Tiras de papel cubiertas de garabatos


Fotografía de Díaz Casariego

No sólo era inútil seguir escribiendo: se había vuelto del todo imposible. Así lo advirtía Wenceslao Fernández Flórez en el artículo “Literatura política”, que publicó en ABC el 2 de abril de 1936:

Estamos más allá de toda teoría: estamos en plena acción. No es que la labor de usted no sea útil, pero ya no es oportuna. Los ingenieros son incapaces de construir diques en el instante en que sobreviene una riada. Los hacen antes o después del aluvión; pero si se dedicasen a poner piedrecitas y argamasa entre los irritados remolinos, perderían el material y el tiempo. ¿Qué pueden ustedes decir? Hay estas posibles variedades de artículos políticos.
La que se dedica a examinar los pasados errores, causa de los males presentes. Importa a muy pocos. Irrita a muchos. No resuelve ninguno de los problemas apremiantes.
La que puede condensarse en esta expresión dirigida a los adversarios: '¡Hombre, parece mentira que nos tenga en consideración tan escasa!'. Sólo provoca burlas.
La que exhorta a 'poner los ojos en el bien de la patria' y a 'proceder con toda serenidad, etc.' Tópicos perdidos.
La que aspira a señalar los riesgos en que este camino desemboca. No puede publicarse.
No es tiempo de ironizar, ni de dogmatizar, ni de discernir. Menos que nada, de ironizar, porque cada ocasión  requiere su tono, y el de esta es hosco. Se ha abierto para la ironía la cárcel de un paréntesis que no podemos todavía saber cuándo se cerrará. De escribir artículos habría que buscarles una nueva forma. Desde luego, un sintetismo extraordinario. La idea escueta y monda. Cinco o seis líneas en letra negrita. Nada más. Frases cortadas. Hay que tener en cuenta esta novedad: en España, los artículos obran como la gota de agua sobre la piedra. Cayendo un día y otro y otro sobre el mismo tema y sobre la endurecida atención de la gente.  Pero ahora todo se ha hecho urgente, inaplazable, imperioso. La vida corre más que la pluma. Los comentaristas, sobran”.

Pocos días después, el 21 de abril, el periodista gallego abundaba en la misma idea:

En verdad, nada le es dable a un escritor en estos momentos. Si pretende convencer, sólo asentirán a sus palabras los que ya están convencidos; si atacar, las frases son proyectiles de algodón en esta contienda; si entretener, suscitará merecidamente la irritación y el desprecio. Tan seguro estoy de que es así, que, cada vez que la necesidad del oficio me pone ante las cuartillas, sufro una verdadera angustia, y si no he buscado otra ocupación para este intervalo –que sabe Dios el tiempo que durará-, es porque advierto que todos quieren salirse de la suya como de una casa en ruina.
¿La razón ajena? La razón ajena es la misma nuestra, pero afectada por una extraña singularidad: que el que tiene la razón, la quiere para él solo, y no la comparte con el de enfrente de ninguna manera. Desconcierta el comprobar que un hombre enemigo de la pena de muerte la desea para el adversario; que los que claman contra las persecuciones políticas, las exigen para los enemigos. Desconcierta que la idea del poder pueda ser tan parcial que un gobernante eche en cara a sus rivales en opiniones que busquen su amparo. Pues ¿qué iban a hacer? ¿En quién podían refugiarse ni a quién demandar la protección que las leyes prometen? Pero ¿es que reclamar el amparo de una autoridad es una claudicación ideológica o un reconocimiento de los propios posibles errores? ¿Qué ceguera corre por España? ¿Qué lenguaje es el que hablamos?
La razón de los otros es igual a la nuestra. Lo malo está en que esto no se puede decir, ni lo admiten los combatientes. Cada cual desea tener la razón en una jaula colgada en su cuarto. El sentimiento de fraternidad no existe. Un odio triste, creciente, una intolerancia endurecida e intolerante, sustituyen la capacidad de discurrir. Ya se han dicho todas las palabras que debían ser pronunciadas.

