maravillas de Oz. Porque, como comprendieron finalmente Dorothy y sus compañeros, la magia y sus prodigios se producen durante el camino.

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Por cierto y aunque quede muy atrás el tema de los leones venecianos, en la fachada de la Scuola Grande di San Marco hay uno que es idéntico al león que acompañó a Dorothy, idéntico en todos sus detalles, sólo le falta el technicolor.


Cartafolio veneciano (XLIV)


En Venecia el turista sentimental es siempre un frustrado, porque él querría ser original, pero no podrá serlo por más que lo pretenda. En estas circunstancias, al turista sentimental sólo le queda una solución: primero, abandonar su condición de turista e instalarse definitivamente en la ciudad; segundo y más importante, renunciar a ser un sentimental a la manera de Sterne y convertirse en uno de esos eruditos venecianos que uno imagina consumiendo sus horas y ganando dioptrías para su miopía con la lectura de legajos y mamotretos en la Biblioteca Marciana o, mejor, en la del Palazzo Querini-Stampalia, que tiene el horario perfecto para un erudito realmente entregado a su misión (no cierra hasta las doce de la noche). Si todavía queda un pequeño resquicio para la originalidad, sólo está a disposición de estos sabios que acumulan erudiciones venecianas. Lo que, después de un vistazo rápido a los fondos bibliográficos de las librerías Toletta y Goldoni, también comienzo a dudar. No sé si habrá algún tema relacionado con su historia, política, diplomacia, economía, arte, artesanía, música, arquitectura, literatura, leyendas, tradición naval, gastronomía, flora o fauna, por minúsculo e irrelevante que pueda parecer, que no haya dado lugar a sesudos estudios. Pero, insisto, el turista sentimental que realmente aspire a la originalidad no tiene más remedio que intentarlo. Ha de dar con un tema relativamente inédito y consagrarse a él en cuerpo y alma. Y aún así…

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Tengo la sensación de haber llegado demasiado tarde para cumplir mi vocación de erudita en Venecia, porque el tema del callejero que tanto me fascina ya lo agotó hace más de un siglo Giuseppe Tassini. Puestos a buscar una alternativa, creo que no me importaría emprender una magna investigación sobre esos minúsculos manicidi posata in legno que se muestran en una vitrina del Museo Civico Correr. Al parecer, estos taponcitos para botellas y frascos era un tipo de manufactura veneciana muy común en el siglo XVIII. Me quedé prendada de la minuciosidad con que fueron tallados y también de las imágenes representadas, mitológicas y bíblicas, según reza la pudibunda información del museo. Yo lo que vi en ellas fueron las escenas de sexo más explícitas que encontré en toda Venecia. Acabo de reparar que son piezas demasiado singulares como para que hayan pasado inadvertidas en una Venecia que si no esconde, tampoco hace alarde de la historia de sus Casanovas y sus cortesanas. Me temo que habrán dado lugar a varias generaciones de miopes y a unas cuantas toneladas de papel.

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La escritura sobre Venecia sólo admite dos puntos de vista: el competente, del sabio que ha entregado su vida a acumular erudiciones; y el amateur, del turista sentimental. A este último, por poca inteligencia y sentido del decoro que lo adornen, no le queda más remedio que reírse de sus ocurrencias.

Cartafolio veneciano (XLIII)


En Venecia, escribió Mauricio Wiesenthal, “siempre hay algo que uno debería ver y no ve; o que uno no quiere contarle a nadie”. Lo que Wiesenthal no quiere contar y no cuenta es dónde está la antiquísima iglesia –“el monumento mágico más maravilloso de Venecia”–, en cuyo interior encontró una solitaria columna verde. Quizás porque verdes son los ojos del monstruo de los celos, Wiesenthal se reserva celosamente esa información. A decir verdad, no es fácil oír hablar de esa columna, incluso Giulio Lorenzetti, en su monumental Venezia e il suo estuario, se olvida de ella. Así que fue el azar de un paseo el que me llevó hasta esa columna de mármol verde y capitel jónico, probablemente del siglo VI y traída por Alí Baba desde Bizancio. Es una de las que sujetan, a la derecha, la nave central de San Giacomo dall’Orio. La iglesia es, efectivamente, antiquísima, puesto que sus orígenes se remontan al siglo IX, y también muy hermosa. Su belleza es más tranquila y recoleta, menos grandilocuente, que la de otras iglesias venecianas, lo que seguramente ha contribuido a preservar el secreto de esa columna o, por lo menos, a provocar en el visitante la sensación de que acaba de realizar un fabuloso hallazgo. No voy a pedir disculpas a Wiesenthal por desvelar su secreto, porque no creo que haya traición. Al fin y al cabo, él no quiso confiármelo y, por otra parte, es un dudoso secreto éste del que ya habían hablado Ruskin y D’Annunzio, como he terminado por averiguar.

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El secreto de la columna verde que quería reservarse Wiesenthal denota un rasgo de esnobismo propio, no de las golondrinas como predica el título de su libro. Seamos indulgentes, es el tipo esnobismo al que ningún viajero sentimental es capaz de sustraerse, como bien advirtió Henry James: “La única desavenencia del turista sentimental con Venecia es que allí tiene demasiados competidores. Prefiere estar solo, ser original, tener, al menos para sí, el aire de realizar descubrimientos”.

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Destapar el esnobismo de Wiesenthal es, no lo discuto, otra modalidad de esnobismo.

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Si respeto mi compromiso de fidelidad a lo que fue mi viaje, he de admitir que yo también me di el aire de haber realizado un descubrimiento en Venecia, quizás menudo, pero descubrimiento al fin y al cabo. Era el secreto aquel de las calles Cafetier. Lo revelaría a su debido tiempo y sólo a un exclusivo círculo de iniciados en la religión del café. La ilusión me duró poco, exactamente hasta el momento en que leí, estando todavía en Venecia, un artículo de Roger Salas en la edición internacional del diario El País. En él decía, con vaguedad impropia en un periodista, que en Venecia había “un montón” de calles con el nombre Cafetier. Así que mi sensacional secreto venía cacareado en los papeles del día, por cierto, bajo un titular que delata a su autor como un típico esnob veneciano: “Guía secreta de la ciudad del agua”.

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Nuestra ignorancia es la que nos convence de que somos los únicos dueños de los secretos venecianos. Ya lo había dicho Henry James: “No queda nada por descubrir ni describir, y la actitud original es del todo imposible”. Y lo recordó Mary McCarthy: “Nada puede decirse aquí (incluida esta afirmación) que no se haya dicho ya”. De ahí el fenomenal chasco que se lleva aquella mujer, a la que se refirió McCarthy, cuando es informada de que la pequeña iglesia que cree haber descubierto, una joya recóndita que supone ignorada, no es otra que la celebérrima Santa Maria dei Miracoli. Sí, los esnobs resultamos ridículamente cómicos en el momento de ser desenmascarados.