No tengo claro si Maruja Torres iba con segundas o las segundas intenciones las malicio yo. Me refiero a cuando el otro día escribió que la sección “Almuerzo con…” de la contraportada de El País servía, antes que nada, para un ejercicio diario de comparación de menús y precios y para que, a través de él, los lectores descubran cuán bien comen y por cuánto menos. Qué duda cabe de que la comprobación, siempre y cuando arroje ese balance, resulta reconfortante en tiempos de crisis económica. Por lo demás, estos almuerzos son desoladores en estos tiempos que también lo son de crisis de los periódicos. Me explico.
Compartir mesa y mantel parece disponer un espacio de comunicación especialmente propicio para que el entrevistado realice confidencias que no haría en otras circunstancias, para que aparque un discurso aprendido e incluso para que trate asuntos imprevistos que sólo surgen al calor del vino y de una conversación felizmente desordenada, llena de rodeos y sin meta conocida. Y si el almuerzo no consigue derrotar al personaje, al menos ha de dejar a la vista otras caretas e imposturas distintas de las que habitualmente gasta. Esto ya lo dijo, por supuesto, antes y mejor, Manuel Vázquez Montalbán:
“El almuerzo es un ámbito. Determina un territorio especial, unas claves de comunicación, un tiempo entre dos tiempos. […] Comer, beber, hablar, relajamiento en los esfínteres del espíritu, habitualmente a la defensiva de la propia imagen preferida. Creía yo que el almuerzo propiciaría una cierta sinceridad, no necesariamente identificable con la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Los almuerzos propician sinceraciones completamente falsas, improvisadas, fingidas, pero que por su tono de sinceridad son sumamente interesantes para el observador”.
Pues bien, con raras excepciones, los almuerzos de El País no consiguen esa justificación periodística. Lo mismo daría que las entrevistas se realizasen en otro contexto. La parrillada de verduras, las croquetas de hongos, la provoleta, el pastel de carne, los chipirones de anzuelo encebollados, las sakuskinas con mermelada de albaricoque y helado de orujo, el flan y la torrija cumplirán un propósito alimenticio, pero no obtienen ningún rédito periodístico, fracasan con escándalo porque las viandas podrían ser sustituidas por una grabadora sin perjuicio alguno para la entrevista.
Por otra parte, las declaraciones de los entrevistados en estos almuerzos son aderezadas con apuntes sobre si dejan algo en el plato, mojan el pan en la salsa o son golosos que piden el postre acreditado como la más brutal bomba calórica. Estas informaciones son prescindibles morcillas -y que Mariano de Cavia, que demostró su destreza para cocinar la metáfora gastronómica en sus “Platos del día”, me perdone la comparación facilona y la que viene ahora mismo. Esas notas no son la guinda que completa el retrato periodístico del entrevistado, como lo eran en otros almuerzos periodísticos anteriores. Por ejemplo, en algunos pasajes de Mis almuerzos con gente importante, de José Mª Pemán, así se lo reconozco aunque no sea santo de mi devoción, y, desde luego, en Mis almuerzos con gente inquietante, de Manuel Vázquez Montalbán, este sí, diablo –cojuelo– de todas mis devociones y oraciones.
Por aquellas entrevistas publicadas en 1984 a personajes que inquietaban a Vázquez Montalbán y que “juntos y sumados, podrían posar para una fotografía fin de transición”, nos enteramos, por ejemplo, de que Rodolfo Martín Villa optó por “una reforma pactada de los propósitos del maître” con respecto al postre, que a Manuel Fraga, la derecha que se reinventa, “no le gustan las cosas crudas” y que a Ernesto Milá, la derecha que no tiene intención de reinventarse, “le gustan las cosas crudas”. Por cierto y dicho sea de paso, Fraga, personaje importante e inquietante, almorzó con Pemán y Montalbán. En ambas ocasiones y a pesar del tiempo transcurrido entre una y otra, eligió un menú de régimen de adelgazamiento, lo que permite deducir la perenne lucha entablada por el político contra ciertas grasas y colesteroles ideológicos.
No tenía que ser cosa fácil sentarse a la mesa con Manuel Vázquez Montalbán, que llegaba al restaurante precedido por su fama de sabio periodista y gourmet. Debía de ser tan peliagudo responder algunas de sus preguntas, como elegir el menú bajo su escrutinio. Vázquez Montalbán censuró la elección de casi todos sus comensales, que podían decantarse por platos vitamínicos y proteínicos, pero de una tristeza insondable: “La mayor parte de alegría gastronómica que hay en este libro la he puesto yo”, escribió. Con toda justicia podría haberse atribuido también la alegría periodística de aquellos almuerzos.