En 1936, abrumados por la marcha de los acontecimientos, algunos periodistas descubrieron la inutilidad e ineficacia de su trabajo. Se trataba de una lacerante revelación para quienes habían creído en la capacidad pedagógica del periodismo, en su influencia, en la elevada misión que le correspondía. Erosionada la ingenua convicción de que podían detener la carrera hacia el precipicio, Gaziel se preguntó:

“Mas cuando se escribe, no ya con la convicción previa, sino con la certeza absoluta y demostrada experimentalmente –como acabo de hacerlo, de que los artículos efímeros que uno escribirá no han de servir completamente de nada, decidme: ¿vale la pena seguir escribiendo?”.

Es inevitable tener la sensación de que Wenceslao Fernández Flórez responde, en estas líneas, a la pregunta que formulaba Gaziel:

Es inútil escribir. Uno deja correr la pluma por la inercia de tantos años, pero melancólicamente convencido de que, entre todos los hombres que intervinimos en la tarea de llenar estas páginas, no hay nadie que importe menos que nosotros, y no hay nadie que importe más, que sea buscado y leído con mayor avidez que el redactor de sucesos. Y es que él escribe los episodios de una historia impetuosa, decidida, precipitada, como una catarata o como un caballo desbocado, y tiene, por eso mismo, vivísimo interés; mientras que nosotros tenemos la pretensión de influir en la historia, de guiarla, de conducirla, modificando las costumbres humanas. Y ahora se han quedado las riendas en nuestras manos, como lo que son: tiras de papel cubiertas de garabatos.

¿Qué criado, en qué delirio, le escupió a Fernández Flórez la verdad: “tiras de papel cubiertas de garabatos? ¿No fue acaso el mismo que en 1836 le gritó a Fígaro: “Inventas palabras y haces de ellas sentimientos, ciencias, artes, objetos de existencia. ¡Política, gloria, saber, poder, riqueza, amistad, amor! Y cuando descubres que son palabras, blasfemas y maldices”?

Ebrios de deseos y de impotencia, algunos periodistas advirtieron que había pasado el tiempo del comentario político, que había llegado la hora de la crónica de sucesos. El 18 de julio así lo vino a confirmar, con una perentoriedad que no dejó hueco para la retórica de blasfemias y maldiciones.

Fotografía de Robert Capa

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Nueve siglos de historia veneciana




“El señor Gamba me había recomendado, si quería abarcar de un solo vistazo nueve siglos de historia veneciana, que me detuviera cerca de las dos grandes columnas, en el lugar donde el café de la Piazzeta linda con la laguna. Leí, en efecto, a mi alrededor esas crónicas de piedra, escritas por el tiempo y las artes.

Siglo XI
Il Campanile, o el campanario de San Marcos, comenzado por Nicola Barattieri, arquitecto lombardo.

Siglo XII
La fachada de un lateral de la basílica de San Marcos; arquitectos desconocidos.

Siglo XIII
El Palacio Ducal, de Filippo Calendario, veneciano.

Siglo XIV
La Torre dell’Orologio, erigida por Piero Lombardi.

Siglo XV
Las Procuratie Vecchie, de Bartolomeo Bono de Bérgamo.

Siglo XVI
La Biblioteca (actualmente en el Palacio Real) y la Zecca o Casa de la Moneda, de Sansovino, florentino.

Siglo XVII
La iglesia de Santa Maria della Salute en la orilla opuesta del Gran Canal: obra de Baldasarre Longhena.

Siglo XVIII
La Dogana da Mar, de Giuseppe Benoni.

Siglo XIX
El Café, o Pabellón, en el jardín del Palacio Real, junto a la Laguna; arquitecto aún vivo, el professor Santi.

Venecia comienza con un campanario y termina con un café; a través de las diferentes épocas y de las obras maestras, va desde la basílica de San Marcos hasta un café al aire libre. Nada testimonia mejor el genio de los tiempos pasados y el espíritu de los tiempos presentes, el carácter de la vieja sociedad moderna, que estos dos monumentos; respiran sus siglos”.

François de Chateaubriand
Memorias de ultratumba
“El libro sobre Venecia. Fragmentos suprimidos”
Volumen IV, Acantilado, Barcelona, 2006, pp. 2689-2690.

En el Caffè Florian. Foto de Gianni Berengo Gardin.

