Estatuaria



Una estatua de panteón: la de José Francos Rodríguez, maestro excelso de periodistas.

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Una estatua imaginaria: la de Julio Camba, dibujada por Ramón Gómez de la Serna.

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«Vemos estatuas que no hubo, estatuas que no hay y estatuas que no habrá nunca. Como proyectos ideales las hemos dibujado en la esquina de los papeles inservibles por haberles caído un gran borrón. Resultaban estatuas demasiado sinceras, y casi siempre las hemos roto. Las estatuas que se elevan en las plazuelas de Madrid tienen demasiado empaque y resultan poco pintorescas. Necesitamos estatuas que revelen de un modo expresivo, desde lejos, quién es el que representan. Nadie dudará, al ver a ese genio acostado y que parece que hace juegos icarios con una zapatilla, que se trata de Julio Camba, que tiene fama de tumbón».


Una estatua amordazada: la de Larra, tal y como la vio en abril de 1930 Juan González Olmedilla.

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«El busto de Fígaro padecía aún sus esposas de cuerdas, su coraza de arpillera, su dogal de alambres, su mordaza de trapos. Al cabo de un siglo, en la piedra del monumento, Mariano José de Larra vivía mucho más incómodamente que en los tiempos fernandinos. No pudimos –ni quisimos– resistir a la tentación. El guarda, atento al riego de los jardinillos, no nos veía. Trepamos por un borde del pedestal y, no sin trabajo, pusimos en libertad la testa amordazada del compañero. Fue un momento inolvidable. Bajo el sol y el aire de la primavera, diríase que la piedra alentaba, gozosa, en la leticia civil de verse al fin libre. Pero llegó el guarda, y, cumplidor de su deber, volvió a entrapillar a Fígaro». Y entrapillado sigue. 


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