Papel, tinta, plomo y café con media




Para hacer un periódico se precisa una inteligencia empresarial, una inteligencia editorial y una tropa de reporteros, pero no basta. O, al menos, no bastaba cuando el periodismo solo podía fabricarse a base de papel, tinta y plomo. En 1917, Tovar se puso a calcular los raudales consumidos por El Imparcial en cincuenta años:

1. En efectivo metálico, el saco de duros hace sombra a la fachada principal del Banco de España.

2. Con la bobina del papel para hacer las hojas del periódico habrá para envolver a España entera.

3. De plumas, un elefante resultaría un acerico.

4. Todos los pinares de la Península son insuficientes para producir la goma gastada.

5. En tiempo y saliva malgastada, ustedes compararán.

6. La torre Eiffel resulta una tontería al lado de las cuartillas escritas.

7. Todos los sastres que conocemos no han cortado ni recortado lo que nosotros.

8. Con la cinta telegráfica de nuestro servicio habría para hacerle una corbata al globo terráqueo.

9. De fósforo gastado, mucho más y mejor que lo qe ha fabricado el monopolio de cerillas.

10. De tintas… ¡la mar!

11. De tipos de imprenta hemos hecho más derroche de plomo que en la guerra europea.

12. Y de cafés con media, podría llenarse la Plaza de Toros de Madrid (esto por cuenta de los interesados).


 
En efecto, el periodismo decimonónico se hizo bajo los efectos moderadamente excitantes de la cafeína rebajada con leche y la media tostada. Pocos fueron los disidentes del café, partidarios de brebajes más fuertes: a mediados del XIX, resultaba exótica la afición de Ortega Munilla a la cerveza, y excesivo, según los maledicentes, el gusto de Mariano de Cavia por el vino. Todavía faltaba mucho para que el whisky corriese por las redacciones. Me parece a mí que no están suficientemente estudiadas las secuelas que estos y otros estupefacientes posteriores han dejado en la prosa informativa de cada época, en la puesta en marcha de la función nerviosa del periodismo.

 

La tropa



Para hacer un periódico no bastan una inteligencia empresarial y una inteligencia editorial, por mucho que estas se apelliden Urgoiti y Ortega. Se requiere también una tropa de gacetilleros o, como decía la leyenda al pie de la caricatura de Bagaría, “una comunidad de anónimos o casi anónimos”. Algún mérito hubo de tener la tropa en el prestigio que alcanzó El Sol, por más que su capitán, Félix Lorenzo, lo atribuyese a las firmas de relumbrón, a “la eximia compañía que para nosotros significan un Ortega y Gasset, un Gómez de Baquero, un Pérez de Ayala, un Miró”: “Crea usted –añadía– que cuando piensa uno que sus notas han de verse hombro con hombro con los artículos de estos caballeros, fatalmente se aprieta el estilo y procura uno decir las cosas con cierto buen aire. Cuestión de tónica nada más”. El periodista que recogió estas declaraciones fue Pedro Massa, un casi anónimo que escribía para El Heraldo de Madrid. Dada su condición, sabía que un periódico no es solo el hogar intelectual de las sapiencias que conciben sus artículos en los gabinetes de sus domicilios particulares, también es un espacio físico donde los gacetilleros conviven. Y allí, en la redacción de El Sol, reparó en un pequeño detalle: una pizarra. En ella se escribían amonestaciones de este cariz: “Se ruega a los compañeros el uso moderadísimo del gerundio” o “Convendría una rigurosa exactitud y economía en el adjetivo, para no caer en hipérboles ‘viejo régimen’”. Massa quizás creyó que el afinado estilo del periódico debía más a la “pizarra de los gerundios” –así la bautizó– que al reflejo de la luz emitida por la prosa de las estrellas de la constelación solar, según sostenía Félix Lorenzo. Desde luego su acotación parece una forma elegante de discrepar del director: “Dan idea tan sanas advertencias de lo delgado que se hila en aquella casa en punto a estilo y ponderación”.

