Releer a Manuel Vázquez Montalbán

Manuel Vázquez Montalbán afirmaba en el prólogo que redactó en 1995 para una nueva edición de sus Escritos subnormales: “Afortunadamente puedo releerme”. Era ésta la expresión del legítimo orgullo de quien no encontraba necesidad de rectificar, desdecirse o renegar de unos textos escritos dos décadas antes. En efecto, Vázquez Montalbán dio prueba de una extraordinaria coherencia ideológica, como atestigua su vasta obra, no ya sólo la publicada en libro, sino también la que apareció en la prensa, nacida de inapelables urgencias, necesariamente pegada a lo más volátil de las circunstancias y, en apariencia, más expuesta a alcanzar con rapidez fecha de caducidad. Que esa obra periodística es un corpus sin discrepancias internas que admite -no sólo por ese motivo, habría que añadir- la relectura queda patente en El periodismo según Manuel Vázquez Montalbán (Ronsel, 2008), una antología preparada por Carles Geli y Marcel Mauri que reúne cerca de un centenar de textos que ofrecen una visión de conjunto de toda una trayectoria profesional, desde sus mismos inicios en 1960. Precisamente uno de los aciertos de esta edición es el no desestimar aquellos trabajos periodísticos que inauguraban una carrera, los primeros, que no primerizos, porque en ellos se exhibe la precoz madurez de una lúcida capacidad de análisis, de una insobornable inteligencia crítica y se encuentran expuestas ideas y temas que anticipan el repertorio de obsesiones a las que se mantuvo fiel, sin que coyunturas políticas o avatares profesionales lograran que desertase de ellas. El primer Vázquez Montalbán ya es Vázquez Montalbán; el primer Vázquez Montalbán funda un proyecto de escritura y manifiesta una voluntad de estilo que se mantienen reconocibles y vigentes hasta el final.

No parece casual la muerte en Bangkok de Manuel Vázquez Montalbán, que su poesía, con intuición premonitoria, vislumbró: “El cartero ha traído el Bangkok Post/ el Tahilandia Travel/ una carta sellada/ la muerte de un ser querido”. Y no parece casual que el último artículo que publicó en el diario El País estuviese dedicado a la revista Triunfo. Si fuesen casualidades, serían de las que semejan haber sido dispuestas a propósito para revelar las claves iluminadoras de una vida y una obra.

Su Crónica sentimental de España apareció en 1969 en las páginas de Triunfo. La revista había olvidado durante dos años en un cajón ese texto que, en cuanto fue publicado, mereció ruidosos aplausos y descubrió al periodista que lo firmaba. El propio Vázquez Montalbán admitió que “el impacto de mis colaboraciones allá me salvó la vida en muchos aspectos”. No se refería de ese modo únicamente a la proyección profesional que alcanzó gracias a Triunfo, donde pasó a colaborar intensivamente saliendo del “pozo donde habitaba como joven promesa ninguneada”. Aludía también a la sensación de formar parte de un proyecto con el que se identificaba plenamente: “Me vinculaba a Triunfo en el momento de su definitivo despegue como medio en el límite del posibilismo crítico contra la dictadura, cumpliendo el papel de órgano cómplice en la reconstrucción de la razón democrática de España después del asalto a la razón perpetrado por las hordas franquistas en 1936”. La revista le ofrecía la oportunidad de ser él mismo y, al tiempo y no menos importante, “una manera de reconocerse y pensar que no se estaba solo”, una “compañía ideológica” y una “plataforma de autorratificación”, como él mismo explicó en uno de los textos incluidos en La literatura en la construcción de la ciudad democrática:

“Toda esa nueva generación que se forja en los años sesenta queríamos salir en Triunfo, queríamos ser reconocidos por y en Triunfo, queríamos que si publicábamos algo, Triunfo hablara de ese libro, queríamos que si alguna vez se nos ocurría algo prodigioso, Triunfo lo publicara. [...] Por una parte, esa voluntad de una nueva promoción que trata de expresarse y de recuperar el patrimonio prohibido, la memoria prohibida por el 'vencedor'. Por ahí se establece el encuentro entre ese embrión de una nueva vanguardia y la vanguardia asolada, la vanguardia asolada por la Guerra Civil. Así se puede explicar por qué la revista fue al mismo tiempo expresión de lo que nos preocupaba en aquel momento de cara a la creación de una conciencia hacia el futuro y creación de lo que había sido la conciencia crítica de los heterodoxos españoles que estaban prohibidos por la cultura oficial”.

La recuperación de la memoria prohibida no constituía una vacua complacencia en la nostalgia, sino que formaba parte del subversivo ejercicio de forcejear con la realidad falsificada y de definir los deseos de futuro. Vázquez Montalbán no fue de los que creyeron que el fin de la dictadura franquista y la transición finiquitaban aquel proyecto integrador de memoria y deseo, en el que continuamente reafirmó su militancia:

“Estamos ya en esa ciudad democrática que nos ha traído la transición, por la cual la sociedad civil culta apostó durante largos años, y deberíamos asumir la amenaza de una nueva inquisición. [...] Estábamos implicados en una lucha a muerte entre el presente como inquisición frente a la memoria. Conflicto no inocente, porque la memoria significa conservar el recuerdo de cuáles eran nuestros deseos personales y colectivos y la lista de los culpables de las frustraciones personales y colectivas. El instalarse en el presente significa, de hecho, declarar la inutilidad de cualquier tipo de deseo, la aceptación de las cosas como son, del fatalismo de lo que nos es dado, fatalismo ante la incuestionable mecánica de lo histórico y de lo económico”.

Y así funcionan las casualidades: en su último artículo en El País, “Triomf” (13-X-2003), Vázquez Montalbán lamentaba -y no era, ni mucho menos, la primera vez- la muerte de la revista y la inexistencia de una plataforma periodística que recogiese aquel testigo. “Un empeño político cultural excepcional, iniciado en 1939 intra y extramuros de la ciudad franquista y todavía por ultimar. Aunque ahora sin un Triunfo que llevarnos a los ojos”, terminaba diciendo el texto. Vázquez Montalbán no cejó en aquel empeño y llevó, allí donde escribió, su voz, negándose a modularla o adaptarla a unas publicaciones con las que sabía imposible volver a sentir la sintonía o identificación que estableció con Triunfo.

No renunció jamás a aquel proyecto que consideraba plenamente vigente y que desbordaba con mucho los límites del periodismo: “La Memoria como reivindicación frente al demonio del olvido y el Deseo como eufemismo de la esperanza, de la Historia si se quiere: he aquí la tensión dialéctica fundamental de todo cuanto he escrito”. Cabe recordar que precisamente ése, Memoria y deseo, fue el título que dio al ciclo que reunía tres décadas de su poesía. Dicen unos versos de Ciudad: “morirán de frío los desertores/ de la ciudad ambiciosa de su Memoria/ mientras comprueban el fracaso del deseo/ disfrazado de costumbre dominguera”. Basta releer a Manuel Vázquez Montalbán para saber que no murió de frío.

Entrevistar a la monarquía

Ese lúcido periodista que fue Eça de Queirós escribió en mayo de 1894 un artículo, incluido en Ecos de París, en el que discutía el interés periodístico de entrevistar a un rey:

“Si los reyes lo son por derecho divino, sus intenciones deben permanecer tan impenetrables como las de Dios, de quien emanan, y quien las inspira. Si alguien osase interrogar al emperador de Rusia sobre sus planes, él con toda lógica, señalaría silenciosamente hacia el cielo. Los reyes de este carácter trascendente son agentes sumisos, casi inconscientes, de la Providencia. Mejor trepar a las nubes y formular un interrogatorio directo a la Providencia. Sin embargo, si los reyes son constitucionales, entonces tanto sus deseos como sus actos sólo tienen validez si son confirmados por el gobierno, por el Parlamento, por todas las instituciones tutelares con que los ha rodeado, con que los ha maniatado la Constitución. Más útil, más rápido y más cortés sería interviewar al primer ministro o al jefe de la mayoría”.

Así introducía Eça de Queirós su comentario sobre la entonces muy comentada entrevista que el periódico francés Le Figaro acababa de realizar al rey Humberto de Italia. En su opinión, esperar con inquietud y discutir después con pasión tales declaraciones públicas constituía una inmensa ingenuidad, puesto que esas manifestaciones estarán necesariamente cortadas por el patrón de una convención y no podrán ser más que “virtuosas generalidades”.

“Existe una convención, recíprocamente consentida, que es propia de todas las manifestaciones públicas y que se corresponde con la necesidad climatológica y moral de cubrir nuestra desnudez. Se trata de una mera cuestión de decencia, de respeto social, casi de etiqueta. El jefe de Estado, cuando le habla a la nación, tiene que exhibir una decorosa virtud en sus intenciones, por los mismos motivos por los que tiene que ponerse un uniforme y llevar un séquito en las grandes ceremonias. […] ¿Qué otra cosa podría decir el Rey de Italia a un reportero que lo interroga sobre las intenciones de Italia? […] Cualquier declaración suya, destinada a un periódico, tenía que ser forzosamente fraternal, pacífica, optimista. […] Pues estas declaraciones previsibles, obligadas y sin más significado que el uniforme o la levita que llevaba el rey, todavía están siendo escrutadas, sopesadas, filtradas, estudiadas con ardor por los analistas políticos, como si contuvieran en el fondo de sus sílabas los secretos del Destino”.

