James Agee y Walker Evans

En el verano de 1936, en la época de la Gran Depresión y de las políticas del New Deal, el periodista James Agee (1909-1955) y el fotógrafo Walker Evans (1903-1976) viajaron a Alabama. Llegaron allí enviados por la revista Fortune con el encargo de elaborar un “documento fotográfico y verbal” sobre la vida cotidiana de una familia media de aparceros de raza blanca. No encontraron ninguna que considerasen plenamente representativa, de modo que decidieron convivir con tres de las que tuvieron oportunidad de conocer. Las de Fred Garvin Ricketts, Thomas Gallatin Woods y George Gudger fueron las elegidas y retratadas. Fortune nunca publicó aquel trabajo, que, en una versión extendida, también fue rechazado por una editorial con la que habían llegado a un principio de acuerdo en 1938. Finalmente y tras acceder a eliminar de la redacción ciertas palabras que eran ¡ilegales! en Massachussets, vio la luz en 1941 con el título Let Us Now Praise Famous Men (Elogiemos ahora a hombres famosos fue publicado en España en 1993 por Seix Barral y en 2008 por Planeta).

No extraña la dificultad que sus autores tuvieron para encontrar editor. La obra era decididamente incómoda por muchas razones. Las primeras afectaban a la propia naturaleza del trabajo que pretendían llevar a cabo e incumbían de forma radical a sus autores. Así era admitido por Agee en las primeras páginas del libro, en las que se ahorraba cualquier manifestación de la más mínima indulgencia para con ellos mismos:

“Me parece [este trabajo] curioso, por no decir obsceno y absolutamente aterrador, que a una asociación de seres humanos reunidos por la necesidad, el azar y el provecho en una compañía, un órgano del periodismo, se le ocurriera hurgar íntimamente en las vidas de un grupo de seres humanos indefensos y lastimosamente perjudicados, una familia del campo, ignorante y desvalida, con el propósito de exhibir la desnudez, desventaja y humillación de estas vidas ante otro grupo de seres humanos, en nombre de la ciencia, del ‘periodismo honesto’ (cualquiera que pueda ser el significado de esta paradoja), de la humanidad, de la osadía social, por dinero, y por la fama de hacer cruzadas y ser de una imparcialidad que, manejada con la suficiente habilidad, es intercambiable en cualquier banco por dinero […]; y que esta gente pudiera ser capaz de contemplar esta perspectiva sin la menor duda sobre su cualificación para hacer un trabajo ‘honesto’ y con una conciencia más que limpia y la virtual certeza de una aprobación pública casi unánime”.

El trabajo en sí mismo constituía una obscenidad y nada, ni la torturada conciencia que tenían de ello sus autores, ni la “terrible vanidad de su supuesta pureza”, ni el pretendido servicio a “una ira, un amor y una verdad indiscernible”, absolutamente nada, rebajaba aquella obscenidad. Si acaso, quedaba agigantada por el reconocimiento de su carencia de “preparación e información” para enfrentarse a la tarea y de “la improbabilidad de lograr de una forma intachable lo que deseaban lograr”. Nada legitimaba aquel trabajo y nada los legitimaba a ellos para llevarlo a cabo. Y ni siquiera hubo un intento de procurarse el amparo de una coartada ética en forma de respuesta a las preguntas: “¿Por qué hacemos este libro y lo damos a conocer, con qué derecho y con qué propósito y con qué buen fin, o ninguno?”.

Ahora bien, si la naturaleza obscena del trabajo concernía a sus autores, también a quienes contemplaban las fotografías de Evans y leían los textos de Agee: “El lector no está menos centralmente implicado que los autores y que aquellos sobre quienes hablan”. La pregunta sobre la legitimidad del espectador era escupida a su cara: “¿Quién eres tú para leer estas palabras y estudiar estas fotografías, y por qué causa, por qué circunstancia y con qué fin y con qué derecho estás cualificado para ello y qué harás al respecto?”.

La obscenidad del trabajo es, en realidad, el de las sucesivas miradas espías y extrañas que se posan sobre la realidad que retrata Elogiemos ahora a hombres famosos:

“[…] estas personas sobre las cuales voy a escribir son seres humanos, que viven en este mundo y son inocentes de retorcimientos como los que ahora giran sobre sus cabezas; y que convivieron con ellos y fueron espiados, reverenciados y amados, por otros seres humanos monstruosamente extraños, empleados por otros todavía más extraños; y que ahora son examinados por otros que han cogido su vida tan casualmente como si fuera un libro, incitados a esta lectura por diversos reflejos posibles de simpatía, curiosidad, ocio, etcétera, y casi seguramente por una falta de consciencia, y de conciencia, remotamente apropiadas para la enormidad de lo que están haciendo”.

La cadena de televisión Cuatro acaba de estrenar el programa 21 días. Según se anunció, la primera entrega estaba dedicada a relatar la experiencia de un grupo de “sin techo” con el que ha convivido una periodista las 24 horas de los 21 días que dan título al programa. La directora de contenidos de la cadena afirmó que se trataba de “un excepcional y revolucionario trabajo periodístico”. Pues no. Cabría recordarle que la idea excepcional y revolucionaria es tan vieja como Pulitzer, el padre del sensacionalismo, quien permitió a Nelly Bly –también una mujer, ¿será por casualidad?– hacerse internar en un psiquiátrico con la supuesta misión de denunciar las infames condiciones de vida de los pacientes en aquel centro. Desde su mismo nacimiento, el sensacionalismo ya sabía que la historia que le interesaba publicar no era la de los enfermos, sino la de su reportera haciéndose pasar por tal. No he visto el estreno del programa y no lo creo necesario para tener fundadas sospechas de lo que pueda ser. En diversas entrevistas, la periodista estrella insistía: “Lo mío ha sido un viaje de 21 días con el billete de vuelta…”. No advertía que estaba revelando la trampa del experimento televisivo. Tampoco manifestaba la más mínima duda, por ningún resquicio de su discurso asomaba la conciencia de saberse enfrentada a la obscenidad de hurgar en la intimidad de la vida de otros, utilizados como actores secundarios de un espectáculo. Desconozco cuántos espectadores tuvo el programa en su estreno, pero, fueran los que fuesen, es seguro que se les suministró una cuidada coartada con la que justificar su impúdica posición de voyeurs. Si les preguntasen algo así como quién eres tú para ver estas imágenes, por qué causa, por qué circunstancia y con qué fin y con qué derecho estás legitimado para ello y qué harás al respecto, a saber cuántos de esos espectadores apagarían sus televisores. Lo excepcional y revolucionario llegará el día en que la televisión escupa esas preguntas.

[La Fundación Mapfre expone, hasta el 22 de marzo, una retrospectiva de la obra de Walker Evans que incluye copias vintage de algunas de las que publicó en Elogiemos ahora a hombres famosos].

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