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Lieschen en Venecia: Cartafolio veneciano.
 

Disloques





La ciudad es una escenografía acicalada que escoba debajo de la alfombra las pelusas de las ciudades vencidas y fumiga la memoria de sus víctimas. Bien aseadita y muy recompuesta, se exhibe. Su vanidad procura la exclamación admirativa, nos quiere subyugados por el orden triunfante, cómplices de las violencias que lo tallaron. Pero el orden es un trampantojo; el equilibrio y la simetría, añagazas que, todo lo más, consiguen encandilarnos un instante. El objeto de nuestro amor perseverante es la huella furtiva de la disonancia, la reminiscencia secreta de la disimetría que buscamos en los lugares que nunca merecerán una placa de los munícipes. La ciudad propone un orden a nuestra admiración, pero es el desquiciado desorden que se empeña en ocultar lo que amamos. La ciudad dicta una ruta, pero nuestros pasos se escapan por las derrotas que devuelven a su lugar las insumisas figuras dislocadas. 

[El disloque quevedesco, el disloque goyesco y el disloque larriano, en el número 4 de Jot Down].


Tiempos triunfales



Juan Tallón es un escéptico, un descreído de los tiempos triunfales, pasados y futuros. Posa recreándose en la intuición de la desgracia, la derrota y la hecatombe; rindiendo culto al "divino fracaso". Podría hacerlo en los divanes del Café, pero, extinguida la institución, no le queda más que refugiarse en un garito llamado El Negro Jefe para dar de beber a su romanticismo tres gin-tonics, del tirón. Téngase en cuenta al leer El váter de Onetti, de donde fue robado este párrafo:

“En mi imaginación, el periodismo en aquel diario sólo había ido bien cuando yo aún no había nacido. Mi idea de los tiempos triunfales la resumían dos anécdotas de periodistas locales. La primera se refería a un viejo redactor de mi ex diario que conjugaba su trabajo con el arbitraje. Pitaba en segunda regional y, cuando finalizaba el encuentro, se duchaba, se vestía y elaboraba la crónica para el diario. Después de un domingo funesto, sintió que debía ser honesto con el lector, y comenzó la crónica declarando: ‘Desastroso arbitraje en el estadio del Malecón…’. La otra historia resulta menos edificante, pero igual de sugestiva. En esta ocasión, el redactor trabajaba en Faro de Vigo y mantenía malas relaciones con un delegado de La Voz de Galicia. Un domingo redactó una crónica que no tenía nada de particular, salvo el apartado reservado a incidencias. Ahí, podía leerse: ‘Campo en mal estado. Día lluvioso. Menos de media entrada. Presenciando el partido se encontraba el delegado de La Voz de Galicia acompañado de una mujer que no era su esposa’. Después de esto, todo había caído en desgracia”.

Una escena noble



“Para la gente de mi edad es inadmisible una mañana sin un café con leche y el diario abierto sobre la mesa del bar. La desaparición del tabaco ha enturbiado esa escena, tan noble y mítica como en escultura el niño que se quita una espina del pie, pero conserva parte de su fuerza. Los de mi quinta no sabríamos qué hacer sin ese momento religioso de las mañanas, lo que explica que los suicidios, hasta ahora vespertinos, comienzan a producirse antes de mediodía”.

Félix de Azúa
Autobiografía de papel
(Mondadori, Barcelona, 2013, p. 167)

Los "clubes de inocentes" de la CIA





Willi Münzenberg fue, según el retrato que de él hizo Stephen Koch, el gran factótum de la propaganda soviética en Europa en el periodo de entreguerras. Puso su imaginación al servicio del Komitern, el organismo que aspiraba a expandir la influencia del marxismo-leninismo por todo el mundo. Y su imaginación fue prodigiosa: inventó la operación secreta de propaganda y movilizó al servicio de sus intereses a simpatizantes que ignoraban que sus conciencias estaban siendo manipuladas. Münzenberg comprendió que la propaganda más efectiva no era la de cuño manifiestamente bolchevique, sino la que afectos a la izquierda no comunista podrían realizar. Resultaba indispensable que ofreciesen una imagen pública de independencia; es más, ellos mismos debían creerse independientes. Escritores, periodistas, actores, dramaturgos, profesores, en definitiva, líderes culturales y creadores de opinión, se convirtieron en marionetas movidas por los hilos que manejaba una intrincada red de agentes de Stalin comandada por Münzenberg. Él llamaba a aquellos intelectuales, con evidente desprecio, “los clubes de inocentes”.