Eça de Queirós fantasea con la posibilidad de que el monarca entrevistado se olvidase del guión que le ha sido adjudicado y que todos esperan que respete. Utiliza una parábola para sus reflexiones sobre el margen de que dispone un rey para la sinceridad:

“Un amigo mío, viajando por Inglaterra, se detuvo en un hotel, y después de acomodarse y afeitarse, bajó a almorzar. Era un día de junio y le apetecía un vino fresco y suave. Revisó pensativamente la carta de vinos, y le preguntó al camarero, con la tradicional y humana ingenuidad:
-¿Es bueno ese Chablis?
El camarero, un viejo de patillas blancas, serio y triste como un embajador en espera de destino, sacudió la cabeza, y respondió secamente:
-Es una peste.
Mi amigo observó con espanto, con un desagradable espanto, a aquel hombre sincero. Después, volvió a mirar la carta.
-Bueno, tráigame entonces este Médoc… ¿Es bueno el Médoc?
El criado, muy serio, replicó:
-Es horrible.
Perturbado, mi amigo murmuró tímidamente, mientras una desconfianza vaga y oscura lo invadía:
-Bueno, beberé cerveza… ¿Qué tal la cerveza?
El camarero aseveró, convencido y digno:
-Un brebaje muy mediocre… ¡Extremadamente mediocre!
Mi amigo temblaba ya, con un manifiesto terror. Pero todavía balbució:
-¿Qué puedo beber entonces?
-Beba agua, o beba té… Aunque el té que tenemos hoy es realmente detestable.
Entonces, mi amigo apartó violentamente la servilleta y los cubiertos, trepó por las escaleras hasta su habitación, apretó las correas de su maleta, saltó a un coche y huyó.
¿Por qué? Ni siquiera él lo sabía. Todo lo que pudo explicarme fue que, ante tanta sinceridad, sintió a su alrededor, en aquel hotel, algo anormal, extravagante, peligroso. La actuación de mi amigo, dado nuestro hábito secular a la mentira, a la ficción, a la convención, resulta muy humana”.


Aquellos que han salido corriendo despavoridos del hotel en los últimos días lo hacen porque habían terminado por creerse la mentira y por olvidarse de la verdadera naturaleza de lo que la convención oculta. Olvidaron también que, tal y como advirtió Eça de Queirós, “a pesar de haberse suprimido la rígida y aprisionante etiqueta de tiempos de Carlos V, los reyes todavía no son accesibles a cualquier sujeto de sombrero hongo que se presente con un cuaderno y un lápiz, a ‘hacer preguntas’”. Es el monarca quien decide por quién se deja interrogar y al elegir al periodista -en este caso, con sombrero de copa- ya está comenzando a dibujar su retrato, incluso antes de manifestarse siguiendo o no el consabido guión.

Mal de escuela

Mi recuerdo del colegio es horrible. Fui una magnífica estudiante: mis cuadernos eran pulcros, hacía obedientemente los deberes, nunca jamás dije a mis padres que no quería ir a las clases y mis boletines de notas eran excelentes. Y, sin embargo, mis recuerdos escolares son horripilantes.

Enterré durante mucho tiempo la memoria de aquellos años de tareas absurdas –copia cincuenta veces esta frase, cien veces, doscientas veces-; de deberes que eran trabajos forzados que consumían las tardes sin tiempo para jugar; de tediosos e infinitos ejercicios de memorización de listas y temas que no importaba si comprendía; de descansos entre dos clases ocupados con la resolución de una raíz cuadrada –prohibido hablar con la compañera de pupitre-; de tarimas como potros de tormento, donde la maestra me toma la lección y aguarda a que le dé una mínima excusa para humillarme ante mis compañeras; de las clases en las que se estudiaban las consecuencias negativas y también las positivas (sic) de la II Guerra Mundial; de los intentos de inculcarnos un miedo atroz a la vida y de matar cualquier manifestación de nuestra irreprimible vitalidad; de prohibiciones, en especial, la de preguntar por qué; de los miércoles con la frente manchada de ceniza y un sermón admonitorio y tremebundo sobre la muerte retumbando en la cabeza; de profecías apocalípticas, como las de aquel día de 1982 tras unas elecciones cuando se anunció la inminente y sacrílega persecución que comenzaría arrancando el crucifijo de encima de la pizarra; de las últimas horas del domingo en las que el sonido del carrusel deportivo que escuchaba mi padre en el transistor era el negro anuncio de una nueva semana que reconocía que comenzaba ya, en ese mismo instante, por el agujero que se abría en el estómago; del sentimiento perpetuo que la niña que fui tenía de pecado y culpa; de remordimientos porque nunca había estudiado lo suficiente; de maestras que no conocían otro método pedagógico que el castigo y que supieron convencerme de que siempre era merecedora de él, incluso cuando el castigo no llegaba; años de crueldad y violencia, de ininterrumpidas y sofisticadas torturas; de disciplina, que era el nombre que se le daba a la sumisión; de respeto, que era como llamaban a mi miedo; de los esfuerzos por hacer lo que se esperaba de mí, pero que nunca resultaban suficientes para lograr una palabra, no ya de celebración o enhorabuena, ni siquiera de aliento.

Durante mucho tiempo permanecieron en el olvido aquellos años de lectura de las páginas en papel biblia de los documentos del Concilio Vaticano II y de sometimiento a una educación cuyos criterios pedagógicos parecían dictados por el Concilio de Trento. Aquella memoria, que podría ocupar la vida profesional entera de un psicoanalista, terminó por regresar viva, tan dolorosamente viva que me impide bromear con los recuerdos escolares y perdonar a aquellas monjas y profesoras, sádicas y satánicas, que nos odiaban y a las que todavía guardo un profundo y violento rencor.

Mondadori acaba de publicar el libro Mal de escuela. En él Daniel Pennac habla del mal estudiante que fue y de los malos estudiantes que son, esos que representan un reto para el profesor y que justifican plenamente su dedicación. La pedagogía ha dado prestigio y atención al mal estudiante; ha dejado desamparado al buen estudiante. Él no plantea problemas: es disciplinado en las clases y sus calificaciones hablan de la excelencia de su rendimiento académico. No parece haber motivo de preocupación. ¿Quién sospecha que el buen alumno puede sentirse desatendido, excluido por la escuela? ¿Quién imagina que el buen estudiante puede padecer una crónica insatisfacción, sufrir la vacuidad de sus tareas, el desaliento de una búsqueda de no sabe qué o el cansancio de mendigar respuestas a preguntas que no le permiten formular? ¿Quién entiende que para ese alumno el estudio es sólo un refugio que no lo refugia de nada? ¿Quién es capaz de detectar la tristeza de ese estudiante inadaptado cuyas calificaciones dicen que está perfectamente adaptado?

Dice Pennac: “Basta un profesor -¡uno solo!- para salvarnos de nosotros mismos”. Cierto, un solo profesor también puede salvar al que formalmente pasa por ser un buen estudiante. Siento que fui muy afortunada: aunque tuve que aguardar al bachillerato, encontré a más de un profesor que me redimió (ya sé, el verbo me delata). Cómo lo lograron es una hermosa historia protagonizada por unos profesores con una exquisita sensibilidad y una infinita generosidad.

La solución final

Fernando Pessoa dejó anotado en uno de los apuntes sueltos incluidos en la edición publicada por Gadir de sus diarios:

“Uno de los pocos entretenimientos intelectuales que todavía le quedan a lo que queda de intelectual en la humanidad es la lectura de novelas policiales. Entre el número reducido y áureo de horas felices que la Vida me permite, algunas de las mejores del año son aquellas en las que la lectura de Conan Doyle o Arthur Morrison absorbe mi conciencia por completo.
Un volumen de estos autores, un puro de a 45 el paquete, la idea de una taza de café, trinidad cuya unión es el conjugar de la felicidad para mí; mi felicidad se condensa en esto”.


La misma trinidad dispensó a Lieschen horas felices. Seducida por la idea de revivirlas, se dio a la lectura de La solución final, de Michael Chabon. Es una de esas novelas que, sin estar firmada por Conan Doyle, tiene por protagonista a su célebre detective, Sherlock Holmes. Es cierto que nunca aparece citado por su nombre y que no cuenta con la compañía amparadora de la señora Hudson ni del doctor Watson, pero las pistas son concluyentes. El personaje está cumpliendo el designio que le preparó Conan Doyle: un retiro en los South Downs dedicado a la apicultura. Es julio de 1944 y todavía hay en el lugar quienes recuerdan vagamente el pasado de pesquisas, hipótesis y brillantes deducciones de quien se ha convertido en un anciano nonagenario. Se produce un asesinato y la desaparición de un loro que repetía una retahíla de números en alemán, lo que parece un código secreto al que cabe atribuir alguna relevancia en la guerra que se está librando.

El detective jubilado abandona la lectura del último número de The British Bee Journal y sale de debajo de la manta de lana con que cubre sus piernas a pesar de ser pleno verano para ¿resolver, como antaño, el asesinato? No, para descubrir que su mundo se ha desmoronado. Londres es un paisaje de ruinas y cenizas tras los bombadeos de la Luftwaffe, pero también un escenario en el que cuadrillas de tabajadores levantan una ciudad nueva. No existe ya aquel “Londres de gas y de neblina/ un Londres que se sabe capital de un imperio/ que le interesa poco, de un Londres de misterio/ tranquilo, que no quiere sentir que ya declina”, como describó Borges la ciudad de Sherlock Holmes. La guerra ha aniquilado la ciudad y el tiempo al que pertenece el detective, que obtiene la revelación de que ya no es posible mantener la ilusión de que un elegante ejercicio deductivo permita acceder al sentido y la causalidad: “El sentido moraba únicamente en la mente del analista. De que eran los problemas irresolubles –las pistas falsas y los casos ya enfriados- los que reflejaban la verdadera naturaleza de las cosas. De que todo el significado y esquema aparente no tenía más sentido intrínseco que el parloteo de un loro gris africano”. Ésa es la solución final, polisémico título de la novela. Sherlock Holmes no murió asesinado por Conan Doyle utilizando la mano de Moriarty en El problema final, Sherlock Holmes muere o, lo que viene a ser casi lo mismo, siente un anticipo o demostración de la naturaleza de la muerte al ser llevado por Michael Chabon a las calles de Londres un día de 1944.

