En una carta que Eugenio Granell fechó en Río Piedras el 6 de abril de 1952 y que remitió a su camarada del POUM Juan Andrade, se encuentra esta conmovedora descripción de la soledad del exiliado:
"Seguramente que Vd. sabe que aquí, en América, no hay cafés. Este hecho aparentemente inocuo desde un punto de vista histórico o teológico, tiene, sin embargo, la mayor importancia. Es muy posible que los cafés románticos sustituyeran a su tiempo la agonía de los talleres renacentistas, así como éstos cubrieron el vacío dejado por los conventos medievales ya en actividad, etc., etc. El hecho de que no haya cafés, aparte la teología y la Historia con mayúscula, es catastrófico. Los españoles que andamos –andamos, verdaderamente– por las Américas, lo comprobamos a cada rato. Ya no hablamos en voz tan alta como solíamos; ya no hablamos tanto como hablábamos, siquiera. A veces, ya ni hablamos. Es que no tenemos con quién hablar, y aún no nos queda el recurso de hablar con nosotros mismos, pues en la nueva arquitectura urbana ha quedado del todo eliminado el eco. Ya no hay ni eco. Por eso, cuando un español que desembarcó en Chile se encuentra en el Paraguay con otro español que desembarcó en Santo Domingo, dirigiéndose aquel para el Canadá y éste para la Argentina, se ponen a hablar al mismo tiempo –igual que hacían antes–, les va aumentando la intensidad de la voz –tal como antes la habían tenido–, y, lo que es verdaderamente sorprendente, tras haber hablado fuerte y largo a dos voces, al final resulta que se entendieron (lo que, esto sí, no solía ocurrir). Aunque esto es muy extraño, a mí no me extraña demasiado, pues algo así es lo que ocurre en los tribunales indígenas de Guatemala, en donde, habiendo dos millones y medio de indígenas puros, y siendo los indígenas tan parecidos a los gallegos en eso del peliteo judicial, ya puede Vd. Imaginarse cómo estará aquello lleno de tribunales. Pues en esos tribunales, el indio que acusa a otro, y el acusado, que a su vez acusa también, hablan rapidísimamente y juntos, al tiempo que el indio presidente del tribunal habla sobre el asunto, al mismo tiempo también, con sus colegas de mesa. Y tras haber hablado durante varias horas todas esas personas en conjunto, como si se tratase de un coro, todos resulta que se entendieron perfectamente y los indios apelantes acatan sin chistar la decisión suprema. A los españoles de América nos sucede algo muy semejante. Andamos de un lado para otro buscando a nuestros propios indios, para quejarnos de algo también. Nuestros indios somos nosotros mismos y nos quejamos casi nada más que de no poder hablar. Por eso aprovechamos toda feliz oportunidad para hacerlo. Antes, claro, nos quejábamos de lo difícil que es vivir, de lo que habíamos perdido en España (que eran tierras, castillos, títulos, acciones, fábricas, grados de general y otras bagatelas), de la rara psicología hispanoamericana, que es tan rara que es igual a la nuestra, del escaso valor adquisitivo de la moneda, del calor que hace o del que no hace, de lo incomprendido que solía ser nuestro excepcional talento y poco estimada que solía ser nuestra fenomenal virtud, de lo pequeñas y arrugadas que son las patatas aquí, y de la fantástica abundancia de recitadoras y poetas de sonetos. Pero ya nos hemos acostumbrado a todo esto, en vista de que no hay con quién hablar, y cuando dos españoles nos encontramos por fin, hablamos sólo de hablar, pues las otras cosas que tratamos son mera arqueología; cosas como si el alcalde de tal sitio de Asturias llegó a Coronel por influencias, o de lo exquisitas que eran las berenjenas en aquella trinchera de Aragón. Es posible que ocurra que, siendo tan enorme lo ocurrido, nos sea imposible captar su dimensión, y por eso nos andamos por las ramas, tal como el gato que no puede apreciar la calidad y belleza de un mantón de Manila, se limita a frotar sus bigotes con los flecos. En realidad, los españoles solemos andar por América de una manera muy parecida a como los gatos suelen andar por la casa. Sin un rincón fijo, saltando, maullando y… usando nuestras siete vidas”.
[Correspondencia con sus camaradas del P.O.U.M. (1936-1999). Correspondencia Eugenio Granell. Vol. 1. Ed. de Natalia Fernández Segarra. Santiago de Compostela, 2009, pp. 152-153]
Imagen: El arte de la conversación, por Eugenio Granell (1976).
