Falda gris, camisa blanca y jersey de pico azul marino. Ese fue el uniforme que llevé durante los primeros años de colegio. No recuerdo exactamente cuándo me liberaron de aquella ropa triste y fea, pero creo que fue dos minutos antes de convertirme en una de esas colegialas que recortan el largo de sus faldas de tablas todo lo que pueden y un poco más, en una de esas lolitas que todavía andan por ahí. Pude despedirme del uniforme, pero no del mandilón escolar, que vestí desde los cuatro años y hasta los catorce. El mandilón era rosa y blanco, a rayas. Mi madre compraba la tela, lo confeccionaba y bordaba mi nombre en él. El mandilón formaba parte de uno de los ritos que entonces marcaban el paso del tiempo: los viernes lo llevaba a casa y los lunes regresaba al colegio con él lavado y perfectamente planchado, impecable, como nuevo, dispuesto para la semana que comenzaba. Desde siempre la prenda fue tan cotidiana, tan acostumbrada, tan por supuesta, que nunca reparé demasiado en ella; ni entonces, ni después.
Si recuerdo ahora mi mandilón es porque acabo de asistir, en la Sala Pequeña del Teatro Español, a la representación de la obra La lección de Eugène Ionesco. Un profesor da clases en su domicilio a una alumna. Ella llega con su cartera y sus libretas, su frescura juvenil y sus ganas de aprender. En cuanto entra por la puerta, antes incluso de serle presentado el profesor, es obligada a vestir un mandilón. A solas, mientras aguarda, se lo quita de encima. Y el profesor, nada más aparece, la vuelve a cubrir con la prenda. No sé si este detalle está en el texto de Ionesco o forma parte de la puesta en escena por decisión del director, en cualquier caso no me pasó inadvertido y, desde luego, no me resultó banal. El profesor, con aquel gesto en apariencia menudo y, en realidad, tan violento, aplaca lo que interpreta como un amago de rebeldía y que no es más que el deseo de la alumna de mantener su identidad. Antes de que la clase comience, la primera lección –la única, en realidad– ha sido dictada: el sometimiento es una de las reglas que la pupila deberá observar en el juego perverso que se inicia.
En ese mismo instante de la representación, tuve la difusa premonición de lo que iba a suceder, de que todo estaba ya anunciado allí, de que las lecciones serían tan absurdas como aquel mandilón y que procurarían infringir en la alumna un sentimiento de culpa por no saber y no entender, acabar con el entusiasmo y el deseo de aprender de la muchacha, más todavía, aniquilarla toda ella, hasta las últimas consecuencias. En ese preciso momento de la representación, también recobré el vago recuerdo de la extrañeza que sentí cuando dejé de vestir aquel mandilón. Ahora puedo poner palabras a lo que entonces no fue más que un impreciso descubrimiento: el de la inédita sensación de desahogo y libertad que me proporcionaba ser yo misma, el de la comprensión de que aprender no significa ser domado y que hay profesores que enseñan para la libertad. A la salida del teatro acerté a explicarme, por fin, lo que el mandilón significó para mí.
Si recuerdo ahora mi mandilón es porque acabo de asistir, en la Sala Pequeña del Teatro Español, a la representación de la obra La lección de Eugène Ionesco. Un profesor da clases en su domicilio a una alumna. Ella llega con su cartera y sus libretas, su frescura juvenil y sus ganas de aprender. En cuanto entra por la puerta, antes incluso de serle presentado el profesor, es obligada a vestir un mandilón. A solas, mientras aguarda, se lo quita de encima. Y el profesor, nada más aparece, la vuelve a cubrir con la prenda. No sé si este detalle está en el texto de Ionesco o forma parte de la puesta en escena por decisión del director, en cualquier caso no me pasó inadvertido y, desde luego, no me resultó banal. El profesor, con aquel gesto en apariencia menudo y, en realidad, tan violento, aplaca lo que interpreta como un amago de rebeldía y que no es más que el deseo de la alumna de mantener su identidad. Antes de que la clase comience, la primera lección –la única, en realidad– ha sido dictada: el sometimiento es una de las reglas que la pupila deberá observar en el juego perverso que se inicia.
En ese mismo instante de la representación, tuve la difusa premonición de lo que iba a suceder, de que todo estaba ya anunciado allí, de que las lecciones serían tan absurdas como aquel mandilón y que procurarían infringir en la alumna un sentimiento de culpa por no saber y no entender, acabar con el entusiasmo y el deseo de aprender de la muchacha, más todavía, aniquilarla toda ella, hasta las últimas consecuencias. En ese preciso momento de la representación, también recobré el vago recuerdo de la extrañeza que sentí cuando dejé de vestir aquel mandilón. Ahora puedo poner palabras a lo que entonces no fue más que un impreciso descubrimiento: el de la inédita sensación de desahogo y libertad que me proporcionaba ser yo misma, el de la comprensión de que aprender no significa ser domado y que hay profesores que enseñan para la libertad. A la salida del teatro acerté a explicarme, por fin, lo que el mandilón significó para mí.
1 comentarios:
¿Llegaste al ensayo "Infancia" de Natalia Ginzburg? Dice que algunos objetos en la escuela eran "l´espressione piú alta della libertà e della gloria".
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