La novela apócrifa, triste y desasosegante, dispensó a Lieschen la explicación del verdadero motivo por el que las aventuras de Sherlock Holmes firmadas por Conan Doyle le han proporcionado horas felices: su lectura permite sentir la abolición de la Historia, vivir un mundo y un tiempo en el que es posible el ejercicio tranquilizador de encontrar sentido a una sucesión de acontecimientos, un refugio temporal frente a la intemperie cotidiana del sinsentido. “Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes”, ya lo dijo Borges, “es una de las buenas costumbres que nos quedan”.

El hombre-sándwich

El hombre-sándwich o el hombre-anuncio nació a finales de la década de 1830 en Inglaterra después de que un decreto de la policía metropolitana londinense prohibiese fijar cartelería en propiedades privadas ante la abigarrada saturación publicitaria que lucían las calles de la ciudad. A este personaje urbano dedicó Julio Camba un artículo en 1913:

“La profesión de hombre sandwich no es muy lucrativa, pero es filosófica; es de una filosofía escéptica y peripatética, que se aviene muy bien con todos mis principios. Antes de endosar la chistera del business-man e irme a trotar por las calles de la City, yo prefiero ponerme un cartel en el pecho y otro en la espalda y pasar lentamente por Picadilly y Regent Street. El cartel yo puedo soportarlo; al fin y al cabo, un cartel es publicidad; cuando me encartelen, me haré cargo de que me he trasladado de las primeras a las últimas páginas de la prensa. En cambio, esa odiosa chistera que se pone aquí todo el mundo para ir a la City, yo no la aceptaría nunca”.

Camba, que presumía de ser un vago redomado y que siempre discutió la mitificación burguesa del trabajo, confesaba no tener otra vocación que la de flâneur, que en realidad es lo que era, pero flâneur liberado de la obligación de escribir unos artículos que justificaran económica y socialmente su verdadero temperamento. Incluso cuando toda la publicidad de la prensa se reunía en las últimas páginas y no se desperdigaba por el periódico como ahora, logrando emparedar a los periodistas y sus crónicas entre el anuncio de un chalet junto a un campo de golf en Granada y el del último modelo de BMW, Camba intuía que su condición de flâneur peripatético encontraría mejor acomodo en las calles como hombre-sánchwich que en la vanidad de la firma estampada en la portada del diario.

Corren malos tiempos para los discípulos de la filosofía peripatética del hombre-anuncio, idealizada por Camba para sacar el máximo partido de la metáfora. No comulgan con ella ni el Ayuntamiento de Westminster ni el de Madrid: ambos han prohibido su actividad. El alcalde Ruiz-Gallardón ha dicho que tal ocupación es “denigrante”. La coherencia exige que a la reciente ordenanza sigan otras en una campaña implacable para acabar con los trabajos indignos. De este modo, cabe suponer que ya se estará preparando a toda prisa una contra los business-men que si no tocan ya sus cabezas con chisteras para pasear por la City, van muy trajeados camino de las ocupaciones especulativas que han tenido por último y estruendoso resultado una crisis que servirá de perfecta excusa para imponer denigrantes y oprobiosas condiciones a dignos trabajos y trabajadores. Así lo supondríamos si no fuésemos discípulos de una filosofía, además de peripatética, profundamente escéptica.

Fotografía:
WALKER EVANS: Sandwich-man advertising Washington Street Photo Studio (1930).

Una triste historia

“El poder informativo es la triste historia de la virgen que acabó en el prostíbulo”. La frase es de Manuel Vázquez Montalbán y está tomada de su Informe sobre la información. Sé que voy a estropear la sentencia, apagar su chispazo, si digo que esta puta siempre fue puta, que nunca esta puta fue virgen. Por más que revise su pasado, la puta no encontrará las razones que explican cómo llegó al prostíbulo: ha olvidado que siempre estuvo allí.

No tuvo ella un pasado inmaculado y virginal, y el propio Vázquez Montalbán lo sabía bien: “El ariete de la libertad de informar –escribió– lo utilizó la burguesía para penetrar en la fortaleza del antiguo régimen y, una vez en el poder, se las ha ingeniado, a lo largo de cien años, para domesticar la información y convertirla en una técnica de dominio de la conciencia colectiva”. Efectivamente, la libertad fue utilizada sólo como ariete, como coartada que legitimó el discurso y las reivindicaciones de las revoluciones liberales contra el absolutismo. La falta de sinceridad con que fue izada la bandera de la libertad se hizo evidente cuando, tras el triunfo de esas revoluciones, los controles sobre lo publicado no desaparecieron. Es cierto que se borró de las disposiciones legales la infame evidencia de la censura previa, pero esto no significó una renuncia a otras estrategias, más o menos sutiles, más o menos manifiestas, que permitiesen mantener dócilmente domesticada la información.

La historia del poder informativo es, en el mejor de los casos, la historia de cómo los mecanismos de vigilancia se han ido sofisticando para cumplir su aspiración de hacerse invisibles. Y esa historia, triste o tristísima, es la que me toca relatar a futuros periodistas. En vísperas de un nuevo curso, mi trabajo me parece tan triste o más que esa historia. Continúo leyendo a Vázquez Montalbán, quien sostuvo que al periodista “sólo le queda una grandeza: forcejear con todos esos condicionamientos para recuperar, cotidianamente, la dignidad que le otorga la búsqueda de sus auténticas responsabilidades”. Entonces recuerdo que no soy una cínica: creo en la grandeza –muy modesta y nada grandilocuente- que puede haber en el ejercicio del periodismo. Recuerdo también que no faltan periodistas que fueron y son capaces de escribir páginas alegres en la triste historia de su profesión, que ellos son los que enseñan la dignidad y grandeza que puede haber en el envilecedor burdel.

Necrológicas

Una de las “insondables perversidades” del periodismo, según denunció y reprobó Chesterton, es “el uso que éste hace de sus reservas biográficas; no piensa nunca en publicar la vida sino cuando publica la muerte”, de manera que “leemos que el almirante Bangs cayó muerto, y ésta es la primera indicación que nos llega sobre el hecho de que hubiese nacido”. En efecto, las secciones necrológicas suelen nutrirse de las semblanzas de ilustres almirantes, ilustres Premios Nobel, ilustres empresarios, ilustres músicos, ilustres abogados, todos ilustres o ilustrísimos, que tuvieron que aguardar a la hora de la muerte para merecer la atención de los esqueléticos párrafos de la esquela que redacta el periodismo. En su brevedad, pretenden condensar y fijar la relevancia de una vida que cuando era tal fue ignorada. De la mala conciencia que procura hacerse perdonar la culpa, aunque sea en el postrer momento, nació esa sección enlutada de los periódicos, tan dada a la prosa enfáticamente encomiástica y ceremoniosamente tópica.

El obituario tiene sus archisabidas reglas, que actúan como cómodos patrones para el corte y confección de la oración fúnebre. Ahora bien, no siempre el patrón se ajusta a la hechura de la vida que hay que glosar y entonces cunde la desorientación. Así sucede en el caso de las vidas que el periodismo considera anodinas, a las que no concede la categoría de ilustres o notables, en las que no distingue ninguna excepcionalidad y a las que, por tanto, jamás dedicaría una gacetilla necrológica a no ser que las circunstancias de su final sean realmente singulares. Entonces, el elogio fúnebre, que echa de menos el pivote de un episodio ejemplar en la biografía, se siente obligado a compensar la carencia y busca una nota de emoción en el adjetivo que no se termina de creer y que sólo funciona como recurso sensacionalista. Las semblanzas de las víctimas del reciente accidente de un avión de Spanair en Barajas explotaron los detalles de sus biografías no para celebrar sus vidas, reconocer su valor y llorar su fin, sino para satisfacer una morbosa pulsión necrófaga y para derrochar moralina en un banal sermón sobre la muerte. Aquellas necrológicas fueron el impúdico recordatorio de que la muerte es la gran especialidad del periodismo, su instinto.

Hoy no me acuesto yo

Ante la más que probada y pertinaz resistencia de la pereza a los tratamientos de choque a la que la he sometido y visto que muestra síntomas inequívocos de hacerse crónica, comienzo a creer que no queda otro remedio que rendirme a ella. Me parece que lo mejor sería evitar enojosos rodeos y quedarme directamente en la cama, siguiendo la prescripción de Chesterton y las advertencias del prospecto:

“Es preciso añadir una enérgica advertencia para los estudiosos del noble arte de quedarse en la cama. Incluso para quienes pueden hacer su trabajo desde la cama (como los periodistas), pero más aún para aquellos cuyo trabajo no puede hacerse desde la cama (como, por ejemplo, los arponeros profesionales de ballenas), es evidente que la indulgencia debe ser muy ocasional. [...] La advertencia es la siguiente: si te quedas en la cama, asegúrate de que lo haces sin razón ni justificación alguna. [...] Si un hombre sano se queda en la cama, que lo haga sin la menor excusa; de este modo se levantará sano. Si lo hace por alguna razón higiénica secundaria, podría levantarse convertido en un hipocondríaco”.

