¿Quién es el público y dónde se le encuentra? (I)


http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/btv1b530170680.r


El periodismo es un negocio de zarracatines y chamarileros. El primero, por supuesto, fue Larra. No se molestó en disimularlo, es más, dejó aviso:

«Cuando no se le ocurra a nuestra pobre imaginación nada que nos parezca suficiente o satisfactorio, declaramos francamente que robaremos donde podamos nuestros materiales, publicándolos íntegros o mutilados, porque como pobres habladores hablamos de lo nuestro y lo ajeno, seguros de que al público lo que le importa en lo que se le da impreso no es el nombre del escritor, sino la calidad del escrito, y de que vale más divertir con cosas ajenas que fastidiar con la propias. Concurriremos a las obras de otros como los faltos de ropa a los bailes del carnaval pasado; llevaremos nuestro miserable ingenio, le cambiaremos por el bueno de los demás, y habrá artículos que sean una capa ajena con embozos nuevos. El de hoy será de esta laya. Además, ¿quién nos podrá negar que semejantes artículos nos pertenezcan después de que los hayamos robado?».

Larra había birlado la capa de aquel día a Étienne de Jouy e incluso confesó a la policía en qué calle: en la Chaussée d'Antin. ¿Importa?, se preguntaba el periodista Manuel Chaves Rey, el padre del hoy celebradísimo Chaves Nogales, en su biografía de Larra:

«¿Qué importa que en el artículo […] tuviese por modelo un original francés que Larra no encubre, al llamarle ‘artículo mutilado o refundido’? […] No es serio tomar en cuenta la tacha de plagiario, a quien tenía la alteza de talento de Larra, demostrado una y mil veces, y a quien si tomaba por base un asunto de Courier o de Jouy era para ofrecerlo completamente original, adaptándolo a nuestras costumbres y tipos y más de una vez embelleciéndolo».

El artículo refundido lanzaba una pregunta inédita: «¿Quién es el público y dónde se le encuentra?». La originalidad de Larra radicaba en plantear la cuestión en términos absolutamente contemporáneos. La reformularía, obsesivamente, en distintas ocasiones y de distintas maneras, pero la respuesta, lejos de darse adornada y embellecida, destilaba un desasosegado escepticismo que terminó desembocando en el nihilismo final, el de «El día de difuntos de 1836», el de «Horas de invierno», el del delirio filosófico de la última Nochebuena. La originalidad de Larra fue también el momento elegido para esbozar por primera vez la pregunta, precisamente cuando, después de la experiencia juvenil de El Duende satírico del día, se presenta en la escena periodística madrileña, decidido a conquistarla, como El Pobrecito Hablador. Conocer al público resultaba ineludible y acuciante para quien creía que la «palabra escrita necesita retumbar, y como la piedra lanzada en medio del estanque, quiere llegar repetida de onda en onda hasta el confín de la superficie; necesita irradiarse, como la luz, del centro a la circunferencia». Sólo concebía escribir para ser leído y ser leído, para influir. De no ser así, la escritura se convertía en «un monólogo desesperante y triste» y las palabras se volvían huecas, sin más significado que su propia impotencia.

En cierto modo se podría decir que la obra de Larra no fue más que dar vueltas y más vueltas en torno a aquella pregunta sobre el público, que era el membrete con el que apelaba a sus lectores y al sujeto político que había de sustentar los cambios que predicaba en sus artículos. Los batuecos tampoco han dejado de intentar resolver el problema y en esta serie se anotarán algunas soluciones que se han dado, desde los tiempos de Larra hasta hoy mismo, cuando el marketing político sigue intentando definir quién es el público (¿la gente?, ¿los seres humanos normales?) y los periódicos, intrigadísimos, se preguntan dónde se esconde (¿en Twitter?, ¿en Facebook?).

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