Música con cafeína. Black coffee


Sarah Vaughan, hablando a las sombras...


Venecia no es una ruina fúnebre


 

Ruina romántica. Voluptuosidad melancólica. Canales lívidos. Palacios envilecidos. Magnificencia desplomada. Decrepitud. Degradación moderna. Lasitud inefable. Desfallecimiento. Hiperestesia. Infección. Fiebre. Paludismo. Descomposición. Podredumbre hecha licuefacción. Suicidio. Muerte. Así es la Venecia de Maurice Barrès: una ciudad mórbida, lúgubre, sepulcral y trágica.

Un colosal malentendido fundó esa visión: “Esta ciudad privada de su sentido histórico, y que ya solamente actúa por su regresión, nos envuelve con una atmósfera de irremediable fracaso. Ciudad vencida, conviene a los vencidos”. Precisamente cuando la razón de Estado que fundó Venecia fue cancelada y el transcurrir de los siglos procuró una suerte de olvido del significado histórico que la modeló, se hizo posible celebrar la belleza que no necesita justificación ajena a ella misma y que se proyecta gratuitamente en el futuro. No, Venecia no es la ruina de una ambición, ni una metáfora posible de la muerte y el fracaso. Es el monumento a la substancia onírica de nuestro deseo, una Venus que se regala a quienes pueden concebir, en contra de lo que creía Barrès, que la vida no es indefectiblemente naufragio. Y si, acaso, algunos de nuestros intentos son derrotados y nuestra fe herida, Venecia se nos ofrece como dulce bálsamo.

Venecia no necesita panegiristas


El viajero llega, por primera vez, a Venecia. Es un snob, exactamente del tipo de aquellos que harán todo lo posible para no ser confundidos con un turista y de los que deciden que resultaría de una vulgaridad intolerable rendirse a la ciudad en cuanto alardea de la primera vista que recuerda a un Canaletto; viene resuelto a no permitirse sensiblerías; declara haberse prohibido todo lirismo y todo romanticismo. No cuenta con que Venecia se complace en ejecutar su venganza contra los prejuicios, cualesquiera sean, que portan en sus equipajes los peregrinos y no la demora: es de noche y un claro de luna ilumina el Gran Canal por el que avanza su góndola, baña el sueño de la ciudad que contempla desde la altana del palacio en el que se alojará durante las próximas semanas. El espectáculo es soberbio y el espectador ha de renunciar a describirlo. Sabe que corre el serio peligro de ceder a las exaltaciones líricas que un pudoroso sentido del ridículo le ha vetado. ¿Qué firmeza de espíritu podría figurarse poseer si permitiera derrumbar sus prudentes propósitos nada más poner un pie en la ciudad? Consigue dominarse y calla. Pero esa aparente sobriedad no logra el engaño: el recién llegado, Henri de Régnier, acaba de enamorarse de Venecia.

La pasión por Venecia acompañó a Régnier por siempre, en los viajes que sucedieron a aquel primero de 1899 y en las nostalgias de la ausencia. El libro La altana. La vida veneciana, que acaba de publicar Cabaret Voltaire en traducción de Juan José Delgado Gelabert, es el testimonio de aquella relación amorosa. El escritor se confiesa cautivado por la belleza de la ciudad adriática, pero, al tiempo, admite que su devoción no es exactamente la del esteta: “Mi fascinación viene de otra parte”. Es por eso que no se detiene en la enumeración de las joyas arquitectónicas y artísticas que atesora la ciudad, que no escribe nada parecido a una guía Baedeker para clientes de la agencia Cook. Por una parte, la belleza está a la vista y es redundante cantarla, sobreescribirla; por otra, el intento sería perfectamente inútil cuando lo que en realidad procura es desvelar el misterio de la devoción que le une a Venecia, el origen del amor.