Como no soy arponera, podría trabajar metida en la cama, pero no veo cómo cambiaría eso las cosas o la ventaja que obtendría. Y administrar una sobredosis de cama con la esperanza de aborrecer de la abulia es una excusa que, al parecer, podría conferir al tratamiento muy serias contraindicaciones. Lo que pretendo es incubar la pereza y para eso sería estupendo ser capaz de quedarme en la cama, pero despreocupada y felizmente, sin fin alguno, sin excusas ni tampoco remordimientos, como cantaba Chicho Sánchez Ferlosio en “Hoy no me levanto yo”:

“Una cosa hay bien segura
hoy no me levanto yo
tengo sábanas y mantas
buena almohada y buen colchón
tengo tabaco y cerillas
y buena imaginación
y aquí en la cama he llegado
a la clara conclusión
de que pase lo que pase
hoy no me levanto yo.
Cerca ya de mediodía
entran en mi habitación
mi mujer y mi cuñada
y mi hija la mayor
y mi suegra con su hermana
que está aquí ahora de pesión
y confirma mi designio
constata su irritación
cada vez que les repito
que hoy no me levanto yo.
Hablando todas a un tiempo
reclaman una razón
no siento molestia alguna
ni tampoco desazón
no me ha despertado el niño
he dormido de un tirón
digerí bien la fabada
pesadillas no señor
pero aquí estoy en la gloria
y hoy no me levanto yo”.

En casa no tengo una cuadrilla que venga a incordiar reclamando motivos y amargando la alegría que promete quedarme en la cama, pero la conciencia está atenta y sanciona la sola idea y frustra el proyecto.

Así que me levanto por la mañana al toque del despertador que ha programado la mala conciencia. Y comienzo el día con la conocida e irreductible pereza a más de una somnolencia que también es vieja amiga, pero que tiene la docilidad de dejarse reducir por el café y la ducha. Porque en las últimas noches decidí automedicarme y retrasar el momento de irme a la cama, regalar a la vigilia esas horas de la madrugada en las que todos duermen. Es entonces cuando los trabajos del día pierden sentido, cuando puedo darme feliz y sin remordimientos a las distracciones y tentaciones en las que se deleita la pereza y que durante el día serían ocupaciones culposas. Es a esas horas que no se roban a nada ni a nadie cuando la pereza cambia su nombre por otro que desconozco y cuando la alegría canta “aunque vengan dios y el diablo/ hoy no me acuesto yo”.

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Pereza

No encuentro el modo de sacudirme la pereza, que se complace en encontrar su perfecto correlato en las calles de Madrid desiertas de coches y de gente y una poco convincente coartada en los libros.

“¡Cuánta actividad hay en el mundo –escribió Unanumo- que no es más que pereza! ¡Cuánto trabajo que no pasa de ser ociosidad! Nos dormimos en ciertas actividades, en el ardor de ciertos estudios, y no queremos despertar de nuestro sueño a la realidad. ¡Cuánto daño hace el dejarse envolver de una afición, por elevada que parezca! Hay quien dedicado a la investigación científica desprecia al que se pasa gran parte del día jugando al dominó, y no ve que no lleva él otro espíritu a su actividad”.

No me engañaba, ya sabía yo que la actividad de estos días agosteños y agostados no es más que el disfraz de una pereza abisal. Lo que no adivino es la manera de embaucar al laborioso y diligente septiembre para convencerlo de que sus afanes no son más que lánguida molicie. Con lo bien que disimula…

Decus in labore


Desde el fin de las vacaciones intento convencerme de la verdad de la divisa latina -“Decus in labore”- que adorna la vidriera del techo de la hermosa librería Lello & Irmão de Oporto. El conato absorbe tantas fuerzas que no me quedan para ponerme a trabajar.


Coartada en forma de posdata:

“La mal llamada pereza, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer muchas cosas no reconocidas en los formularios dogmáticos de la clase dirigente, tiene tanto derecho a hacerse valer como la laboriosidad”, defendió Robert Louis Stevenson en “Apología de la pereza”.


Absténganse de esa lectura quienes, en mis mismas circunstancias, acaricien la esperanza de culminar con éxito su lucha por desembarazarse de la abulia laboral. Aquellos que deseen engolfarse en ella siquiera sea durante unos instantes más o quizás rendirse feliz y definitivamente a la indolencia posvacacional corran a buscar el texto en la colección de ensayos y artículos titulada Memoria para el olvido (ed. de Alberto Manguel, Siruela, 2005).

Vacaciones

Max Aub firmó con el seudónimo El Escolástico un elogio de las vacaciones en el semanario mexicano Diógenes, Moral y Luz en septiembre de 1952. Aquel artículo comenzaba diciendo:

“Nadie duda que el hombre fue creado para no trabajar, como las flores, los árboles, los pájaros o las vacas. Sucedió lo que todos saben y nos pusieron a ganar el pan con el sudor de nuestro cuerpo. Por eso las vacaciones son como una asomadita al paraíso terrestre. […] Las vacaciones nos recuerdan lo que perdimos por culpa de nuestros primeros padres. Las vacaciones son el ideal de la humanidad, y el partido político que las asegurara mayores tendría todos los votos habidos y por haber. Por eso el comunismo va perdiendo adeptos por todo el mundo: ha convertido el trabajo en ideal. ¿Quién va a seguir ese camino?”.

Pues en la Europa capitalista de hoy no faltan quienes pretenden meternos en vereda, en la vereda del estajanovismo de la semana laboral de 65 horas. Yo, de momento, me escapo por el sendero que conduce al mirador que promete una asomadita al paraíso terrestre.

Nuestra estirpe

Desde que el periódico es periódico, sobre él y sobre quienes lo hacen han caído todo tipo de críticas y menosprecios. Incluso antes de que el periódico fuese periódico, en la prehistoria del periodismo, quienes vivían de comerciar con noticias fueron atacados sin piedad. Basta leer el juicio que le merecían a Montesquieu los nouvellistes, aquellos que se ganaban la vida haciendo el relato oral de lo sucedido en las Tullerías, los jardines de Luxemburgo o en cualquiera de los mentideros parisinos:

“Éstos –se puede leer en una de las Cartas persas- son los miembros más inútiles del estado, y cincuenta años de sus habladurías han producido el mismo efecto que hubiera resultado de cincuenta de silencio; y no obstante se creen sujetos de importancia porque discurren sobre magníficos proyectos y ventilan los mayores intereses.
Es el fundamento de sus conversaciones una frívola y risible curiosidad; no hay tan secreto gabinete que no presuman de penetrarle; no pueden creer que ignoran cosa ninguna; saben cuántas mujeres tiene nuestro magnífico sultán, cuántos chiquillos les hace cada año; y sin gastar nada en espías, están al cabo de las medidas que toma para ajar la soberbia de los emperadores de la Hungría y el Gran-Mogol.
No bien han concluido con lo presente cuando se lanzan en el tiempo venidero, y tomando la delantera a la Providencia se sustituyen a ella en todas las acciones humanas. Cogen de la mano a un general y alabándole por mil disparates que no ha hecho, le prescriben otros mil que no hará tampoco. Lo mismo hacen volar los ejércitos que grullas, y derriban murallas como pedazos de cartón; tienen puentes en todos los ríos, sendas ocultas en todos los montes y almacenes inmensos en los desiertos arenales; lo que no tienen es sentido común”.

A la vista queda que algunas críticas son muy viejas y no se puede decir que totalmente infundadas. Aquellos nouvellistes no tenían reparo alguno en mezclar lo que sabían con lo que inventaban para hacer más interesante su narración, su cuento, su novela. Sabían que sus clientes no dejaban de serlo por saber que la fabulación formaba parte de la mercancía que compraban. Hemos olvidado que el origen etimológico de “novela” está en el italiano “novella”, noticia; pero las palabras van preñadas de historia y los diccionarios relacionan las definiciones de “novelería” y “novelero” con los chismes, las habladurías y las mentiras.

A los estudiantes de periodismo les suele fastidiar muchísimo que se les recuerde que aquellos embusteros son nuestros bisabuelos, que en ellos se encuentra el origen de la profesión. En cambio, no encuentran motivos para disgustarse cuando se añade que la estirpe nació también con Théophraste Renaudot, periodista cortesano, muñidor del primer boletín oficial, el de la monarquía absoluta de Luis XIII y perfecto modelo de desinformación y propaganda para todos los totalitarismos.

No siendo en absoluto gloriosa ninguna de las dos familias de las que procede nuestra estirpe y puestos a elegir entre los dos tipos de canallas, yo prefiero sentirme emparentada con los de las Tullerías y los jardines de Luxemburgo que con los que eligieron la vida plácida de los pasillos de los palacios. Las críticas que recibieron y las mofas de que fueron objeto los autores de aquellas gacetas orales los convirtieron en inofensivos charlatanes a los ojos de la monarquía, que renunció a hostigarlos. Aquellos granujas serían unos mentirosos, pero tenían la libertad que los periodistas oficiales no disfrutaban para tramar sus bolas.

Imagen: Nouvellistes en los jardines de Luxemburgo.
Procedencia de la imagen: Bibliothèque nationale de France

En el Rastro

Encuentro en uno de los puestos del Rastro madrileño un par de libros que llaman mi atención. Me llevo los dos por el precio de uno. No porque conozca la mecánica del regateo, sino porque, a la hora en que los puestos comienzan a ser desmantelados, el encargado de esa tarea no quiere desaprovechar la oportunidad de soltar lastre. Se me alegró la cartera y se me entristeció, un poco, la mañana, al darme por pensar en el escaso valor que en este comercio sentimental que es el Rastro se le concede a los recuerdos de una vida contenidos en el libro regalado, por más que esa vida se califique de vulgar en el título.

