Confieso mi devoción por el periodismo que practica Enric González. Entre sus méritos –y no lo considero el menor- se encuentra el haber obrado el milagro de que yo, tan ajena e ignorante de todo lo relacionado con el fútbol, leyese con pasión de tifoso los comentarios sobre la liga italiana que durante varios años publicó en El País. Pero es que, en sus manos, el relato deportivo se convertía también en la crónica de la vida política, social y económica de Italia. Aquellos textos podrían haber aparecido perfectamente en las páginas de la sección de Internacional, si no fuese porque el periódico es una estructura rígida y esclerótica, a pesar de que aspire a retratar un mundo muelle, accidentado y en mudanza. Ahora, Enric González anda en las mismas y con el pretexto de comentar la programación televisiva habla de otros asuntos que le salen al paso. Los domingos, además, escribe unos artículos que, de hacer caso al epígrafe que los encabeza, “Un asunto marginal”, podrían pensarse pergeñados a propósito de cualquier anécdota irrelevante. A estas alturas, claro está, Enric González no se encuentra en condiciones de engañar a sus lectores.
Pues bien, hace algunas semanas, uno de los asuntos marginales que metió en su artículo fue el uso, que se ha hecho imprescindible en la prensa, de estampar la fotografía de los columnistas junto a sus columnas: “No logro entender qué interés puede tener alguien en conocer el aspecto de quien escribe, pero el fenómeno parece imparable. Poco a poco, los periódicos se han llenado de caritas, sonrientes, tímidas, espantadas”. Ahí estaba agazapado el reproche a unos lectores absurdamente cotillas, que pasan por ser algo así como espías sin misión que les sirva de coartada para sus ejercicios de metomentodo o voyeurs carentes de imaginación que necesitan de un fetiche para excitarse porque la prosa periodística no les basta. La reconvención es injusta, porque si hay un género que reclama toda la atención sobre su autor es el artículo. Lorenzo Gomis, zanjando elegantemente las quisquillosas y estériles disquisiciones profesorales sobre la cuestión, lo dijo así: “Una columna suele ser un recuadro con una firma al final”. En efecto, buscamos una columna y lo hacemos sin saber qué lleva dentro hoy, con la seguridad sonámbula de la página del diario donde nos aguarda y con la única certeza de que en ella está su autor. Es a él y su firma lo requerimos. Los lectores lo sabemos y también los articulistas, aunque no sean especialmente perspicaces y siquiera sea por instinto de mercader, porque lo que venden es su firma. Al fin y al cabo, la carrera del articulista no consiste en otra cosa que hacerse un nombre, una firma; y la medida del éxito la ofrece una ecuación en la que el cuerpo de la tipografía de la firma es directamente proporcional al jornal que cobra el firmante. Hubo un tiempo, anterior al de la inflación de caritas en la prensa, en que otro inequívoco indicio del triunfo de un periodista era el haber ganado el derecho a ver su foto junto a su texto.
Pues bien, hace algunas semanas, uno de los asuntos marginales que metió en su artículo fue el uso, que se ha hecho imprescindible en la prensa, de estampar la fotografía de los columnistas junto a sus columnas: “No logro entender qué interés puede tener alguien en conocer el aspecto de quien escribe, pero el fenómeno parece imparable. Poco a poco, los periódicos se han llenado de caritas, sonrientes, tímidas, espantadas”. Ahí estaba agazapado el reproche a unos lectores absurdamente cotillas, que pasan por ser algo así como espías sin misión que les sirva de coartada para sus ejercicios de metomentodo o voyeurs carentes de imaginación que necesitan de un fetiche para excitarse porque la prosa periodística no les basta. La reconvención es injusta, porque si hay un género que reclama toda la atención sobre su autor es el artículo. Lorenzo Gomis, zanjando elegantemente las quisquillosas y estériles disquisiciones profesorales sobre la cuestión, lo dijo así: “Una columna suele ser un recuadro con una firma al final”. En efecto, buscamos una columna y lo hacemos sin saber qué lleva dentro hoy, con la seguridad sonámbula de la página del diario donde nos aguarda y con la única certeza de que en ella está su autor. Es a él y su firma lo requerimos. Los lectores lo sabemos y también los articulistas, aunque no sean especialmente perspicaces y siquiera sea por instinto de mercader, porque lo que venden es su firma. Al fin y al cabo, la carrera del articulista no consiste en otra cosa que hacerse un nombre, una firma; y la medida del éxito la ofrece una ecuación en la que el cuerpo de la tipografía de la firma es directamente proporcional al jornal que cobra el firmante. Hubo un tiempo, anterior al de la inflación de caritas en la prensa, en que otro inequívoco indicio del triunfo de un periodista era el haber ganado el derecho a ver su foto junto a su texto.
