Releer a Manuel Vázquez Montalbán

Manuel Vázquez Montalbán afirmaba en el prólogo que redactó en 1995 para una nueva edición de sus Escritos subnormales: “Afortunadamente puedo releerme”. Era ésta la expresión del legítimo orgullo de quien no encontraba necesidad de rectificar, desdecirse o renegar de unos textos escritos dos décadas antes. En efecto, Vázquez Montalbán dio prueba de una extraordinaria coherencia ideológica, como atestigua su vasta obra, no ya sólo la publicada en libro, sino también la que apareció en la prensa, nacida de inapelables urgencias, necesariamente pegada a lo más volátil de las circunstancias y, en apariencia, más expuesta a alcanzar con rapidez fecha de caducidad. Que esa obra periodística es un corpus sin discrepancias internas que admite -no sólo por ese motivo, habría que añadir- la relectura queda patente en El periodismo según Manuel Vázquez Montalbán (Ronsel, 2008), una antología preparada por Carles Geli y Marcel Mauri que reúne cerca de un centenar de textos que ofrecen una visión de conjunto de toda una trayectoria profesional, desde sus mismos inicios en 1960. Precisamente uno de los aciertos de esta edición es el no desestimar aquellos trabajos periodísticos que inauguraban una carrera, los primeros, que no primerizos, porque en ellos se exhibe la precoz madurez de una lúcida capacidad de análisis, de una insobornable inteligencia crítica y se encuentran expuestas ideas y temas que anticipan el repertorio de obsesiones a las que se mantuvo fiel, sin que coyunturas políticas o avatares profesionales lograran que desertase de ellas. El primer Vázquez Montalbán ya es Vázquez Montalbán; el primer Vázquez Montalbán funda un proyecto de escritura y manifiesta una voluntad de estilo que se mantienen reconocibles y vigentes hasta el final.

No parece casual la muerte en Bangkok de Manuel Vázquez Montalbán, que su poesía, con intuición premonitoria, vislumbró: “El cartero ha traído el Bangkok Post/ el Tahilandia Travel/ una carta sellada/ la muerte de un ser querido”. Y no parece casual que el último artículo que publicó en el diario El País estuviese dedicado a la revista Triunfo. Si fuesen casualidades, serían de las que semejan haber sido dispuestas a propósito para revelar las claves iluminadoras de una vida y una obra.

Su Crónica sentimental de España apareció en 1969 en las páginas de Triunfo. La revista había olvidado durante dos años en un cajón ese texto que, en cuanto fue publicado, mereció ruidosos aplausos y descubrió al periodista que lo firmaba. El propio Vázquez Montalbán admitió que “el impacto de mis colaboraciones allá me salvó la vida en muchos aspectos”. No se refería de ese modo únicamente a la proyección profesional que alcanzó gracias a Triunfo, donde pasó a colaborar intensivamente saliendo del “pozo donde habitaba como joven promesa ninguneada”. Aludía también a la sensación de formar parte de un proyecto con el que se identificaba plenamente: “Me vinculaba a Triunfo en el momento de su definitivo despegue como medio en el límite del posibilismo crítico contra la dictadura, cumpliendo el papel de órgano cómplice en la reconstrucción de la razón democrática de España después del asalto a la razón perpetrado por las hordas franquistas en 1936”. La revista le ofrecía la oportunidad de ser él mismo y, al tiempo y no menos importante, “una manera de reconocerse y pensar que no se estaba solo”, una “compañía ideológica” y una “plataforma de autorratificación”, como él mismo explicó en uno de los textos incluidos en La literatura en la construcción de la ciudad democrática:

“Toda esa nueva generación que se forja en los años sesenta queríamos salir en Triunfo, queríamos ser reconocidos por y en Triunfo, queríamos que si publicábamos algo, Triunfo hablara de ese libro, queríamos que si alguna vez se nos ocurría algo prodigioso, Triunfo lo publicara. [...] Por una parte, esa voluntad de una nueva promoción que trata de expresarse y de recuperar el patrimonio prohibido, la memoria prohibida por el 'vencedor'. Por ahí se establece el encuentro entre ese embrión de una nueva vanguardia y la vanguardia asolada, la vanguardia asolada por la Guerra Civil. Así se puede explicar por qué la revista fue al mismo tiempo expresión de lo que nos preocupaba en aquel momento de cara a la creación de una conciencia hacia el futuro y creación de lo que había sido la conciencia crítica de los heterodoxos españoles que estaban prohibidos por la cultura oficial”.