El autor es Ricardo García López, un nombre que no fue el suyo más que en la partida de nacimiento. Fue Cao, como él mismo se bautizó cuando niño; Caíto de Jaén, reconversión del apelativo infantil que efectuó el joven cuando tuvo veleidades toreras, y K-Hito, tercera vuelta al nombre que así, ajaponesado, alcanzó notoriedad en la prensa de principios del siglo XX como caricaturista. Publicó en La Tribuna de Salvador Cánovas Cervantes –apodado El Nini, porque los maledicentes aseguraban que sus cualidades no lo emparentaban ni con Cánovas ni con Cervantes-, en El Imparcial, Nuevo Mundo, ABC, El Debate, Ya y en el diario gráfico Ahora, de Luis Montiel, quien le prestó apoyo financiero para la fundación de las revistas infantiles Macaco y Macaquete y también de Gutiérrez, “Semanario español de humorismo” que se editó entre 1927 y 1935, que llegó a tirar más de 20.000 ejemplares y donde trabajaron muchos de los que en la posguerra hicieron La Codorniz. Además, K-Hito, junto a Xaudaró y Antonio Got, montó Films SEDA, siglas de Sociedad Española de Dibujos Animados. La empresa llegó a producir un par cortometrajes en un modesto intento de emular a Walt Disney. Antes de esta aventura, de dibujar para tantas publicaciones y de frecuentar la Granja del Henar o el Lion d’Or, tuvo que conformarse con el café barato y sin gloria de los tupinambas. Dicho de otro modo, K-Hito fue de los que contó los días de incertidumbre antes de conseguir conquistar la Puerta del Sol:

“Por la estación del Mediodía vine yo a la conquista de Madrid con una corbata blanca, de dudosa albura a causa del viaje, un bául con cuadros y ropa y mis buenos treinta duros. Avancé calle de Atocha arriba en un coche de punto, sin encontrar resistencia, y ante una casa de huéspedes humilde y lóbrega de la calle de Mesonero Romanos se detuvo el jamelgo”.

Desde luego que hay fantasmas que se consideran invocados a la mínima y a éste le bastó el pretexto de lo que escribí el viernes por la tarde para aparecérseme el domingo por la mañana en el Rastro. Y aquí estoy, atendiéndolo, no vaya a sentirse desairado.

El libro de recuerdos que me traje es un poco como esos atadillos de cartas que venden en algunos puestos con la noticia de alguien, ya un fantasma, que, a falta de herederos que guarden su memoria y sus objetos, busca al menos un curioso que lo resucite un rato. No somos nosotros los que vamos al Rastro a encontrar, sino a ser encontrados; en el Rastro uno está a merced de los fantasmas.

La almoneda del Rastro ofrece, como un cachivache más, la imagen o el símbolo que es metáfora de lo que uno quiera, de una cosa o de la contraria. La que compré y anoto aquí está muy usada, tanto o más que los gastados objetos que se preguntan escépticos que quién los va a querer, pero a mí me gusta y finjo la novedad. ¡Qué le vamos a hacer si los periodistas somos unos acreditados chamarileros! Somos chamarileros sin la dignidad orgullosa del oficio cuando nos empeñamos en vender como mercancía nueva, sin estrenar, la que está bien sobada. La vanidad nos engaña, nos hace olvidar nuestra verdadera condición y también que el destino de los papeles en los que escribimos y hasta de nuestro nombre será el mismo que el de cualquier trasto que se malbarata o regala en el Rastro. Se equivocan quienes creen que los números atrasados de nuestro trabajo no se devalúan.

Al asalto de la Puerta del Sol

Vale que eso de asaltar la Puerta del Sol es un arcaísmo, porque la Puerta del Sol ya sólo conserva la losa del kilómetro cero como último vestigio del tiempo en que fue el corazón de la ciudad, también su corazón periodístico; pero, adondequiera que se haya mudado ese corazón, todavía hay quienes aspiran a asaltarlo y conquistarlo.

Madrid ejerce una fuerza centrípeta y devoradora. Parece que no hay más prensa que la que se urde en Madrid y que no hay otros columnistas que no sean los que pisan los pasillos de las Cortes o que, por lo menos, se avecindan en la Corte. Esto último es requisito imprescindible para los empeñados en el menester de la conquista de la capital, según advertía hace algunas semanas Arcadi Espada:

“No es exacto que Madrid no haya puesto nunca condiciones. La principal condición siempre ha sido vivir allí. Cójase la relación de los columnistas que hoy jueves escriben en los tres principales periódicos españoles. A ver cuántos viven en la provincia. Hágase lo mismo con las tertulias televisivas, radiofónicas, etcétera”. (El Cultural, 29-5-2008)

Madrid, ya se dijo, es un imán centrípeto y devorador, también un narcótico que induce la amnesia. En Madrid se olvida que toda España no es Madrid, que la provincia existe y que no todo el periodismo se hace a la sombra del madroño. Vistos desde la hoguera de las vanidades de la capital, los periodistas de provincias son unos provincianos y la provincia, el escenario sinónimo del fracaso.

En alguna lejana provincia, puede que haya alguien que, creyendo que ni siquiera pisa el campo donde hay que dar la batalla, asuma ese diagnóstico de la derrota, dolorosamente convencido de la irrealidad de su ciudad, de su existencia y hasta de su escritura, persuadido de que “en las ciudades provinciales uno escribe siempre sobre el agua”. Así lo decía en 1984 en el periódico Ideal de Granada un veinteañero que firmaba Antonio Muñoz Molina y que se sentía vinculado a la ciudad por “esa costumbre que llamamos lealtad” que, según añadía, quizás no fuese más que “el indicio de una resignación más sombría que el fracaso”. Para aquel joven los nombres de otras ciudades eran promesas de realidad, vida y escritura, un sueño que supongo que ha cumplido. Pero yo encuentro más vida y libertad en los artículos granadinos de la serie Diario del Nautilus que en los que últimos que ha escrito en Nueva York.

En alguna lejana provincia, también puede que viva alguien que cree que no somos nosotros quienes elegimos las ciudades, sino que son ellas las que nos eligen; alguien que no siente vocación de conquistador, sino que asume alegremente su condición de conquistado. La ciudad puede que sea Zaragoza y el periodista, Julio José Ordovás. De su provincia llega un libro con un hermoso título, Papel usado (Eclipsados, 2007), y un prólogo al que agradecemos que no incurra en la falsa modestia de pedir perdón por recuperar artículos publicados en la prensa.

“Este libro está hecho de papel de periódico. Y sus páginas, manchadas de café y de ceniza y de urgencia y de humedad, tienen el color amarillo del tiempo, la usada luz de la vida. Esa luz que nos hace abrir los ojos cada mañana”.

Lieschen leyó este texto como la premonición de unos artículos que son como ventanas por las que se ve a su autor, sentando en un café, leyendo el periódico o escribiéndolo y, al tiempo, la vida tal y como se atisba desde la mesa de ese café, escrita y descrita de un modo que, también por la tranquila alegría y luminosidad que destila, sería imposible en Madrid. El presagio era exacto.

Baroja, en respuesta a la pregunta sobre lo que era preciso hacer para convertirse en escritor, soltó: “Váyase usted a Madrid y póngase a la cola”. Francisco Umbral fue de los que se puso a la cola, tal vez el último en explotar literariamente la aventura de la conquista de Madrid, hasta convertirla en una epopeya, pero no el último en protagonizarla. Estos días de verano la intentan, con las ganas y las ilusiones engendradas en su provincia, los estudiantes de periodismo que hace unas semanas se sometieron dócilmente a unas absurdas pruebas diseñadas como criba de la larguísima cola de aspirantes. Los que las han superado gozan del privilegio de trabajar en la prensa madrileña por nada o por calderilla. Será para que vayan comprobando así, a las bravas, que no hay en Larra nada de la poesía que le ponen los profesores y que hay oficios que siguen sin dar para vivir; será un rito de iniciación que pretende irlos convenciendo de que para vivir en Madrid o para vivir del periodismo o, simplemente, para sobrevivir hace falta prostituirse un poco.

A ellos, devoradores de periódicos que además se quieren comer Madrid, les digo lo mismo que el otro día un hombre, justo cuando salía de un vagón de la línea 10 de metro donde se había ganado unas monedas tocando la flauta travesera, le dijo a un muchacho que llevaba enfundada su guitarra: ¡Suerte!

Maneras de ser español

Se equivocan quienes hayan creído que mis últimos paseos romanos me han distraído de la actualidad madrileña. Y la “actualidad”, según han decretado, es Camba. Así que, amparada en el dictamen que me exime de inventar alguna peregrina justificación, regreso –o no, porque no me había dado tiempo a irme- a Camba. Aproveché para eso la pasada feria del libro, en la que el fantasma del periodista no compareció para firmar ejemplares de su nuevo libro, Maneras de ser español. Debió de ser que ignoraba haber ganado por fin el permiso para abandonar el limbo por la gloria literaria de una tarde en el Retiro. Su presencia hubiese puesto una nota de color a las crónicas periodísticas sobre el evento que, dicho sea de paso, este año quedaron algo cojas sin los tópicos del sol inclemente en el Paseo de Coches, el éxito de los abanicos publicitarios de las editoriales o el tormentón inesperado que, en realidad, todo el mundo espera. El tiempo durante la feria jugó al despiste y ganó, porque ciertamente a los cronistas se les notó despistados y faltos de recursos para suplir el manoseado repertorio costumbrista que les fue robado este año: efectos en el periodismo del cambio climático.