En cierta ocasión, preguntado Umbral por si lo primero que leía en el periódico era su columna, dijo para quien quisiera entender: “No. Es lo primero que miro, para ver la foto”. No era una boutade, él se mostraba en la foto y en ella estaba el recordatorio de la única exigencia de la columna. Por otra parte, eso mismo, mirar la foto, es lo que hacían sus lectores antes de nada. Vale decir, querido Enric, que si hay voyeurs es, en este caso, porque hay exhibicionistas.
Los hay y los hubo, porque así lo exige el género. En 1911, Julio Camba se hace retratar para dar “cierta publicidad a mi fisonomía”. Tras abandonar la impostura del anarquismo y desertar de la bohemia madrileña, había dimitido del bigote y recortado las melenas para resultar más creíble como corresponsal en Londres. “Es cierto –escribe a su director- que la cara está un poco mal; pero la chaqueta, que es lo importante, ha salido muy bien. Esa chaqueta les demostrará a ustedes que, a pesar de mis protestas, yo soy ya un poco inglés. Cuando uno se pone una chaqueta semejante, es que ya se va adaptando uno a este ambiente”. Y el periódico publica aquellas fotografías y, por si sus lectores no se enteran, les advierte que el periodista viste “una chaqueta tan elegante como su propio estilo literario”. Camba está construyendo un estilo, un punto de vista desde el que escribir sus crónicas, la imagen que los lectores han de tener de él; y todo es uno y lo mismo. La operación se lleva a cabo en sus textos, donde se presenta como un hombre viajero y escéptico, y en los retratos que encarga de sí, donde se repite una media sonrisa y una mirada intencionada e irónica. Cuando en octubre de 1913 comienza a escribir en ABC, proclama desde el mismo título del texto inaugural: “Mi nombre es Camba”. Interpela directamente a sus lectores a los que solicita que “sepan mi nombre y que se familiaricen pronto conmigo”, que sean indulgentes con sus apasionamientos y se acostumbren a sus pequeñas paradojas.
Los periodistas más hábiles saben incluso sacar partido estilístico de aquellos rasgos de su fisonomía menos favorecedores. Wenceslao Fernández Flórez, por ejemplo, se hacía retratar y caricaturizar de perfil, precisamente la pose que hacía imposible disimular su aquilina nariz. Rafael Cansinos Assens lo vio claro: “¡Es mucha nariz esa nariz! Es la tragedia del humorista, que lucha con ella como con un biombo, interpuesto entre él y su interlocutor. (…) ¡Qué más humorismo que el que destila esa nariz semejante a un pez-espada que se interpone entre nosotros y el de esta singular conservación en que un humorista, con toda la seriedad del mundo, trata de convencerme de que lo es!”.
Hoy se ha democratizado la foto, antes privilegio reservado a los mejores, lo que provoca algunas confusiones o paradojas, como las de aquellas columnas sin personalidad, temperamento, ni carácter, cuya autoría es reclamada por una cara con la expresión de suficiencia, propia de quien se cree dueño de una fisonomía y un estilo original y que, en realidad, son de lo más vulgar. Del mismo modo, parece un contrasentido que quien es merecedor de la foto reniegue de ella. Enric González confesaba su intento de rebelarse contra la exigencia de la foto acompañando su artículo dominical: “Cuando se anunció que los artículos de este diario irían acompañados por una imagen del autor, rogué que me eximieran. Lo conseguí, creo, en el primero de esta errática serie marginal. Para el segundo echaron mano de una imagen disponible en Internet. No creo que el diseño de esta página haya ganado en estética. Tampoco es grave”. Lo que yo no creo es que la foto, en la que aparece con la cabeza ligeramente ladeada, media sonrisa y mirada burlona, sea el fruto azaroso de una búsqueda en google. El periodista ha estudiado cómo mirar a la cámara, ha posado con la misma pose que adopta en sus textos. Por eso soy una voyeur sin mala conciencia y todos los domingos me gusta mirar la foto antes de leer el artículo.