"Seguramente que Vd. sabe que aquí, en América, no hay cafés. Este hecho aparentemente inocuo desde un punto de vista histórico o teológico, tiene, sin embargo, la mayor importancia. Es muy posible que los cafés románticos sustituyeran a su tiempo la agonía de los talleres renacentistas, así como éstos cubrieron el vacío dejado por los conventos medievales ya en actividad, etc., etc. El hecho de que no haya cafés, aparte la teología y la Historia con mayúscula, es catastrófico. Los españoles que andamos –andamos, verdaderamente– por las Américas, lo comprobamos a cada rato. Ya no hablamos en voz tan alta como solíamos; ya no hablamos tanto como hablábamos, siquiera. A veces, ya ni hablamos. Es que no tenemos con quién hablar, y aún no nos queda el recurso de hablar con nosotros mismos, pues en la nueva arquitectura urbana ha quedado del todo eliminado el eco. Ya no hay ni eco. Por eso, cuando un español que desembarcó en Chile se encuentra en el Paraguay con otro español que desembarcó en Santo Domingo, dirigiéndose aquel para el Canadá y éste para la Argentina, se ponen a hablar al mismo tiempo –igual que hacían antes–, les va aumentando la intensidad de la voz –tal como antes la habían tenido–, y, lo que es verdaderamente sorprendente, tras haber hablado fuerte y largo a dos voces, al final resulta que se entendieron (lo que, esto sí, no solía ocurrir). Aunque esto es muy extraño, a mí no me extraña demasiado, pues algo así es lo que ocurre en los tribunales indígenas de Guatemala, en donde, habiendo dos millones y medio de indígenas puros, y siendo los indígenas tan parecidos a los gallegos en eso del peliteo judicial, ya puede Vd. Imaginarse cómo estará aquello lleno de tribunales. Pues en esos tribunales, el indio que acusa a otro, y el acusado, que a su vez acusa también, hablan rapidísimamente y juntos, al tiempo que el indio presidente del tribunal habla sobre el asunto, al mismo tiempo también, con sus colegas de mesa. Y tras haber hablado durante varias horas todas esas personas en conjunto, como si se tratase de un coro, todos resulta que se entendieron perfectamente y los indios apelantes acatan sin chistar la decisión suprema. A los españoles de América nos sucede algo muy semejante. Andamos de un lado para otro buscando a nuestros propios indios, para quejarnos de algo también. Nuestros indios somos nosotros mismos y nos quejamos casi nada más que de no poder hablar. Por eso aprovechamos toda feliz oportunidad para hacerlo. Antes, claro, nos quejábamos de lo difícil que es vivir, de lo que habíamos perdido en España (que eran tierras, castillos, títulos, acciones, fábricas, grados de general y otras bagatelas), de la rara psicología hispanoamericana, que es tan rara que es igual a la nuestra, del escaso valor adquisitivo de la moneda, del calor que hace o del que no hace, de lo incomprendido que solía ser nuestro excepcional talento y poco estimada que solía ser nuestra fenomenal virtud, de lo pequeñas y arrugadas que son las patatas aquí, y de la fantástica abundancia de recitadoras y poetas de sonetos. Pero ya nos hemos acostumbrado a todo esto, en vista de que no hay con quién hablar, y cuando dos españoles nos encontramos por fin, hablamos sólo de hablar, pues las otras cosas que tratamos son mera arqueología; cosas como si el alcalde de tal sitio de Asturias llegó a Coronel por influencias, o de lo exquisitas que eran las berenjenas en aquella trinchera de Aragón. Es posible que ocurra que, siendo tan enorme lo ocurrido, nos sea imposible captar su dimensión, y por eso nos andamos por las ramas, tal como el gato que no puede apreciar la calidad y belleza de un mantón de Manila, se limita a frotar sus bigotes con los flecos. En realidad, los españoles solemos andar por América de una manera muy parecida a como los gatos suelen andar por la casa. Sin un rincón fijo, saltando, maullando y… usando nuestras siete vidas”.
[Correspondencia con sus camaradas del P.O.U.M. (1936-1999). Correspondencia Eugenio Granell. Vol. 1. Ed. de Natalia Fernández Segarra. Santiago de Compostela, 2009, pp. 152-153]
Imagen: El arte de la conversación, por Eugenio Granell (1976).
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