Así que fui a la feria a encontrarme con Camba y, a decir verdad, la primera impresión que me causó su libro no fue todo lo grata que esperaba. La tapa dura y el pesado gramaje de las páginas despertaron añoranzas de los viejos tomitos de Espasa Calpe, pequeños, manejables y flexibles, confeccionados con un papel que parece hecho de la misma pasta que los periódicos y que ha tenido la deferencia de ir amarilleando para actuar como eficaz contraste de una prosa que no ha empalidecido, que conserva frescos sus colores originales. Alguien debió de pensar que los artículos de Camba merecían una edición de ringorrango; y no es que no la merezcan, es que la que ha resultado se parece a las pirámides de los faraones, todo lo fabulosas que se quiera, pero tumbas al fin y al cabo.

No dejé que esta idea empañase la alegría por ver recuperados algunos artículos anarquistas de los inicios de la carrera periodística madrileña de Camba, además de las crónicas parlamentarias fechadas en 1907 de la serie “Diario de un escéptico”, epígrafe que tan bien se acomodaría como título de su obra completa. Sólo algunos, muy pocos, de estos textos habían sido rescatados antes de las hemerotecas, de manera que ellos constituyen la novedad que hay que celebrar de la nueva antología, preparada por Ediciones Luca de Tena.

Quienes se sumen a la fiesta tal vez se pregunten, felices por un instante en la sorpresa, si la exhumación de aquellos artículos significa que los editores asocian el anarquismo juvenil de Camba con el modo de ser español. No parece posible que exista en el mundo el grado de inocencia necesaria como para creer que ésa sea la tesis de Ediciones Luca de Tena. Pero, por si acaso, en atención a algún ingenuo irredento que pueda sobrevivir, los editores se han cuidado de llevar una clara advertencia a la portada, donde, no en vano, se ha descartado la combinación ácrata del rojo y negro en beneficio de la roja y gualda para estampar el título de la antología. Y en esta cuestión cromática queda aclarada y resumida la intención inspiradora del libro: envolver a Camba en una bandera.

La edición se congratula porque Camba abandonase “el entretenimiento sentimental” del anarquismo por un más recto camino, cuando mejor sería que intentase una explicación de ese viraje, porque no parece suficiente atribuirlo, como él hizo con una de las boutades que le eran propias, a una “alimentación ordenada”. La edición se satisface de las puyas de Camba contra el nacionalismo catalán, gallego y vasco, pero no advierte que el periodista se burló de quienes clasifican a los hombres por países y que se sintió igualmente incómodo ante las manifestaciones de un rancio y mal entendido patriotismo español.

La nueva antología pretende hacer de Camba el militante de un patriotismo que no fue el suyo. Véase el artículo “¡Que nadie ose decir la verdad!” para comprobar que el periodista era de los que se permitían silbar el día del estreno de una obra de teatro española en un país americano, indiferente a las críticas que le dedicaban sus coterráneos:

“En vano yo procuraba demostrarles que la obra era mala. Ellos sostenían que, representadas en el extranjero, todas las obras son buenas, aun las del propio señor Linares Rivas, y que al silbar aquella me estaba conduciendo como un mal patriota. ¿Cómo convencerlos de que el mal patriota era el autor y de que el patriotismo consistía precisamente en silbarlo? […] Indudablemente, hay muchas cosas que, llevadas al extranjero, adquieren sobre su valor real un valor representativo, por lo que acaso no sea conveniente decir nunca la verdad del otro lado de los Pirineos. ¿Vamos, en vista de esto, a juramentarnos para decirla únicamente entre nosotros?”.

Se escucha en este texto el eco nítido de la voz de Larra, por más que no aparezca citado, que una cosa es que Camba aprovechase o hiciese suya alguna idea ajena y otra que no le repugnase escribir con las palabras de otros.

Camba colecciona países, atento a las lecciones y modelos que proponen, y, al mismo tiempo, sin complejos provincianos, porque descubre que, visto de cerca, no es oro todo lo que se ve relucir desde el sur de los Pirineos. Regresa a casa y lo hace hastiado porque la farsa continúa, lo que no significa que trate los asuntos domésticos con la superioridad del viajero cosmopolita que ha encontrado fuera todas las respuestas y todas las soluciones.

Esa constante doble perspectiva no se aprecia en la nueva antología. Lo que quiere decir que Camba continúa siendo su mejor antólogo, porque supo seleccionar para sus libros los artículos de mayor mérito y también los que le permitían componer un discurso que deshace la posible ambigüedad de sus partes, un relato cuya verdad casi nunca está en uno solo de sus capítulos. Por eso, por destruir la coherencia de la narración por entregas que hizo el periodista, Maneras de ser español es una mala antología, sin ni siquiera mostrarse eficaz en su intención de construir un nuevo hilo discursivo. En efecto, incluso recordando los propósitos de los editores, no se entiende ese batiburrillo de textos: ya me explicarán, por ejemplo, qué hacen bajo el epígrafe “Vascos” varios artículos que la única relación que guardan con el asunto es la mención al casino de San Sebastián. Y, en definitiva, es una pésima antología porque propone una lectura de Camba que es un falseamiento, una violación. Catalina Luca de Tena lo presenta como autor de una reflexión sobre “el ser español”, a él, un descreído de que la nacionalidad explicase alguna cosa y mucho menos que definiese una identidad. Camba no anduvo metido en ese embrollo, sino en el más modesto –o ambicioso, según cómo y quién lo mire- de hacer la crónica de su tiempo, lo que exigía entender las viejas y las nuevas reglas del juego de la política y la economía, la sociedad y la cultura, mucho más complejas si se contemplan sin las plantillas simplificadoras de los esencialismos nacionales y nacionalistas.

Todo esto me parece a mí, pero he de confesar que ando algo despistada con lo que pueda significar “ser español”. Últimamente los periódicos –no sólo el fundado por Torcuato Luca de Tena- lo encuentran definido en la efusión de sangre de una tarde de José Tomás en las Ventas, en el delirio futbolístico desatado con la Eurocopa y en la causa de los defensores de la lengua castellana, entre los que, por supuesto, se cuentan toreros y futbolistas, como para subrayar con su presencia que todo trata sobre lo mismo. Los desorientados agradecemos el servicio prestado.

Un malentendido...

Leo: “Diego Medrano convierte a Umbral en un personaje de ficción” (El Mundo, 7-VII-2008). Y yo que tenía entendido que eso ya lo había hecho el propio Umbral.

...una sospecha fundada...

Leo a Anton M. Espadaler en La Vanguardia (8-VII-2008): “Ignoro qué lugar ocupa hoy Xammar en las estanterías de las facultades de periodismo”. Le ahorro a Espadaler el enlace al catálogo de las bibliotecas de las facultades madrileñas de periodismo (que ni siquiera se llaman así, sino de Comunicación o Ciencias de la Información, lo que, por supuesto, nada tiene que ver con la casualidad) para evitar el espectáculo desolador del desierto en forma de resultado de la búsqueda.

Continúa el artículo: “Pero si quien fue descrito por Pla como ‘el hombre más inteligente que conozco’ y por Salvador de Madariaga como ‘el hombre más inteligente de Europa’ no figura en el número de los imprescindibles, ese vacío significaría que alguna cosa, y no precisamente buena, chirría en los actuales planes de estudio”. Espadaler me ahorra el comentario sobre la ausencia de Xammar y otros periodistas de su generación en unas universidades que no pueden reconocer su magisterio, porque desconocen su obra. Claro que algún profesor habrá que tenga la osadía de hablar de ellos, a título de fósiles ilustres, en sus clases de historia del periodismo.

...y una intuición

Un elemento que compartió aquella generación de periodistas a la que pertenecía Xammar fue el sombrero. Fue la última que utilizó aquella prenda para cubrir la cabeza y abrigar el estilo. Además, todos sus miembros, cronistas entre dos épocas y dos mundos, escribieron la elegía sobre la prenda cuando advirtieron que caía en desuso. Piénsese bien y se observará que este asunto del “sinsombrerismo” tiene mucha más enjundia y mayor potencia metafórica que ese del “sincorbatismo” que ocupa estos días a los periódicos.

Vuelvo hacia atrás y me enredo pensando si no será que los periodistas no podemos quitarnos el sombrero en gesto de respeto ante Xammar y sus compañeros por la sencilla razón de que ya no estilamos llevarlo puesto.

Cocinar

No empecé a cocinar hasta los 18 años. Entonces, lejos del amparo familiar, hice dos descubrimientos: que mi madre era una gran cocinera y que era posible aburrirse mortalmente comiendo si el recetario se reduce a dos o tres platos. Es decir, realmente descubrí –no lo sabía antes- que me gustaba comer y que lo había hecho hasta entonces magníficamente. Resultaba que no me quedaba más remedio que aprender a cocinar. La tarea se me antojaba imposible -lejos del magisterio materno que, demasiado tarde, me reprochaba no haber aprovechado- y hasta deprimente sin paliativos -porque sospechaba que, por muchos que fueran mis avances culinarios, jamás me acercaría a la excelencia de los guisos de mi madre. Pero había que intentarlo, siquiera fuese para no morir por avitaminosis. Gracias a la indeleble memoria de los sabores y olores que me habían nutrido y que intentaba reproducir y a las urgentes llamadas telefónicas a la mujer que intentaba desvelarme los secretos de su alquimia, comencé a cocinar. Sobre los primeros resultados sólo cabe decir que me permitieron no desfallecer por inanición. Con el tiempo, llegué a estar razonablemente satisfecha de algunos mis platos. Más tarde, incluso gané la seguridad suficiente para invitar a mis amigos a comer mis guisos y también para abrir algunos libros de recetas, como una exploradora que despliega un mapa en busca de nuevos destinos no imaginados.