“En vano busco la llave que me abrió sus puertas secretas y las volvió a cerrar sobre mí”, anotó un Régnier rendido. Malograda la búsqueda –no hay amor que de verdad lo sea que alcance a explicarse a sí mismo–, lo único que le cabe hacer al escritor es entregarse al placer del enigma. “Este placer de vivir que no siento más que aquí” nace de un estado de ánimo que contagia Venecia con su encanto “cariñoso, irónico, indolente, un poco loco”. La ciudad es el escenario de un teatro que provoca “un sentimiento de comedia y de ópera”, “donde se aprecia tan bien la inutilidad de uno mismo y la belleza de las cosas”, el lugar en el que “uno se vuelve sensible a todo” y “es tan bueno dejarse vivir”:

“Envuelve con tanto dulzor que rápidamente se vive en una especie de bienestar sosegado, en una especie de relajación amistosa, de alegría discreta, de tierno agradecimiento cuyo delicado placer es preciso aceptar. Es este consentimiento razonable a lo que os rodea, esta reserva cara a cara de toda exaltación artificial, este abandonarse a las tranquilas delicias de un hermoso tiempo libre en el más hermoso lugar del mundo lo que […] llaman ‘ser buen veneciano’”.

Régnier tenía razón: “Venecia no necesita panegiristas”. Lo que la ciudad reclama es quien se entregue a ella, viviendo en el tempo y la dulzura inaprehensibles que la vida no posee en ningún otro lugar. Para que así sea es preciso hacerse inmune a las suspicacias que despiertan Venecia, por su simbolismo decadente, y sus amantes, por su decadentismo esnob y demodé. A la vista de la inscripción que se hizo colocar en el Palazzo Dario, el mismo al que pertenecía la altana de una noche de claro de luna de septiembre de 1899, Henri de Régnier lo consiguió: “Venezianamente visse e scrisse”.

Isaac Díaz Pardo



“Atrapados coma estamos entre o aire e a terra non podemos facernos moitas ilusións. Todos os premios e castigos que nos poidan dar non van pasar de aquí. Mais vivir sen un compromiso co futuro me parece enfastiado […]. Para seguir vivindo, aínda que sexa con mentiras, precisamos adobiar os soños”.
Isaac Díaz Pardo

En 1965, baixo o selo da editorial Ruedo ibérico, Luís Seone e Isaac Díaz Pardo, amparados polos pseudónimos Maximino Brocos e Santiago Fernández, publicaron o libro Galicia hoy. Aquela obra pretendía “loitar contra a desmemorización que se impuxera para ocultar o sacrificio dos pobos españois, sobre todo o de Galicia, que nos presentaba ante o mundo como un pobo sometido e pregado voluntariamente aos designios da tiranía” e quería significar que “Galicia non era indiferente ao que había trinta anos viña acontecendo en España e que na nosa historia había raíces de rebeldía e contábamos con santos, heroes e mártires pola liberdade, moitos deles contemporáneos nosos”. Isaac Díaz Pardo explicou con estas palabras os propósitos que animaran a concepción daquela obra cando, algo máis de dúas décadas despois, publicou en Ediciós do Castro un novo libro co mesmo título daquel.

No Galicia hoy de 1987, Díaz Pardo clamaba contra “os baleiros de memoria da nosa historia recente” e advertía de que “o inexistente xuízo global e crítico sobre o mundo que nos deixou a ditadura cunha desmemorización interesada” determinaban a nosa incapacidade para cambiar o presente e construír un futuro mellor, burlando os proxectos dos poderes retardarios, daqueles que “fan negocio á conta de Galicia e os que nos tenden trampas no camiño para trabucarnos e facernos caer en pozos de insolidariedade”. O libro estaba dedicado “aos poetas do meu tempo, aos que padeceron a historia por amar a xustiza, a liberdade e a solidariedade dos homes; aos que tiveron que vivir no exilio polas súas ideas e nos deixaron ese exemplo de lealdade; tamén aos que loitan porque Galicia, e o resto do mundo, sexa mellor e máis xusta” e a reivindicación da súa memoria quedaba mesturada coa vigorosa protesta “contra toda xerarquía, privilexio académico e preeminencia social, contra toda inxustiza e contra todo engano, estupidez e disfrace que teñamos que aturar naqueles que teñen poder”. Na tensión fulxente da memoria e mailo desexo, Isaac Díaz Pardo fraguou a súas obras, as súas empresas e a súa vida, coa descomunal enerxía dun xigante.

Que a súa memoria viva para sempre en nós, que o seu exemplo alente e alimente o noso compromiso co futuro. Que, coma el mesmo escribiu a propósito de Castelao, ninguén tente distraer o significado do seu prestixio, que os manipuladores e falsificadores non traten de agochar o seu exemplo desmitificador de toda solemnidade e o seu amor polas causas xustas do seu pobo. Que así sexa.