

El origen de este epistolario se encuentra en las largas ausencias de María del piso que compartía con su padre en el número 148 de la calle Vaugirard de París y que estaban motivadas por los desplazamientos impuestos por los rodajes cinematográficos en los que la actriz participaba en aquellas fechas. Padre e hija intentan paliar la distancia a través de constantes llamadas telefónicas –que hacían merecedora a María, en palabras de su padre, del premio “Óscar de la telefonía sentimental”–, pero también mediante la creación de un espacio comunicativo epistolar.


Y siendo cierto que todos los aspectos mencionados pueden ser seguidos a través de esta correspondencia, ella constituye, antes que nada, una descripción de la estrecha relación paterno-filial. En Cartas no exilio quedan a la vista los lazos de amor y admiración recíproca, de intereses y desazones compartidas que unían a los corresponsales. Frente a la preocupación por el estilo de la escritura de Santiago Casares, consciente de estar practicando un género, la literatura epistolar, María Casares escribe con una celeridad indiferente por la forma. En cualquier caso, por encima de esas diferencias, las cartas de ambos revelan una espontaneidad expresiva que permite destrenzar los hilos de una intimidad difícilmente accesible de cualquier otro modo, incluso a través de los fragmentos de esas cartas que ya habían sido incluidos en Residente privilegiada. Aquellos extractos no reflejaban la naturaleza del contexto en que se insertaban, no ofrecían el vívido espectáculo del diálogo de dos personalidades que, a través de él, esbozan su retrato y el de su relación. Es, en ese sentido, la lectura inédita del epistolario íntegro la que permite un conocimiento nuevo sobre relación de Santiago Casares Quiroga y María Casares.
El intercambio epistolar mostró sus insuficiencias y limitaciones como espacio comunicativo en ciertas ocasiones, así ocurrió, por ejemplo, cuando se formaliza el compromiso matrimonial de María, más tarde frustrado, y que consume de impaciencia a Santiago, quien siente el perentorio “deseo de hablar contigo, un diálogo directo, y no con la enojosa intervención de la pluma y del correo”. En otros momentos, sin embargo, la carta se convierte en un canal que ofrece posibilidades confesionales únicas que María –quien utiliza habitualmente el francés en sus mensajes, que la edición ofrece también traducidos al gallego- aprovecha cuando escribe: “[…] e non falemos do meu pai, a quen nunca me atrevín a decir a miña fonda veneración, que non vén do feito do ser meu pai, senón de ser Santiago Casares, un home como nunca coñecín outro igual”. No fue el único momento en el que ella se hace consciente y hace consciente a su corresponsal de las singulares oportunidades que le brindaba este modo de comunicación: “[…] se non me atrevín a falarche antes del é porque hai cousas que podo escribirche pero que non che podo decir”.
Ambos convierten la “batalla epistolar” que habían establecido en el soporte de las noticias de los acontecimientos exteriores de sus días, pero también de la cruda expresión de sus estados de ánimo. En ese sentido, María llega a mostrar su temor a la soledad en unas líneas en las que ronda la idea de la muerte del padre:
“Entre todo isto, é certo, síntome ás veces melancólica en exceso e creo que nunca pensei tanto en ti e en mamá, nin con tanto cariño.
Creo que sodes os dous únicos seres que amei na miña vida e si é bo que teñan sido dous, pregúntome con angustia que faría eu de min se un día quedase soa.
Coídate moito por min. […]
Estou contenta que esteas aí”.
En su respuesta, Santiago Casares Quiroga afirma identificar sus propios sentimientos en los de su hija, dice sentir una especie de comunión telepática, en la que quedan confundidos los murciélagos que, premonitorios y lóbregos heraldos de la muerte, asedian a ambos:
“[…] espero que entre el trabajo y el Monte Ventoux consigan ahuyentar todos los murciélagos que andaban revoloteando en torno a tu cabeza en estos últimos tiempos.
Algunos de ellos (hablo de los murciélagos, no de los tiempos) han perdido la ruta y han venido a posarse en la cabecera de mi cama, aventando en mi cabeza el mismo problema y análogos pensamientos que los que a ti te ocupaban al escribir tu última carta. ¿Telepatía?, ¿aviso al subconsciente advirtiendo que hay que preparar la maleta para “the undiscovered country from whose bourn no traveller returns”, que decía Hamlet? No lo sé; el hecho es que pasé tres días sumido en pleno y denso betún […]”.