Todavía hoy el de Simone Ortega, 1080 recetas de cocina, es mi preferido. Cumple la primera exigencia que hace al género Julian Barnes:

“Nunca compres un libro por sus ilustraciones –recomienda en El perfeccionista en la cocina a aquellos que deseen hacerse una biblioteca del tema y ahorrarse dinero. Nunca jamás señales una foto en un manual de cocina y digas: ‘Voy a hacer esto’. No puedes. Una vez conocí a un fotógrafo publicitario, especializado en comida y, créeme, el trabajo de posproducción que hace poco nos mostró a una Kate Winslet con cuerpo de sílfide no es nada comparado con lo que hacen con la presentación de un plato”.

En efecto, cualquier cocinero, por poco perfeccionista que sea y en legítima defensa de su frágil autoestima, debe evitar a toda costa esos libros con fotos. Quién no se ha sentido completamente frustrado y, lo que es peor, desalentado durante largo tiempo para probar la aventura de hacer un nuevo plato al comparar el decepcionante resultado que ha obtenido, después de seguir al pie de la letra una receta, con la fotografía que la acompaña. Mi edición de Alianza Editorial de Simone Ortega tiene el buen gusto de no incluir, ni siquiera en la portada, una de esas ilustraciones que siempre terminan por insultar al lector cocinero.

Por muy experimentado que sea un cocinero –y mucho más, cuando no lo es-, siempre afrontará una nueva receta lleno de incertidumbres. El mejor libro de cocina es aquel que despeja el mayor número de ellas. De nuevo, Julian Barnes:

“El perfeccionista aborda una nueva receta, por sencilla que sea, con inquietudes antiguas: las palabras destellan ante él como señales de ‘¡alto!’. ¿Esta receta está descrita de un modo tan impreciso porque hay un feliz margen –o, más bien, una libertad terrible- de interpretación, o porque el autor o la autora es incapaz de expresarse con mayor exactitud? Empieza con palabras simples: ¿cómo de grande es un ‘pedazo’, qué volumen tiene un ‘dedo’ o una ‘gota’, cuándo una ‘rociada’ se convierte en lluvia? ¿Es una ‘taza’ un término genérico rudimentario o una medida norteamericana concreta? ¿Por qué nos dice que añadamos un ‘vaso de vino’ lleno de algo, cuando hay vasos de vino de muchos tamaños? O […] ¿cómo se entiende esta instrucción de Richard Olney: ‘Añada tantas fresas como le quepan en las dos manos juntas’? ¡Vamos, anda! ¿Tendremos que escribir a los albaceas del difunto Olney para preguntarles cómo de grandes tenía las manos? ¿Y si la mermelada la hicieran niños o gigantes de circo?”.

A renglón seguido, Barnes pone otro ejemplo del desconcierto que suelen provocar los escritores de recetas a propósito de un asunto, para nada baladí, como es el tamaño de una cebolla. Para ellos sólo existen tres tipos: pequeñas, medianas y grandes. Hacen gala de una imprecisión desasosegante, de un total desprecio a la plural realidad que cabe en la cesta de la compra, en la que lo mismo puede entrar una cebolla del tamaño de una chalota como de una bola de petanca. Pues bien, nadie podrá hacer ese reproche a Simone Ortega. Ella recomendará utilizar para un sofrito una cebolla mediana y, entre paréntesis, indicará que pese unos 80 gramos aproximadamente. Nos dirá que la miga de pan que figura entre los ingredientes de un relleno para empanadillas ha de ser del grosor de un huevo. Y nunca jamás se atreverá a pedir que añadamos un chorro de aceite, sino que precisará de cuántas cucharadas soperas está hablando. Esto no significa que Simone Ortega sea una fundamentalista del sistema de pesos y medidas. Son reconfortantes los remedios que ofrece si, finalmente, una salsa queda demasiado espesa o, por el contrario, excesivamente clara.

Llegué a Simone Ortega antes del principado televisivo de Arguiñano y del reinado mundial de Ferrán Adriá. Por eso, no debo al primero el orgullo de la cocina casera, ni el segundo ha conseguido acomplejarme. Cada uno a lo suyo, que es lo que viene a decir Barnes:

“La relación ente cocina profesional y doméstica tiene similitudes con un encuentro sexual. Una de las partes suele ser más experimentada que la otra; y cada una de ellas debería tener el derecho de decir, en cualquier momento: ‘No, esto no lo hago’”.

Ese derecho a negarse a hacer algo se le reconoce a Ferrán Adriá –o a hacerlo desestructurándolo, como la surrealista receta de la tortilla de patatas que propone-, pero se le acostumbra a hurtar a quienes cocinan en su casa, que parece que deberían de sentirse inferiores. Pues no, ¡gloria a los habitan las cocinas domésticas y se declaran Bartlebys!

Las 1080 recetas de cocina no están en mi biblioteca, sino en mi cocina, honradas por manchas de grasa, salpicaduras de salsa de tomate y restos de harina. Acoge entre sus páginas, como una madre amorosa, recetas ajenas anotadas en trozos de papel o recortadas de aquí y de allá. Y, de la misma forma que el libro admite esta inmigración, las recetas de Simone Ortega han emigrado de mi cocina a las de algunos de mis invitados. Eso sí, lo hacen en forma de plagio, porque me arrogo –aquí lo confieso- el hallazgo culinario silenciando su procedencia.

Sólo un reparo cabe poner al libro de Simone Ortega: debería incluir, como desearía para cualquier recetario Julian Barnes, “además de tiempos de cocción y números de raciones, un índice de probabilidad de depresión; de uno a cinco nudos corredizos del verdugo”. Claro que no es una objeción seria, porque esa indicación de la dificultad de elaboración de un plato y la estimación de la consiguiente posibilidad de fracaso y de abatimiento no suelen figurar en otros libros que no sean esos que se titulan, sin empacho de los insultos dirigidos a sus lectores, Cocina fácil para novatos, torpes e imbéciles.

Simone Ortega ha muerto. Mucho de lo que sé de cocina se lo debo a ella. Todo lo demás, lo más importante y lo que ni el mejor libro de cocina puede nunca enseñar, a mi madre. A pesar de estos magisterios, porque la cocina no es una ciencia exacta, no he conseguido igualar las capacidades de mi madre y, aunque ya sin esperanzas de hacerlo algún día, continúo entre los fogones.

Cartafolio de Roma (y VI). Coleccionismos

Mario Praz escribió en La casa de la vida que “cada uno tiene una lista de placeres que le están negados porque no los comprende”. Yo no alcanzo a comprender qué secreto gozo satisfacía su furor coleccionista, qué placer le proporcionaba abarrotar con muebles, pinturas y esculturas de finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX sus domicilios romanos: primero, un apartamento en el palacio Ricci de Via Gulia; finalmente, la tercera planta del palacio Primoli, en Via Zanardelli. Tampoco lo debe de entender la guía que amablemente acompaña a los visitantes en su recorrido por las habitaciones de la última residencia del anticuario, considerada desde 1995 oficialmente casa-museo, aunque, en realidad, siempre lo fue. Lo ininteligible que le resulta aquella pasión a la que se entregó Mario Praz queda patente en las explicaciones que hilvana, aderezadas con una gracia llena de ironía y franco desapego hacia el erudito fetichista y exenta por completo de la devoción que parece presumible en la encargada de mostrar aquel legado.

Sin embargo, entiendo perfectamente y comparto la preferencia de Mario Praz, entre todos los rincones romanos, por la Piazza della Rotonda y sus calles aledañas. Esta plaza es uno de los grandes placeres, con efectos alucinógenos, que Roma regala. Salir de la fascinación hipnótica que provoca la vista del Panteón –en especial, cuando llega la noche y la iluminación confiere una vaga sensación de irrealidad a la contundente majestuosidad de su pórtico- no es fácil. Pero siempre se puede reclamar ayuda en alguno de los muchos locales que en la zona despachan al apabullado paseante la cafeína imprescindible para comenzar a reponerse.

A sólo dos pasos se encuentra la Tazza d’Oro, donde sirven “el mejor café del mundo”, según alardean, tal cual, en castellano, los luminosos del establecimiento. No sé si alguien está en condiciones de corroborar la excelencia insuperable de este café después de ser obligado a tragarlo rápidamente arrimado a la barra, ante la ausencia descortés de una mesa a la que sentarse para degustarlo con tranquilidad. Así que resulta preferible caminar un poco más, no mucho, y acercarse al Giolitti. El café es delicioso, los espejos espejean, las lámparas son enormes y pretenciosas, la Via Uffici del Vicario entra por la vidriera del salón y los camareros van uniformados, con chaquetillas blancas y también con la especie de altanería antipática de quienes saben que trabajan en un local con la distinción que otorga una historia que se remonta a 1930. Es perfecto y uno está dispuesto a perdonar que los veladores no sean de mármol, ni las sillas, de madera y tapizadas de rojo.