El reportero también se fijó en la salita que, en aquella casa, servía de comedor y en las imágenes trazadas por el pincel de Bagaría sobres sus paredes: “El dibujo mural de Bagaría es un encanto. Los hombres más célebres del mundo aparecen allí deliciosamente caricaturizados y tomando cada uno una taza de café. Sólo Robespierre bebe sangre, la cual, al rebosar de la jícara, cae sobre el cardenal Cisneros, quien se libra del rojo bautizo abriendo previsoramente su paraguas. Galdós es un gabán; encima del gabán, una chalina; encima de la chalina, unas gafas, y encima de las gafas, un sombrero. Y es Galdós”. Si se atiende a la crónica de Massa, el espíritu burlón de la escena mural contagiaba la vida de la redacción:

     “–Estos se ríen porque son unos insensatos –nos dice Bagaría señalando a un grupo de redactores–; pero pocas veces se habrá visto un ‘terceto’ mejor acordado que el que formamos Sancha, Robledano, Ferrer y yo. ¿Repertorio? Copioso y selecto. Pero en lo que mejor ‘estamos’ es en el tango proteccionista –debilidad de Sancha– y en el himno a Mahón. ¡Oh! En este producimos verdaderas  maravillas. ¿Quiere usted oírlo?
     –¡No! ¡No!... –claman mil voces angustiadas.
    –¿No le digo a usted que son unos insensatos? –repite el gran dibujante, fulminando con la mirada a la Redacción en pleno-. Además me expolian de una manera desaforada. Raro es el día en que no me comen de ochenta a noventa duros en bocadillos. ¡Y de anchoas, que son los más cervezófilos!
     –Y el haberte hecho un himno, ¿no vale nada?
     –¡Un himno que es un ultraje! Óigalo:
 
‘Bagaría se marchó
a la cala de Pollensa;
se vaya donde se vaya,
seguirá tan sinvergüenza,
¡tan sin-ver-güeeensa!...’

     –¡Le parece a usted!”.

Tanta sinvergonzonería y tanta guasa resulta incongruente en un periódico que, por decirlo como lo dijo Massa, encocoraba al público con su tono académico y pedante, irritantemente mesurado y perfecto. De nuevo, le atribuimos al reportero la agudeza de la conclusión que el lector deduce de la anécdota: El Sol fue enviciado por la suficiencia arrogante de sus solemnes plumas, que triunfó sobre la doméstica querencia de los plumillas por la zumba.

Un periódico tal vez no sea otra cosa que un estilo y un temperamento. Entonces, es posible que lo mejor de El Sol, su pulcro estilo, se deba a una modesta pizarra, y lo peor, su severo temperamento, a una traición al espíritu de la redacción. La hipótesis, un desmentido irónico de la historia del diario que nos han contado, resulta arrebatadoramente incitante.

*****

Ilustración.-"La redacción de El Sol, vista por Bagaría" fue publicada el 1 de enero de 1928 con un pie socarrón y seguramente cervezófilo: "Por vez primera presentamos a los lectores la Redacción de El Sol, exclusivamente la Redacción, la comunidad de anónimos o casi anónimos que escriben nuestras páginas. Esperamos que para el público tendrá algún interés adivinar, a través de los trazos caricaturescos, la fisonomía de los que tan fiel y desveladamente le sirven a diario. Se trata de una interpretación de Bagaría; es decir, de un arrebato genial. Lo advertimos para que los lectores no formen de las cualidades físicas de la Redacción de El Sol a la vista de este grabado, el mal concepto que es de temer".

