El periodista desconocido





«Yo soy, señores, el periodista desconocido. Y, sin embargo, yo sé que mi cara les es a ustedes familiar. En todas las crisis me retratan. Bien al lado del señor Lerroux, bien detrás del señor Sánchez Román, bien precediendo al señor Santaló. Antes, en mi barrio, nadie me daba importancia. Pero desde que las crisis se presentan con una periodicidad tan seria como la de la luna, por ejemplo, he adquirido un prestigio grande. El portero me llama señorito, en lugar de “oiga”, como solía decirme en tiempos de Primo de Rivera, y los vecinos han llegado hasta a cederme el ascensor. Sin embargo, nadie sabe mi nombre. Sólo mis gafas se han hecho populares gracias a las crisis, lo mismo que el hongo de don Augusto Barcia y la sonrisa fotogénica de Maura (don Miguel)». Para no deshacer el hechizo del anonimato, el gacetillero que escribió estas líneas en 1935 firmó con una letra, «C», una incógnita mayúscula que es imposible despejar buscando en la hemeroteca las fotos de los reporters apiñados alrededor de los políticos republicanos. La pista de las gafas no ayuda. ¿Es el joven sin sombrero que se desentiende de Lerroux para mirar a la cámara?





¿Quizás el de la primera fila, bien dispuesto para tomar nota de las declaraciones del Emperador del Paralelo, o el de la cara redonda que es apretujado contra el hombro del político?

 
¿El de la derecha, de pelo canoso?



¿O será el que, detrás de Sánchez Román, el de la aspita en la solapa, estira la cabeza para que lo vea bien su portero? ¿Cómo saberlo?





No podemos ponerle cara al periodista desconocido, pero conocemos los horrendos tormentos de su trabajo cuando estalla una crisis ministerial: «Dos días y medio tuve que pasarme repitiendo sin cesar: A las cinco y media llegó al Palacio Nacional el señor Cambó. No hizo manifestaciones a la entrada. A la salida dijo a los periodistas…, etc., etc. Un informador le preguntó… A las seis y cinco llegó a Palacio el señor Chapaprieta… A las siete y veinte… En fin, ¡la locura!... Por la noche en mi cabeza bailaban una danza extraña las veintantas figuras de los estadistas, y en mis oídos zumbaban horriblemente las palabras eternas: Concordia nacional, pacificación de los espíritus… Ensanchamiento de la base. Se deben disolver las Cortes, no se deben disolver las Cortes… Programa económico… Elecciones, concordia republicana… Por fin pude dormirme, y soñé que el señor Barcia, sin quitarse el hongo, repetía todas estas palabras como si fueran una letanía horrible, y que don Abilio Calderón a cada una de ellas contestaba diciendo: “Ora pro nobis”».

Es inevitable acordarse de C. al ver en el telediario a los periodistas siendo disciplinados por el azote de la verborrea cínica de los mismos politicastros que deben de poblar sus pavorosas pesadillas nocturnas. Para ellos, los periodistas desconocidos de hoy, la web de La Sexta anuncia Dolomidina una y otra vez, aprovechado los descansos que hace Ferreras en su hiperactividad sincopada para recuperar el resuello.




Ahí están, por ejemplo, aglomerados en torno a Verónica Pérez. Estiran el brazo para arrimar el micrófono a la boca de la autoridad, meten el codo para hacerse hueco, son empujados por los compañeros de detrás, espachurrados por los del lado, y bajo esa marea de cabezas y grabadoras, la resaca de otra melé de traspiés y pisotones. Mientras, son capaces de atender imperturbables, con perfecta cara de póquer, el parloteo del preboste. Pero, de repente, uno de los noticieros del enjambre que parecía estar más pendiente de que no le rebanasen el brazo que de otra cosa, descompone el rictus: mira con impaciencia el reloj, o arquea las cejas ante lo que acaba de escuchar, o frunce el ceño, o menea la cabeza como negando, o se le desorbitan atónitos los ojos, o simplemente un bostezo de profundo aburrimiento se abre en medio del blablabá. El gesto dura un segundo, es apenas un amago, hay que estar muy pendiente para no perdérselo: el periodista desconocido acaba de firmar el comentario político más displicente y perspicaz que cabe hacer. Ningún columnista podrá estar a su altura al día siguiente. A todos les falta la condición necesaria, ese desapego y ese rencor que los políticos sólo despiertan en los gacetilleros anónimos a los que torturan con sadismo. Si uno de ellos fuese mi vecino, yo le cedería gustosa el ascensor; también a la reportera a la que le embargaron el bolso en Ferraz la semana pasada, tal vez a la misma hora en la que un editorialista cómodamente arrellanado en su despacho escribía «Un partido secuestrado». Ella sí sabe lo que es un secuestro y lo que cuesta el rescate.

Posdata: Ya sé que faltan pruebas concluyentes, pero he decidido que C., el periodista anónimo de 1935, es el muchachito repeinado con gafas redondas de carey, pajarita, lápiz y cuartillas que aparece en estas fotos junto a Gómez Paratcha, Maura, Castrillo, Botella Asensi y Hurtado. Tan joven que todavía no ha hecho callo, lo imagino escribiendo aquel desahogo sobre el precio desproporcionado que pagaba por «la pequeña vanidad» de verse retratado en los periódicos. ¿Quién me va a decir que no es él?



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