Inmediatamente después del fin de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos consideraron una prioridad absoluta erosionar la seducción que el marxismo y el comunismo ejercían sobre las elites ilustradas europeas. Se puso en marcha entonces un ambicioso programa de propaganda cultural financiado, en un primer momento, con los fondos reservados del Plan Marshall y luego, a partir de 1947, por la Agencia Central de Inteligencia, la CIA. Debate acaba de reeditar el libro que la periodista británica Frances Stonor Saunders dedicó a aquella operación. La CIA y la guerra fría cultural –cuya primera edición en inglés se publicó en 1999 y su traducción al castellano, en 2001– detalla el empeño de los servicios secretos norteamericanos por demoler el éxito que habían alcanzado las campañas de Münzenberg. Recurrieron exactamente a la misma estrategia y a las mismas armas que el espía soviético había empleado pocos años antes. 

En efecto, el mismísimo Münzenberg no habría puesto reparos a la definición de propaganda que figura en un documento de los archivos del gobierno estadounidense fechado en 1950 y exhumado por Stonor Saunders: “Todo esfuerzo o movimiento organizado empleado por una nación, excepto el combate, que comunica ideas e información con el propósito de influir en las opiniones, actitudes, emociones y comportamiento de grupos extranjeros, de manera que apoyen la consecución de los objetivos nacionales”. Se entendía que la propaganda más efectiva era aquella en la que “el sujeto se mueve en la dirección que uno quiere por razones que piensa que son propias”. Teniendo en cuenta estos presupuestos, cabe deducir que la esperanza real que los Estados Unidos depositaron en iniciativas propagandísticas como la  emisora de difusión mundial La Voz de América –creada en 1942 como réplica a la soviética Radio Moscú– era insignificante. La táctica sería otra: urdir campañas de persuasión encubiertas; la “voz” de América solo podría adquirir influencia si se confundía con la que elevaban públicamente los intelectuales europeos y su timbre no debía parecer impostado, era preciso que sonase como la expresión espontánea de sus opiniones.

El Congreso por la Libertad Cultural, organizado por el agente de la CIA Michael Josselson entre 1950 y 1967, fue el acto central de la inmensa operación de propaganda secreta desplegada en Europa. Decenas de millones de dólares fueron destinados a financiar ediciones de libros y revistas culturales Der Monat, Preuves y Encounter, a organizar conferencias y exposiciones. Las grandes fundaciones norteamericanas –Ford, Rockefeller– colaboraron en la campaña, también museos como el MoMA, que promocionó el expresionismo abstracto como contestación al realismo socialista. Algunos intelectuales ni siquiera fueron conscientes de ser utilizados, cooperaron con total ingenuidad; otros, a sabiendas. En cualquier caso, la nómina de los reclutados es larga e incluye, entre otros, los nombres de Arthur Koestler, George Orwell, André Gide, Bertrand Russell, T. S. Elliot, Isaiah Berlin, Raymond Aron, Jacques Maritain, André Malraux o Igor Stravinsky. Y al contrario, ciertos autores –algunos ya censurados en su día por los nazis– fueron expurgados de las listas de libros que el Departamento de Estado enviaba a bibliotecas europeas: así, por ejemplo, Thomas Mann, Herman Melville, Sigmund Freud, John Reed o Henry David Thoreau.

Entre 1966 y 1967, la revista Ramparts y The New York Times publicaron amplios reportajes de investigación sobre los programas culturales clandestinos de la CIA. La Agencia había hecho todo lo posible para impedir que saliesen a la luz aquellas revelaciones que atentaban contra el secretismo que necesitaba su programa. En poco tiempo, tuvo que ser desmantelado.

