Ni rozarse



Diputados y periodistas, rozándose

Incluso con el surtidor de los «fondos de reptiles» o con el caudaloso chorro del «grifo» de las subvenciones oficiales, las relaciones de los políticos y los periodistas siempre han sido más bien difíciles. Resumiendo mucho, su historia podría ilustrarse con dos escenas.

La primera hay que buscarla en el siglo XIX, todavía el tiempo de los papeles doctrinales que defienden a machamartillo una causa política y se dedican a vomitar arengas. El redactor de un periódico de trinchera era un soldado y, como tal, no le estaba permitido flaquear en el campo de batalla. Y el director…

«El director –escribió José Zahonero, que llegó a conocer bien al prototipo– lo era tan solo para presentar antes que otro alguno su nombre y su pecho ante el enemigo.
Escribía poco; alentaba a todos.
¿Pisar él un ministerio? ¿Hablar él con los bribones aquellos que engañaban al país? Nunca. Más aún: desdichado el redactor que se permitía tales relaciones.
Los periodistas de los periódicos independientes o de los periódicos del gobierno, felicitaban en el Parlamento a algún orador o a algún diputado que acabara de jurar su cargo, y el felicitado enviaba a la tribuna pasteles, dulces, puros o caramelos…
¡Ni un caramelo aceptaba el cronista del periódico de combate! Era un puritano, y rechazaba con desdén la invitación al banquete del saloncillo de la tribuna. No era difícil oír en algunas ocasiones al director o a alguno de los redactores advertencias o críticas como estas, dichas medio en serio medio en broma:
–Díganos usted, amigo Sánchez, ¿de qué le viene a usted la amistad con el canalla de…? (aquí el nombre de un político adversario del periódico). Le vi a usted hablando con él en la puerta misma del Congreso.
–Que tropecé con él… y le dije ¡usted dispense! El hombre me contestó muy cortés y…
–Es muy fino, muy zalamero… como todos los pillos. Pues mire usted, amigo mío, en casos tales si él le pisa a usted, le rompe el alma por esto; si usted es el que le pisa, le rompe usted el alma antes de que se queje…
–Sí, amigo Sánchez, sí… no hay que ceder… porque si no… de ahí a resellarse no hay más que un paso».

Ni rozarse, los reclutas de aquellas batallitas decimonónicas no podían ni rozarse con el enemigo. A principios del siglo XX, los periodistas comenzaron a arrimarse cuando dejaron la guerra para consagrarse al «Sagrado Ministerio de la Santísima Información», como lo llamó Mariano de Cavia. Escribían para cabeceras que se proclamaban imparciales y noticiosas, y para guardar las apariencias de una asepsia ideológica que convenía al negocio el apaciguado «repórter político« iba al Congreso a hablar con todo dios y hasta con el mismísimo diablo si hacía falta. Había nacido el periodismo de dimes y diretes entrecomillados. Y aquí viene la segunda escena.


En 1913 un periódico dejó caer, como quien no quiere la cosa, una alusión a los turbios negocios del presidente del Gobierno, el conde de Romanones. Según los nuevos usos y costumbres, allá que se fueron pitando los gacetilleros a preguntarle. El conde respondió lo que se responde en estos casos: no sé de qué me hablan, «yo no leo periódicos». Quería marcharse de rositas, pero no iba a poder ser; le pasaron el recorte para que se pusiese al día. El conde negó, como exige el guión en tales circunstancias, todos los chanchullos que le atribuían: «Cuando me dediqué por completo a la política, entendía que debía quedarme en una situación de completa independencia, como corresponde a la autoridad de todo político, y conforme con esta norma de conducta, aun cuando los negocios particulares que heredé de mi padre no tenían relación ninguna con el Estado, resolví prescindir en absoluto de ellos, y con dolor de mi corazón». Y añadió con chulería: «Por lo tanto, nada de cuanto se dice ahí puede afectarme. Mi fortuna, que heredé de mis padres, es conocida, y ella me hace estar sobre el nivel de lo que pueda decir cualquier… periodista que haya podido decir eso». Acto seguido se fue a recibir en audiencia a la comisión de alcaldes y notables del distrito de Alcalá-Chinchón y a cavilar en cómo atajar las preguntas impertinentes de los periodistas. Fácil: ni rozarse. Quedaban suspendidos ipso facto sus coloquios con la prensa, «el corro», una rutina instituida por Canalejas para dar el pienso diario a los plumíferos: «Para evitar en lo sucesivo cuestiones como la provocada el día anterior, [el presidente] no está dispuesto a contestar a pregunta alguna hecha públicamente. Si algún periodista tuviese algún asunto que aclarar, le recibirá y contestará muy gustoso; pero particularmente. En cuanto a la información, la facilitará en lo sucesivo en notas».

Todo sigue más o menos igual que en 1913: el mediúsculo Romanones comparece en el plasma para ahorrarse sofocos y los impares números romanitos purgan de indeseables el corro o contestan particularmente a Ferreras. Mientras, los gacetilleros que aceptan las chuches y las invitaciones al cortijo del mandamás del Congreso sin pensar que están envenenadas ponen el grito en el cielo por la repentina falta de deferencia con que se ven tratados.
 