The Newsroom: etiología de un mareo




El escenario es el salón de una universidad norteamericana; por lo demás, lo que allí ocurre nos resulta, de inmediato, familiar: dos energúmenos están enzarzados en un debate de tautologías políticas. Respetando las convenciones del género, sus papeles están bien definidos y sus posiciones son categóricas. Uno tacha a Obama de socialista y su irritada contrincante le imputa venerar a Reagan como último gran presidente del país; el primero maquilla las razones que fundan la ley bruta del más fuerte y la segunda combate la lógica perversa del darwinismo económico. Para romper el empate entre el nieto de McCarthy y la progre northeastern, el moderador interpela a un tercero que se ha mantenido ajeno a la discordia. Le pide que se signifique: ¿republicano, demócrata o independiente? La pregunta no consigue descomponer la sonrisa irónica de su cara. “The New York Jets”, responde. Impelido violentamente a contestar en serio, se obstina en seguir hablando de fútbol y terquea: los Jets, los Jets, los Jets. El auditorio ha dejado de reír la gracia del exabrupto repetido y él, mientras, ha comenzado a sentir los primeros síntomas de un mareo que confunde sus sentidos. Deslumbrado por la luz de los focos, cree ver alucinaciones y oye las voces tamizadas por un eco desvaído y demorado, también la que formula la pregunta con la que se decide finalmente a entrar en el juego: ¿Por qué los EEUU son el mejor país del mundo? Entonces, Aaron Sorkin le escribe al periodista Will McAvoy, para esa escena inicial de The Newsroom, un discurso que niega la premisa implícita en la cuestión: “No es el mejor país. Esa es mi respuesta”. Como si el mareo hubiese tenido virtualidad de desatar repentinamente su lengua y también una insolencia irreverente, continúa su diatriba. Luego vendrá la escandalera, pero, de momento, el auditorio se queda paralizado y atónito ante aquella jugada que sanciona como unnecessary roughness.

Vistos los síntomas de la dolencia que sufre McAvoy, la espectadora apresura un diagnóstico. El paciente sufre el síndrome de Ménière. Los médicos no saben demasiado sobre el origen de esta enfermedad y, de primeras, acostumbran incluso a confundirla con otras. Pero la ciencia de la espectadora no es la medicina. Ella es periodista y cree reconocer en el mareo el mismo mal que padecieron dos viejos colegas, Jonathan Swift y Julio Camba. Ambas historias clínicas permiten descifrar la etiología de la rara enfermedad profesional. 


Julio Camba y los antípodas de Aravaca


Julio Camba no se dejaba entrevistar. A este respecto, su criterio era completamente inflexible: “Siente un profundo horror por esta forma de información periodística. ‘¿Quieres hablar de mí? –dice–; pues habla; ya me conoces. ¿O qué quieres? ¿Que te llene yo veinte cuartillas que luego has de firmar tú? No…’”. Sabía que el objeto de interés de los entrevistadores y del público no era él mismo, sino el personaje que había creado. Si este iba a aparecer en escena, que fuese en sus artículos, en donde la palabra era bien calculada y extraordinariamente bien pagada.

Julio Camba tampoco se dejaba fotografiar. Se daba la penosa circunstancia de que su persona y su personaje tuvieron que compartir rostro. Así que obligado a hacerse un retrato para la publicidad, evitaba la ocasión improvisada y el objetivo de los amateurs. Para la foto del tipo aquel que escribía unos artículos llenos de humor e intención, elegía el estudio de un maestro, preferiblemente el del mejor, Alfonso, que entendía y satisfacía el encargo. De manera que la imagen que encabeza este texto constituye una rareza verdaderamente insólita. Se diría que la foto y el pie de foto fueron una idea de Camba. Cuando se le ocurrió el pie, accedió a la foto; por una vez, con generosidad y sin retribución, el personaje se mostraba y se explicaba. 

La sastrería de Gay Talese




Gay Talese confiesa que escribe despacio, con una laboriosidad morosa que no se deja acuciar por el plazo de entrega fijado en el contrato editorial, ni sobornar por el adelanto económico recibido: “Siempre sigo dándole vueltas a una frase hasta que llego a la conclusión de que carezco de la voluntad o la habilidad para mejorarla, y entonces paso a la siguiente oración y luego a la siguiente. Al final –eso puede tomar días, una semana entera– reúno suficientes frases escritas a mano como para formar un párrafo y suficientes párrafos como para llenar tres o cuatro páginas de la libreta amarilla”. Entonces, teclea en el ordenador o, mejor, en su Olivetti el texto que escribió a lápiz en el cuaderno; imprime el archivo o arranca del rodillo las hojas de papel blanco Racerase; corrige los errores tipográficos de cada plana; modifica una frase; repiensa; se le ocurren nuevas ideas, las encaja y, al cabo, ha rehecho completamente la página mil veces antes de darla por buena. El proceso, lentísimo, queda explicado en Vida de un escritor (Alfaguara, 2012), el libro con el que el periodista se concedió la revancha para, de algún modo, culminar los proyectos que quedaron abortados después de una prolija investigación, embarrancados en el transcurso de la escritura o frustrados por el dictamen de sus editores.