Conclusión: Una cosa es alimentarse y otra distinta, comer. Una cosa es preguntar y otra, entrevistar. Y para que los almuerzos sean un éxito, es decir, no provoquen dispepsia a los lectores, parece tan conveniente que el periodista sepa comer como entrevistar.
Compartir mesa y mantel parece disponer un espacio de comunicación especialmente propicio para que el entrevistado realice confidencias que no haría en otras circunstancias, para que aparque un discurso aprendido e incluso para que trate asuntos imprevistos que sólo surgen al calor del vino y de una conversación felizmente desordenada, llena de rodeos y sin meta conocida. Y si el almuerzo no consigue derrotar al personaje, al menos ha de dejar a la vista otras caretas e imposturas distintas de las que habitualmente gasta. Esto ya lo dijo, por supuesto, antes y mejor, Manuel Vázquez Montalbán:
“El almuerzo es un ámbito. Determina un territorio especial, unas claves de comunicación, un tiempo entre dos tiempos. […] Comer, beber, hablar, relajamiento en los esfínteres del espíritu, habitualmente a la defensiva de la propia imagen preferida. Creía yo que el almuerzo propiciaría una cierta sinceridad, no necesariamente identificable con la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Los almuerzos propician sinceraciones completamente falsas, improvisadas, fingidas, pero que por su tono de sinceridad son sumamente interesantes para el observador”.
Pues bien, con raras excepciones, los almuerzos de El País no consiguen esa justificación periodística. Lo mismo daría que las entrevistas se realizasen en otro contexto. La parrillada de verduras, las croquetas de hongos, la provoleta, el pastel de carne, los chipirones de anzuelo encebollados, las sakuskinas con mermelada de albaricoque y helado de orujo, el flan y la torrija cumplirán un propósito alimenticio, pero no obtienen ningún rédito periodístico, fracasan con escándalo porque las viandas podrían ser sustituidas por una grabadora sin perjuicio alguno para la entrevista.
Por otra parte, las declaraciones de los entrevistados en estos almuerzos son aderezadas con apuntes sobre si dejan algo en el plato, mojan el pan en la salsa o son golosos que piden el postre acreditado como la más brutal bomba calórica. Estas informaciones son prescindibles morcillas -y que Mariano de Cavia, que demostró su destreza para cocinar la metáfora gastronómica en sus “Platos del día”, me perdone la comparación facilona y la que viene ahora mismo. Esas notas no son la guinda que completa el retrato periodístico del entrevistado, como lo eran en otros almuerzos periodísticos anteriores. Por ejemplo, en algunos pasajes de Mis almuerzos con gente importante, de José Mª Pemán, así se lo reconozco aunque no sea santo de mi devoción, y, desde luego, en Mis almuerzos con gente inquietante, de Manuel Vázquez Montalbán, este sí, diablo –cojuelo– de todas mis devociones y oraciones.
Por aquellas entrevistas publicadas en 1984 a personajes que inquietaban a Vázquez Montalbán y que “juntos y sumados, podrían posar para una fotografía fin de transición”, nos enteramos, por ejemplo, de que Rodolfo Martín Villa optó por “una reforma pactada de los propósitos del maître” con respecto al postre, que a Manuel Fraga, la derecha que se reinventa, “no le gustan las cosas crudas” y que a Ernesto Milá, la derecha que no tiene intención de reinventarse, “le gustan las cosas crudas”. Por cierto y dicho sea de paso, Fraga, personaje importante e inquietante, almorzó con Pemán y Montalbán. En ambas ocasiones y a pesar del tiempo transcurrido entre una y otra, eligió un menú de régimen de adelgazamiento, lo que permite deducir la perenne lucha entablada por el político contra ciertas grasas y colesteroles ideológicos.
No tenía que ser cosa fácil sentarse a la mesa con Manuel Vázquez Montalbán, que llegaba al restaurante precedido por su fama de sabio periodista y gourmet. Debía de ser tan peliagudo responder algunas de sus preguntas, como elegir el menú bajo su escrutinio. Vázquez Montalbán censuró la elección de casi todos sus comensales, que podían decantarse por platos vitamínicos y proteínicos, pero de una tristeza insondable: “La mayor parte de alegría gastronómica que hay en este libro la he puesto yo”, escribió. Con toda justicia podría haberse atribuido también la alegría periodística de aquellos almuerzos.
Conclusión: Una cosa es alimentarse y otra distinta, comer. Una cosa es preguntar y otra, entrevistar. Y para que los almuerzos sean un éxito, es decir, no provoquen dispepsia a los lectores, parece tan conveniente que el periodista sepa comer como entrevistar.
1 comentarios:
¿Croquetas de hongos?
Publicar un comentario