Una isla de mierda en la isla de Manhattan





El 21 de marzo de 1947 la policía de Nueva York recibe una llamada que alertaba del insoportable hedor que salía del número 2078 de la Quinta Avenida. Aquella dirección correspondía a la residencia de los estrafalarios hermanos Collyer, Homer y Langley, bien conocidos por el vecindario, por la burocracia municipal y, en realidad, por toda la ciudad, puesto que la prensa llevaba desde 1938 prestando atención a los rumores y leyendas que circulaban sobre estos dos extravagantes misántropos y sobre los pleitos que mantuvieron con diversos acreedores. Era de sospechar que habían vuelto a hacer una de las suyas, así que el aviso telefónico no alarmó demasiado en la comisaría, que se limitó a enviar una patrulla. Iba a necesitar muchos refuerzos: los dos habitantes de la casa habían muerto aplastados por la basura que acumularon durante casi dos décadas. Eso es todo. Los hechos son así de escuetos: dos hombres que padecían un trastorno de acumulación compulsiva, algo muy parecido, si no lo era, al síndrome de Diógenes, fallecen aniquilados por su enfermedad. Pero el director del periódico, un calco de la Beatriz de Zenit, la última obra Els Joglars, grita fuera de sí: «¿Cómo que eso es todo? ¡Tenemos una historia formidable! ¡Una tragedia protagonizada por dos locos! ¡Y el escenario: la Quinta Avenida! Ya veo la portada: “Murieron como vivieron”. No, espera, mucho mejor: “Una isla de mierda en la isla de Manhattan”. ¡Maravilloso! ¡Ideal!». Al director no le bastan las capas sedimentadas de cachivaches e inmundicias que estrujaron dos cadáveres y se propone añadir una más, aunque sea al precio de perecer todos engullidos, como en la última escena del montaje de la compañía catalana, por una marea bolsas de basura fofas: «Ya estás levantando tu culo de la silla y me traes todos los detalles. Y fotos, quiero fotos del cubil de esos cerdos». Entiéndase bien, este es un diálogo ficticio, porque hoy no hace falta despegarse del ordenador para atender el encargo. Es facilísimo. Cualquier editor gráfico encuentra en un clic material de sobra. Por ejemplo, el Daily News ofrece una galería digital con imágenes rescatadas de su propio archivo del interior del browstone de los Collyer, encabezada por una invitación irresistible: «Take a look inside». Sí, seamos bien mandados y echemos un vistazo.


[El texto completo de «Una isla de mierda en la isla de Manhattan» ha sido publicado en el núm. 19 de Jot Down]
 

Cobran como canovistas



Redacción de "La Época"


El marqués de Valdeiglesias tenía un periódico de los de verdad: serio, formal, como dios manda. Y no jugaba al despiste; era lo que era, sin complejos; y lo que era lo explicó así uno de los suyos: «La Época quedó como el periódico del hogar, y del hogar respetable y bien acomodado […]. Leer La Época fue durante mucho tiempo un título de honor para las señoras, como tener por modista a Mad. Carolina y por zapatero a Reynaldo. Para los hombres era como una cédula que daba fe del amor al orden, a los principios establecidos, a lo que servía de base a la buena organización social». En fin, que aquel papel era el breviario de la Restauración canovista y estaba tan perfectamente confundido con el régimen que llegó a tener por taquígrafo a Jacobo Rebollo, que también lo era del Congreso de los diputados.

El caso es que el tinglado de Cánovas y Cánovas mismo, más La Época y uno de sus insignes periodistas, Francisco Fernández Villegas, alias Zeda, se encontraban entre las bestias pardas que más sulfuraban a Clarín, que ya es decir (porque, aunque ayer, en la Feria del Libro de Madrid, en un golpe de calor o en un rapto de osada ignorancia, Antonio Muñoz Molina, sí, precisamente el blandengue de Muñoz Molina, tuvo la desfachatez de tacharlo de flojo, lo cierto es que Clarín prodigó sus encarnizadas invectivas contra la carcundia sin miramientos ni descanso y con muchísima gracia). Pues bien, todas sus bestias se le pusieron a tiro el día en que a Zeda se le ocurrió hacer literatura en La Época a propósito de un discurso de Cánovas. Se lo habían dejado en bandeja, pero es justo decir que le salió soberbio el artículo que escribió para Heraldo de Madrid riéndose de la supina estupidez del prohombre, del engolado estilo del periódico y de los atentados contra la memoria de Nebrija perpetrados por el plumífero. Después de despellejarlos a gusto, termina: «Mete [La Época] en la redacción chicos ibsenianos y le resulta eso; que cobran como canovistas, pero escriben como revolucionarios, particularmente como anarquistas de la lógica y de la gramática». Últimamente, después de leer el periódico, me acuerdo de la frase. A la fuerza, porque no son menudos los despropósitos de los canovistas de hoy. Y sin un Clarín que nos ampare.