En el Giolitti cabe el recuerdo de los cafés que fueron y ya no son. Quizás por eso –o, más prosaicamente, por los efectos levemente alcohólicos de un frapuccino- allí comenzamos a diseñar una ruta por Roma buscando los célebres y extintos cafés de la ciudad. Parecía plausible hacer este peculiar ejercicio de arqueología en una ciudad tan dada –ruinas obligan- a esta disciplina. Así, llegamos a Piazza di Spagna y en el lugar donde un día estuvo el Caffè Al Buon Gusto, después rebautizado como Nazzari, donde Gogol acostumbraba a tomar su taza de café muy cargado con nata, se encuentra hoy un negocio de moda. Una tienda del mismo gremio ocupa el número 347 de Via del Corso donde estuvo el Singer. Muy cerca, en Piazza Colonna, en el local del Caffè Ronzi se venden ahora teléfonos móviles y ordenadores. En el inicio de la Via del Babuino y con vistas a la Piazza del Popolo sobrevive el Caffè Canova; es un decir, porque es más restaurante que café y, además, hace gala de una fría decoración postmoderna que no se redime ni colocando fotos de Fellini y carteles de 8 1/2.

Estas visitas no prepararon el ánimo para contemplar lo que es –y no admito discusión posible al respecto- una violación sacrílega: un McDonald’s ha colonizado, en Largo San Carlo, el espacio que perteneció a finales del siglo XIX al Caffè di Roma; y un establecimiento de la cadena Autogrill ha hecho lo propio con el Caffè Aragno, con la agravante de usurpar el mítico nombre, que es el único vestigio del histórico local que no ha sido liquidado. Nada permite evocar el espacio en el que Oscar Wilde degustó un granizado de café, del que Luigi Pirandello hizo salir a Matías Pascal barruntando en la posibilidad de fingir su suicidio, o donde nació, entre tantas otras publicaciones políticas y artísticas, La Saletta d’Aragno. Sólo rebuscando mucho, se puede encontrar en una pared una pequeña muestra del mármol que decoraba la terza saletta por la que pasaron Marinetti, De Chirico, Modigliani, Picasso, Ungaretti y Trilussa, algunos de los muchos célebres clientes del establecimiento. En 1894, Zola escribió: “Diez minutos en el café Aragno, definido el corazón de Roma”. Hoy sobran nueve minutos y medio para comprender que en el Aragno lo único que queda definido es la falta de romanticismo del capitalismo global que, además y por razones absolutamente más serias que las que aquí nos ocupan, no tiene corazón.

Para evitar un previsible nuevo disgusto aplazamos hasta otra oportunidad la excursión a la Piazza San Lorenzo in Lucina para ver qué ha pasado con el Caffè Nuovo, el más bello de Roma, a decir de Stendhal. También porque, a estas alturas, de repente, sentimos un poco ridículo y absurdo este coleccionismo de cafés del que, sin embargo, no nos arrepentimos. Sin muchas esperanzas de ver atendida la demanda, pido para el insensato y desquiciado afán la indulgencia que le negué a Mario Praz.


A Julio, que no censuró mis desvaríos cafeteriles e incluso se prestó a convertirse en un cómplice perfecto; también por su compañía en la visita a la Casa-Museo de Mario Praz.


Imagen:
Amerigo Bartoli: Amici al caffè (1929)
Galleria Nazionale d’Arte Moderna di Roma


Cartafolio de Roma (V). Derecho de réplica

La embajada de España en el Vaticano o, para ser más precisos, su biblioteca despertó una poderosa fascinación en Josep Pla. La atracción se fundaba en la sospecha de que los legajos allí conservados contenían importantísimos secretos y noticias que podrían ocupar con provecho las horas de un disciplinado erudito. Pero Pla no pertenecía a ese gremio, por eso -y a pesar de la atracción que el lugar ejercía en él- nunca llegó a frecuentarlo durante su estancia romana en los años de la guerra civil, según su propia confesión:

“Muchos días, después de comer, mientras bajaba la escaleras de la Piazza [di Spagna], me ponía a deliberar sobre si tenía que dirigirme a la biblioteca o al café del Greco, que está muy cerca. Siempre me decidí por el café del Greco”.

Los fantasmas, como todo el mundo sabe, existen. El de Josep Pla debió de creer que en el último texto de este blog se insinuaba que hizo caso a quien lo invitó a abandonar el Greco por haber acogido al “masonazo” de Goethe, así que se apresuró a reclamar el derecho de réplica y me hizo abrir sus Notas dispersas exactamente por la página –la 735– de la cita antes reproducida. Atiendo su solicitud y aclarado queda.

Cartafolio de Roma (IV). Antico Caffè Greco

Mucho debió de extrañar Corpus Barga el Café de Levante y la tertulia “anárquicamente instituida” allí por Valle-Inclán y Ricardo Baroja. Era llegar a alguna de las capitales europeas a las que lo enviaba su trabajo como corresponsal y lo primero que hacía era buscar cafés en los que curar su nostalgia. Roma lo decepcionó. La ciudad de las siete colinas no tenía –y la constatación era también un lamento- más que un café. Aunque en la crónica que escribe en noviembre de 1923 no cita por su nombre el local en cuestión, éste no puede ser otro que el Greco.

El establecimiento era el único café literario de Roma –juicio que ya había expresado en 1906 James Joyce- y, lo que no admitía discusión, el más antiguo. Todavía hoy, con la vanidad que se puede permitir el superviviente, las servilletas de papel recuerdan a los clientes la fecha de su fundación: 1760. Hay quienes regatean unos años a la historia e identifican este lugar con el café de Via Condotti que en sus memorias Giacomo Casanova recordó haber visitado en 1743. En cualquier caso, es indudable que sólo dos cafés pueden presumir de más larga vida -en Italia, el veneciano Florian; en Francia, el parisino Procope- y que en Roma, donde cualquier garito con cafetera abierto anteayer se dice Antico Caffè, ese título sólo le corresponde al Greco.

La pátina del tiempo doró el nombre del Greco, al que dieron lustre los escritores y artistas que dejaron en él muchas de sus horas. No pocos de ellos eran visitantes llegados del extranjero. Una vez en Roma, convertían el Greco en lugar de encuentro y tertulia –los ingleses oficiaban sus reuniones en torno a la misma mesa, casi un altar sagrado, en la que se habían sentado Byron, Shelley, Keats, Turner, Reynolds y Gibson-, en su taller de trabajo –Gogol escribió muchas de las páginas de Almas muertas en sus veladores-, o, sin disimulos, en su domicilio –el pintor ruso Aleksandr Ivanov hacía que le remitiesen su correspondencia aquí.

Sería imposible gran parte de la literatura de los siglos XIX y XX si se prescindiese de los nombres de todos aquellos que franquearon la puerta del café Greco para instalarse en él durante largas temporadas o siquiera fuese ocasionalmente. Sólo así se explica que el escritor y crítico literario Giuseppe Prezzolini afirmase que prefería para sí formar parte del panteón de los hombres de letras que frecuentaron este local, antes que un monumento en la Santa Croce de Florencia.

Un cronista con alma lírica afirmaría que el Greco ha sabido mantener su disposición arquitectónica y su decoración original para no molestar a los fantamas de los viejos clientes que todavía habitan el local. Un cronista con alma prosaica diría que todo el atrezo se ha conservado para asegurar el negocio a costa de los crédulos supersticiosos que llegan con la intención de invocar a aquellos espíritus y salen, inmunes a las propiedades despabiladoras de la cafeína que consumen, con la ilusión de que han confraternizado con ellos. Claro que también es cierto que, según para quien, algunas presencias espectrales resultan del todo incómodas. Josep Pla, en una evocación del café Greco, recordó cómo un día de 1938 el periodista Manuel Brunet lo conminó a salir de él: “Vámonos a otro café. Yo no puedo respirar el aire de un establecimiento que ha frecuentado un masonazo de esta categoría”. El masonazo al que se refería Brunet era Goethe.

Justo por tratarse del café que serenó los ánimos embriagados de Goethe ante el espectáculo que le ofrecía Roma, pero también por ser el lugar donde Alberto Moravia dijo haber esperado durante quince años el fin del fascismo y un refugio en el desierto del exilio para María Zambrano, fuimos al Greco. Wilhelm Müller, quien ya advirtió en su día que el café no era demasiado frecuentado por los romanos, todavía tiene razón. Somos los turistas los que ocupamos la mayor parte de las mesas que se apretujan en el largo y estrecho pasillo que alguien bautizó como “ómnibus”. Unos llegan cumpliendo obedientemente la ruta que dicta una guía, para dar unos minutos de descanso al cuerpo baqueteado en las caminatas romanas, escribir alguna postal y añadir una foto al álbum del viaje; otros, fetichistas literarios, acuden con premeditación y alevosía, pertrechados con sus cuadernos moleskine en los que garabatean sin descanso. El cronista lírico dirá que unos y otros mancillamos la historia de estos veladores -de mármol, por supuesto, como mandan los ortodoxos cánones cafeteriles-; el cronista prosaico, que los actuales clientes aseguramos la supervivencia del museo con nuestra cotización, obligatoriamente generosa, porque así lo estipula la carta de precios y porque no sería bien visto pedir sólo un vaso de acqua di cannella, el agua de la fuentecilla que se encuentra nada más entrar en el local.

Lieschen no dice que los fantasmas no existan, pero no los encontró en el Antico Caffè Greco. Se habrán ido con el humo que siempre adensó el ambiente, hoy higienizado por la prohibición de fumar, seguramente para disgusto de Stendhal que ya no puede acudir aquí, tal y como acostumbraba en los días de sus paseos por Roma, para “fortalecerse el alma con un toscano”. En esta atmósfera fumífuga, que extingue las volutas del humo tabacoso y el rastro humoso de los fantamas, a Lieschen ni siquiera le apeteció un cappuccino, sino –yo, pecador, me confieso- una granità de limone.

Imágenes:

Lienzo de Ludwig Passini: Caffè Greco en Roma (1856). Hamburger Kunsthalle.

Cuarta fotografía: Caffè Greco, 1947. Archivio Storico della Città di Torino.