La exhaustiva investigación llevada a cabo por Frances Stonor Saunders permite a la autora componer una prolija y elocuente descripción de los métodos empleados por la CIA; su potente capacidad narrativa invita al lector a reflexionar sobre los efectos que tuvo aquella política intervencionista: “¿Distorsionó la ayuda económica el proceso según el cual se manifestaron los intelectuales y sus ideas? ¿Acaso las reputaciones de los intelectuales salieron consolidadas o robustecidas al pertenecer al consorcio cultural de la CIA?”.

La copiosa documentación que ofrece la obra revela las colosales proporciones que tuvo la verdadera batalla que se libraba en aquellos años de la Guerra Fría, en aquel mundo que, según la metáfora que encontró el historiador Pierre Miquel para describir el maniqueísmo imperante, era un “mundo en blanco y negro”. La Guerra Fría fue, quizás antes nada, una guerra propagandística. El presidente Dwight D. Eisenhower lo explicó ahorrándose eufemismos: “Nuestro objetivo en la guerra fría no es conquistar o someter por la fuerza un territorio. Nuestro objetivo es más sutil, más penetrante, más completo. Estamos intentado, por medios pacíficos, que el mundo crea la verdad. La verdad es que los americanos queremos un mundo en paz, un mundo en el que todas las personas tengan oportunidad del máximo desarrollo individual. A los medios que vamos a emplear para extender esta verdad se les suele llamar ‘guerra psicológica’. No se asusten del término porque sea una palabra de cinco sílabas. La ‘guerra psicológica’ es la lucha por ganar las mentes y las voluntades de los hombres”. John F. Kennedy lo corroboró: “El enemigo es el sistema comunista en sí: implacable, insaciable, infatigable en su pugna por dominar el mundo. Esta no es solo una lucha por la supremacía armamentística, también es un lucha por la supremacía entre dos ideologías opuestas: la libertad bajo un Dios y una tiranía atea”.

Una lectura paralela de La CIA y la guerra fría cultural de Frances Stonor Saunders y de El fin de la inocencia. Willi Münzenberg y la seducción de los intelectuales de Stephen Koch evidencia la naturaleza esencialmente totalitaria de la propaganda. Cualquiera que sea su signo político, sus armas y tácticas están siempre al servicio de la filosofía que predica que el fin justifica los medios. Según Stephen Koch, es muy posible que Willi Münzenberg creyese honestamente que mentía en aras de la verdad que para él representaba la revolución soviética; según Frances Stonor Saunders, la CIA practicó una política intervencionista que alteró la libre circulación de ideas. ¿Conspiró en nombre de la libertad? No, concluye, en aras del imperio; y el imperio es el otro nombre de la verdad americana de la que hablaba Eisenhower.
 


El mundo perdido de Sherlock Holmes





Ni el doctor Watson ni Billy Wilder encontraron en el archivo de Sherlock Holmes el libro de familia del detective. El cajón de hojalata contenía la crónica de viejas investigaciones y una nada despreciable colección de fetiches. La lupa, la pipa, la jeringuilla de los chutes o la partitura para violín eran los atributos de la célebre personalidad; la foto de Irene Adler, la única muestra de debilidad sentimental que se permitió el genio analítico; la chapa lacada con el 221B y el estúpido gorro a cuadros, con dos viseras y un lacito, los trazos inevitables de la caricatura. Pero en el batiburrillo, ni rastro de documento alguno que acreditase la ascendencia familiar. Bien mirado, no es de extrañar: Sherlock Holmes es hijo de su tiempo y el tiempo no acostumbra a entretenerse con papeleos en el registro civil.