Es en estos pasajes del epistolario donde se advierte hasta qué punto, como apuntó María Casares en Residente privilegiada, en aquellas fechas “mi padre empezó a preparar su propia muerte”. Incluso cabría añadir que también estaba preparando a su hija para ese trance: “No te aturrulles, pues, ni te impacientes, y sírvanos a uno y a otro esta separación forzosa como entrenamiento para otras futuras, incluyendo la definitiva”.
Que la premonición de la inminencia de la muerte esté muy presente en el epistolario no es un impedimento para que Casares Quiroga dé muestras constantes de su sentido del humor. Es su estrategia para descargar de gravedad las noticias sobre su delicado estado de salud y, en realidad, para comentar cualquier acontecimiento. Así, conocedor de la displicente actitud de María ante los molestos actos oficiales a los que fue invitada en cierta ocasión, pregunta irónico: “¿Cómo extrañarse, después de saberte ciscándote en el Protocolo, de la opinión que el mundo se hace de nosotros los rojos?”. No resulta extraño, pues, que la destinataria de estas líneas afirmara: “me parto de risa con tus cartas”. Ella, quien en distintas ocasiones señaló el humor como uno de los pilares de la relación con su padre, también echa mano de él a menudo, por ejemplo, cuando se refiere a los kilos ganados durante las demoras impuestas por las productoras cinematográficas durante el rodaje en Roma de la adaptación de la obra de Stendhal La Chartreuse de Parme, en la que encarnaba a Gina Sanseverina:
“A pasta, o “fare niente” [sic] que adoptei sen demora –sempre hai que tentar asimilarse deseguida ao país no que se vive para vivir ben nel– os sonos prolongados, as vacacións forzadas, etc., etc., fixeron da rapaza fraca, avellada e triste, e estragada, e decadente, unha especie de vigoroso becerro que temo, se isto continúa, ver pronto converterse en vaca. E daquela, se empezo eu tamén a coller un ar bovino, xa non estou de acordo.
Ben é certo que todo isto ten só unha importancia persoal e relativamente secundaria, pois no que se refire á Sanseverina, se é que algún día chego a rodalaa, terei tempo, ata entón, de ter boca cara, adelgazar, poñerme de novo regordecha, morrer, resucitar, ter 12 fillos, facer algunhas viaxes, unha carreira de bailarina e atopar finalmene unha liña perfecta digna dun tan digno personaxe. Doutra banda, os músculos e a graxa protexen o meu corazón das fortes emocións que a Scalera-Film asociada coa Discina me preparan todos os días de deus”.
Estas cartas fueron releídas por María Casares treinta años después de ser escritas, en el momento en que acometió la redacción de sus memorias, un costoso ejercicio de recuperación de su memoria y de definición de su identidad. Otros treinta años separan nuestra lectura de la de ella, que tiene lugar precisamente en el año en que se cumple el 70º aniversario del inicio del exilio republicano. A través de ella es posible adquirir la cabal comprensión de la importancia que la propia María Casares concedió a ese epistolario, recuperado ahora por María Lopo, autora de trabajos anteriores en torno a María Casares, como el estudio “María Casares. A Galicia cosmopolita” y el texto teatral “O meu nome é María Casares”, ambos publicados en la revista lucense Unión Libre. Cadernos de vida e culturas. Cartas no exilio permite entrar, como nunca antes fuera posible, en el universo de la calle Vaugirard; volver a comprender hasta qué punto es imposible cualquier recuperación de la memoria de María Casares prescindiendo de la memoria de Santiago Casares Quiroga, y, en definitiva, desvelar la honda verdad de unas líneas escritas en La

“[…] lo que buscaba ciega y ávidamente no era, en modo alguno, otra cosa que la imagen que únicamente él podía entonces enviarme para devolverme a mí misma. Así, mientras él procuraba, recluido en su celda de Vaugirard por los rigores del invierno, mantener a través de la radio y los periódicos el hilo que le unía al mundo, yo, entregada por vez primera al mundo, buscaba a través de él aferrarme al único hilo que me unía a mí misma: mi padre”.
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