Deogracias Gratis et Amore (II)




“[…] vosotros sois los únicos que entregáis sin precio y sin lucha vuestro bien […]. Como si nada valiese la entregáis y hacéis sospechar que nada vale, cuando tan sin pena la ofrecéis […]. Sois de una fecundidad sospechosa y ofrecéis vuestra obra como si os hiciesen una limosna con aceptarla. […] Y por eso ellos os tratan con desdén absoluto; porque la ofrenda que les lleváis no está dignificada por un precio y ellos mismos dudan de que tenga un valor”.

“¡Esquiroles” ¿No os da rubor entregar así vuestra obra sin recompensa, como si fuese una cosa despreciable?”

Rafael Cansinos Assens


Clarín maldecía la vanidad satisfecha de Deogracias. Pero el caso es que los periódicos ofrecen empleos que ni siquiera la vanidad alimentan y que son aceptados, como decía en 1900 Aurelio Ribalta, “a cambio de esperanzas de protección… casi siempre ilusorias”. El periodista gallego denunciaba a los “empresarios empedernidos y ruines” que ahorraban en sus bolsillos los sueldos de los plumillas y se compadecía de los colegas agarrados al clavo ardiente de aquellas “credenciales misérrimas”: “Parece mentira que no hayan sabido encontrar postura más cómoda y salir de su esclavitud los que en una labor tan entusiasta como difícil y lucida, han sabido abolir para todos, menos para ellos, todas las esclavitudes del cuerpo y del alma”.

Lo mismo venía a decir el poeta metido a periodista de la novela La huelga de los poetas, trasunto de su propio autor, Rafael Cansinos Assens, quien había remado en las galeras de La Correspondencia de España: “Ese pobre periodista que yo soy, realizando una labor útil y anónima, en la que no hay ninguna compensación de vanidad, ese pobre proletario que yo soy en mis horas más tristes, ¿no tendría derecho a proclamar sus reivindicaciones como los demás proletarios?”. A lo largo de la obra, el personaje adquiere la conciencia de que, para sus directores, “el redactor es un intermediario inútil entre su voluntad y los cajistas, algo simplemente comparable con una estilográfica”; que es terrible “el precio insuficiente” de su trabajo; que “a juzgar por su remuneración, es menos que un obrero”, y que “sólo una cifra alta impone respeto a la multitud”. Llegados a este punto, el periodista podría parecer preparado para la lucha sindical. Pero queda por vencer una última resistencia: el “pudor de asemejarnos a los obreros”.

La novela está inspirada en la huelga periodística de 1919, en la que la profesión arañó ciertas conquistas, precarias y circunstanciales. Según Cansinos Assens, el éxito formal ocultaba una derrota. El episodio habría evidenciado la escasa convicción proletaria de los proletarios de levita, completamente reacios a rebajarse la categoría que se arrogaban, a ser confundidos con los obreros de blusón tiznado de las imprentas o los jornaleros de las fábricas y la Casa del Pueblo. Por otra parte, ese talante aristocrático resultó muy permeable a la idea que las empresas utilizaron para dividir a los huelguistas: de la misma forma que había periódicos de primera, de segunda y de tercera, también había redactores de las tres categorías y la fraternidad entre ellos era aberrante. Para Cansinos Assens el fracaso real de aquella huelga, que no logró imprimir una conciencia gremial solidaria, dictaba un designio:

“-¿Quién sabe  si algún día los obreros de la inteligencia, renunciando a un semejanza falaz con los artistas, recabarán los fueros de los artesanos?
-Nunca renunciarán a esa semejanza que les halaga y adorna. Nunca sus soberbias mujeres querrán equipararse con las obreras desgreñadas. Ellos no sienten la necesidad como tú; saben medrar al amparo de esa semejanza. […]
-¡Es verdad!”.

Por si no nos gustaba el diagnóstico que hacía Clarín de la enfermedad de Deogracias –la vanidad–, Cansinos Assens ofrece una segunda opinión: aristocratitis. Podemos elegir.
 

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