5 comentarios:
Cuando alguien ama algo, no puede disimularlo. Tampoco suele tener ninguna gana de ocultarlo, pero si quisiera hacerlo, fracasaria. Por la misma razón, si alguien logra disimular un supuesto amor, es que no lo quiere tanto.
Está claro que Lieschen adora los periódicos. Lo dice ella misma. Se sumerge en la lectura de los diarios con toda la pasión de la que es capaz. Y, lo mejor de todo, es que de esa inmersión saca provecho.
Aún más, gracias a sus escritos sacamos provecho todos. Ojala no abandones nunca esa pasión lectora, ni esa discreta capacidad de unir elementos aparentemente dispares, ni de devolver al presente lo mejor y lo más olvidado de los diarios de ayer.
Por otra parte, además de amor por el periodismo y una capacidad de sacrificio enorme, hace falta tener una sensibilidad especial para escribir como tu lo haces.
Que ledicia.
Algunos lectores de este blog que, espero, en breve sean adeptos, abogaríamos por ver la foto de la que suscribe cada uno de los artículos para poder, previamente, ponernos en predisposición ideal para la lectura. En cualquiera de los casos, te animamos a que continúes escribiendo. Baci!
¡Muchísimas gracias por los comentarios!
A mi lector anónimo le recuerdo que he confesado ser una voyeur, no una exhibicionista. Bicos.
En el fondo, no deja de ser una muestra más de una tendencia que lo abarca todo: por ejemplo, en la música. Me pregunto si hoy en día tendrían alguna oportunidad gente como Edith Piaf o Ella Fitzgerald, cuando los cantantes que surgen (al menos entre lo más comercial) parecen estar más cerca de modelos que de otra cosa (o sea, que además de cantar más o menos bien, tienen que ser guapos).
Sin embargo, me temo que, en realidad, no es más que la constatación de la caída libre de la importancia de la letra impresa y de los contenidos del diario. O lo que es lo mismo: no me parece un reconocimiento al papel del columnista, sino una mera caricia al ego que difícilmente podrá llegar de otro modo... Y es que eso de que a uno le paren por la calle sigue siendo adictivo, sobre todo para los que no les pasa...
Sigue así, Lieschen. ¡Que no decaiga! :)
En 1902, en respuesta a la solicitud de una fotografía que realiza una de las publicaciones en las que colaboraba, Unamuno escribe:
"Me pide usted un retrato mío y ante tal pedido surge un pequeño conflicto -sin graves consecuencias- en mi conciencia. Renuncio a describírselo, aunque con semejante renuncia nos perdamos un trozo de psicología introspectiva, diferente, como es natural, a la ultrospectiva.
El resultado final de tal conflicto es la decisión de enviarle el retrato, pues el resistirse a que aparezca en público la imagen de nuestro físico arguye, en los tiempos que corren, mayor petulancia que el ceder a ello. Hoy, en que se prodiga tanto la estampación pública de retratos, es un verdadero acto de humildad, a la vez que un acto de verdader humildad, el dejar que se dé a estampa pública el propio y pecular retrato.
(...) Y aquí me encuentro ocn que apenas tengo fotografías, y ellas no muy buenas, de mi semblante y traza corporal, y en este apuro acudo a la pluma misma con que trazo estas líenas y con ella dibujo mi perfil. Y en esto ha de permitirme que eche mano del egotismo y le diga que yo tengo más fisonomía visto de lado que no de frente. Hasta como escritor público creo que me ocurre lo mismo".
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