Entrevistar a la monarquía

Ese lúcido periodista que fue Eça de Queirós escribió en mayo de 1894 un artículo, incluido en Ecos de París, en el que discutía el interés periodístico de entrevistar a un rey:

“Si los reyes lo son por derecho divino, sus intenciones deben permanecer tan impenetrables como las de Dios, de quien emanan, y quien las inspira. Si alguien osase interrogar al emperador de Rusia sobre sus planes, él con toda lógica, señalaría silenciosamente hacia el cielo. Los reyes de este carácter trascendente son agentes sumisos, casi inconscientes, de la Providencia. Mejor trepar a las nubes y formular un interrogatorio directo a la Providencia. Sin embargo, si los reyes son constitucionales, entonces tanto sus deseos como sus actos sólo tienen validez si son confirmados por el gobierno, por el Parlamento, por todas las instituciones tutelares con que los ha rodeado, con que los ha maniatado la Constitución. Más útil, más rápido y más cortés sería interviewar al primer ministro o al jefe de la mayoría”.

Así introducía Eça de Queirós su comentario sobre la entonces muy comentada entrevista que el periódico francés Le Figaro acababa de realizar al rey Humberto de Italia. En su opinión, esperar con inquietud y discutir después con pasión tales declaraciones públicas constituía una inmensa ingenuidad, puesto que esas manifestaciones estarán necesariamente cortadas por el patrón de una convención y no podrán ser más que “virtuosas generalidades”.

“Existe una convención, recíprocamente consentida, que es propia de todas las manifestaciones públicas y que se corresponde con la necesidad climatológica y moral de cubrir nuestra desnudez. Se trata de una mera cuestión de decencia, de respeto social, casi de etiqueta. El jefe de Estado, cuando le habla a la nación, tiene que exhibir una decorosa virtud en sus intenciones, por los mismos motivos por los que tiene que ponerse un uniforme y llevar un séquito en las grandes ceremonias. […] ¿Qué otra cosa podría decir el Rey de Italia a un reportero que lo interroga sobre las intenciones de Italia? […] Cualquier declaración suya, destinada a un periódico, tenía que ser forzosamente fraternal, pacífica, optimista. […] Pues estas declaraciones previsibles, obligadas y sin más significado que el uniforme o la levita que llevaba el rey, todavía están siendo escrutadas, sopesadas, filtradas, estudiadas con ardor por los analistas políticos, como si contuvieran en el fondo de sus sílabas los secretos del Destino”.

Eça de Queirós fantasea con la posibilidad de que el monarca entrevistado se olvidase del guión que le ha sido adjudicado y que todos esperan que respete. Utiliza una parábola para sus reflexiones sobre el margen de que dispone un rey para la sinceridad:

“Un amigo mío, viajando por Inglaterra, se detuvo en un hotel, y después de acomodarse y afeitarse, bajó a almorzar. Era un día de junio y le apetecía un vino fresco y suave. Revisó pensativamente la carta de vinos, y le preguntó al camarero, con la tradicional y humana ingenuidad:
-¿Es bueno ese Chablis?
El camarero, un viejo de patillas blancas, serio y triste como un embajador en espera de destino, sacudió la cabeza, y respondió secamente:
-Es una peste.
Mi amigo observó con espanto, con un desagradable espanto, a aquel hombre sincero. Después, volvió a mirar la carta.
-Bueno, tráigame entonces este Médoc… ¿Es bueno el Médoc?
El criado, muy serio, replicó:
-Es horrible.
Perturbado, mi amigo murmuró tímidamente, mientras una desconfianza vaga y oscura lo invadía:
-Bueno, beberé cerveza… ¿Qué tal la cerveza?
El camarero aseveró, convencido y digno:
-Un brebaje muy mediocre… ¡Extremadamente mediocre!
Mi amigo temblaba ya, con un manifiesto terror. Pero todavía balbució:
-¿Qué puedo beber entonces?
-Beba agua, o beba té… Aunque el té que tenemos hoy es realmente detestable.
Entonces, mi amigo apartó violentamente la servilleta y los cubiertos, trepó por las escaleras hasta su habitación, apretó las correas de su maleta, saltó a un coche y huyó.
¿Por qué? Ni siquiera él lo sabía. Todo lo que pudo explicarme fue que, ante tanta sinceridad, sintió a su alrededor, en aquel hotel, algo anormal, extravagante, peligroso. La actuación de mi amigo, dado nuestro hábito secular a la mentira, a la ficción, a la convención, resulta muy humana”.


Aquellos que han salido corriendo despavoridos del hotel en los últimos días lo hacen porque habían terminado por creerse la mentira y por olvidarse de la verdadera naturaleza de lo que la convención oculta. Olvidaron también que, tal y como advirtió Eça de Queirós, “a pesar de haberse suprimido la rígida y aprisionante etiqueta de tiempos de Carlos V, los reyes todavía no son accesibles a cualquier sujeto de sombrero hongo que se presente con un cuaderno y un lápiz, a ‘hacer preguntas’”. Es el monarca quien decide por quién se deja interrogar y al elegir al periodista -en este caso, con sombrero de copa- ya está comenzando a dibujar su retrato, incluso antes de manifestarse siguiendo o no el consabido guión.

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