El humorista de la Casa Blanca


Según Màrius Carol, Barack Obama estuvo muy gracioso en la cena con corresponsales acreditados en la Casa Blanca. El columnista elogia el “fuste de cómico” del presidente en un artículo que La Vanguardia equivocó de sección, puesto que debería haber ocupado el lugar de la crítica televisiva de Sergio Pàmies. Al fin y al cabo, lo que comentaba era un monólogo del club de la comedia. Se dirá que no hay más remedio que aceptar la invitación de la terca realidad y que si el discurso político es hoy un chiste, al periodista no lo cabe más que reírse y aplaudir. Pues no, el trabajo del periodista en esas circunstancias sólo puede consistir en diseccionar el chiste.

Los chistes que hace un político están pensados para demostrar su ingenio, pero sin pasarse. Tienen que ser inocentes; como cuchillos sin filo, no pueden ofender ni molestar a nadie. El ingenio y la comicidad han de resultar vagos, calculadamente moderados. Con más razón será así cuando el político, queriendo hacer gala de formidable audacia, presuma de su capacidad para reírse de sí mismo y juegue a presentarse como objeto de sus propios chistes. Pero el cuchillo, ya quedó dicho, no hace sangre y mucho menos en las carnes de quien no tiene la menor intención de hacerse el harakiri.

Hay grandes y sabias lecciones de Perogrullo que conviene no olvidar. Según nos ilustró una seria doctora de la materia recientemente, la corrupción es consustancial a la política, tanto –podría haber añadido– como el humor es ajeno a ella. El humor es corrosivo y, por eso mismo, los políticos son refractarios a él. No toleran tomarse o que los tomen a risa. Lo más que se les puede pedir es que se apliquen con circunspecta profesionalidad al trabajo de leer los chascarrillos que otros les escriben cuando, antes de ocupar las páginas de ringorrango de la Historia, se ven obligados a comparecer en el club de la comedia. Y el club de la comedia de la política no es un espacio para el descaro o la irreverencia; cualquier guionista mediocre sabe que lo que ese escenario reclama son chistes blanditos.

¿Qué pienso yo de los chistes de Obama? Que eran buenos, muy buenos, magníficos. Y no porque algunos se riesen mucho con ellos, sino porque, descafeinados como eran, cumplieron con eficacia su propósito: la propaganda de una imagen amable del presidente, que sabe que para conquistar al público, primero es preciso seducir a los intermediarios. Hay que admitir que exhibió las capacidades de un hábil galán en el coqueteo con la prensa, aun cuando discutamos sus dotes cómicas.

Se dirá que para gustos, colores y chistes. Efectivamente, pero no es menos cierto que el gusto se puede reeducar. Por si lo quieren intentar los periodistas que elevan los chistes chuscos a la categoría de humor, una recomendación: la lectura de las columnas de Art Buchwald, por ejemplo, las recogidas en los libros Hijos de la gran sociedad o Nunca bailé en la Casa Blanca, también las que publicó la revista Triunfo y que inspiraron, en cierta forma, el tono de la serie “La Capilla Sixtina” de Manuel Vázquez Montalbán. El periodista neoyorquino enseñó que el humor es un cuchillo afiladísimo y a cuchillo pasó a varios presidentes de los Estados Unidos. Art Buchwald, él sí, el humorista de la Casa Blanca.

1 comentarios:

Lieschen dijo...

Edoardo Sanguineti ("Homo ridens", IL CORRIERE DELLA SERA, 18 de mayo de 2010): "Todo seductor sabe que para conquistar al objeto viviente del deseo se trata, dosificando bien los movimientos, las situaciones, las dosis, de llevarlo a la risa o al llanto. Quien se guarda del político que, como una hiena temible, va por ahí bromeando, se acerca, por eso mismo, al largo camino de la libertad".

http://www.corriere.it/cultura/10_maggio_18/sanguinetti-homo-ridens_9e912cfa-6283-11df-92fd-00144f02aabe.shtml