La recuperación de la memoria prohibida no constituía una vacua complacencia en la nostalgia, sino que formaba parte del subversivo ejercicio de forcejear con la realidad falsificada y de definir los deseos de futuro. Vázquez Montalbán no fue de los que creyeron que el fin de la dictadura franquista y la transición finiquitaban aquel proyecto integrador de memoria y deseo, en el que continuamente reafirmó su militancia:

“Estamos ya en esa ciudad democrática que nos ha traído la transición, por la cual la sociedad civil culta apostó durante largos años, y deberíamos asumir la amenaza de una nueva inquisición. [...] Estábamos implicados en una lucha a muerte entre el presente como inquisición frente a la memoria. Conflicto no inocente, porque la memoria significa conservar el recuerdo de cuáles eran nuestros deseos personales y colectivos y la lista de los culpables de las frustraciones personales y colectivas. El instalarse en el presente significa, de hecho, declarar la inutilidad de cualquier tipo de deseo, la aceptación de las cosas como son, del fatalismo de lo que nos es dado, fatalismo ante la incuestionable mecánica de lo histórico y de lo económico”.

Y así funcionan las casualidades: en su último artículo en El País, “Triomf” (13-X-2003), Vázquez Montalbán lamentaba -y no era, ni mucho menos, la primera vez- la muerte de la revista y la inexistencia de una plataforma periodística que recogiese aquel testigo. “Un empeño político cultural excepcional, iniciado en 1939 intra y extramuros de la ciudad franquista y todavía por ultimar. Aunque ahora sin un Triunfo que llevarnos a los ojos”, terminaba diciendo el texto. Vázquez Montalbán no cejó en aquel empeño y llevó, allí donde escribió, su voz, negándose a modularla o adaptarla a unas publicaciones con las que sabía imposible volver a sentir la sintonía o identificación que estableció con Triunfo.

No renunció jamás a aquel proyecto que consideraba plenamente vigente y que desbordaba con mucho los límites del periodismo: “La Memoria como reivindicación frente al demonio del olvido y el Deseo como eufemismo de la esperanza, de la Historia si se quiere: he aquí la tensión dialéctica fundamental de todo cuanto he escrito”. Cabe recordar que precisamente ése, Memoria y deseo, fue el título que dio al ciclo que reunía tres décadas de su poesía. Dicen unos versos de Ciudad: “morirán de frío los desertores/ de la ciudad ambiciosa de su Memoria/ mientras comprueban el fracaso del deseo/ disfrazado de costumbre dominguera”. Basta releer a Manuel Vázquez Montalbán para saber que no murió de frío.

Entrevistar a la monarquía

Ese lúcido periodista que fue Eça de Queirós escribió en mayo de 1894 un artículo, incluido en Ecos de París, en el que discutía el interés periodístico de entrevistar a un rey:

“Si los reyes lo son por derecho divino, sus intenciones deben permanecer tan impenetrables como las de Dios, de quien emanan, y quien las inspira. Si alguien osase interrogar al emperador de Rusia sobre sus planes, él con toda lógica, señalaría silenciosamente hacia el cielo. Los reyes de este carácter trascendente son agentes sumisos, casi inconscientes, de la Providencia. Mejor trepar a las nubes y formular un interrogatorio directo a la Providencia. Sin embargo, si los reyes son constitucionales, entonces tanto sus deseos como sus actos sólo tienen validez si son confirmados por el gobierno, por el Parlamento, por todas las instituciones tutelares con que los ha rodeado, con que los ha maniatado la Constitución. Más útil, más rápido y más cortés sería interviewar al primer ministro o al jefe de la mayoría”.

