El mundo perdido de Sherlock Holmes





Ni el doctor Watson ni Billy Wilder encontraron en el archivo de Sherlock Holmes el libro de familia del detective. El cajón de hojalata contenía la crónica de viejas investigaciones y una nada despreciable colección de fetiches. La lupa, la pipa, la jeringuilla de los chutes o la partitura para violín eran los atributos de la célebre personalidad; la foto de Irene Adler, la única muestra de debilidad sentimental que se permitió el genio analítico; la chapa lacada con el 221B y el estúpido gorro a cuadros, con dos viseras y un lacito, los trazos inevitables de la caricatura. Pero en el batiburrillo, ni rastro de documento alguno que acreditase la ascendencia familiar. Bien mirado, no es de extrañar: Sherlock Holmes es hijo de su tiempo y el tiempo no acostumbra a entretenerse con papeleos en el registro civil.

Holmes es hijo de su tiempo y primo segundo del profesor Challenger. George Edward Challenger fue el zoólogo al frente de la expedición científica que encontró en la selva amazónica El mundo perdido, una reserva ignota y aislada donde habían sobrevivido varias especies prehistóricas, incluidos dinosaurios. Si el New York Herald envió a Stanley a la búsqueda del doctor Livingstone, la Daily Gazette creyó oportuno ahorrarse enojosos extravíos y, para no perder de vista a la cuadrilla de Challenger, colocó en ella a uno de sus redactores, Edward Dunn Malone. En aquella edad del optimismo positivista, el periodismo ejercía de notario dando fe de los descubrimientos geográficos y científicos que ensanchaban el mundo conocido y creaban la ilusión de progreso que el liberalismo convirtió en el dogma de su religión y en el lema de su propaganda. Pues bien, a Malone le correspondió hacer el relato de la aventura y el retrato del aventurero. La misma soberbia que, según aquel dibujo, caracterizaba a Challenger es la que identifica a Sherlock Holmes; la soberbia iracunda del profesor se encarnó en el detective con unas maneras un poco menos coléricas y furiosas o un poco más refinadas y elegantes. En cualquier caso, esencialmente idénticos fueron sus engreimientos, sus jactancias materialistas y sus vanidades racionalistas. El recordatorio de las semejanzas y del parentesco soliviantaría a Holmes, un ego que reivindicaba su absoluta originalidad y que era incapaz de verse comparado, aun con el mismísimo August Dupin, sin sentir rebajada su inteligencia. Y la propia irritación certificaría la insolente arrogancia; discútase si fue la impronta de la herencia familiar o el estigma de la filosofía de la época, pero será imposible negar que aquel rasgo del carácter electrizó la lógica y el método del detective.

El discurso del método de Sherlock Holmes se resume en un conocido aforismo: una vez descartado todo lo que es imposible, la verdad está en lo que queda, por improbable que parezca. El camino deductivo que señala la máxima se cree seguro e infalible. No lo es y así lo denunció la hilarante parodia que Jardiel Poncela urdió por la vía de la reducción al absurdo. Si la técnica es reñida por irreverente y sus conclusiones, discutidas por groseras, quizás convenga entonces atender a Pierre Bayard, quien, manejando las mismas armas del raciocinio holmesiano, ha demostrado fehacientemente el garrafal error cometido por el detective en la resolución de los asesinatos de los Baskerville. De todas formas, este ataque no resulta tan peligroso para el héroe literario como podría parecer a primera vista, porque la culpa del fiasco es endosada a Arthur Conan Doyle. La tesis de Bayard es que el escritor no se había  reconciliado con el personaje que despeñó por las cataratas de Reichenbach. Forzado a volver a él, el subconsciente de Conan Doyle se rebela como puede, satisface su pulsión de venganza haciendo que el detective desvaríe y yerre en el lóbrego páramo de Devonshire. 

No, los envites más amenazadores que ha sufrido Sherlock Holmes no provienen de las travesuras naif de Jardiel Poncela, tampoco de los juegos alambicados de Pierre Bayard, ni siquiera del sarcasmo con que Conan Doyle maltrató tempranamente al detective, mucho antes de asesinarlo. El desafío más violento, el que se plantea con mayores garantías de impugnar a Sherlock Holmes, es un lance filicida. Holmes es, ya se dijo, un hijo de su tiempo, la encarnación de un tiempo que poseía una fe inquebrantable en la suficiencia de la razón para leer la verdad en sus rastros materiales y positivos. Bastaba que las dotes de observación contasen con el elemental auxilio de una lupa para poner en marcha un brillante ejercicio deductivo que disiparía las sombras del misterio con la misma eficacia prodigiosa que las bujías de Swan y Edison prometían iluminar el mundo. La lógica de Sherlock Holmes, sus técnicas y métodos, solo sirven en un mundo anterior a las inextinguibles sombras que diagnosticó Freud y a los indecibles abismos que tajó la II Guerra Mundial. Precisamente por esta razón las versiones que trasladan a Sherlock Holmes al presente resultan trampas infames, toscas adulteraciones: por muy satisfactoria que sea la adaptación de los superficiales fetiches holmesianos, incluso para el gusto escrupuloso de los devotos del canon, las actualizaciones terminan por falsear inevitablamente el espíritu del detective al concederle armas y herramientas que le fueron desconocidas, al enfrentarlo a problemas que le son incomprensibles e irresolubles.

Quizás quien mejor ha acertado a explicar de qué manera Sherlock Holmes se convirtió en una reliquia de un tiempo pretérito, de un mundo perdido, fue Michael Chabon.

[El texto completo de El mundo perdido de Sherlock Holmes ha sido publicado en el número 3 de Jot Down].


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