Diálogos ejemplares




El tuit no fue más que la expresión de una inveterada inercia periodística, inmediatamente elevada a los titulares, donde lució la misma negrilla con que el periodismo acostumbra a vestir otros diálogos políticos de besugos. Ya ocurría en tiempos del cronista Wenceslao Fernández Flórez, que hoy discutiría con quienes niegan el valor informativo de estos paliques. Seguramente mantendría que son estas piezas, como aquellas que protagonizaban los próceres de la anterior restauración, las únicas que al prescindir de galas retóricas muestran al retratado, realmente, en toda su horrorosa desnudez. El artículo en el que lo dejó escrito se titula “Charlas pueriles” –a paladinas, que la ironía (“Diálogos ejemplares”) ya la había gastado en una ocasión anterior– y fue publicado en ABC el 3 de octubre de 1923:

“La verdad es que quienes han preparado el ambiente hostil a los viejos políticos han sido sencillamente los gacetilleros. El comentarista, al enjuiciar al político, lo elevaba. El gacetillero lo presentaba, sin galas retóricas, en toda su horrorosa desnudez. A través de los artículos, el pueblo veía un hombre de ideas más o menos equivocadas, pero importante siempre, capaz de mover plumas ilustres y suscitar polémicas. En las gacetillas, este hombre parecía vulgar, pequeñito, cominero, irrespetable: tal como era.

Entre los reporteros surgió la costumbre de interrogar a los ministros a la entrada en los Consejos. […] Todos recordarán los diálogos que, sin excepción, publicaban los periódicos de las cuarenta y nueve provincias. Los gacetilleros rodeaban al personaje, y exclamaban:

-¿Qué hay, señor ministro?
El mismo respondía:
-Ustedes dirán.
Los gacetilleros afirmaban:
-Nada de particular.
-Pues más vale así.
-¿Y usted no sabe nada?
-Como no sea que el calor se va haciendo molesto…
-Sí, es molesto.
-Muy molesto.
Últimamente los diálogos adquirieron esta interesante variedad:
-Señor ministro, hoy llega usted el tercero.
-Creía que sería el primero.
-No; el primero fue el señor Idiotez.
-¡Ah! ¿Están ustedes seguros?
-Sí.
-Y el segundo, ¿quién fue?
-El señor Baduláquez.
-¡Oh, diablo! En fin…, los terceros serán los primeros… ¿Cómo se dice eso?
-Los últimos serán los primeros.
-Es verdad. Muchas gracias. […]

El pueblo fue comprobando, más claramente que de ninguna otra manera, la pequeñez de esos personajes. Era como si les golpease la cabeza con los nudillos y acercase el oído para escuchar. Aquellas charlas pueriles, aquellos comentarios chocarreros, aquellas charadas de nauseabundo ingenio, causaban la impresión de que la política era una tertulia de jugadores de dominó, y que el cerebro de los políticos era de estopa sin cardar. […]

Si nuestros gobernantes hubiesen guardado mejor el secreto de su oquedad, durarían más tiempo. Su modelo debió haber sido aquel Pacheco al que pinta en el Epistolario de Fradique Mendes  Eça de Queiroz. Escondidos herméticamente en sus gabinetes, en sus automóviles, en sus casas, engañarían muchos años más a sus conciudadanos. Pero salieron a la calle como una comparsa de Carnaval y se quedaron sin clientela”.

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