Así introducía Eça de Queirós su comentario sobre la entonces muy comentada entrevista que el periódico francés Le Figaro acababa de realizar al rey Humberto de Italia. En su opinión, esperar con inquietud y discutir después con pasión tales declaraciones públicas constituía una inmensa ingenuidad, puesto que esas manifestaciones estarán necesariamente cortadas por el patrón de una convención y no podrán ser más que “virtuosas generalidades”.

“Existe una convención, recíprocamente consentida, que es propia de todas las manifestaciones públicas y que se corresponde con la necesidad climatológica y moral de cubrir nuestra desnudez. Se trata de una mera cuestión de decencia, de respeto social, casi de etiqueta. El jefe de Estado, cuando le habla a la nación, tiene que exhibir una decorosa virtud en sus intenciones, por los mismos motivos por los que tiene que ponerse un uniforme y llevar un séquito en las grandes ceremonias. […] ¿Qué otra cosa podría decir el Rey de Italia a un reportero que lo interroga sobre las intenciones de Italia? […] Cualquier declaración suya, destinada a un periódico, tenía que ser forzosamente fraternal, pacífica, optimista. […] Pues estas declaraciones previsibles, obligadas y sin más significado que el uniforme o la levita que llevaba el rey, todavía están siendo escrutadas, sopesadas, filtradas, estudiadas con ardor por los analistas políticos, como si contuvieran en el fondo de sus sílabas los secretos del Destino”.

Eça de Queirós fantasea con la posibilidad de que el monarca entrevistado se olvidase del guión que le ha sido adjudicado y que todos esperan que respete. Utiliza una parábola para sus reflexiones sobre el margen de que dispone un rey para la sinceridad:

“Un amigo mío, viajando por Inglaterra, se detuvo en un hotel, y después de acomodarse y afeitarse, bajó a almorzar. Era un día de junio y le apetecía un vino fresco y suave. Revisó pensativamente la carta de vinos, y le preguntó al camarero, con la tradicional y humana ingenuidad:
-¿Es bueno ese Chablis?
El camarero, un viejo de patillas blancas, serio y triste como un embajador en espera de destino, sacudió la cabeza, y respondió secamente:
-Es una peste.
Mi amigo observó con espanto, con un desagradable espanto, a aquel hombre sincero. Después, volvió a mirar la carta.
-Bueno, tráigame entonces este Médoc… ¿Es bueno el Médoc?
El criado, muy serio, replicó:
-Es horrible.
Perturbado, mi amigo murmuró tímidamente, mientras una desconfianza vaga y oscura lo invadía:
-Bueno, beberé cerveza… ¿Qué tal la cerveza?
El camarero aseveró, convencido y digno:
-Un brebaje muy mediocre… ¡Extremadamente mediocre!
Mi amigo temblaba ya, con un manifiesto terror. Pero todavía balbució:
-¿Qué puedo beber entonces?
-Beba agua, o beba té… Aunque el té que tenemos hoy es realmente detestable.
Entonces, mi amigo apartó violentamente la servilleta y los cubiertos, trepó por las escaleras hasta su habitación, apretó las correas de su maleta, saltó a un coche y huyó.
¿Por qué? Ni siquiera él lo sabía. Todo lo que pudo explicarme fue que, ante tanta sinceridad, sintió a su alrededor, en aquel hotel, algo anormal, extravagante, peligroso. La actuación de mi amigo, dado nuestro hábito secular a la mentira, a la ficción, a la convención, resulta muy humana”.


Aquellos que han salido corriendo despavoridos del hotel en los últimos días lo hacen porque habían terminado por creerse la mentira y por olvidarse de la verdadera naturaleza de lo que la convención oculta. Olvidaron también que, tal y como advirtió Eça de Queirós, “a pesar de haberse suprimido la rígida y aprisionante etiqueta de tiempos de Carlos V, los reyes todavía no son accesibles a cualquier sujeto de sombrero hongo que se presente con un cuaderno y un lápiz, a ‘hacer preguntas’”. Es el monarca quien decide por quién se deja interrogar y al elegir al periodista -en este caso, con sombrero de copa- ya está comenzando a dibujar su retrato, incluso antes de manifestarse siguiendo o no el consabido guión.