Holmes es hijo de su tiempo y primo segundo del profesor Challenger. George Edward Challenger fue el zoólogo al frente de la expedición científica que encontró en la selva amazónica El mundo perdido, una reserva ignota y aislada donde habían sobrevivido varias especies prehistóricas, incluidos dinosaurios. Si el New York Herald envió a Stanley a la búsqueda del doctor Livingstone, la Daily Gazette creyó oportuno ahorrarse enojosos extravíos y, para no perder de vista a la cuadrilla de Challenger, colocó en ella a uno de sus redactores, Edward Dunn Malone. En aquella edad del optimismo positivista, el periodismo ejercía de notario dando fe de los descubrimientos geográficos y científicos que ensanchaban el mundo conocido y creaban la ilusión de progreso que el liberalismo convirtió en el dogma de su religión y en el lema de su propaganda. Pues bien, a Malone le correspondió hacer el relato de la aventura y el retrato del aventurero. La misma soberbia que, según aquel dibujo, caracterizaba a Challenger es la que identifica a Sherlock Holmes; la soberbia iracunda del profesor se encarnó en el detective con unas maneras un poco menos coléricas y furiosas o un poco más refinadas y elegantes. En cualquier caso, esencialmente idénticos fueron sus engreimientos, sus jactancias materialistas y sus vanidades racionalistas. El recordatorio de las semejanzas y del parentesco soliviantaría a Holmes, un ego que reivindicaba su absoluta originalidad y que era incapaz de verse comparado, aun con el mismísimo August Dupin, sin sentir rebajada su inteligencia. Y la propia irritación certificaría la insolente arrogancia; discútase si fue la impronta de la herencia familiar o el estigma de la filosofía de la época, pero será imposible negar que aquel rasgo del carácter electrizó la lógica y el método del detective.

El discurso del método de Sherlock Holmes se resume en un conocido aforismo: una vez descartado todo lo que es imposible, la verdad está en lo que queda, por improbable que parezca. El camino deductivo que señala la máxima se cree seguro e infalible. No lo es y así lo denunció la hilarante parodia que Jardiel Poncela urdió por la vía de la reducción al absurdo. Si la técnica es reñida por irreverente y sus conclusiones, discutidas por groseras, quizás convenga entonces atender a Pierre Bayard, quien, manejando las mismas armas del raciocinio holmesiano, ha demostrado fehacientemente el garrafal error cometido por el detective en la resolución de los asesinatos de los Baskerville. De todas formas, este ataque no resulta tan peligroso para el héroe literario como podría parecer a primera vista, porque la culpa del fiasco es endosada a Arthur Conan Doyle. La tesis de Bayard es que el escritor no se había  reconciliado con el personaje que despeñó por las cataratas de Reichenbach. Forzado a volver a él, el subconsciente de Conan Doyle se rebela como puede, satisface su pulsión de venganza haciendo que el detective desvaríe y yerre en el lóbrego páramo de Devonshire. 

No, los envites más amenazadores que ha sufrido Sherlock Holmes no provienen de las travesuras naif de Jardiel Poncela, tampoco de los juegos alambicados de Pierre Bayard, ni siquiera del sarcasmo con que Conan Doyle maltrató tempranamente al detective, mucho antes de asesinarlo. El desafío más violento, el que se plantea con mayores garantías de impugnar a Sherlock Holmes, es un lance filicida. Holmes es, ya se dijo, un hijo de su tiempo, la encarnación de un tiempo que poseía una fe inquebrantable en la suficiencia de la razón para leer la verdad en sus rastros materiales y positivos. Bastaba que las dotes de observación contasen con el elemental auxilio de una lupa para poner en marcha un brillante ejercicio deductivo que disiparía las sombras del misterio con la misma eficacia prodigiosa que las bujías de Swan y Edison prometían iluminar el mundo. La lógica de Sherlock Holmes, sus técnicas y métodos, solo sirven en un mundo anterior a las inextinguibles sombras que diagnosticó Freud y a los indecibles abismos que tajó la II Guerra Mundial. Precisamente por esta razón las versiones que trasladan a Sherlock Holmes al presente resultan trampas infames, toscas adulteraciones: por muy satisfactoria que sea la adaptación de los superficiales fetiches holmesianos, incluso para el gusto escrupuloso de los devotos del canon, las actualizaciones terminan por falsear inevitablamente el espíritu del detective al concederle armas y herramientas que le fueron desconocidas, al enfrentarlo a problemas que le son incomprensibles e irresolubles.

Quizás quien mejor ha acertado a explicar de qué manera Sherlock Holmes se convirtió en una reliquia de un tiempo pretérito, de un mundo perdido, fue Michael Chabon.

[El texto completo de El mundo perdido de Sherlock Holmes ha sido publicado en el número 3 de Jot Down].