El lector de esquelas





Porque no va tirar piedras contra su tejado económico, un periódico nunca ha publicado un artículo objetando la inserción en sus páginas de esquelas mortuorias. Pero José Fernández Bremon aprovechó en 1879 su colaboración en una revista ilustrada, que no traía esquelas, porque resultaría un poco desagradable ver publicidad de La Parca al lado de grabados tan bonitos, para quejarse de la costumbre. Le dolía saber que la gente se muere:

«Porque en los sagrados libros está escrito que no hay más remedio que morir una vez, y que después de la muerte hay que ir a juicio; pero esto, con no leer la Biblia ni el devocionario, podría uno ir llegando a olvidarlo poco a poco, si no fuera por el importuno afán de algunos diarios que siempre traen la cuarta plana empedrada de defunciones. Y todavía el que se anunciaran estas “para conocimiento de los amigos”, se podría perdonar. Pero que se anuncien los aniversarios, que se anuncie de nuevo la muerte después de uno, dos, de cuatro, de una docena de años, eso no puede sufrirse en manera alguna, porque con ese sistema parece como que se multiplican las muertes, y naturalmente hemos de acordarnos mucho más de que nos ha de llegar la hora».

La pieza es una rareza de hemeroteca, donde, sin embargo, abundan las chuflas a cuenta de los lectores de esquelas. Por ejemplo, Carlos Frontaura hizo en 1893 una caricatura del tipo, al que llamó D. Santos Risueño y al que puso a vivir en la calle Calvario. Era este un lector que no buscaba en los anuncios por palabras de la cuarta plana, la última de los periódicos de finales del siglo XIX, a un salchichero, un ayudante de cámara o pastillas para la sífilis, sino las orlas enlutadas:

«No lee más periódico que La Correspondencia de España, y no repasa este apreciable diario por saber noticias que no le importan un pito, ni por saborear los folletines; lo compra por los avisos mortuorios. […]
D. Santos es un coleccionista fúnebre. Así como otros reúnen sellos de correos, pipas, abanicos, cajas de fósforos, etc., etc., D. Santos tiene cortados y pegados avisos mortuorios en las hojas de un libro del tamaño del Mayor de los comerciantes y al margen de cada una escribe sus observaciones. Posee diez tomos, tantos como años hace que dio en tan rara afición, y verdaderamente, no deja de ser curioso este cementerio de D. Santos. Allí están todos los muertos conocidos que en los últimos diez años han figurado en la cuarta plana del periódico noticiero. Allí los hombres políticos de quienes nadie se acuerda; los invictos generales olvidados por sus enemigos y por sus amigos; los nombres más linajudos; las hermosas más celebradas; los ricos espléndidos y los ricos más pobres, por avaros; los grandes negociantes…; en fin, miles de personas que hemos visto desaparecer de entre nosotros, precediéndonos en la vida eterna…
–Vea usted, me dijo D. Santos abriendo el tomo de 1883, el primero de su cementerio, y leyendo un aviso mortuorio del tamaño de media plana de La Correspondencia: “El Excmo. Sr. D. Tadeo Pérez y Pérez, banquero. Falleció el Iº de enero de 1883. Sus desconsolados sobrinos, etc.”. Por el tamaño del aviso puede usted calcular el desconsuelo de los sobrinos.
–En efecto, lo menos les costó mil pesetas el anuncio.
–Pues vea usted ahora otro mayor a los ocho días, anunciando el funeral por el alma de dicho sujeto. En esos ocho días, sabiendo ya probablemente cada sobrino lo que heredaba, se aumentó su desconsuelo. Fíjese usted en que ya no dicen, como en la primera, sus desconsolados sobrinos. Ahora dicen sus inconsolables sobrinos. ¿No conmueve esto?... Veamos ahora el tomo de 1884. En el aniversario todavía se acuerdan del tío, pero ya dicen únicamente: Sus sobrinos, lo que indica que los inconsolables se consolaron en 365 días. Y ya no han vuelto a acordarse del muerto, porque en los ocho años siguientes no aparece aviso de funeral, misas o exequias, etc., etc., por el alma del riquísimo D. Tadeo, que tantos años estuvo amontonando riquezas y viviendo con una economía parecida a la miseria […].
–¿Quiere usted ver más muertos?
–Si he de hablar con franqueza, no encuentro demasiado alegre el entretenimiento».  

Es una tremenda injusticia el modo en que los periodistas aprensivos han tratado a los lectores de esquelas y, desde luego, Carlos Frontaura erró el tiro. Queriendo burlarse de la necrofilia de D. Santos, retrató al lector casi perfecto de periódicos. Porque D. Santos era un profesional de la semiótica, capaz como pocos de aquilatar un adjetivo y conocedor del precio real y simbólico del centímetro cuadrado de una página de periódico; y era, además, un sabio filósofo que encontraba en los papeles diarios el recordatorio de la verdad del Eclesiastés: vanidad de vanidades, todo es vanidad. Si D. Santos, con su magnífica memoria hemerográfica, no termina de ser el lector perfecto de periódicos es porque sólo le interesaba la información de una sección y, sobre todo, porque en su corazoncito guardaba la pena de saber que no llegaría a ver publicada su propia esquela. Por eso, el lector ideal de periódicos es más bien aquel señor de Lugo que iba todos los días al bar a leer las esquelas mientras tomaba un café, puntualmente, a la misma hora, religiosamente, durante años y años. El camarero no daba crédito el día que faltó: «Este carallo, mira que non vir hoxe a ler a súa esquela!». Había dado su espíritu a la cuarta plana, quiero decir que se murió. Y lo hizo sin dejar redactada su propia esquela como había decidido D. Santos Risueño en un gesto de vanagloria que manchaba su impecable currículum.

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